XI
La lucha del cañón

Doc no cambió de posición. El tirador no podía verle.
Dando a su voz una grosera brusquedad y un acento desgarrante de rabia, lanzó un rugido hacia la altura.
—¿Qué manera es ésta de recibir a las personas?
—¡Éste no es sitio para andar huroneando en la oscuridad! —se oyó gritar desde lo alto a una voz aguardentosa—. ¿Quién es usted, hombre?
—¡Soy alguien que va a agujerearte la piel como sigas disparando! —rugió Doc, simulando la forma violenta de dirigirse un truhán a otro de su especie.
—¿Cuántos hombres te acompañan?
—¡No necesito que nadie me ayude a liquidarte! —bufó Doc, vuelto siempre hacia el que hablaba.
—¡Déjate de tonterías! ¿Vino contigo el patrón?
—No —contestó Doc, enterándose por las palabras del otro de que el jefe de la cuadrilla no se encontraba allí—. He venido a esperarle, precisamente.
—No estoy muy seguro de que digas la verdad. ¿Eres el sheriff?
—¿Quién te ha dado permiso para insultarme? —rugió Doc; como considerando una burla sangrienta el compararle con el representante de la autoridad.
—Da la vuelta a la roca —ordenó su interlocutor—. ¡Voy a enterarme de qué casta de pájaro eres!
En vez de un hombre fueron varios los que descendieron gateando por una escala de cuerda que dejaron caer previamente a lo largo de la pared del farallón. Todos llevaban linternas eléctricas.
EL hombre que había disparado contra Doc Savage, un individuo rechoncho como un tonel, tenía unas orejas descomunales y una nariz tan chata que parecía haber estado recibiendo golpes durante cien años.
—¿De modo que el amo te envía aquí para esperarle, no es eso?
—Supongo que no habrá venido aquí a curarme un dolor de muelas, ¿no te parece? —gruñó Doc.
Deliberadamente aparentaba ser un individuo rudo e irritable en grado sumo.
—Pues no creo que anden muy lejos de dolerte las muelas si sigues galleando de ese modo —contestó, no menos fieramente—. Aún no te he visto la jeta.
—Pues eso vas perdiendo.
—¿Ah, sí? ¿Acaso eres un nuevo ejemplar de hombre?
—Podría considerarse que soy eso.
El hombre rechoncho miró significativamente a su alrededor.
—Este tipo —dijo a sus compañeros— se presenta en una forma que se me hace difícil de creer. El amo nada nos ha dicho acerca de aumentar la cuadrilla.
—¿Es que tiene que pedirte permiso a ti? —rezongó, sarcásticamente, Doc.
—¿Qué camino seguiste para venir aquí? —contestó el que parecía cabecilla de aquella gente.
—¿Me vas a hacer reír? —murmuró Doc.
Y aguardó ansiosamente a que algún indicio le dictara la contestación categórica que había de dar a aquella pregunta embarazosa para él.
Se oyeron varias risas ahogadas.
—¡Me parece que a este tipo no lo enredas, Jud! —dijo uno de los bandidos, dirigiéndose al que hasta entonces había llevado el peso de la conversación—. Demasiado se ve que sabe que el único medio para llegar aquí es el río… o el aeroplano, pues no creo que tenga alas para volar…
La observación era luminosa. Aquellos hombres debían de tener forzosamente una embarcación en el río de la Calavera Roja lo bastante capaz para luchar con la corriente.
—¿Quién te trajo aquí? —insistió el orejudo.
Doc asestó una mirada furibunda al preguntón.
—Tal vez necesitas que alguien te lleve de la mano por el río, pero a mí no me hace falta.
—¡Ah! —exclamó, ya más convencido, Jud—. ¿Entonces el patrón te alistó en la banda porque conoces la región y el río?
Doc, como si no hubiese oído lo que le preguntaban, interrogó a su vez:
—¿Sabéis que viene de camino hacia aquí un aeroplano desde Nueva York?
—Claro que sí.
—¿Y sabéis algo sobre la muchacha?
—También. Tenemos allá arriba una estación de radio y el amo nos ha dado órdenes importantes sobre esto.
La observación sobre el aparato de radio era una mala noticia para Doc.
¿No era de suponer que aquellos hombres se pondrían en comunicación con su jefe para comprobar la veracidad de sus afirmaciones sobre su pertenencia a la cuadrilla?
Esto echaría por tierra todos sus planes tan concienzudamente elaborados.
—Yo he venido a hacerme cargo de la muchacha, y llevarla a su lado —afirmó no obstante, sin dejar en ningún momento traslucir sus temores.
Contra lo que era de esperar, nadie mostró la menor sorpresa ante su afirmación. Sólo uno de los hombres bufó retador:
—¿Qué significa eso? ¿Acaso no somos lo bastante finos para tratar a una señorita de la ciudad?
Doc se decidió a preparar el terreno en pocas palabras para cuando llegase la ocasión.
—¡El hombre que se atreva a ofender a esa muchacha firma su sentencia de muerte! —dijo, con vehemencia—. ¡Y que ninguno de vosotros lo intente siquiera! Esa muchacha puede ser el precio que se le imponga a Doc Savage, si logra arrinconarnos. ¡Si es injuriada en lo más mínimo puede resultar un perjuicio para todos!
Por un momento se dijo Doc que tal vez había ido un poco lejos en la violencia de su discurso, al ver las curiosas miradas que le dirigían los del grupo.
Pero el incidente no pasó de allí.
Invitaron a Doc a que ascendiese por la escala de cuerda que servía de acceso a la parte superior del farallón.
Hízolo así y pronto se halló en el interior del rectángulo que vislumbrara durante su vuelo sobre el campamento de los bandidos.
Ya en tierra firme, al otro lado del farallón pudo ver un amplio espacio de terreno en cuyo centro ardía una hoguera. Doc miró en torno, un poco sorprendido.
Veíanse varias casas, algunas de varios pisos. Las paredes eran de grandes piedras toscamente talladas, ajustadas unas a otras por una especie de hormigón de barro.
Todo el farallón resultaba ser una antiquísima vivienda, algo ruinosa, de un modelo no poco frecuente en Arizona y en otros Estados del Sudoeste.
—Tenemos, aquí un verdadero palacio, ¿verdad? —preguntó uno de los bandidos.
—Así parece… ¡si no se nos cae encima! —contestó Doc, con aspereza.
—No querrá hacerlo ahora, después de haber resistido tantos años. Apostaría cualquier cosa a que nadie había estado en él desde hace más de mil años, hasta que lo descubrió el patrón. Él dice que esto lo edificó tiempo atrás, para vivienda suya, el diablo.
Doc, procurando mantenerse bastante alejado del resplandor de la hoguera, empezó a hacer astutas preguntas.
—¿Cuándo dijo que lo descubrió? —preguntó, fingiendo sólo curiosidad.
—No sé. Antes de empezar la construcción del dique… creo que sería.
—¿Y cómo se le ocurrió al patrón asomarse a esta región?
El otro le miró, sorprendido.
—¿Parece que no sabes mucho acerca del patrón? —murmuró.
—No.
—¿Pues cómo has llegado a ponerte en contacto con él?
—Por mediación de un amigo suyo: Buttons.
Y Doc se dijo a sí mismo que en el fondo no mentía al afirmarlo.
—Buttons Zortell, ¿eh? —continuó el bandido—. Es un buen sujeto, pero en Nueva York no lo hizo del todo bien.
—¡Allá Buttons con sus cosas! —gruñó Doc, destempladamente—. Lo que a mí me interesaría, compañero, es algo más acerca de este asunto en el que voy a jugarme tal vez el pellejo. EL patrón no ha tenido tiempo de decirme gran cosa. ¿Qué gato encerrado hay en todo esto? ¿Qué haremos nosotros después?
Doc se mantuvo alerta, espiando el más ligero signo de hostilidad, ante la audaz pregunta que acababa de hacer.
Demostraba tal ignorancia en un hombre admitido a formar parte integrante de la banda que debía despertar una desconfianza instantánea. Pero su sorpresa fue enorme.
Los hombres se limitaron a soltar una estruendosa carcajada.
—¡Tampoco sabemos nosotros lo que el patrón querrá hacer después! —cacareó uno—. Nos pagan, trabajamos y cerramos el pico. Eso es todo lo que hay.
—Debe de tener relación con el dique —sugirió Doc.
—Con evitar que el dique se construya, querrás decir.
Doc archivó en su memoria aquellas noticias para futuras consideraciones.
¡Luego existía la oposición a que se terminase la construcción del dique!
—¡Ya comprendo! —murmuró—. Pero… ¿qué se sabe del patrón? Por mi parte, lo poco que sé es gracias a Buttons.
Su interlocutor parecía no abrigar sospecha alguna.
Doc se decía interiormente que todo cuanto fuera aprendido sería de interés.
—¿Su nombre mismo debe ser un gran secreto? —aventuró.
Un fogonazo de perplejidad apareció en los ojos del hombre que tenía delante.
—No puedo adelantarte gran cosa sobre lo que deseas averiguar… Desde luego es un secreto fuera de la banda, pero todos los que formamos parte de ella sabemos perfectamente que su verdadero nombre no es el de Nick Clipton.
—¡Eh, oye! —rugió, súbitamente, el rechoncho hombrecillo que fuera el primero en descubrir a Doc y que respondía al nombre de Jud.
EL bandido había adelantado poco a poco hasta el lugar en que se hallaba nuestro héroe, y al hallarse junto a él echó rápidamente mano a uno de sus revólveres con el cual apuntó a la cabeza de Doc.
—¡Ahora estoy seguro de que no eres uno de los nuestros!
Doc recobró en el acto su carácter pendenciero que tan buenos resultados le diera con anterioridad.
—¡Me parece que estás necesitando que te ventilen la sesera, y si sigues por ese camino no voy a tener más remedio que hacerlo! —farfulló.
El gran revólver de Jud se inclinó aún más amenazador.
—¡Me parece que estoy de ti al cabo de la calle! —escupió materialmente el hombrecillo—. Hay algo sospechoso en tu juego que no me parece muy limpio…
—¡Qué chiquillo tan listo! —murmuró Doc, socarronamente.
—¡Por lo menos algo más que tú! Si eres realmente uno de los nuestros puedes decirnos el nombre verdadero del patrón. ¿Cómo se llama?
Doc hubiera dado cualquier cosa por poder contestar correctamente a aquella pregunta, no por lo que podía referirse a su situación crítica en aquellos instantes, ya que se había encontrado repetidas veces en otras semejantes, sino por saber a ciencia cierta quién era el director de aquella ofensiva criminal.
Precisamente el objetivo que le llevara a trabar conocimiento con aquellos granujas era averiguar el nombre del que los capitaneaba.
—El único nombre que yo le conozco es el de Nick Clipton —dijo.
No mentía al hablar así y aún podía haber añadido que acababa de saberlo segundos antes.
Los bandidos cambiaron entre sí miradas de alarma y no fue sólo ahora el revólver de Jud el que brilló a la luz de la hoguera, fuera de la funda.
—¡Diablo! ¡Creo que estás en lo cierto acerca de este pájaro! —dijo uno a Jud.
—¡Claro que lo estoy!
—¡Sois un hato de borregos! —aulló Doc—. Yo sé cómo puede aclararse esto. Llama al patrón por la radio y pídele informes sobre mi persona.
Aquella sugerencia no era una bravata más por su parte. Deseaba que lo hicieran y así esperaba oír el verdadero nombre del jefe.
—¡Naranjas! —contestó, con socarronería, Jud—. Nuestra radio es un cascajo que cuando funciona se oye en todo el farallón. ¡Tanto daría que te dijésemos el nombre del patrón ahora mismo! ¡En vez de eso lo que vamos a hacer es amarrarte y luego veremos lo que se hace contigo!
Y como si estas palabras fuesen una consigna, avanzaron todos con los revólveres prontos a hacer fuego.
Un observador cualquiera podría haber visto cómo se iba dilatando poco a poco el tórax de Doc, como si estuviese aspirando una gran cantidad de aire para almacenarlo en el interior de sus pulmones.
Alzó las manos por encima de la cabeza y entre tanto, aunque sin razón aparente para ello, el bíceps de su brazo derecho, tenso e hinchado, parecía pronto a estallar la manga de su chaqueta.
El hombre que iba a la cabeza del grupo extendió la mano para apresarle, pero en aquel mismo instante ocurrió algo fantástico.
El esfuerzo de Doc, llegado a su grado máximo, pareció electrizar a aquel hombre, que cayó de bruces, como un guiñapo.
Un segundo después, los restantes componentes de la banda rodaban por el suelo como su compañero y quedaron cara al suelo jadeando ruidosamente.
¡Todos ellos estaban sin sentido!
Doc esperó que transcurriese un minuto y, pasado éste, libertó el aire que había estado almacenando con anterioridad. Contener el aliento durante este intervalo era para Doc un juego de chicos.
En la parte interior de la manga de su americana había un bolsillo secreto precisamente sobre el bíceps, y en él guardaba varias ampollas de un vidrio finísimo, que contenía un gas anestésico penetrante y fácilmente propagable, que producía en quien lo aspiraba un estado de inconsciencia, pero que se convertía en un vapor totalmente inocuo pasado un minuto de su difusión en el aire.
Con la tensión de sus poderosos músculos, Savage había quebrado las ampollas, dejando escapar el gas, y contuvo la respiración hasta que el gas venenoso se evaporó.
Aquellos hombres continuarían insensibles durante algún tiempo.
Mientras respiraba ampliamente para refrescar sus pulmones con el aire frío de la noche, oyóse el zumbido de un aeroplano que roncaba penosamente ya dentro de las profundidades del cañón de la Calavera Roja.
El especial zumbido indicaba que debía tratarse de un avión de un solo motor.
¡Buttons Zortell debía llegar de un momento a otro en un aparato de esas características! Doc corrió hacia una de las aberturas de aquel rectángulo amurallado que hacían las veces de ventanas.
Sus ojos taladraron la oscuridad.
A lo lejos rebrillaban las alas descubiertas del aparato. En aquel momento estaba trazando círculos a la luz de la luna, manteniéndose precisamente encima de las cuatro luces indicadoras del rectángulo.
Doc comprendió que en casos parecidos aquellas gentes necesitaban emplear algún procedimiento para iluminar el campo de aterrizaje y eso era lo que estaba indudablemente esperando el piloto.
Encendió su inseparable linterna de bolsillo y realizó una rápida pesquisa.
En una habitación adyacente de aquella vivienda ruinosa del farallón halló lo que buscaba.
Era un tubo ordinario, como los usados en la minería, que apuntaba hacia la tierra en forma de reflector y en el centro del cual, por un ingenioso sistema de fricciones, se producía la luz. Raspó en el extraño aparato y brotó una intensa claridad. Su brillo era realmente cegador. Doc pudo contemplar a su sabor el campo de aterrizaje en sus más mínimos detalles.
Era aquélla la primera ocasión que se le ofrecía para ello y se entretuvo unos instantes en sus exploraciones.
La repisa de arena sobre la que estaba edificada la vivienda milenaria era aún más lisa de lo que él se figuraba y tendría varios acres de extensión.
Situada en uno de los bordes del gran cañón que terminaba en la Calavera Roja, estaba abierta en tres direcciones y era lo suficiente ancha para permitir aterrizar a un piloto medianamente experto.
La cuarta orilla del rectángulo era la que la unía a la pared rocosa del farallón.
Doc se dirigió velozmente a la escala de cuerda por donde antes subiera y empezó a descender. No pudo, sin embargo, ver los detalles del aeroplano, que aún no había llegado a penetrar en el espacio iluminado por el reflector.
La escala de cuerda cimbreaba violentamente durante el descenso de Doc, que pasaba rozando la piedra vertical.
A sus pies había una hondonada cortada a pico de lo menos cien pies de profundidad. Por arriba era imposible adivinar hasta qué altura se elevaba la abrupta masa rocosa.
Habría recorrido Doc unos pocos pies cuando la escala experimentó una sacudida inexplicable. Un instante después se desplomaba como arrancada de cuajo en su origen.
¡Había sido cortada en el extremo superior!