Capítulo 27

Cuando Tom alcanzó la calle, Kate había desaparecido. Estaba tan furioso que se comía las uñas, renegando para sus adentros, insultándose a sí mismo por haberse liado con ella, por haber dejado que, tal como sospechaba que haría, jugase con él. Pero la verdad era que no importaba cuántas mentiras le hubiese soltado; la vida de Kate probablemente seguía estando en peligro y ése era un riesgo que no estaba dispuesto a correr.

A Castellanos le habían matado de un solo disparo en la frente. Como a los dos tipos de la furgoneta U-Haul quemada. Y todos ellos estaban relacionados con el intento de fuga en el Centro de Justicia. No hacía falta ser un genio para deducir que el mismo asesino — o asesinos — los había eliminado a todos. La pregunta era quién, por qué y qué relación tenía con Kate.

Hasta que no supiese con seguridad el quién y el porqué, seguiría a Kate a todos lados, como un perrito faldero. Al menos en el trabajo — donde había mucha gente — estaría a salvo.

Y mala suerte para ella si no estaba de acuerdo.

Tom tenía la teoría de que Castellanos era el segundo hombre del corredor de seguridad, aunque Charlie no estaba seguro del todo de haberlo visto. Por otro lado, descubrir cómo había conseguido salir de su celda y volver a entrar en ella costaría su trabajo. Pero cuanto más trataba de encajar las piezas conocidas con las que no conocía más convencido estaba de ello. Era mucho más razonable pensar que el asesino de Rodríguez era Castellanos, y no Kate. Aunque todavía no tenía ninguna prueba definitiva de ello, excepto la expresión de Kate. La cara que había puesto mientras él le había expuesto su teoría valía más que un millón de juramentos para Tom. Había pestañeado y luego se había puesto pálida como un muerto.

«Bingo.»

El caso, como le había dicho a Kate, era que él era el único que lo había relacionado. Quizá ninguno de los demás lo haría. Si el equipo forense examinaba de nuevo la pistola de Charlie, con la que Kate supuestamente había matado a Rodríguez, seguramente hallaría alguna huella parcial (una muestra de ADN, algo relacionado con Castellanos) y eso sería la prueba física que necesitaba. Debería haber ido a buscar un teléfono para pedir esas pruebas, pero no lo hizo. Estaba en medio de la calle tratando de arrancarle los secretos a una mujer a la que debería haber esposado y encerrado en una celda. Tampoco les estaba contando a Fish, Stella o Kirchoff ninguna de sus nuevas teorías. Lo que estaba haciendo era exprimirse el cerebro para tratar de encontrar la manera de evitar tener que hacer precisamente eso. Kate conocía a Castellanos; Castellanos había formado parte del intento de fuga y, de hecho, había matado a Rodríguez; y Kate había estado en el pasillo de seguridad con Rodríguez y Castellanos cuando todo había ocurrido. Por lo tanto, las probabilidades de que ella estuviera involucrada en el intento de fuga de algún modo parecían elevadas. Si añadía el hecho de que Kate les había estado mintiendo repetidamente a él y a todos los demás, las probabilidades alcanzaban un porcentaje de casi el cien por cien. La ayuda más evidente que ella podía haber ofrecido a los reclusos era proporcionarles las armas y eso la convertía, en el mejor de los casos, en cómplice de asesinato en primer grado.

El peor de los casos no quería ni pensarlo.

Pero ella le había dicho que no había tenido nada que ver con todo aquello y él todavía la creía, casi del todo.

Entonces ¿por qué mentía? ¿De qué tenía miedo? ¿Cuál era exactamente su relación con Castellanos? ¿Y qué diablos había ocurrido en aquel corredor de seguridad? Porque, ahora que lo pensaba, la mujer aterrorizada que le había mirado a los ojos cuando se la llevaban a rastras al corredor de seguridad era, de alguna forma indefinible, distinta de la mujer que había salido de allí.

Hasta que no pudiese averiguar con exactitud qué ocultaba Kate, no podía dejar que nadie más encajase las piezas del rompecabezas. A pesar de lo que le había dicho a ella.

Guardándose esa información, estaba poniendo en peligro su integridad, la investigación y su trabajo. Se estaba convirtiendo en parte de aquello en lo que Kate estaba involucrada, fuese lo que fuese. En todos sus años de experiencia como policía, jamás había tenido la tentación de cruzar la línea. A diferencia de otros en el departamento, su reputación era intachable. Tenía la imagen de incorruptible, porque lo era, joder.

Que estuviese a punto de echar todo eso por la borda por Kate le horrorizaba y le enfurecía.

Pero iba a hacerlo.

Porque había sido lo suficientemente idiota como para enamorarse de ella.

—¿Señora White? — Era la voz de un hombre. Era suave y quebrada, y tenía un trasfondo amenazador que le puso a Kate los pelos de punta. Aún estaba medio inconsciente—. ¿Me oye, señora White?

Algo frío que le tocaba la nuca la sobresaltó. La impresión la despertó del todo. Abrió los ojos, en una oscuridad total.

La cosa fría desapareció. Parecía algo metálico y duro, como una pistola.

Su corazón se aceleró. El pulso se le disparó. No podía ver nada, absolutamente nada. Y era la cosa más aterradora del mundo.

—Está despierta. — La voz parecía satisfecha.

Algo — un trapo, suave y seco, con la textura de una sábana o una funda de almohada — le cubría los ojos. Por eso estaba tan oscuro. Dios mío, ¿había tenido un accidente? ¿Tenía la cabeza vendada? Sintió una punzada dolorosa junto a la oreja derecha y recordó que la habían golpeado en la cabeza. Movió la mano de forma instintiva, para quitarse la venda de los ojos, para ver (necesitaba ver), y descubrió que tenía las manos esposadas a la espalda.

Se le pusieron los pelos de punta cuando se dio cuenta de que no tenía los ojos vendados por motivos médicos.

—¿Quién hay ahí? — Kate trató de formular la pregunta enérgicamente. Pero le tembló la voz. Se dio cuenta de que estaba sentada en un sofá de piel o de vinilo acolchado. Tenía personas sentadas a ambos lados: podía sentir sus cuerpos contra el suyo, su calor, y olía a colonia o desodorante y quizás a ajo; les oía respirar. La voz que le hablaba, sin embargo, no procedía de ninguna de esas personas; era alguien que estaba delante de ella. Kate tenía la sensación de estar en movimiento: oía algunos sonidos, como un zumbido, el viento... De pronto se dio cuenta de que se hallaba dentro de algún tipo de vehículo. Sentada en el asiento trasero. Y el que hablaba, pensó, debía de estar en el asiento del copiloto.

Entonces recordó el todoterreno negro que la había seguido hasta el callejón.

—Digamos que somos amigos de Mario.

«Oh, Dios mío.» Un sudor frío resbaló por su frente.

—¿Qué queréis?

La voz se rió. A Kate se le pusieron los pelos de punta.

—Antes de que lleguemos a eso, hay algo que debería saber: Mario hablaba mucho. Sabemos que usted le disparó a un policía en una tienda de Baltimore.

«Oh, no.»

Kate tuvo la sensación de que se le cerraban los pulmones, le costaba respirar. Su corazón estaba a punto de estallar. Tenía el pulso muy acelerado. De repente se sintió pegajosa y sintió una nueva oleada de sudor frío. Estuvo a punto de negarlo, pero decidió callar y no decir una palabra. Fuesen quienes fuesen y quisiesen lo que quisiesen, clamar su inocencia era una pérdida de tiempo. De todas maneras, negarlo confirmaba que por lo menos sabía de qué estaban hablando; y eso podía ser un error. Era mejor no decir nada.

—Seguro que se acuerda. — Notó un movimiento en el asiento de delante, y uno de sus captores (pues así consideraba a los hombres, que tenía a ambos lados) se movió y la empujó—. Hay algo más.

Kate escuchó un sonido metálico y se estremeció de forma instintiva. Pero el arma con la que la amenazaban no era una pistola: era una grabadora.

Kate escuchó sorprendida. Era la conversación telefónica que había mantenido con Mario. En la que ella le pedía que quedasen en su casa la noche en que le mataron.

—También tenemos el arma con la que mataron a Mario — dijo la voz—. Y tiene sus huellas dactilares por todos lados. Nos hemos asegurado de que así fuera mientras estaba inconsciente. Usted es fiscal. Eche sus cuentas.

A Kate le entraron ganas de vomitar. La cabeza le daba vueltas. El corazón le latía con furia. Como fiscal, sabía que esa persona, fuese quien fuese, podía coger esas pruebas y acusarla. Y no quería ni pensar en lo que podía hacer con el asesinato de David Brady.

—¿Adonde quiere ir a parar con todo esto? — La voz de Kate parecía sorprendentemente calmada.

—Es sencillo. Usted ya no le pertenece a Mario; ahora es nuestra. Y queremos que nos haga un favor.

Kate contuvo el aliento.

—¿Qué favor?

Hubo una risita ahogada.

—No se preocupe. Cuando llegue el momento ya se lo diremos. Mientras tanto, recuerde que estamos por aquí.

El vehículo se detuvo. El corazón de Kate latía tan fuerte que podía sentir el eco de los latidos en sus oídos. Tenía la boca seca. ¿Qué iba a ocurrir ahora? ¿Por qué se paraban? El hombre de su derecha la empujó bruscamente y luego le soltó las esposas.

—Si se lo cuenta a alguien, la mataremos — dijo la voz con un tono que descartaba la posibilidad de que estuviera bromeando. Luego le quitaron las esposas y la venda de los ojos y la empujaron por la puerta, que se cerró tras ella. Cayó al suelo de rodillas. Los neumáticos del vehículo chirriaron al alejarse a toda velocidad. Era el todoterreno negro, pero no pudo ver nada más. Le resultó imposible leer la matrícula en la oscuridad.

Porque estaba oscuro. Había anochecido mientras estaba dentro del coche. La habían soltado en el callejón situado entre su oficina y el aparcamiento donde solía dejar el coche. Aunque aquel día no lo había hecho. Alguien tenía que recogerlo en el depósito municipal y dejar las llaves en la recepción. Había quedado con Tom que a les seis la recogería en su despacho, la acompañaría hasta el coche y la seguiría a casa.

Se le heló la sangre al pensar que los matones del todoterreno sabían dónde solía aparcar su coche.

Y se le heló una vez más al pensar que Tom no habría ido a recogerla. Habían terminado. Eran historia. Ante todo él era policía. Y ella tenía demasiadas cosas que ocultar.

De nuevo su vida se iba a la mierda. Pero tenía que recoger a Ben. Y tenía que ir a casa.

Aunque le dolía la cabeza y las rodillas, pasó por recepción a recoger las llaves y preguntar dónde estaba su coche. Como eran casi las seis y media y el aparcamiento estaba casi vacío, el guardia de seguridad se ofreció a acompañarla hasta el coche, en la segunda planta. Su maletín estaba en su despacho, pero no tenía ganas de subir y encontrarse con alguno de sus compañeros, así que aceptó. Ya sabía que era como cerrar el corral después de que se hubieran escapado las vacas, pero aun así, esos matones podrían regresar.

Tembló sólo de pensarlo.

En cuanto la puerta del ascensor se abrió y ella y su corpulento guardaespaldas, que se llamaba Bob, pusieron un pie en la segunda planta, vio a Tom. Abrió los ojos de par en par. El corazón se le disparó. Por un momento, sólo un segundo, se alegró tanto de verle que sintió una explosión de calor en su interior. Pero entonces recordó todas las razones por las que no se alegraba de verle y puso cara de pocos amigos. Él estaba delante del Camry de Kate, claramente inquieto, pasándose una mano por el pelo mientras hablaba por el móvil. Entonces se dio la vuelta, la vio y se quedó inmóvil. Mientras ella caminaba hacia él, dijo algo por el móvil y luego colgó. La miró fijamente. Su expresión se podría haber descrito como salvaje.

—¿La molesta este caballero, señora White? — preguntó Bob, preocupado, cuando ella se puso tensa en respuesta a la mirada fija de Tom. Bob estaba cogiendo su radio del cinturón mientras lo preguntaba.

—No.

—¿Seguro? Porque parece... — Bob calló, porque estaban tan cerca de Tom que podía oírles. Kate, sin embargo, sabía lo que iba a decir: muy enfadado. Al borde de un ataque de nervios. Peligroso.

—¿Dónde demonios estabas? — chilló Tom cuando los tuvo a poca distancia. Se le acercó clavándole la mirada en los ojos. Estaba tan preocupado que ni siquiera miró a Bob—. Me has hecho pasar una angustia de cojones.

—Eh, amigo, cuide su lenguaje delante de... — comenzó Bob, adelantándose unos pasos e interponiéndose entre ella y Tom. Tom le plantó la placa ante las narices y Bob calló y se detuvo.

—No pasa nada — le dijo Kate mientras le adelantaba —; le conozco. Gracias por acompañarme al coche.

Con expresión molesta, Bob se fue.

—¿Dónde estabas? — Tom escupía fuego—. He subido a tu despacho varias veces. He buscado por todos los pisos del maldito edificio. He recorrido todos los caminos posibles entre el templo y la oficina. Era como si hubieses desaparecido de la faz de la Tierra.

Lo bueno de que Tom estuviese tan enfadado era que pasaría por alto cualquier señal que pudiese delatar la aventura que Kate acababa de vivir.

Al acercarse a él, ella estaba tranquila y orgullosa de ello. Vio que el coche de Tom estaba aparcado junto al suyo.

Kate pasó de largo y él la agarró por el brazo.

—Un segundo. ¿Llevo una hora y media desquiciado y ni siquiera me vas a decir dónde estabas?

—No es cosa tuya. — Kate liberó su brazo—. ¿Recuerdas lo que te he dicho sobre llamar a mi abogado? Por si acaso no lo has entendido, te estaba dejando.

Por un momento la miró como si no se creyese lo que oía. Y ella aprovechó el momento para entrar en su coche y bloquear las puertas.

—Maldita sea, Kate. — La miró a través del parabrisas, dando un puñetazo de frustración al capó cuando ella arrancó el coche. En cuanto ella puso la primera, él se apartó.

«Chico listo.»

La siguió todo el camino hasta la casa de los Perry. A ella le iba bien. Cuando llegó a casa de la canguro de Ben, tenía un plan: cogería a Ben y saldría corriendo.

No sabía exactamente quiénes eran esos matones del todoterreno. Lo único que sabía era que la asustaban. Mucho más que Mario. Porque no creía que éstos fuesen delincuentes callejeros. Tenían aspecto de ser algo más organizado, más mortífero, más refinado. Como si fueran profesionales. Como la mafia.

¿Estaban los Dragones Negros relacionados con la mafia? ¿Quién lo sabía? ¿A quién le importaba? En pocos días ya no importaría nada.

Porque esto era demasiado grande y demasiado peligroso como para manejarlo ella sola. Una cosa era enfrentarse a Mario, y otra muy distinta enfrentarse a un grupo como ése; sabía muy bien que a ellos no les podía ganar. Sabía por experiencia cómo trabajaba esa gente. Acabaría haciendo sus recados para siempre o acabaría muerta. Era así de sencillo y así de horrible.

Ella y Ben no podían marcharse esa noche, porque no llevaba encima más que unos dólares. Si iba a mudarse a California (o quizás Oregón o Washington, lo más lejos posible) necesitaría todo el dinero que pudiese reunir. Lo único que tenía en el banco era su última nómina. ¿Podía permitirse esperar a la siguiente? Cuanto más pudiese reunir, mejor, pero el problema era que no sabía cuánto tiempo tenía.

Los tipejos del coche querían un «favor». Pero no tenía ni idea de qué tipo de favor se trataba ni de cuándo se lo pedirían.

Esperar para averiguarlo no era una buena idea.

Podía vaciar su plan de pensiones, donde tenía unos mil dólares. Podía empeñar algunas cosas, como su anillo de casada, que nunca había llevado, pero que guardaba para dárselo a Ben algún día; una cámara de vídeo y seguramente algunas cosas más, si buscaba.

Conseguir dinero de aquella forma era rápido y fácil; ya lo había hecho muchas veces. No reuniría demasiado, pero sí algo más que su nómina y tendría que ser suficiente porque tenía la sensación de que no podía tardar más de una semana en prepararse. Al menos con ese dinero podrían alquilar alguna vivienda durante un mes y, si hacía falta, ella podía trabajar de camarera hasta que encontrase otro trabajo.

Sólo pensar en dejar atrás todo aquello por lo que había trabajado tanto la ponía enferma. La casa, los muebles; tenía que abandonarlo todo excepto lo que pudiese llevar en su coche. Traer una furgoneta de alquiler y cargarla con todas sus cosas no sería muy inteligente por su parte, pensó. Porque quizá la estaban vigilando.

Al pensarlo el corazón se le desbocó.

Y también tenía asuntos pendientes en el trabajo. Vistas, declaraciones, juicios. Era horrible pensar que tendría que abandonarlos a medias. Pero no se le ocurría otro modo de mantenerse a salvo y de mantener a salvo también a Ben.

En ese momento no creía que los matones fuesen a por ellos si se marchaban. Kate no representaba ninguna amenaza para ellos, como lo había sido para Mario. Si abandonaba ahora, antes de involucrarse más a fondo, no veía ninguna razón para que no les dejasen en paz.

Y ése era su plan.

Cada vez que pensaba en ello sentía como si se desangrase hasta morir.

Le costó poner buena cara ante los Perry, disculparse por el retraso fingiendo que todo iba bien y que las cosas seguirían así para siempre, hasta el fin de los tiempos. En cuanto hubiese recogido sus cosas, se irían sin avisar.

Ben se pondría triste.

Ella se pondría triste.

Pero ¿qué otra elección tenía?

—¿Estás bien, mamá? — preguntó Ben mientras entraba el coche. Aquel día aparcaría en el garaje y el mal karma del fantasma de Mario se podía ir a tomar viento: iba a cargar algunas cosas en el maletero para empeñarlas al día siguiente y no quería hacerlo a la vista de todos.

Era algo descabellado pensar que los matones la estarían vigilando las veinticuatro horas del día, pero aun así...

En cuanto pulsó el botón de la puerta del garaje (Dios, iba a echar de menos incluso esa maldita puerta lenta como una tortuga) miró a Ben.

—Estoy bien. ¿Por qué?

—Porque te he dicho que he hecho una canasta en gimnasia y sólo has respondido «humm».

—¿Has hecho una canasta? ¡Vaya! — A pesar de todo, a Kate se le iluminó la cara. Por primera vez desde que lo había recogido, se centró en su hijo. Él asintió y le sonrió.

—Ha sido pura chiripa. La he lanzado hacia arriba, ha rebotado en el tablero y ha entrado dentro.

—Eso está bien. ¿Qué te han dicho...? — La puerta ya se había abierto, y cuando Kate se disponía a entrar, Ben la interrumpió.

—Voy a decírselo a Tom — dijo mientras abría la puerta del coche y salía corriendo como un rayo.

Por el retrovisor, Kate vio el Taurus, que llegaba tras ellos.