CAPÍTULO XIII

EL TERROR DE LA MANIGUA

LA voz de la muchacha fue lo que inició el terror. La expresión de su rostro lo aumentó, pero fue otra cosa lo que lo hizo crecer hasta que los hombres reunidos en aquel claro al lado de las enormes y misteriosas huellas, aunque eran hombres valientes, hombres que habían afrontado peligros fantásticos en otras ocasiones y vencido obstáculos que habrían desanimado a cualquier otro ser humano, empezaron a palidecer y a sentir la boca seca.

Había en el aire algo invisible, algo dramático y el menor ruido de una hoja que se moviera, les sobresaltaba, despertando en ellos un absurdo deseo de huir.

Doc Savage dio unos pasos adelante, agarró a la muchacha por los brazos y le dijo:

—¡Basta ya... basta! Está usando su poder hipnótico para asustarnos y alejarnos de aquí. ¡Basta ya! ¡Si sigue intentando hacernos víctimas de su magnetismo, le propinaremos una droga que la dejará inconsciente!

Comprendiendo lo que les había asustado, Monk suspiró tan fuerte que se atragantó.

—¡Maldición! —chilló—. ¡De manera que es ella la que me asustaba! ¡Muchachos, estaba a punto de tenerle miedo a mi sombra!

—¡Tu sombra —dijo Ham con voz insegura—; Tu sombra le infundiría miedo a cualquiera!

La sensación de temor que habían experimentado iba decreciendo, aunque no se disipó del todo.

Un terror intenso seguía pintado en las facciones de la muchacha.

—¡Señorita, haría usted bien en no fingir tanto terror! —le dijo Ham.

La muchacha les miró con expresión de desesperación.

—¡No puedo evitarlo! —exclamó—. ¡Estoy aterrorizada! Es cierto que intenté hacerles pensar que tenían miedo hace un momento; pero es porque yo estaba asustada y quería que me llevaran lejos de aquí.

Los ayudantes de Doc cambiaron miradas.

—¿De qué tiene miedo? —le preguntó Monk.

Ella señaló las huellas, las enormes huellas de pantera que, a juzgar por las apariencias y en contra de las leyes naturales debieron ser hechas por un monstruo que la mente humana puede difícilmente concebir.

—¡He visto al monstruo que deja esas huellas! —dijo con voz estridente—. ¡Sé lo que es... lo que hace... lo que nos ocurrirá a todos si nos dejamos atrapar!

Monk sacó su pistola ametralladora de la funda que llevaba en el sobaco y la cargó. Esta vez con las balas explosivas que, bien dirigidas, harían saltar el costado de un acorazado.

—Puedo cambiar la hechura de lo que sea con este chisme —dijo exagerando—. ¡Tráigame su gatito!

La muchacha no volvió a hablar, aunque le hicieron pregunta sobre pregunta. Parecía ofendida porque no habían obrado según sus deseos.

—¡Está muy mimada! —declaró Ham.

Ham había logrado conservar la inmaculada perfección de su traje a pesar de sus idas y venidas en la selva.

Empezaron a inspeccionar el claro y en varios sitios hallaron manchas de gasolina.

En un punto había sangre humana, aunque en poca cantidad.

Las huellas de la pantera gigantesca llevaban a un riachuelo que corría a corta distancia y era estrecho, aunque profundo, y quedaba por completo cubierto por el denso follaje de la selva.

Permanecieron un momento silenciosos y inmóviles en la orilla del riachuelo y aguzaron el oído, pero no se oía otra cosa que el ruido del viento entre las ramas.

—El gatito debió meterse en el agua y echarse a nado —declaró Ham.

Renny resopló como un hipopótamo.

—¡Si queréis creerme, este asunto es ridículo! —espetó—. ¡Es una locura!

Nadie hizo comentario alguno. ¡Un hombre de una milla de alto tendido y dormido en un jergón en medio de la selva! ¡Huellas de una pantera gigantesca! ¡Cuatro aeroplanos y una veintena de criminales de O’Neel, desaparecidos de un modo misterioso!

¿Ridículo? ¡Desde luego! Pero la realidad de esas cosas era innegable.

Los ayudantes de Doc Savage no llevaban tantas cajas de equipo como al ponerse en marcha.

—¿Qué ha sido de vuestras cajas? —preguntó Doc.

—La selva podía más que nosotros —dijo Renny—. Hemos ocultado el género y volveremos por él más tarde.

Long Tom añadió:

—En realidad, no nos hizo ganar mucho tiempo. Hallamos una pista hecha por las fieras en la selva y nos llevó directamente hasta aquí. Eso explica que hayamos llegado tan pronto.

Doc Savage contempló el riachuelo y dejó oír su trino:

—Lo mejor que podemos hacer es ir a buscar nuestro equipo. Me parece que vamos a necesitarlo íntegramente.

Mientras volvían a encaminarse el claro del cual los aeroplanos habían desaparecido, Johnny estudió detenidamente las enormes huellas.

—Este gigantesco animal parece haber realizado varios viajes —dijo—. Sus huellas se repiten y se cruzan.

No perdieron tiempo en el claro. El viaje de regreso por la selva fue difícil hasta que alcanzaron la pista de los animales, la que siguieron sin incidentes, hasta que la muchacha se paró en seco lanzando un grito ahogado.

Cuando la miraron con asombro, vieron que señalaba algo.

—¡Eh! —exclamó Monk—. ¿Que le pasa?

—Acabo de descubrir las huellas del enorme gato en este camino —dijo Doc Savage.

Asombrados y atemorizados, sus ayudantes miraron con atención y vieron lo que sus ojos menos perspicaces no habían descubierto en un principio.

Las huellas del felino eran visibles en aquel camino.

Monk declaró:

—¡No me gusta ser el sujeto que se niega a seguir andando, pero propongo que tomemos otra dirección!

Doc Savage se declaró en contra de esta proposición.

—Seguiremos —dijo—. Pero andaremos con cuidado.

Así lo hicieron.

Las cajas del equipo se hallaban a alguna distancia del camino. Renny guió al grupo en la buena dirección y se paró ante una alfombra de enredaderas que cubrían una buena extensión de terreno.

—Lo hemos metido aquí debajo —dijo, levantando algo de enredaderas—. ¡Rayos y truenos!

No había nada debajo de las enredaderas, sino dos enormes huellas de pantera.

El asombro se manifestó de distinta manera entre el grupo de amigos.

Johnny se puso lentamente el monóculo sobre el ojo con un gesto que persistía desde los días en que usaba realmente un monóculo, mucho antes de que la habilidad de Doc Savage en materia de cirugía le devolviese el uso de un ojo herido en la Gran Guerra.

Cuando el amplificador le hizo daño, Johnny abrió el ojo y dejó caer el monóculo, que quedó colgando de su cinta negra.

—¡Que me superamalgamen! —exclamó a media voz.

Renny, el de los puños enormes, miró por todas partes con el dedo en el gatillo de su pistola ametralladora.

—¡No lo veo! —rezongó.

—¡Yo no tengo ganas de verlo! —dijo Monk.

Renny blandió su arma sin apuntar a nada en particular.

—¿Cómo ha podido una bestia, sea lo que sea, llevarse nuestras cajas de equipo?

—¡Entre los dientes tal vez! —sugirió Long Tom.

Monk se volvió y frunció las cejas, mirando a la muchacha.

—¿Me pregunto si usted u otra persona nos está haciendo imaginarnos todo esto?

Esta vez la muchacha se digno contestar enseguida:

—¡Puede estar seguro que ve lo que piensa ver!

—¿Es peligroso ese gatazo? —preguntó Monk.

—¡Ha visto lo que le ha ocurrido a O’Neel y sus aeroplanos!

—¡No hemos visto nada! —recalcó Monk.

—Pero puede figurárselo.

Monk se lo figuró sin duda, pues guardó silencio un momento. Enseguida adoptó una expresión apenada.

—Tengo demasiada imaginación —dijo—. Cuando empiezo a imaginarme cosas, me asusto de veras.

Doc Savage intervino diciendo:

—¡Tal vez sea una buena idea permanecer al lado de los restos de nuestro aeroplano!

Formando un grupo compacto, volvieron sobre sus pasos sin ver ni oír nada, a pesar Doc Savage vigilar constantemente.

La mayor quietud reinaba en la selva, una quietud asombrosa. No se oían los pájaros. Habían desaparecido o si seguían allí, callaban. El calor era horroroso.

Alcanzaron la orilla del río y durante largo tiempo permanecieron allí en silencio, sin mirarse siquiera.

Finalmente la muchacha del pelo dorado lanzó una especie de sollozo, se dejó caer al suelo y se cubrió los ojos.

—Saben que estamos aquí —exclamó—. Están vigilándonos. ¡No podemos escapar!

Eso les distrajo un momento de la idea de que su aeroplano destrozado no se hallaba ya donde lo habían dejado.

El aeroplano había desparecido, junto con las cuerdas que le servían de amarras. Esas cuerdas no habían sido cortadas. No quedaba nada de ellas.

Habían desaparecido sencillamente.

No se veían huellas en la orilla. Buscaron detenidamente... Todos tenían la pistola ametralladora en la mano, cargada con balas explosivas de tremendo poder.

Doc Savage no llevaba arma alguna, según su costumbre, pues creía que el depender de un revólver hace que un hombre, desde su arma, sea completamente inofensivo.

La muchacha callaba.

—Se burla usted de nosotros, muchacha —dijo Monk.

La muchacha siguió muda. Estaba pálida, con las facciones contraídas y una expresión que le hizo desviar la mirada a Monk.

—¿Qué pasa, Doc?

En vez de contestar, el hombre de bronce dijo:

—Iremos hasta Klantic.

—¿Te refieres al sujeto de una milla de alto que vi y del que sacaste una fotografía?

—Ese mismo.

Monk vaciló, suspiró y dijo:

—Pues bien, es lo único que he visto por aquí que esté a la medida del tigre o del leopardo que ha dejado estas huellas.

Renny preguntó:

—¿Y si mirásemos por estos alrededores? Es casi seguro que hallaríamos huellas de lo que se ha llevado nuestro aeroplano y nuestro equipo.

Sin dar explicaciones y sin discutir, Doc Savage dijo:

—Sugiriendo que sigamos adelante sin perder tiempo.

—Puede salvarnos la vida —dijo la muchacha—. Pero en tal caso, será porque estamos de suerte.

Se fijaron todos en que se incluía entre los que estamos en peligro.

La manigua seguía silenciosa a su paso. El camino trazado por las fieras, que habían tomado antes, no les llevaba en la dirección deseada y se vieron obligados a internarse en la selva.

El calor aplastante que reinaba les hizo recordar algo que olvidaron con la excitación causada por la caída del aeroplano... su provisión de agua.

—¡Que sed tengo —exclamó Renny.

—¡Y yo! Añadió Monk —. He sudado tanto, que estoy seco como una nuez.

Como era natural, debido a su fuerza y agilidad superiores, Doc Savage llevaba la delantera, buscando los caminos más practicables, recorriendo dos y quizás tres veces el terreno cubierto por sus compañeros y viéndose todavía obligado a esperarles.

Fue en uno de esos momentos en que estaba delante cuando Doc oyó al hombre de la voz de campana.

Al principio dudó de sí aquella voz pertenecía a un hombre, pues tenía un timbre fantástico y los sonidos que emitía no parecían palabras, aunque podían pertenecer a un idioma que ninguno de ellos había oído hasta entonces.

Aquel rincón de la selva estaba infestado por un pájaro de aspecto vulgar, que tenía un grito extraño y al que llamaban el pájaro campana.

—Tal vez ese pájaro haya aprendido a hablar —sugirió Monk—. O quizá alguien se ha cortado la lengua y...

—¡Calla, estúpido, y déjanos escuchar! —espetó Ham.

Aprestaron el oído, pero la extraña voz que parecía una campana calló casi inmediatamente.

Monk dijo entonces:

—Apuesto lo que queráis a que era un pájaro.

Se fijaron entonces en la muchacha. Había cambiado de expresión. Su terror se había disipado y estaba radiante.

Le preguntaron por qué motivo, pero rehusó contestar y volvió a parecer asustada, aunque les pareció notar que fingía estarlo, cuando antes había sido sincera.

A partir de entonces no le quitaron la vista de encima, pero el calor era tan intenso y el camino tan malo, que no la miraban con mucha atención mientras seguía a su lado.

No la vieron inclinarse rápidamente y recoger de debajo de una hoja encarnada un trozo de cañuela hueco, cerrado en ambos extremos con un tapón de madera.

De pronto, la muchacha se paró y dijo:

—¡Agua! ¡Quiero beber!

El agua que los demás no habían visto hasta que se la indicó, brotaba de un manantial pequeño pero fresquísimo.

Se veían alrededor del mismo las huellas de numerosos animales de la selva, con lo cual se podía tener la seguridad que el agua era buena.

La muchacha se dejó caer de rodillas y recogió agua entre ambas manos. La dejaron pasar la primera, pues eran todos caballeros corteses.

No la vieron tirar el contenido de la cañuela —un polvo amarillo que se disolvió instantáneamente, sin dejar rastro— en el agua.

Detrás de la muchacha, Monk se dejó caer al suelo y bebió. Sorbió largamente y cuando se levantó parecía extrañamente hinchado.

—¡He cargado bastante a bordo para que se me quiten las arrugas de la piel! —gruñó.

Intentó luego hacer beber a Habeas antes que Ham, y hubo una pequeña lucha. Mientras se desarrollaba ésta, Doc Savage se acercó.

—Buen agua —dijo Monk, con una mueca de satisfacción—. La muchacha ha sido la primera en verla.

—¿De veras? —dijo Doc.

Algo en su acento calmó de pronto a Monk, pero éste no tardó en animarse.

—¡Oh, ella ha bebido la primera! —dijo.

Ignoraba que la muchacha había bebido antes de dejar caer el polvo amarillento en el agua.

Doc fue el último en hundir la cara en el agua límpida.

Monk, que le miraba, empezó súbitamente a abrir y a cerrar los ojos. Se puso las manos en el estómago, lo apretó y se dejó caer al suelo. Quedó tumbado de espaldas, cerró los ojos y permaneció inmóvil.

Ham, Johnny, Renny y Long Tom hicieron exactamente lo mismo en el mismo orden en que habían bebido de la fuente.

Doc Savage se levantó rápidamente y corrió a sus hombres, pero de pronto se paró, miró al cielo fijamente y se dejó caer como los demás.

Consecuencias, sin duda, del agua bebida.