XII
El precipicio de la muerte

El accidente no había tomado a Doc desprevenido. La primera sacudida de la escalera le indicó que había sido cortada la cuerda en uno de los lados.

Rápidamente tanteó con las manos la pared, a lo largo de la cual descendía, hasta hallar algo que era más que una aspereza, un saliente, en el que pudo al fin aferrar sus dedos.

Aquello fue lo suficiente para que quedara suspendido en el vacío en el momento en que la escalera, cortada la otra cuerda lateral, caía desde lo alto.

Arriba, una voz desconocida para Doc soltó una blasfemia de grosero regocijo.

Era indudable que el hombre que la profiriera no se hallaba en el grupo de los bandidos.

Debió llegar instantes después desde alguna habitación interior de la vivienda abandonada. Tal vez sospechó de él desde un principio y se mantuvo oculto en algún lugar a donde no llegaron los efectos del gas.

Colgado de su asidero providencial, Doc extrajo de uno de sus bolsillos una larga cuerda de seda, fina y fuerte, a uno de cuyos extremos llevaba fijo un gancho de metal plegable.

Dióle Doc al gancho una forma de ancla, lanzó ésta a un lado y a otro de la roca, hasta que hizo presa en ella y, conseguido esto, empezó a descender, controlando sus progresos merced a una vuelta dada con la cuerda sedosa a una de sus piernas.

Una vez llegado al fondo del precipicio un diestro tirón de la cuerda hizo desprenderse el gancho.

Tronó un revólver sobre su cabeza. La bala, con un sonido desagradable, se estrelló contra la roca, a los pies de Doc.

La superficie de aquella pared del farallón formaba una ligera panza, lo que obligaba al hombre que estaba en la altura a inclinarse hacia afuera peligrosamente para afinar la puntería.

El avión descendía cada vez más, pronto a aterrizar y el rugir de su motor multiplicado por el eco, hacía el efecto de una manada de leones furiosos.

Doc alzó la vista para ver el aparato y experimentó una gran sorpresa.

¡Aquél no era el monoplano pintado de verde que Buttons Zortell comprara en Nueva York, sino un biplano amarillo!

Un nuevo disparo del revólver sonó en los oídos de Doc. El hombre que acababa de disparar vociferaba estruendosamente.

Obligado, como hemos dicho, a inclinarse mucho hacia afuera, no podía precisar el efecto de sus disparos y cada bala perdida arrancaba de su boca horribles maldiciones.

Además, el resplandor del reflector no arrojaba un solo rayo de luz al pie del farallón.

Doc escogió dos trozos de roca redondos y de un tamaño parecido al de una pelota de base-ball, y arrastrándose de espaldas, zigzagueando hacia adelante, para desconcertar al tirador de lo alto, miró hacia el aeroplano.

El aparato se abatió, posándose lentamente, y, al hacerlo, las ruedas de su tren de aterrizaje levantaron una nube de polvo. Se oyó el frenazo de la parada y la hélice dejó oír su último zumbido.

En el mismo instante en que cesó de batir la hélice, Doc se apartó corriendo unos cuantos metros del pie del farallón y, calculando sabiamente la dirección, arrojó hacia arriba sus dos piedras. Ambos proyectiles dieron en el blanco escogido de antemano y que no era otro que el reflector encendido en la altura, produciéndose las tinieblas a consecuencia del impacto.

Doc Savage, corrió hacia el aeroplano.

Su intención era llegar a él antes de que el motor pudiera ser puesto en marcha y el aparato girase para un nuevo vuelo.

No tenía idea de quiénes eran los hombres que iban en el avión, pero esta pregunta que se hizo a sí mismo fue contestada casi en el instante de formulársela.

—¡Patrón! —vociferó el hombre que estaba en lo alto del farallón—. ¡Alerta ahí fuera!

Un minuto después de la advertencia, el hombre que la hiciera lograba encender de nuevo el proyector.

A favor del chorro de luz que brotó de la repisa, Doc Savage dirigió una rápida mirada al aeroplano, esperando descubrir las facciones del hombre a quien acababan de llamar «patrón».

Que el que acababa de llegar en el avión era el cerebro director de aquella cuadrilla de bandidos lo había descubierto claramente el grito lanzado por el individuo que cortara la escalera de cuerda.

Eran cuatro los individuos que ocupaban la cabina del aeroplano, pero con gran desencanto de Doc los cuatro tenían bajadas las amplias alas de sus sombreros de cow-boys y sus rostros desaparecían tras unos pañuelos atados a la nuca que ocultaban así su identidad.

Los cuatro viajeros echaron mano a sus revólveres y empezaron a disparar sobre Doc Savage.

Habían desaparecido para éste todas las probabilidades de alcanzar el aeroplano. Comprobado esto, torció a un lado y corrió hasta la pequeña hondonada en donde dejara oculto su paracaídas y su cinturón.

Era aquél el refugio más cercano que podía hallar.

Las balas dieron escolta a su carrera. Los hombres que tripulaban el aeroplano eran buenos tiradores, pero el resplandor del reflector los cegaba materialmente.

Antes de que se acostumbrasen a la luz, Doc había llegado a su refugio.

Abandonando el aeroplano y siempre con las caras tapadas, los cuatro hombres se dispusieron a cargar sobre el fugitivo, echando a correr detrás de Doc, pero en aquel momento se oyó un chillido estridente del hombre que estaba en la vivienda abandonada del farallón:

—¡Cuidado! ¡Ese hombre debe ser Doc Savage!

Los individuos que un momento antes pilotaban el vehículo aéreo miraron hacia uno de sus miembros en espera de órdenes sin duda.

—¡Apresad a ese hombre! —gritó el desconocido, señalando con un brazo hacia la hondonada en que se había refugiado Doc Savage—. ¡No retrocedáis un paso, sea quien sea! ¡Alcanzadlo!

Obedientes a su voz, los pistoleros avanzaron hacia la hondonada, revólver en mano, y aguzando la vista hasta casi dolerles los ojos.

No esperaban que Doc apareciese en el sitio exacto por donde había desaparecido y, sin embargo, fue eso lo que sucedió. El hombre de la piel bronceada avanzó un paso y su aspecto parecía fantasmagórico.

Sus brazos se lanzaron hacia adelante en un movimiento impulsivo y ya había desaparecido otra vez cuando una lluvia de balas cayó sobre él, sin más efecto que levantar del suelo una nube de polvo y piedras.

El objeto brillante que arrojara en su salida temeraria había ido a caer a pocos pasos del grupo.

—¡Cuidado con los gases! —vociferó el hombre del farallón—. ¡Son mortales!

Los pistoleros atendieron la advertencia instantáneamente, y aunque no se habían dado cuenta con exactitud de cuál era el objeto que Doc les arrojara, giraron sobre sus talones y emprendieron una vertiginosa carrera, corriendo como locos.

Su fuga los alejó del aeroplano hacia el farallón. Esperaban sentir los efectos del gas de un momento a otro.

El individuo que estaba en el farallón contribuyó a aumentar su terror relatándoles lo que les había ocurrido anteriormente a sus compañeros.

Al mismo tiempo les arrojó una escalera de cuerda que para los casos imprevistos tenían en reserva, y los viajeros del avión treparon por ella, presas de un frenesí de locura.

Doc Savage los vio desaparecer con encontradas emociones. A la luz del reflector podía verse perfectamente el objeto que les arrojara y que produjera aquel efecto mágico.

Lo que había elevado su terror al grado máximo yacía a unos pasos de distancia y a Doc no le parecía en manera alguna peligroso.

¡Era su reloj!

Las cosas estaban en un estado de jaque mate mutuo. Doc no podía abandonar su refugio, situado en una escarpada pendiente que se dirigía hacia la corriente impetuosa del río.

Sus enemigos, sin saber que habían sido engañados por cosa tan inofensiva como un reloj, no se atrevían a abandonar su elevada guarida.

No obstante, seguían disparando sin cesar hacia el refugio de Doc.

Pasaron unos veinte minutos en esta situación, y al cabo de ellos se oyó roncar en el silencio de la noche el motor de un aeroplano.

Doc entró en acción inmediatamente. De su cinturón sacó un diminuto receptor transmisor de radio. Una cinta de metal arrojada al fondo de la hondonada le proporcionó la antena necesaria.

Una vez todo en marcha estuvo transmitiendo dos o tres minutos sin interrupción.

En esta fracción de tiempo el aeroplano que se acercaba entró en el interior del cañón trazando ajustados círculos hasta penetrar en la zona iluminada por los reflectores.

¡Era un ocho plazas, de color verde y provisto de un solo motor!

Respondía exactamente a la descripción del aparato comprado en Nueva York por Buttons Zortell.

EL piloto se veía que desconocía aquellos parajes y volaba con grandes precauciones en vez de hacer un movimiento decidido para tomar tierra.

El hombre de la gabardina apareció en una de las aberturas que, semejantes a ventanas, estaban practicadas en la vivienda milenaria del farallón.

Movía los brazos como un telégrafo marino para indicar a Buttons que atacase la hondonada en que estaba escondido Doc Savage.

Los tripulantes del ocho plazas comprendieron al fin las órdenes de su amo, y el avión buceaba a poco sobre el refugio de Doc. Rifles y pistolas empezaron a vomitar plomo a través de las ventanas de la carlinga.

Doc, rodeado de sombras en la hondonada, escapó al peligro, ¡pero no debía de triunfar tan fácilmente en aquella situación desesperada!

Los tripulantes del aeroplano se elevaron unos cientos de pies y ya en esta altura dejaron caer un paracaídas-faro.

Su claridad dejó al descubierto el fondo de la hondonada en que se hallaba oculto su enemigo.

Los hombres volvieron ansiosamente al ataque, pero las rugosas paredes de la quebrada parecían haberse tragado a su presa.

En los pocos segundos que mediaron entre la suspensión del fuego y el lanzamiento del paracaídas-faro Doc Savage se había tendido en el suelo, cubriendo su cuerpo de arena.

Planeaba el avión sobre aquel hoyo y sus tripulantes, con los revólveres preparados, acechaban el momento de hacer blanco. Ante el nuevo cariz de los acontecimientos no arrojaron balas, sino juramentos de impotencia.

Eran incapaces de descubrir el montón de arena que ocultaba a su odiado enemigo. Se figuraban lo que había hecho, pero la claridad no era suficiente para hallar su escondite.

El avión verde voló a la altura mientras los que estaban a bordo discutían modos y medios de ofensiva.

Doc, desde su refugio, miraba al cielo, expectante. No experimentó, no obstante, sorpresa alguna cuando dos aeroplanos penetraron súbitamente en el espacio iluminado del cañón.

Uno de ellos era el gigantesco avión rápido; el otro el giroplano. No había perdido tiempo en contestar a sus llamadas por radio, especificándoles con toda precisión el emplazamiento del campo de aterrizaje.

Buttons Zortell y su piloto Whitey abandonaron la ofensiva contra Doc tan pronto se enteraron de la llegada de los dos aparatos. El monoplano verde planeó desesperadamente, en un esfuerzo supremo, para escapar de aquéllos que tenían motivos sobrados para considerar como enemigos.

Pese a todos sus esfuerzos, no tardó en ser alcanzado por el monstruoso aeroplano de Doc, que podía desarrollar una velocidad doble que la de su presa.

A ambos lados de la carlinga aparecieron de pronto unas bocas como de fuego que lanzaban rojas llamaradas tronantes. Eran flameantes ametralladoras disimuladas admirablemente en el interior de las alas.

En pocos minutos vióse dibujarse un círculo gris y rojo en torno al monoplano verde.

EL aparato parecía hilvanado en todo su contorno por unas hebras terroríficas, pero las balas no llegaron a alcanzar la aeronave ni hicieron blanco en ningún órgano vital de la máquina voladora, porque los que manejaban las armas sabían que en su interior iba prisionera la linda Lea Aster.

Lo que trataban por todos los medios era evitar su fuga. El avión verde empezó una loca zambullida en las profundidades del cañón.

Comprendían sus tripulantes que les era imposible escapar y trataron por todos los medios de penetrar en el espacio iluminado por los reflectores para aterrizar a los pies del farallón.

Whitey logró, al fin, en su premura, tocar tierra, pero hizo un aterrizaje torpe y violento; se encabritó el armatoste y se dio a la banda, logrando sólo evitar el vuelco definitivo por un verdadero milagro de equilibrio.

Fue a detenerse a pocos metros del farallón y sus seis atemorizados tripulantes saltaron a tierra, sudorosos y jadeantes, arrastrando con ellos a la retadora, pero desvalida, Lea Aster.

A la vista de la pobre secretaria de Monk, Doc salió, de un salto, de su escondite, intentando volar en su auxilio, pero una granizada de balas disparadas sobre el escondite abandonado le hizo retroceder.

Buttons Zortell, completamente dominado por el pánico, se precipitó a la escalera de cuerda. Subieron tras él Whitey y los demás bandidos.

Lea Aster se negó a subir por sí sola, viéndose los bandidos precisados a atarla, izándola como un fardo. Mientras realizaba la ascensión, Renny, que pilotaba el giroplano, se dejó caer con éste, yendo a posarse al pie de la pequeña hondonada para recoger a bordo a Doc Savage.

Esta maniobra fue protegida por el fuego de las ametralladoras del otro avión gigante.

—¡Creo que tenemos arrinconada a toda la banda! —dijo Doc a Renny, así que el aparato estuvo volando fuera del alcance de las balas que los bandidos disparaban contra él.

—¿Y al gran patrón también? —preguntó Renny.

—Así lo creo. Llegó poco antes que el aeroplano de Nueva York. Todos los hombres que de él dependen están ahora ahí, en esa especie de vivienda abandonada en lo alto del farallón.

—¿Qué buscaba el jefe por estos andurriales?

—Me buscaba a mí —contestó Doc, explicando luego por qué no había podido distinguir con claridad a aquel hombre por culpa de su disfraz.

—¡Bien, de cualquier modo creo que ese rancho está ya guisado y a punto de hincarle el diente! —comentó, gozosamente, Renny—. ¡Se han encerrado a sí mismos en la trampa que preparaban para nosotros! ¡No pueden escapar hacia abajo del farallón y en cuanto a que huyan volando es materialmente imposible, estando aquí nosotros!