CAPÍTULO VIII

ATAQUE

DOC Savage acababa de interrogar a sus prisioneros, los patriotas de O’Neel, por segunda vez, sin obtener nueva información.

También había llegado a la conclusión de que “Amber” O’Neel no vendría, aunque ignoraba que El Liberator había visto a Monk a su llegada.

Los compañeros de Doc estaban esperando, excepto Ham, que seguía durmiendo.

Monk se quejaba de sufrir intensos dolores de estómago, aunque negaba con indignación que fueran debidos al paroxismo de risa que le entró cuando vió a Ham dormido a consecuencia, según lo dijeron los demás, de haber respirado el gas anestésico, por puro descuido.

Se vieron obligados a amordazar a Monk para poner fin a su hilaridad.

Doc Savage se acercó a Ham. Había llegado el momento de que volviese en sí. Por regla general, el gas anestésico no dejaba sin conocimiento más de media hora, pero aquella dosis era particularmente concentrada.

Unos pellizcos en un sitio calculado para estimular las reacciones nerviosas, y Ham se sentó. Miró a Doc Savage y sonrió levemente. Lo más extraño de aquel gas anestésico era que no dejaba ningún rastro gas de sí.

—¡Espero que Monk no se ha enterado de esto! —dijo Ham.

—Lo sabe —contestó Doc—. ¡Y está enfermo de tanto reír!

Ham se cogió la cabeza entre ambas manos.

—¡El eslabón que falta! —exclamó.

Luego se palpó y dijo.

—¿Quién ha robado mi corbata?

Era típico de Ham que sintiese mayor interés por su ropa que por lo que había ocurrido en el mundo mientras estaba sin conocimiento.

—Algo le ha pasado a Monk.

—Espero que se habrá roto la crisma —declaró Ham, pero al ver que Renny estaba serio, demostró ansiedad.

—¡Oye, Monk no estará herido!

—No sé lo que será. Doc, es preferible que vayas a verle.

El ingeniero abrió la marcha. Doc le siguió y se detuvieron en la puerta detrás de la cual la muchacha había permanecido atada a su silla.

Renny explicó:

—Monk no te oyó aconsejar a Johnny y a los demás que no nos acercáramos a la chica.

Ham, que venía detrás de ellos, preguntó:

—¿Es que hay una muchacha detrás de esa puerta?

—Parece una muchacha —dijo Renny—, pero empiezo a preguntarme si es un ser humano.

—Si hay una muchacha allí dentro, cualquiera sabe lo que Monk habrá hecho para pavonearse —dijo secamente Ham—. ¡Nada me asombraría, viniendo de él!

Renny abrió la puerta.

Monk yacía de espaldas en el suelo delante de la silla de la muchacha del pelo de oro. Tenía los brazos y las piernas completamente tiesos.

Ham tragó saliva.

—¿Qué le pasa?

—No lo sé —exclamó Renny con voz contenida—. Le he encontrado en esta forma.

Monk tenía los ojos abiertos y fijos en el techo. No demostró darse cuenta de su presencia.

—¡Pobre Monk! —murmuró Ham con sincera ansiedad—. ¡Debe ser una especie de parálisis!

La muchacha seguía amordazada y con los ojos vendados. La mordaza y la venda impedían ver sus facciones clásicas.

Doc Savage se acercó sin ruido y pateó suavemente a Monk. Este despertó y se quedó mirándose las piernas y los brazos.

—¿Qué demonios estoy haciendo’ —exclamó, levantándose rápidamente.

Doc le hizo salir así como a los demás y cerró la puerta.

—¡No entréis aquí! —les dijo.

Monk parecía aturdido y manso preguntó:

—Doc, ¿qué es lo que ha pasado? He abierto esa puerta y he visto a una muchacha atada. Me ha parecido bonita y he pensado que no habría mal alguno en acercarnos para ver si estaba confortable...

Monk calló. Se echaba de ver que no se sentía orgulloso del resto.

—Después de eso, lo primero de que me doy cuenta es de que Doc me mete el pie entre las costillas y que yo estoy tumbado en el suelo con los brazos al cielo.

—Estabas en tu papel —intercaló Ham, con voz sarcástica—. ¡Siempre el mismo payaso!

Monk hizo como quien no oye.

—Doc, ¿qué me ha pasado?

—Esa muchacha —contestó el hombre de bronce—, que resulta una mujer excepcional... hasta qué punto, no podemos decirlo todavía.

—¿Qué quieres decir con esto? —preguntó Monk con inquietud.

—¡Ante todo, esa muchacha hace ver y sentir cosa que no existen!

—¡Eso es hipnotismo! Mucha gente sabe hacer eso. ¡Tú lo logras muy bien, Doc!

—Lo que esa muchacha hace rebasa mis habilidades —explicó el hombre de bronce—. Mi hipnotismo es ordinario: consiste en la fijación usual de la atención, el inducir a un estado de relajación mental, etcétera... todo ello inducido por métodos concretos y visibles, que son tan comprensibles como hacer dormir a un hombre con un puñetazo bien aplicado.

—Tal vez —gruñó Monk;— pero pasaste meses enteros en la India y otras tierras, estudiando eso.

—¿Has mirado a esa muchacha a los ojos? —preguntó Doc.

—No.

—¿Habló ella?

—No.

—¿Se movió?

—No hizo enteramente nada —dijo Monk—. He sido yo... Me he tumbado y he levantado brazos y piernas.

Ham empezó a reír burlonamente.

—Tú que también eres un caballero aficionado a las damas —exclamó Monk con indignación—. ¡Te desafío a que entras ahí y te quedes cinco minutos con ella!...

Ham calló... No tenía nada que replicar Doc Savage declaró:

—Esa muchacha logra sus efectos por pura telepatía. Es algo difícil de comprender; pero parece tener el poder de hacer ver o pensar algo a los demás según lo desea, sin hablarles siquiera no emplear ningún otro truco del hipnotismo. Entendedme bien; no doy por seguro que hace eso, pero por lo visto esa muchacha posee una inteligencia infinitamente mayor que la nuestra.

—Que la nuestra quizá —dijo Monk—, pero no que la tuya. Tú has recibido un entrenamiento científico desde tu nacimiento. No es fácil competir con un cerebro como el tuyo.

—Sin adulación —solicitó Doc.

—Eso no existe entre nosotros —dijo Monk—. ¡Quieres decir que esa muchacha es una especie de... mago mental’

—Eso mismo —asintió Doc.

Algo duro golpeó la puerta trasera.

Se oyó la puerta en cuestión que se abría y a continuación un murmullo de voces, entre las cuales se destacaba la de Johnny. La otra voz era quejumbrosa.

Johnny hablaba español y seguía empleando cuantas palabras largas y complicadas se le ocurrían, según su costumbre.

Doc Savage salió rápidamente al encuentro de las voces, seguido de Monk, Ham y Renny. Hallaron a Johnny en compañía de un hombre gordezuelo y moreno que necesitaba un baño, un barbero y un sastre. El individuo en cuestión llevaba una enorme cesta de mimbre en la cabeza. La cesta parecía llena de plátanos, de cocos y panes de extraño aspecto.

—Dice que estos víveres han sido comprados con orden de ser entregados a los hombres que viven aquí —dijo Johnny, recurriendo esta vez a cortas palabras inglesas.

—Hazle pasar —dijo Doc.

El hombre de bronce dio unos pasos adelante, de manera que cuando el hombre de la cesta entró pasó a su lado.

Inmediatamente, Doc dejó oír el trino que era su reacción característica ante hechos inesperados.

—¡Espere! —dijo rápidamente Doc en español.

El de la cesta se detuvo y miró como atontado.

—¿Qué clase de objetos de metal trae aquí? —preguntó Doc.

El hombre moreno no intentó explicarse. Sostenía la cesta con una mano.

La bajó rápidamente y se hizo evidente que sostenía en la misma un hilo que iba a parar a la cesta. Tiró del hilo, lanzó la cesta lejos de sí, dio media vuelta y salió corriendo.

Doc Savage pegó un brinco, recogió la cesta antes de que tocase al suelo y la tiró por la puerta. La cesta describió un semicírculo sobre la del que huía y cayó delante de él.

El hombre moreno vió la cesta. Echó el tronco atrás, estiró las piernas cuando pudo y se paró. Corría hacia atrás —hacía los movimientos necesarios para ello— aun antes de pararse.

No hubo tiempo para que cambiara de expresión, pero sus ojos se dilataron.

El cesto cayó al suelo.

Doc Savage cerró la puerta de golpe.

Inmediatamente ésta volvió a abrirse o, mejor dicho, se rompió. Era de tablones y éstos cayeron hacia dentro. Los goznes no resistieron y la puerta entera siguió. Por la abertura entró la luz, el estruendo, el polvo y los escombros.

El yeso cayó del techo a grandes trozos. Los cuadros se desprendieron de la pared y se oyó el ruido de otras cosas que caían.

El silencio que siguió pareció mayor por contraste.

—¡Que me superamalgamen! —dijo finalmente Johnny—. Doc, ¿desde cuándo lees en el pensamiento?

—Nada de eso —contestó tranquilamente el hombre de bronce.

—Pues, ¿cómo adivinaste lo que había en esa cesta’

—Se trata de una adaptación del aparato que vigila nuestra puerta en Nueva York —contestó Doc.

Monk meneó la cabeza, miró por la puerta y se apresuró a echarse atrás.

—¡Diablos! —estalló—. Llega un grupo de quince o veinte individuos armados de revólveres.

El huesudo Johnny sacó rápidamente la pistola ametralladora de la funda que llevaba en el sobaco. Comprendía cómo Doc había adivinado la presencia de una enorme granada en la cesta con frutas y pan.

Mucho tiempo atrás, Doc perfeccionó un aparato que estaba destinado a ser usado cada día más en cárceles y cuartelillos de policía.

El aparato consistía sencillamente en un mecanismo que registraba, por medio de su alteración en un campo magnético, la proximidad del hierro o del acero.

Doc lo había instalado en su cuartel general y se enteraba de tal modo de sí sus visitantes llevaban armas. En la presente ocasión se había limitado a reducir el aparato del tamaño del bolsillo.

Doc Savage dijo.

—¡Es preferible no dejarles acercarse demasiado!

Johnny empezó a disparar y su pistola emitió su ruido ensordecedor. Los cartuchos vacíos caían del expulsor al suelo con la rapidez del rayo.

Monk lanzó una mirada fuera y dijo con honda admiración:

—¡Muchacho, debes haber practicado bastante! ¡La mitad están en el suelo!

—Cuando dispares otra vez, hazlo con cuidado —ordenó Doc Savage—. No hay que tocar ojos no oídos.

El hombre de bronce tenía la norma de no sacrificar vidas humanas cuando le era posible evitarlo. Sus ayudantes intentaban honradamente atenerse a esta ley, aunque en momentos de excitación les ocurría apartarse de ella.

Las balas llovían por la abertura de la puerta. Una ventana saltó hecha pedazos. Los ecos de los tiros volvían desde la montaña que se elevaba a corta distancia de la casa y los disparos de pistola sonaban como cañonazos.

Monk empezó a disparar y Long Tom y Renny le imitaron.

Las balas que disparaban contenían una mezcla química, cuyos fragmentos, al incrustarse en carne, eran absorbidos por el cuerpo sobre el cual obraban un efecto inofensivo. Producían la pérdida del conocimiento por espacio de unas horas.

Esas llamadas balas “misericordiosas” no eran un invento nuevo.

Los cazadores que proveen a los parques zoológicos las usan para obtener ejemplares vivos, pero la mezcla de los cartuchos, que se disolvía inofensivamente en el cuerpo humano y cauterizaba las heridas causadas por las balas, era el resultado del genio inventivo de Doc. Los atacantes se batieron en retirada. Dos de ellos echaron a correr, seguidos bien pronto por otros; pero no se alejaron de los alrededores y se refugiaron detrás de peñascos y casa alejadas.

Doc dijo unas palabras y sus ayudantes cambiaron las balas “misericordiosas” por otras altamente explosivas, que abrieron grandes hoyos en la tierra y derrumbaron paredes que ocultaban algunos hombres.

Estos huyeron, y el temor de ver llegar a la policía influyó para hacerles desaparecer.

Doc Savage y sus ayudantes no perdieron tampoco tiempo en alejarse de aquel lugar.

El temor a las autoridades o a verse acusado por ellas no provocó la huida de Doc, puesto que no había seguramente un solo policía que no le admirara a él y a su obra.

Pero atraer a la policía suponía un retraso evidente, no por que la policía colombiana fuese ineficiente, sino por que ningún grupo de hombres ordinarios operaba con la rapidez del grupo de Doc, especializado hasta un grado máximo en esos trabajos.

Doc salió el primero, llevándose a la extraña muchacha del pelo de oro. La dejó atada, amordazada y con los ojos vendados.

Monk y los demás seguían con el sujeto moreno que intentó regalarles la granada escondida en una cesta de fruta y pan.

Dejaron a los demás prisioneros —los patriotas de El Liberator O’Neel— detrás de ellos, con la convicción de que la policía colombiana tendría algo que ver con ellos.

Entre unos matorrales que crecían en los arrabales de la ciudad, entre las ruinas de la vieja muralla que los esclavos indios de los conquistadores españoles habían edificado, Doc interrogó al portador de la cesta.

Al principio, el hombre sacó la mandíbula con obstinación, sin querer hablar, pero Monk, que sería para esos casos, profirió dos o tres amenazas terribles que su deficiente español sirvió, sin duda, para hacer más horrorosas.

El hombre siguió negándose a abrir la boca.

Doc Savage le dijo exactamente lo que había ocurrido, sin ocultar nada. El efecto que obtuvo fue el que se proponía. El prisionero comprendió que él y sus compañeros habían sido engañados con la historia del narcótico.

Doc Savage sacó de un estuche, en el cual Monk llevaba productos químicos, una píldora amarilla de gran tamaño y se la hizo tomar al hombre cuando concluyó su historia. A continuación, le dejó en libertad.

Aquel hombre era un criminal y su sitio era la cárcel; pero iría a reunirse con sus camaradas y les explicaría que habían sido engañados por El Liberator O’Neel, lo cual complicaría la situación para el referido O’Neel.

Además, la píldora amarilla haría que el hombre enfermara a los pocos días, con todas las apariencias de sufrir una apendicitis.

Doc escribió una nota, solicitando de la policía que estuviera alerta en espera de un bandido que dentro de uno o dos días tendría un ataque de apendicitis. Doc sugirió que los hospitales fuesen vigilados.

—Vamos a enviar esto a la policía —explicó.

Acababa de pronunciar estas palabras, cuando se oyeron varios disparos, que les sobresaltaron.