VIII
Una trampa mortal

Buttons Zortell experimentaba ciertas dudas sobre si había entendido bien lo que hablaron aquellos hombres en el laboratorio de Monk.

No fue él sólo quien habló aquella mañana con Arizona, por teléfono.

Por su parte, Doc Savage se había puesto también al habla con el editor del más importante periódico de Phoenix.

Trataba de averiguar detalles concretos sobre la existencia y características de Nate Raff, el hombre a quien llamara Bandy Stevens en su espantosa agonía.

—¿Nate Raff? —repitió el editor, al oír la pregunta de Doc—. ¿Se refiere usted a «Tough» Nate Raff, presidente de la «Mountain Construction Company»? Es el solo Nate Raff que yo conozco.

—¿Puede usted decirme algo sobre él? —preguntó Doc.

—¿Qué desea usted saber?

—Todo. ¿Por qué le dieron ese nombre de Tough?

—Sencillamente… porque es un hombre de pelo en pecho. Nate Raff es el más «adornado» de todos. No es pelo… es una verdadera melena la que tiene.

—Es un soberbio conductor de hombres y, además, es una cabeza sólida para los negocios.

—¿Es honrado?

—En lo que yo sé, sí. La Mountain Construction Company pertenece a tres propietarios, pero, según creo, Nate Raff es el que la dirige.

»Uno de ellos es Richard \1. Es el superintendente de la construcción y actualmente tiene a su cargo los trabajos. \1 ha matado un par de hombres en sus tiempos… pero puede considerársele como una persona bastante honrada. No fue al penal por ninguna de las dos muertes.

»El otro socio es Ossip Keller, el cerebro del grupo. Dirige la inspección, calcula el costo y traza los planos de todos los trabajos.

—Parece que sabe usted muchas cosas de esos hombres —sugirió Doc—. ¿Han figurado en la prensa, recientemente?

—Le diré… Están construyendo un gran dique en el extremo superior del Cañón de la Calavera Roja. Han hecho mucha publicidad, porque realizan la obra financiándose a sí mismos. Construyeron el dique con su propio dinero, con el manifiesto propósito de mantener trabajando a todos sus empleados. No creo que ello sea todo generosidad por su parte, puesto que esperan que la venta de la fuerza eléctrica les indemnice con creces de todos los gastos.

—¿Algún escándalo relacionado con la empresa?

—Que yo sepa, no. Pero ¿por qué me pregunta usted eso?

—Por mera curiosidad…

—Dígame… ¿qué nombre me dijo que era el suyo?

—Doc Savage.

A través del hilo se oyó una exclamación explosiva. El editor del periódico preguntó, ansiosamente:

—¿Cómo es eso? ¿Es decir, que me ha estado usted tomando el pelo?

—¿Qué le hace a usted pensar que esto sea una tomadura de pelo?

—Tiene que serlo forzosamente, porque «Tough» Nate Raff salió la noche última en el aeroplano de pasajeros y dijo a uno de nuestros reporteros que iba a Nueva York a verle a usted… a Doc Savage.

Antes de que la conversación pudiese continuar se oyó algo así como una conmoción en las oficinas del periódico, durante la cual sonaron varias voces a un tiempo, y el editor dejó el auricular sobre la mesa.

Unos segundos después el editor de Arizona volvió súbitamente a coger el aparato. Se le notaba que estaba excitadísimo.

—¡El aeroplano de pasajeros en que viajaba «Tough» Nate Raff ha caído, envuelto en llamas, en Nuevo México! —gritó—. ¡Todos los que iban a su bordo han muerto! Nosotros mismos hemos oído el chispazo en los hilos de la prensa.

Media hora después Doc Savage se hallaba leyendo un relato completo de la tragedia en las ediciones extraordinarias de los periódicos neoyorquinos.

Las hojas volanderas habían inundado materialmente las calles con la noticia.

Gracias a ellas obtuvo un magnífico complemento a su información: Los cuerpos de los que iban a bordo del aparato se habían carbonizado por completo, imposibilitando toda identificación.

Entre la caída y el fuego estaban desconocidos, aunque un inspector de aeronáutica del Gobierno había salido para el lugar de la catástrofe a comprobar la veracidad de esta afirmación.

Añadían las informaciones periodísticas que estos detalles se habían obtenido por la casual fuga, de un rancho próximo al lugar del siniestro, de un caballo algo rebelde y a quien sus dueños hallaron a la mañana siguiente pisoteando los restos del aparato incendiado.

El ruido de la caída despertó durante la noche a los cowboys que dormían en el rancho, pero lo atribuyeron a que el citado caballo estaría coceando, como acostumbraba, las barreras del corral.

Los cowboys recordaban, sin embargo, que el ruido les despertó a las tres de la madrugada.

De acuerdo con dicha hora, el avión había estado volando aproximadamente una hora después de su hora ordinaria de salida. Ya incendiado, fue a chocar con un cañón.

—Nada, por ahora, que pueda hacer sospechar un atentado en relación con la catástrofe —observó Doc.

Monk, que le escuchaba, murmuró: —Pues yo me apostaría cualquier cosa a que el aparato fue incendiado para matar a Nate Raff.

—No hay pruebas.

—Tal vez no. Pero la catástrofe es demasiada coincidencia.

—Puede ser prudente recordar que el aparato llevaba ya una hora de vuelo cuando ocurrió el desastre —suspiró Doc.

Monk miró a su amigo, interrogante, pero el gigante bronceado no amplió su pensamiento ni expuso sus razones para justificarlo. A Monk le hubiera gustado lo contrario.

Doc poseía una capacidad maravillosa para poner de manifiesto circunstancias sospechosas que después se ajustaban perfectamente a la realidad.

Minutos después sonó el timbre del teléfono.

Fue Monk quien acudió a la llamada, y, al oír la voz de quien le hablaba, lanzó una exclamación de gozo.

—¡Es mi secretaria! —dijo, en un aparte, y continuó después hablando por el aparato—: ¿Está usted libre?

—No —contestó, rápidamente, la joven—. Todavía estoy prisionera. Pero este teléfono está detrás de una caja y ellos seguramente no lo saben. Ignoran que estoy hablando con usted.

—¿Dónde se encuentra?

—En un edificio desalquilado, en Seashore Street. He visto el número. Es el 1113. Estoy en la planta baja. Todo el edificio está deshabitado. Puede usted venir… psss… ¡Creo que vuelve mi guardián!

Un débil ruido indicó al oyente que el auricular había sido colgado.

Dejando su propio auricular, Monk se precipitó hacia la puerta. Doc y los otros cuatro compañeros le siguieron. Ya en el ascensor, mientras bajaban, Monk les contó toda la conversación.

—¡Podemos coger a toda la cuadrilla! —gritó, jubiloso, Monk.

Penetraron en el interior de un taxi, con la sola excepción de Doc Savage, que se colocó en el estribo, junto al conductor.

Desde allí sus penetrantes ojos avizoraban el peligro. Era éste el proceder habitual del gigante de bronce cuando emprendían alguna excursión arriesgada.

Además, su sola figura, su rostro característico, era una señal viviente para que cuantos policías hallaran al paso les dejaran circular ligeramente, aun cuando en más de una ocasión violaran todos los reglamentos vigentes sobre velocidades en la vía pública.

La manzana número 1100, en Seashore Street, estaba formada por unos edificios de cinco y seis pisos destinados a alquiler, aun cuando en la actualidad estaban todos desocupados.

Las edificaciones eran bastante destartaladas y debía hacer tiempo que el edificio permanecía inhabitado.

Una cooperativa de edificaciones había adquirido los bienes raíces, al igual que el total de los censos, y ordenó a los inquilinos que evacuasen los inmuebles, prontos a ser derribados, para construir sobre su solar edificaciones de gustos más modernos.

Doc y sus hombres dejaron el taxi dos manzanas antes de llegar al número indicado, Monk, ceñudo y torvo, descendió de un salto del taxi y empezó a andar precipitadamente, pero Doc le llamó rápido.

—¡Espera!

Monk contuvo su impaciencia y volvió hacia el grupo. Hacía tiempo que había adoptado el juicioso criterio de obedecer los más leves deseos de Doc Savage, no porque éste fuese un autócrata para la disciplina, sino, sencillamente, porque las razones que alegaba para hacerse obedecer de sus amigos eran siempre convincentes.

Dejando a los otros en el lugar donde se hallaban, Doc avanzó solo hacia la casa en que suponían prisionera a Lea Aster.

No se dirigió directamente al portal del 1112, que indicara la linda secretaria en su conferencia telefónica, sino que, lejos de esto, escaló una baja empalizada y penetró en unos patios malolientes situados en la parte posterior de las edificaciones.

Procurando en todo momento no ser visto desde las ventanas del 1113, Doc entró en el edificio adyacente.

Unas escaleras desvencijadas le llevaron hacia los pisos superiores y por una trampa, que chirrió desagradablemente al abrirla, pasó al tejado.

Desde éste corrióse al de la casa que indicara Lea Aster, y por una claraboya, que rompió de un golpe, penetró en ella.

Para lograrlo, columpióse un momento en el vacío y su aterrizaje fue totalmente silencioso, amortiguando la caída el poderoso esfuerzo ejercido sobre los músculos de sus piernas.

Ni el más leve ruido llegó a sus oídos. Como un fantasma de bronce fue descendiendo escalera abajo hacia los pisos inferiores, cruzando lóbregas habitaciones.

Éstas no debían estar deshabitadas hacía mucho tiempo por cuanto descubrió en algunas paredes los aparatos telefónicos intactos, pero, en cambio, las ratas ennegrecían ya en algunos espacios el pavimento.

Lentamente y con toda clase de precauciones, Doc pasó del cuarto piso al tercero y de éste al segundo. No llegaron a sus oídos ni ruidos ni rumores de conversación alguna.

De cuando en cuando caían, con un ruido sordo, gruesos terrones de yeso de los techos y las ratas huían despavoridas. Del exterior, como un rumor apagado, llegaba el ruido del tráfico callejero.

Como un fantasma metálico, se deslizó Doc hasta la mitad de las escaleras que llevaban a las habitaciones de la planta baja. Detuvo se un momento y escuchó con atención.

Hasta sus finos oídos llegó distintamente el «tic-tac» de un reloj. El sonido era rápido y, por su misma velocidad, se denunciaba como el «tic-tac» de un relojillo pulsera de mujer.

Recordó Doc que Lea Aster llevaba siempre en su muñeca uno de estos instrumentos medidores del tiempo.

El «tic-tac» provenía de una gran habitación cuya puerta se abría en el hueco de la escalera que acababa de descender. Doc no se acercó, desde luego, a dicha puerta, sino que permaneció unos segundos escuchando atentamente a medio camino de ella.

Anduvo, paso a paso, hacia la puerta, empujó ésta, y ya dentro de la estancia, vio casi adosada al muro, una gran caja.

Sobre la gruesa capa de polvo que cubría por completo el pavimento observó unas huellas que le indicaron instantáneamente que la joven había permanecido allí tendida durante su cautiverio.

Acercóse Doc a la caja y la examinó cuidadosamente. Detrás de ésta había un teléfono. Levantó la caja y pudo convencerse de que debajo de ella la capa de polvo era tan espesa como en el resto del piso de la habitación.

En sus ojos brilló un relámpago. Durante unos segundos pareció vibrar contra las paredes desnudas el extraño y potente silbido de que ya hemos hablado en otras ocasiones y que era como indicador de que su fértil imaginación estaba entregada a un trabajo intensivo.

La existencia de polvo bajo la caja puso en guardia a Doc, dándole al mismo tiempo la clave del enigma.

La caja había sido colocada allí recientemente, y a no dudar por Buttons, con el solo objeto de fingir la ocultación del teléfono.

Había calculado el deseo imperioso de llamar a Monk que experimentaría la secretaria al divisar el aparato, como efectivamente lo hiciera.

Doc Savage, experto en profundizar los más ocultos pensamientos de los criminales, no había tardado en descubrir la maquinación, y era este mismo descubrimiento el que le llevaba como de la mano a otro nada tranquilizador: había sido atraído a una celada, lo que indicaba de una manera que no dejaba lugar a dudas que allí, en alguna parte del destartalado edificio, debía existir algún instrumento de muerte preparado contra él o sus amigos.

Andando lentamente, calculando cada paso, como si estuviese caminando descalzo por un sendero alfombrado de pinchos, Doc avanzó en la habitación en que se oía el «tic-tac» del reloj, hasta llegar a pocos pasos de éste.

Lo examinó atentamente. Era, en efecto, y como ya antes supusiera, el reloj de pulsera de Lea Aster, tendido casi en el centro de la habitación, sin duda para que fuese más visible.

Doc, con paso cauto, dio la vuelta en torno al reloj. No lo tocó, desde luego, porque supuso que el haberlo hecho así suponía una muerte horrible.

Realmente, a más de horrible era ingeniosísima aquella trampa mortífera ideada por Buttons Zortell.

Era un plan que parecía imposible que fallase, y, sin embargo, esa imposibilidad no era, como se ve, más que aparente, puesto que Doc había rastreado su secreto.

Apartándose del reloj, sin tocarlo, Doc hizo una rápida inspección del local en que se hallaba. Miró primero las paredes.

Su primera inspección resultó infructuosa, hasta que llegó, en la misma planta baja, a una habitación directamente opuesta a la en que se hallaba el teléfono.

La habitación carecía de ventana y debió haber sido en su tiempo una cocina.

Había allí, amontonados junto a una de las paredes, unos cuantos bastidores de ventana, con los vidrios intactos. Doc había visto bastidores como aquéllos en distintas habitaciones de la casa.

Indudablemente, éstos habían sido preparados por la sociedad adquiridora del inmueble para su extracción del edificio.

Sólo uno de los marcos depositados en la cocina llamó la atención de Doc Savage. De toda la colección era el único que tenía el cristal despojado de polvo, como si éste hubiese sido sacudido recientemente.

Al notarlo, el hombre de bronce lo inspeccionó con detención.

Notó entonces algunas asperezas particulares sobre los restos de polvo que aún empañaban el cristal.

Cogiólo cuidadosamente y, desandando el camino hecho para llegar allí, llevó el bastidor hasta la calle y lo dejó reposando en el suelo, sobre el bordillo de la acera.

Otra vez dentro del edificio, fue, a grandes zancadas, hacia la habitación en que se hallaba el reloj.

Sin tocar éste, sacó de uno de los bolsillos de su americana un objeto pequeño, que no era otra cosa que un cohete de los llamados carretillas que, al dispararse, produce un estallido confundible admirablemente con el del disparo de un fusil.

El cohete estaba provisto de una mecha bastante larga. Doc consideraba conveniente disponer en algunas ocasiones de tales artefactos para fingir una detonación en un sitio dado, del que se hallaba distante, y acostumbraba llevar varios en sus bolsillos.

Lo colocó cuidadosamente junto al reloj, encendió la mecha y abandonó rápidamente el inmueble.

Cogiendo el bastidor de ventana que dejara en el bordillo de la acera, corrió calle abajo, portador de aquel objeto que consideraba altamente precioso.

Un minuto después, la tierra, detrás de él, pareció volar en pedazos y el pavimento tembló bajo sus pies a efectos de una terrorífica explosión. Por las ventanas sin marco del edificio salió como un huracán de humo y escombros.

Algunos ladrillos de las paredes se desmoronaron con estrépito. De haber habido habitantes en el edificio es seguro que hubieran perecido horriblemente mutilados.