CAPÍTULO VII

EXPEDICIÓN

“AMBER” O’Neel, el hombre que se hacía llamar El Liberator, vió a Monk cuando éste cerraba la puerta. También había presenciado su llegada.

—¡Este es uno de los hombres de Doc Savage! —tartamudeó, ocultándose rápidamente.

Se sentía las rodillas flojas como cuando se asustaba mucho. Había oído hablar bastante de Doc Savage.

—¡Un poco más y me meto en una trampa! —murmuró.

Y no perdió tiempo en alejarse de allí. “Amber” O’Neel no parecía el de siempre. Se había ennegrecido la cara con nogalina y llevaba un sombrero y un traje usados.

Cuidaba de no acercarse a los policías, mantenía la cabeza baja, movía los labios y a juzgar por las señales, reflexionaba profundamente.

—¡Bueno! —exclamó finalmente en español.

Un grupo de sus patriotas —los peores que temían dejarse ver en Cartagena— le esperaban, acampados a la orilla del río; pero no intentó reunirse con ellos.

O’Neel fue a un bar que disfrutaba de mala reputación entre la policía, y a los pocos momentos se encerró en un cuarto trasero con algunos caballeros que corrían muy poco peligro de morir de vejez.

En ocasiones, esos hombres se llamaban patriotas ellos también, pero, la mayoría de las veces, confesaban ser sencillos asesinos y ladrones.

¡No poseían la imaginación de El Liberator O’Neel!

Es probable que no exista el honor entre los criminales; pero un bandido ambicioso que desea organizar una banda y hacerse una reputación, intenta dar la impresión de que es un “tío honrado” o, según decían en aquella tierra, “ un caballero”.

Podía decir una mentira enorme y todos los bandidos de Cartagena le creerían... sólo una vez. Lo dijo entonces... Lo tenía todo pesado.

—Escuchad, hombres —dijo;— en ese barco yanqui han llegado hoy doce cajas de narcótico. Fueron desembarcadas anoche cuando el buque estaba anclado en la desembocadura del río, esperando que fuera de día. Sé donde pueden hallarse...

Esto interesó a sus oyentes de un modo extraordinario.

—Están en una casa —prosiguió O’Neel—. Cuatro o cinco hombres las vigilan. Será preciso atacar por sorpresa y, sin pérdida de tiempo, matar a esos hombres y huir con las cajas antes de la llegada de la policía.

—¿Por qué no guardas este hallazgo para ti? —preguntó uno de los hombres, con cierta lógica.

—No dispongo de bastantes hombres —contestó O’Neel—. Hay que obrar rápidamente. Vosotros dais el golpe. A cambio de mi información, me contentaré con la parte que queráis entregarme.

El asunto parecía interesante. En aquella época, los narcóticos alcanzaban un precio elevadísimo, gracias a la actividad de la policía.

Decidieron pues, dar el golpe inmediatamente, y O’Neel buscó una excusa para separarse de ellos. Sin pérdida de tiempo, “Amber” O’Neel se reunió entonces con sus patriotas que estaban acampados a la orilla del río. Les explicó su mala suerte y concluyó:

—He recurrido a un ardid, algunos hombres que son muy buenos luchadores, creen que hay un cargamento de narcóticos de por medio. Atacarán y matarán a Doc Savage y a sus hombres que se hallan allí. Eso significa que Doc Savage no nos molestará más.

La mención del nombre de Doc Savage no pareció alegrar a los patriotas.

—¿Vale la pena que luchemos con Doc Savage? —preguntó uno de ellos con ansiedad—. A mí me gustaría más irme lejos cuanto más lejos mejor.

—¡Sí, sí! —asintió otro rápidamente—. Si me dijeran de luchar con ese Doc Savage, para ver quién de los dos iba a ser el presidente de Colombia, preferiría irme.

—¡Te irías corriendo! —gruñó otro.

—¡Cómo un gamo! —prosiguió el primer hombre—. Ese hombre de bronce de los Estados Unidos es muy duro de pelar.

—¡Silencio! —impuso O’Neel—. ¡El asunto que tratamos es el mayor que se os ha ofrecido nunca! —dijo enfáticamente.

—Podría decirnos de qué se trata —sugirió un hombre.

—No —dijo—. Si lo hiciese, el premio es tan fabuloso que empezaríais a mataros unos a otros para alcanzarlo. Yo sé de qué se trata y os llevo conmigo porque os necesito. Os daré vuestra parte, como siempre, bien lo sabéis. Si me matáis, el secreto muere conmigo.

Eso era diplomacia pura. Todos estaban satisfechos, todos más anhelosos que nunca. Y cuidarían de que nada le ocurriese a El Liberator “Amber” O’Neel.

Alguien preguntó:

—¿Y la muchacha?

—¡Oh, ella! —O’Neel se humedeció los labios—. ¡Tal vez muera cuando los hombres ataquen en busca de narcóticos imaginarios! ¡Tanto peor para ella!

—Pero, ¿y si no muere?

O’Neel sacó la mandíbula.

—Oídme —dijo—. Estaría mejor fuera de nuestro camino y debimos suprimirla cuando la teníamos. También sería interesante que Doc Savage muriese, pero ocurra lo que ocurra, nos internaremos en la manigua. Seremos los primeros, ¿comprendéis? Pase lo que pase, seremos los primeros... y eso es muy importante.

¡Esa chica! —murmuró uno de los hombres—. ¿Qué clase de mujer es?

O’Neel contestó:

—Lo comprenderás cuando descubramos el secreto de Klantic.

—¿El qué?

—El secreto de Klantic —repitió “Amber” O’Neel.

Sus hombres no habían oído hablar nunca del secreto de Klantic antes de entonces y lo demostraron con sus miradas estúpidas.

—Así lo llama el aviador David Hutton en su Diario —prosiguió “Amber” O’Neel—. Y es un nombre tan bueno como cualquiera. Lo llamaremos así.

Le miraron, comprendiendo que no les diría más, pero la curiosidad les mordía. Volvieron a hablar de la muchacha, sondeando a O’Neel.

—¿Puede perjudicarnos realmente? —quisieron saber.

“Amber” O’Neel asintió con aire solemne.

—No os engañáis respecto a esa mujer del pelo dorado —dijo lentamente, marcando cada sílaba—. Es probablemente tan peligrosa como Doc Savage... y quizá más aún si cabe.

—¿Por qué?

“Amber” O’Neel estuvo a punto de decírselo. Abrió la boca, pero volvió a cerrarla.

—No importa —dijo—. Es así. Todo eso consta en el Diario del aviador... Se habla de ella, del secreto de Klantic y de todo el asunto.

Comprendieron por su tono que era preferible no insistir y renunciar a hacerlo.

—Vamos a prepararnos para internarnos en la manigua —dijeron—. ¿Vamos lejos?

—Demasiado lejos para andar.

—¿Qué?

—Iremos en aeroplano —declaró O’Neel.

—¡Pero no tenemos ni uno!

—Tengo un plan —declaró O’Neel—, para hacernos con unos cuantos aeroplanos. Los necesitamos, puesto que sin ellos no podríamos realizar el viaje.

Llevó a sus hombres a los arrabales de Cartagena.

—¿Y nuestros camaradas, los que dice usted que son prisioneros de Doc Savage? —preguntaron los patriotas.

O’Neel declaró que era una lástima lo que les había ocurrido. Intentó poner una nota de pesar en su voz.