CAPÍTULO XV

LA LEGIÓN DE PRISIONEROS

DOC Savage y sus cinco ayudantes yacían en el suelo de piedra, frío pero limpio. Las paredes y techo del cuarto eran igualmente de piedra.

La única abertura era bastante ancha para que un hombre corpulento se deslizara por ella y se cerraba de un modo ingenioso y sencillo, es decir, con una pesada barra de piedra que tapaba el orificio y se sujetaba por medio de una larga clavija que sólo podía alcanzarse desde fuera.

Doc y sus ayudantes no se habían movido para nada después de ser introducidos en aquella prisión.

Fuera, un guardia, uno de los hombres del viejo Ki, se paseaba arriba y abajo. Era de noche, pero la luna salía a intervalos cuando las nubes se descorrían. El guardia sentía sueño y había perfeccionado el sistema de dormir de pie.

La circunstancia de que había una pared a cada extremo del lugar en el cual hacía su ronda, venía en su ayuda. Cuando se golpeaba contra la pared por haberse dormido demasiado, el porrazo le desvelaba.

Pero finalmente en un extremo de la ronda topó con algo que no era la pared y que no le despertó. Era una piedra redonda del tamaño de su propia cabeza y que le hundió en el sueño para el resto de la eternidad.

El hombre que había lanzado la piedra dijo a alguien que estaba a sus espaldas, en español:

—Uno de nosotros se basta para este trabajo. Doc Savage y sus hombres siguen dormidos, según dicen los espías de Aug.

—No duermen —corrigió otra voz—. Están sin conocimiento a consecuencia de la droga que la muchacha mezcló con el agua del manantial. Volverán en sí dentro de dos o tres horas...

—Esto les ayudará a recobrarse —dijo el primero.

Y enseñó la hoja de un cuchillo que brilló a la luz de la luna.

—¡Bueno!

Echaron a andar. Uno de ellos se alejó en la noche. El del cuchillo, que era el que había matado al guardia, se acercó y tiró de la clavija sujeta a la piedra que cerraba la celda en la cual Doc Savage y sus hombres yacían inmóviles.

El otro hombre anduvo un rato antes de pararse y se explicó a sí mismo en un murmullo el motivo que le impulsaba a detenerse.

—El Liberator nos despellejaría vivos si este golpe fallara —musitó—. Y el nuevo amigo de El Liberator, Aug, parece ser un sujeto que disfrutaría vigilando la operación.

Esperó con los ojos fijos en la boca de la mazmorra. El viento aullaba suavemente a intervalos. Dos veces, el hombre oyó un sonido que tradujo como el de su compañero realizando la ejecución.

Un grito ahogado siguió, y después reinó el silencio.

Una forma acurrucada salió de la mazmorra y se alejó rápidamente.

Satisfecho, el vigía se fue por su lado. Llevaba en la mano un bastón chamuscado y con ayuda del mismo había dejado marcas en el suelo de piedra cuando había cruces de pasajes. Seguía esas marcas al volver sobre sus pasos.

De pronto, se enfrentó con el cañón de un rifle automático.

—¡Está hecho! —dijo.

—El Liberator se alegrará de saberlo —dijo el hombre del rifle, bajando el cañón del arma—. ¿Dónde está tu compañero?

—La ha hecho la faena mientras yo vigilaba. No tardará en llegar.

—¿Doc Savage y sus cinco ayudantes han muerto?

—Sin duda alguna.

—¡Bueno!

Guardaron silencio un momento. La oscuridad era densa. Se oyó un momento a distancia, en ruido de voces y se vio el débil resplandor de antorchas.

—Me preguntó si es prudente que El Liberator se alíe con ese Aug —dijo finalmente uno de los hombres.

—En las actuales circunstancias es muy prudente —replicó el otro—. Aug tiene bastantes hombres para vencernos.

—¿Pero podemos contar con Aug? —insistió el primero.

—Probablemente. Según creo, es ambicioso y busca exactamente lo mismo que El Liberator.

—Sí. Al principio creí que Aug era un jefe local descontento que quería la ayuda de nuestras armas para derribar al gobierno, pero no le preocupa el gobierno. Lo que quiere es el secreto de Klantic.

Hubo una breve pausa.

—Y lo que quisiera —concluyó uno de los hombres—, es saber cuál es ese secreto de Klantic. Si El Liberator fuese cuerdo, nos lo diría.

—¿Por qué cuerdo?

—Los hombres que saben por qué luchan, luchan mejor.

El primer hombre se echó a reír.

—El Liberator es más listo que eso. Sabe que estamos convencidos de que únicamente un gran tesoro le atraería. La curiosidad aumenta la codicia.

Siguieron murmurando entre ellos, sin manifestar la intención de moverse ni, al parecer, estar preocupados en lo más mínimo.

Finalmente, una figura alta que se les había acercado por detrás sigilosamente se les echó encima y manipuló hábilmente en sus nucas en torno a los centros nerviosos. Los dos hombres cayeron sin sentido.

Cuando los dos patriotas de O’Neel pudieron nuevamente moverse, hallaron a un gigante de bronce acurrucado sobre ellos. El hombre de bronce se había apoderado de sus lámparas y estudiaba sus facciones con ayuda de una de ellas.

—¡Doc Savage! —chilló uno de los hombres, atemorizado.

—¡Pero si está muerto! —murmuró su compañero, añadiendo varias palabras destinadas a preservarle de los malos espíritus.

—Su amigo, el del cuchillo, tuvo la sorpresa de encontrarme despierto, o la tendrá cuando despierte —dijo tranquilamente el hombre de bronce.

Ambos prisioneros callaron.

—¿De forma que O’Neel y un jefe indígena llamado Aug han juntado sus fuerzas? —dijo Doc.

Siguieron silenciosos.

Doc Savage dijo entonces:

—¿Os gustaría morir?

Uno de los hombres replicó:

—Todo el mundo sabe que usted no mata nunca a nadie.

—No hablo de la muerte física, sino de la muerte mental —dijo Doc—. Con una sencilla operación practicada en vuestros cuellos, podéis quedar para idiotas para siempre.

Doc exageraba. La operación que mencionaba era posible; pero era cuestión de practicarla en debida forma, con tiempo y en la sala de operaciones.

Eso lo ignoraban los dos prisioneros. Lo que sabían era que aquel gigante de bronce tenía una reputación mundial y que era un sujeto con quien no se bromeaba. Así, pues, contestaron:

—O’Neel y Aug se han asociado —dijeron.

—¿Con cuántos hombres cuentan?

—Con unos doscientos —declararon los prisioneros—; y aún parece ser que el resto de la población se les ha unido. Los gobernantes actuales son dos, padre e hija, conocidos por ser los guardianes del secreto de Klantic.

—¿Sus nombres?

—El hombre se llama Ki y la muchacha es la que teníamos prisionera. La llaman Z.

—¿Qué más sabéis?

—Muy poca cosa.

Doc insistió en sus preguntas, pero en realidad no parecían saber más de lo que le habían dicho.

El hombre de bronce les hizo dormir nuevamente, entregándose a las hábiles manipulaciones que producían la parálisis. Aquel estado de inmovilidad duraría mucho tiempo, quizá días, hasta que se les remediara.

Doc les dejó en aquel mismo lugar y volvió a la mazmorra donde yacían sus ayudantes y su seudo asesino.

Siguió para ello el mimo camino tomado por el compinche del asesino.

Este último dejaba oír sonidos parecidos al que había emitido cuando Doc le agarró en el momento en que iba a clavarle en cuchillo.

Doc se inclinó sobre él. El hombre se hallaba en un estado de parálisis, pero seguía gruñendo. Doc ejerció algunas presiones sobre los centros nerviosos de su espina dorsal y enmudeció.

Doc volvió a salir de la mazmorra y se trasladó cautelosamente en la oscuridad a un cuarto contiguo en cuyo suelo estaba amontonado su equipo personal y sus ropas, aunque allí no se hallaban las cajas de metal que había ocultado y que habían desaparecido misteriosamente.

De las ropas de Monk, Doc extrajo una caja que contenía un surtido de productos químicos. Se la llevó a la mazmorra y empezó a hacer pruebas.

Las drogas tienen ciertos tipos y reaccionan de distinta manera bajo la acción de estimulantes o antídotos. Las pruebas, si se hacen cuidadosamente, revelan su naturaleza.

Cuando Doc se hubo enterado de ésta, mezcló algunas drogas y las administró a sus hombres, que despertaron casi todos juntos. Monk volvió en si, creyéndose todavía en el manantial.

—¡Muchachos! —exclamó—. ¡Qué agua tan rica!

Miró a su alrededor, se dio cuenta de la situación y su astucia le hizo adivinar instantáneamente lo ocurrido.

—¡Narcotizados! —dijo—. ¡Ese manantial contenía una droga!

—Es cierto —dijo Doc.

—¿Dónde estamos?

—El padre de la muchacha, un caballero muy delgado que se llama Ki, vino a buscarnos con su guardia personal —explicó el hombre de bronce—. Y, según parece, dos pájaros de cuenta se han asociado, es decir, O’Neel y un indígena llamado Aug.

Renny rezongó:

—¿Cómo te has enterado de esto, Doc?

—No bebiendo del agua del manantial y en consecuencia no habiendo perdido un solo momento el conocimiento —explicó el hombre de bronce.

Sus compañeros guardaron silencio, digiriendo esta noticia.

—Pero ¿qué es lo que te puso sobre aviso, Doc?

—¿Respecto al manantial? Esa voz que se oyó momentos antes... A propósito, era la del padre de la muchacha.

—¡Que me superamalgamen! —exclamó el huesudo Johnny—. ¿La entendiste?

—Es probable que fue porque estaba más cerca de ella que vosotros —exclamó Doc—. El idioma era antiguo egipcio.

—Aunque hubiese estado a mi lado no lo habría comprendido —confesó Monk.

—¿Egipcio... aquí en la manigua del Amazonas? —murmuró Ham.

—No cabe duda —declaró Doc—. La muchacha, su padre y otros hombres de aquí lo hablan corrientemente.

—¡Rayos y truenos! —exclamó Renny—. ¿Dónde estamos, después de todo?

—En el interior del gigante que hemos visto desde el aeroplano —contestó Doc.

Monk exclamó:

—En el interior del gi... —y calló, comprendiendo que Doc se refería al hombre de una milla de alto, como Monk le había descrito.

—No comprendo —dijo Renny—. ¿Cómo es posible que estemos en su interior? ¡No tengo la impresión de ser digerido!

—El gigante es de piedra —explicó Doc—. En otras palabras, es Klantic o una estatua de alguien llamado Klantic. No es tan enorme como parece desde el aire. El jergón es en realidad un montículo rodeado de una muralla que constituye una defensa contra todo lo que no sea artillería moderna. La enorme estatua yace encima y está surcada de pasadizos y cuartos en los cuales esa gente vive.

—¿Pero quién es Klantic? ¿Quién es esa gente? ¿Qué están haciendo aquí?

Ham era el que hacía estas preguntas.

—¿Crees interrogar a un testimonio? —le preguntó Monk.

—Las respuestas a estas preguntas se harán más tarde —dijo Doc.

Monk recordó, sin duda, algo y se puso en pie de un salto.

—¿Y mi puerco, Habeas Corpus? —exclamó.

—¿Y Química, mi mono? —le hizo eco a Ham.

—Me parece que la muchacha los tiene —contestó Doc—. Ahora propongo que investiguemos por este lugar. Ha de resultar interesante.

Se deslizaron fuera de la mazmorra. Monk, que era tan ancho como alto, tuvo alguna dificultad en franquear la estrecha abertura.

—Me preguntaba por qué me dolían tanto los hombros —rezongó cuando, finalmente, pudo salir—. Me han magullado al meterme por aquí.

Desfilaron en silencio delante del guardia asesinado.

—Mala suerte la nuestra —susurró Long Tom—. Nos costaría trabajo probar que no le matamos nosotros.

Haciendo un esfuerzo por dominar su vozarrón. Renny preguntó:

—¿En qué parte de la estatua de Klantic estamos?

—En el brazo derecho —contestó Doc—. Siguiendo pasadizos...

Una extraña voz cascada le interrumpió, diciendo con tono sepulcral:

—¡Demos gracias a Jehová, hermanos, y levantemos la cabeza! Que el temor no anide en vuestros corazones y que Él permanezca en ellos para que os acompañe el éxito.

Doc Savage y sus cinco ayudantes se detuvieron en el acto un transcurrió un buen rato antes de que el hombre de bronce hablara.

—¿Quién es? —preguntó.

—¡Gloria eterna! —exclamó la voz sepulcral—. ¿Quiénes son ustedes, caballeros?

—Doc Savage —dijo el hombre de bronce tras un instante de vacilación—, y cinco amigos.

—¿Nuevos prisioneros?

—Hasta ahora —admitió Doc—; pero estamos intentando remediar eso.

—¡Que el mayor éxito corone sus esfuerzos! —dijo la voz—. Al oírles creí que eran un grupo de nuestros pobres desgraciados que hacían una tentativa por conseguir la libertad. Habían planeado su intento para esta noche y estaba ofreciendo una plegaria por su éxito.

—¿Quién es usted? —inquirió Doc.

—Un misionero, Jonathan Brendel, que llegó hace veinte largos años a orillas del Amazonas, trayendo el cristianismo a estas regiones. ¡Veinte largos años! He sido prisionero desde entonces...

—¡Buenas noches! —suspiró Monk.

—¿Cuántos prisioneros hay aquí? —preguntó Doc.

—¡Cerca de cuarenta! —contestó el misionero—. La mitad son blancos y los demás indígenas.

—Nómbreme alguno de ellos —solicitó Doc.

El misionero lo hizo así y los ayudantes de Doc lanzaron exclamaciones de sorpresa, pues lo que oían era la lista de los hombres desaparecidos en los misteriosos desiertos del Norte del Amazonas.

Nombre tras nombre habían ocupado la primera página de los periódicos a intervalos, cuando se organizaban expediciones de socorro para ir en su busca en la selva y algunos de los nombres eran de los miembros de esas misma expediciones.

—Se apoderan de todos los del mundo exterior que se acercan a ellos —concluyó el misionero.

—¿Por qué? —inquirió Doc.

—Temen que los que vienen aquí intenten robar el secreto de Klantic.

—¿En qué consiste ese secreto?

—Está sellado en algún punto de la cabeza de esa gigantesca estatua en la cual nos hallamos —contestó el misionero—. Su emplazamiento exacto es conocido únicamente de los guardianes del secreto. Esos son dos, un caballero de edad y, debo admitirlo, bastante agradable, y su hija. Se llaman Ki y Z.

Doc Savage reflexionó:

—Según reflexiones de Ki y Z, creo descubrir que el secreto de Klantic se guarda para alguien que llegará algún día y lo descubrirá. ¿No hay algo relacionado con el derrumbamiento de una estatua?

—Es una creencia pagana que Dios les perdone —dijo el misionero—. Tiene una imagen de piedra de ese dios pagano, Klantic, en su templo idólatra. Creen que algún día su dios Klantic volverá en persona y la imagen de piedra se derrumbará cuando aparezca delante de ella. Se trata de una superstición tonta, según la cual la imagen de piedra es el guardián del secreto de Klantic, que no será necesario una vez que Klantic aparezca, y en consecuencia se derrumbará.

Doc preguntó:

—¿Dónde está esa imagen?

—En el templo de los ídolos, situado adecuadamente en la cabeza de la estatua.

El misionero parecía estar hablando al otro lado de la puerta de una mazmorra como la que había servido de prisión a nuestros amigos.

Doc se le acercó.

—¿Están los prisioneros aquí cerca?

—Todos se hallan en este brazo —replicó el misionero.

Doc Savage dio rápidamente sus órdenes:

—Monk, llévate a Long Tom y ve a la izquierda. Busca a los prisioneros, explícales que tenemos un plan de evasión y ponlos en libertad.

Doc se volvió a Ham.

—Tu, Ham, llévate a Renny y a Johnny, ve a la derecha y haz lo mismo.

Ham rió brevemente, exclamando:

—Por una vez, no tengo que trabajar con ese Monk.

Monk contestó sin pérdida de tiempo:

—¿Te fijas en que es preciso que seáis tres para hacer el mismo trabajo que haré sólo con Long Tom?

El misionero intervino:

—¡Hermanos, algunos de mis infortunados compañeros preferirán tal vez no cambiar de suerte! Después de todo, no nos tratan mal, excepto cuando intentamos escapar. Esa gente desea únicamente que el mundo exterior no tenga conocimiento de su existencia.

—Podrán escoger —declaró Doc.

—Veo que es usted un hombre justo.

—¿Y usted? ¿Nos acompañará?

El misionero reflexionó un momento.

—Soy un hombre pacífico, con el temperamento de un cordero. —agarró la piedra que cerraba su mazmorra y la movió con fuerza—. Pero hay momentos en que siento como un león en mi interior. ¡Déjenme salir de aquí!

Doc le abrió.

—Ayude a mis hombres a soltar a los demás —sugirió el hombre de bronce—. Luego esperad todos mi regreso.

Dichas estas palabras, Doc Savage se alejó rápidamente, llevándose la caja de productos químicos de Monk.