Capítulo 11

—¿Qué hace usted aquí dentro? — le preguntó Kate con brusquedad.

Estaba muy sorprendida y sin duda no habría empleado ese tono si alguien le hubiera advertido de esa visita. Habría tenido tiempo de prepararse. Un policía la esperaba en su oficina (ese policía, especialmente ese policía, con el que había descubierto que tenía una extraña conexión, como si lo sucedido en la sala de vistas les hubiese unido de algún modo misterioso), pisándole los talones, ansioso por saber dónde se había metido, qué había estado haciendo recientemente: no la habría inquietado más que un esqueleto hubiese aparecido inesperadamente de detrás de su mesa. Mona prácticamente chocó con Kate: incluso antes de respirar el sutil pero inconfundible aroma a tabaco que siempre acompañaba a su auxiliar administrativa, Kate se dio cuenta de que la tenía justo a sus espaldas.

—Mmm, esto era lo que quería decirte — le dijo Mona al oído, avergonzada—. Hay un par de policías esperándote en tu oficina.

—Gracias por el soplo — dijo Kate secamente.

«Un par de policías...»

Kate divisó al segundo cuando asomó por detrás del primero. Iba elegantemente vestido, con un traje azul marino de raya diplomática, una camisa azul claro y una corbata amarilla, y medía aproximadamente metro setenta y siete. Era un hombre ancho de espaldas, con el pelo de un rubio rojizo, complexión rubicunda y rasgos toscos y bonachones. Tenía las pestañas cortas, y los ojos del mismo color que su traje: la miró de arriba abajo. El policía de la sala de vistas sonrió a Kate y le alargó la mano. Era tan apuesto como lo recordaba: alto, moreno y atlético. Tenía unos rasgos duros y angulosos, los ojos de color café y los párpados pesados.

—He pensado en pasar a visitarla para ver cómo le iba — dijo mientras Kate le daba uno de esos apretones de mano enérgicos y profesionales con los que los letrados suelen saludar a la gente. La gratitud que había sentido por ese hombre que había tratado de salvarle la vida el día anterior se vio ahogada de pronto por una oleada de precaución extrema: ¿qué quería? Tenía la mano grande, cálida y firme, y Kate la soltó de repente, como si se hubiese quemado: bailaba por su cabeza el recuerdo del policía tomándola en sus brazos cuando le habían cedido las rodillas y sacándola de la sala de vistas mientras pedía a gritos un médico de urgencias. Era ancho de espaldas, pero, vestido con aquella holgada chaqueta de color canela, esa camisa blanca, que había adornado con una corbata roja, y esos anodinos pantalones azul marino, no parecía muy musculoso. Aun así, Kate sabía por experiencia propia que era fuerte. Aunque delgada, Kate no era una pluma, y él la había levantado sin dificultad—. Por cierto, me llamo Tom Braga: detective, del Departamento de Homicidios. — Sus ojos se fijaron en la tirita de la mejilla, y luego recorrieron rápidamente todo su cuerpo—. Me alegro de ver que se ha recuperado tan pronto.

«Glups.»

El corazón le latía a toda velocidad, no porque fuese guapo, sino porque era un policía, y por si fuera poco detective de Homicidios, y ella se sentía como una delincuente. Como si él supiese que ella era una delincuente. Como si de algún modo se hubiese dado cuenta de que lo que todo el mundo creía que había ocurrido en el corredor de seguridad era una mentira.

Pero no podía saberlo. Era imposible.

¿O sí que podía?

«Contrólate, Kate. Por lo que él sabe, tú aquí eres la víctima, ¿recuerdas?»

Kate forzó una sonrisa y tomó aire por la nariz con la esperanza de que respirar hondo resultase tranquilizante.

No fue así.

—Él es el detective Howard Fischback, también de Homicidios — añadió Braga, señalando al otro hombre. El segundo policía dio un paso adelante con la mano tendida. La suya era más carnosa, con los dedos más rechonchos. Fischback le sonrió y Kate se fijó en el destello blanco de sus dientes y en los hoyuelos que se formaron a ambos lados de su boca. Su traje era impecable, y la camisa y la corbata parecían nuevas. Aquel tipo tal vez no era tan clásicamente guapo como su compañero, pero estaba claro que se esforzaba.

—Kate White — dijo Kate apretándole la mano y dejándola caer.

—Encantado de conocerla. — Su sonrisa era amplia y cordial. Sus ojos se posaron cálidamente en su cara.

Vale, sin duda trataba de cautivarla. «Poco probable.» Kate miró su reloj buscando desesperadamente una excusa para echarles: eran las dos y cincuenta y cinco. ¿La esperaban en los juzgados? No, los juzgados estaban cerrados. ¿Una cita urgente? Mona sabría que era una mentira.

—Yo soy su auxiliar administrativa, Mona Morrison. — Mona, dando por sentado que Kate se había olvidado de ella, avanzó un paso con la mano tendida. Ambos hombres le dieron un apretón de manos, y Fischback le dedicó una sonrisa con hoyuelos. Mona, sin embargo, no apartaba los ojos de Braga. No le daba ninguna vergüenza estar perpetuamente a la caza, y no podía negarse que Braga era un hombre muy atractivo.

—Hace años que te veo por el edificio: es un placer poder conocerte por fin — dijo Mona efusivamente, mirando a Braga de arriba abajo.

—¿Hace años que trabaja aquí? — preguntó Braga mirando a Kate. Tenía las cejas espesas, rectas y negras, y se le arquearon levemente por la sorpresa.

Kate sacudió la cabeza.

—Bueno, estoy aquí desde que Kate vino a trabajar en junio. Antes estaba en la Unidad de Reincidentes.

—Ah — repuso Braga.

—Gracias, Mona — dijo Kate. Tenía los nervios a flor de piel y lo último que le apetecía era ver flirtear a Mona. Lo que necesitaba desesperadamente era estar sola, disponer de algo de tiempo para ordenar sus ideas y controlar sus emociones.

«Cosa nada fácil.»

Su auxiliar administrativa le lanzó una mirada de reproche, pero captó la indirecta.

—Bueno, estaré en mi despacho si necesitáis algo.

Kate asintió con la cabeza. Fischback siguió a Mona con la mirada hasta que la vio desaparecer por la puerta. Braga, en cambio, no apartaba los ojos de Kate. Sus miradas se encontraron. Braga le sonrió. De repente el despacho le pareció demasiado pequeño. Tenía a Braga a menos de un metro de distancia, tan cerca que Kate pudo ver que el borde de las solapas de su chaqueta estaba un poco gastado y que el afeitado de aquella mañana empezaba a crecer de nuevo.

—Después de lo de ayer, me sorprende que esté usted trabajando — dijo Braga.

—Usted también trabaja hoy — señaló Kate.

—Este año ya me he cogido todos los días por enfermedad que me corresponden.

A juzgar por el tono en que lo dijo, estaba claro que Kate debía tomárselo como una broma. Kate pasó entre ambos hombres para depositar su maletín sobre la mesa y, en cuanto los tuvo a su espalda, aprovechó para tratar de relajar los músculos de la cara: estaban tan tensos que la sonrisa que les había dedicado parecía dibujada en cemento endurecido.

«Mantén la calma. No tienen ni idea.»

Cuando se dio la vuelta, los vio deambulando por el despacho. Como todos los ayudantes del fiscal de distrito de su departamento, Kate tenía un despacho de tres metros y medio por tres metros, con las paredes de color verde claro (oficialmente era verde jade, pero, como decía Ben, ese tono era más bien el verde de las orugas aplastadas). Situado en el centro de la estancia, había un escritorio metálico de color negro cuya parte superior estaba chapada con un material que imitaba la madera; justo detrás de la mesa, una estantería negra metálica a juego y un par de archivadores se apoyaban en la pared; detrás del escritorio había la silla grande de cuero negro que utilizaba ella y, al otro lado, dos sillas pequeñas de cuero negro y acero, para las visitas. De la pared de detrás del escritorio colgaban sus diplomas enmarcados. Y, sobre el escritorio, había una foto escolar de Ben del curso anterior. En una esquina, un perchero vacío. En otra, un larguirucho ficus de imitación (Kate hacía tiempo que había abandonado las plantas auténticas, porque siempre se olvidaba de regarlas) se erguía triste junto a una ventana de guillotina doble. La ventana estaba equipada con persianas grises estrechas que casi siempre estaban abiertas, proporcionándole a Kate una emocionante vista de la sencilla fachada de piedra del edificio de oficinas de enfrente. Ocasionalmente, alguna paloma se posaba en su alféizar para animarle el día.

Si se acercaba a la ventana y miraba directamente hacia arriba, podía ver un río de cielo serpenteando sobre el cañón de edificios altos en que trabajaba.

—Ayer le vi salir del Centro de Justicia. Iba usted tras una camilla en la que yacía un ayudante del sheriff. Espero que esté bien. — La mejor defensa siempre ha sido un buen ataque, y tomar la iniciativa en la conversación era una estrategia clásica de diversión. Trató de hablar en tono cálido e interesado, pero no estuvo segura de haberlo conseguido. Como la cara, sentía la voz rígida y poco natural.

Braga se encogió de hombros, y una sombra se adueñó de su cara.

—Está vivo, y los médicos dicen que saldrá adelante. Aunque sigue en la UVI. — Sus ojos parpadearon—. Es mi hermano.

Las reservas de Kate casi se desvanecieron. Parecía claro que ese hombre se preocupaba por su hermano. Kate movió la cabeza con genuina compasión.

—Recuerdo haber pensado que guardaban cierto parecido. El pelo negro.

Braga asintió con la cabeza mientras sus labios esbozaban una sonrisa: su expresión se suavizó.

—Y eso me lleva a la otra razón por la que estamos aquí. ¿Le importaría responder a algunas preguntas?

La habían pillado desprevenida. Kate tuvo la sensación de que se le helaba la cara, se le tambaleaba el corazón y se le cerraba el estómago. Con la esperanza de que no fuese demasiado tarde, se esforzó cuanto pudo para que no se dieran cuenta de su deseo instintivo de dar como respuesta una rotunda negativa.

—Ya presté declaración ayer. Vinieron unos agentes a mi casa.

Dios, con lo nerviosa que estaba, ¿cómo iba a acordarse de lo que había dicho? La camioneta de la televisión había sido la primera de una procesión de medios de comunicación: habían llamado a la puerta y al timbre incesantemente hasta que uno de los dos uniformados que habían ido a tomarle declaración había abierto la puerta y les había ordenado que parasen. En cuanto terminó de prestar declaración y acompañó a los policías a la puerta, su patio se había convertido en un mar de periodistas y cámaras y paraguas y camionetas con parabólicas y docenas de luces brillantes que la habían asaltado a través de la lluvia en cuanto había salido al porche.

—Kate, ¿es verdad que le ha disparado a su captor con su propia arma?

—Kate, ¿pensaba que iba a morir?

—Kate, ¿nos puede contar cómo ha sido esa terrible experiencia?

—Señorita White, ¿cómo se siente?

—Señorita White, ¿qué le ha dicho Rodríguez?

—¡Kate, mire hacia aquí!

Kate había mirado al gentío, horrorizada, y había dicho: «No tengo nada que decir» cuando un periodista le había metido un micrófono ante la cara, había vuelto a entrar en la casa y había cerrado la puerta de un portazo, cuidando de pasar la llave enseguida. Desde el otro lado de la puerta había oído que los policías les gritaban que abandonasen la zona. Mientras obedecían a regañadientes, empezaron a sonar sus teléfonos, tanto el fijo como el móvil. Sus entrañas se retorcieron en un gran nudo gordiano. Apretando los dientes, desactivó los tonos de ambos teléfonos y anduvo por toda la casa, corriendo metódicamente todas las cortinas y comprobando que todas las puertas y ventanas estuviesen también cerradas. Terminó en la habitación de Ben, que estaba tumbado en su cama, leyendo. Kate encendió como de costumbre la lámpara que Ben tenía junto a la cama ya que Ben siempre leía en lo que ella consideraba oscuridad, y él sacó la nariz del libro durante el tiempo suficiente para mirarla.

—Mamá, ¿qué hacía toda esa gente ahí afuera? ¿Es verdad que has matado a alguien? — preguntó con los ojos abiertos de par en par, sorprendido y sin duda asustado ante la idea de que su madre pudiese haber hecho tal cosa.

Evidentemente, al oír todo aquel bullicio había levantado los ojos de su libro y había mirado por la ventana. Y sin duda había oído algunas de las preguntas que le gritaban a su madre.

A Kate se le cayó el alma a los pies.

—No — le respondió. No podía mentirle sobre algo tan gordo como aquello, no quería que asociase a su madre con la violencia, que todo aquello formase parte de la experiencia vital que Kate deseaba para él. Pero tampoco podía permitir que, si alguien le preguntaba, respondiera: «Mi mamá me dijo que no había matado a nadie.» Así que rectificó y respondió—: Sí.

Y entonces Ben abrió aún más los ojos y se hundió aún más en su almohada sin dejar de mirarla. Kate se sentó a su lado y le contó toda la historia. Más o menos. Con muchos retoques y alguna mentira crucial.

Tal como ahora se preparaba a hacer con esos tipos. Tal como había hecho en su declaración oficial.

La verdad... La mayor parte de su historia había sido la absoluta verdad. Porque, en casi todos los aspectos que importaban, la víctima de ese caso era ella. No tenía nada que esconder. Excepto el final... y el principio.

Su corazón se aceleró al pensarlo.

—No nos tomará demasiado tiempo. — Braga interpretó correctamente su duda como reticencia, pero se equivocó acerca del motivo que alimentaba esa reticencia.

Kate combatió la necesidad de tragar saliva. Sus manos, ¡malditas chivatas!, se habían agarrado a su cintura sin que ella fuese consciente de ello. Y ahora que se había dado cuenta, no podía arrancarlas precipitadamente de ahí sin riesgo de que la delataran.

Por suerte, Braga la miraba a los ojos. Kate aprovechó para dejar caer suavemente las manos hasta la mesa y se apoyó en ella con los dedos.

—Todo está en mi declaración — dijo en un segundo intento.

—Ya la he leído esta mañana. Pero, ahora que aún la tiene fresca, me gustaría aclarar algunos detalles...

—No le va a doler, palabra de boy scout — aseguró Fischback con una brillante sonrisa, mientras se acercaba la silla para visitas que tenía más cerca. Sus patas metálicas chirriaron contra el suelo de parqué—. ¿Le importa si nos sentamos? — dijo mientras se sentaba sin esperar a la respuesta.

—No, claro. Adelante — dijo Kate como si tuviese alguna elección. Braga también se sentó y sacó un pequeño cuaderno de notas y un bolígrafo del bolsillo de su chaqueta. Kate se acomodó en su silla, mirándoles desde el otro lado del escritorio, consciente de que Braga estaba leyendo sus propias notas. Notas que, sin duda, había tomado de su declaración.

—Cuando Rodríguez se la llevó al corredor, ¿vio a alguien?

Kate se esforzó por no abrir los ojos de par en par. «Saben lo de Mario.» Ésa fue su primera idea espontánea. Se quedó fría de golpe. Su pulso se aceleró. Tuvo calambres en el estómago. Luego recordó al hermano de Braga, al otro agente caído, y al otro preso en la celda de detención. Por supuesto, Braga se refería a ellos.

Kate cogió un bolígrafo y jugueteó con él para ocultar su alivio.

—¿Además de Rodríguez, quiere decir? — Su voz mostraba una seguridad sorprendente. Nadie habría dicho que hacía sólo un segundo, justo antes de recuperar el dominio de sí misma, se le había quedado la boca seca como el desierto del Sahara. Se enorgulleció de que su expresión fuese la adecuada: había dejado entrever un recuerdo doloroso y cierta curiosidad, nada más.

—Además de Rodríguez — confirmó Braga.

—Había tres hombres en el suelo de una de las celdas de detención. Sólo los vi un instante. Dos de ellos eran policías (uno era su hermano, aunque entonces no lo sabía), y el tercero llevaba un mono naranja, por lo que supuse que se trataba de un preso. En... en ese momento creí que todos estaban muertos. — Al pensar en esos tres hombres yaciendo en el suelo, se le entrecortó la voz; eso sin duda añadiría autenticidad a su declaración.

Braga asintió con la cabeza y anotó algo en su libreta. Mientras, Fischback se dedicaba a inspeccionar su escritorio. Kate echó un rápido vistazo y confirmó que no había a la vista nada que pudiese incriminarla; el expediente de Mario lo había guardado en su portátil y, aunque tenía el ordenador encendido, estaba en modo de ahorro de energía. Fischback, sin embargo, tampoco habría podido ver nada desde donde estaba situado. El teléfono, montones de expedientes y documentos, una bandeja rebosante de correo, un par de cajas de plástico abarrotadas de discos de ordenador, libros variados, una lata de Coca-Cola que Ben había forrado con papel llena de lápices y bolígrafos... El escritorio estaba limpio. Kate no se atrevió a volverse para mirar lo que había a sus espaldas, pero sabía muy bien lo que podía verse allí: grandes archivadores alineados en la parte superior de la estantería, estantes repletos de libros y carpetas de manila y papeles, una gran concha marina que Ben y ella habían encontrado en una visita a la costa. Los dos archivadores estaban cerrados, con algunos adhesivos amarillos adornando su parte frontal. Sobre uno de ellos había un fax. En el calendario, que estaba sujeto a un lado del otro archivador con un par de imanes de perros negros, un regalo de Ben por el Día de la Madre, no constaba nada de su cita con Mario en el centro de detención. Ya era una letrada lo bastante hecha y derecha como para anotar allí nada que pudiese ser utilizado en su contra.

Estaba segura de que no había ningún rastro de Mario en todo el despacho.

Cuando Kate estaba a punto de dejar escapar un silencioso suspiro de alivio, su mirada se volvió a posar en Braga, que le estaba observando las manos.

Ella seguía jugueteando con el bolígrafo, dándole vueltas y vueltas sin parar.

Necesitó apelar a todo su autocontrol para no cerrar las manos en forma de puños y dejar caer el bolígrafo. Inspiró silenciosamente, y lo dejó cuidadosamente sobre la mesa. Luego entrelazó los dedos de ambas manos para que no pudieran delatarla.

El policía no tenía modo de saber que las palmas de sus manos estaban empapadas de sudor.

—¿Y por qué «sólo los vio un instante»? — preguntó Braga.

Kate frunció el ceño. Ése era uno de los momentos sobre los que había mentido acerca de lo sucedido, sobre los que había tenido que mentir, porque por supuesto el motivo por el que había visto el interior de aquella celda era porque había salido Mario.

—Rodríguez abrió la puerta un momento, no sé por qué. Primero me empujó contra la pared, y desde donde yo estaba, pude ver el interior cuando la abrió.

—¿Y qué vio?

—Ya se lo he dicho: a los tres hombres, dos agentes y un preso, que yacían en el suelo. Como ya he dicho, sólo fue un instante.

—¿Vio alguna arma? ¿Una pistola?

—No. Excepto la que llevaba Rodríguez, por supuesto.

—De acuerdo. — Braga volvió a consultar su cuaderno. Kate intentó no sudar.

—¿Tiene alguna idea de dónde sacó Soto su pistola, señorita White? — preguntó Fischback.

Aquí Kate pisaba tierra firme.

—No, ni idea. — Kate lo recordó. Soto estaba sentado en la mesa de la defensa, y al minuto siguiente se había puesto en pie de un salto con una pistola en la mano—. Cuando se puso en pie en la sala de vistas, llevaba una pistola en la mano.

—¿Y fue la primera vez que vio esa pistola? — La expresión de Fischback era ilegible.

Nuevamente no le importó, porque en este punto andaba sobre seguro.

—Sí.

—¿Y de dónde sacó usted el arma con la que disparó a Rodríguez? — preguntó Braga, sosteniendo el bolígrafo sobre el cuaderno, preparado para escribir. Kate se cruzó con su mirada, pero no descubrió en ella ningún atisbo de sospecha. A pesar de ello, el sudor empezaba ya a empapar su ropa.

—Pues simplemente estaba ahí, en el suelo.

—¿Estaba tirada en el suelo del pasillo?

—Sí.

—¿Y no la había visto antes?

—No. — Kate tuvo que combatir el impulso de apartar la mirada, o de lamerse los labios—. Me empujó al suelo, y, cuando caí, vi una pistola allí tirada, junto a la pared, justo al lado de la pared. No me había fijado hasta entonces.

El silencio se apoderó de la habitación. Al parecer Braga esperaba a que ella continuase. Kate le miró directamente a los ojos, mientras su corazón palpitaba y sus terminaciones nerviosas temblaban. Tuvo que combatir el impulso físico de ponerse en pie de un salto y echar a correr. Su respuesta de lucha o huida gritaba huida, pero tenía que quedarse allí sentada, aparentar calma, mentir descaradamente y esperar. No estaba dispuesta a dejar que la descubrieran por haber hablado demasiado como les había ocurrido a tantos de los sospechosos que había visto. Por poco que pudiera evitarlo, no caería en esa trampa.

—Así que vio una pistola en el suelo junto a la pared — dijo Braga finalmente—. ¿A su derecha o a su izquierda?

Kate intentó visualizar el escenario que estaba creando mentalmente.

—A mi derecha.

—De acuerdo. — Braga hizo una pausa para garabatear algo en su cuaderno y los nervios de Kate se tensaron como las cuerdas de un piano—. Ha dicho que la empujó al suelo. ¿Cómo cayó? — Kate debió de hacer una mueca de sorpresa, porque Braga elaboró la pregunta casi inmediatamente—. ¿De barriga, de espalda, de lado...?

«Dios mío, que se termine esto de una vez, por favor.»

—De culo. Caí de culo y vi la pistola. Sabía que Rodríguez tenía la intención de dispararme, así que la cogí, le apunté y apreté el gatillo. — Kate respiró hondo: quería dar realismo a su relato, pero también necesitaba oxígeno—. Y le maté.

—¿Dónde estaba Rodríguez?

Kate notó que el sudor le resbalaba por el espinazo. Su desodorante hacía rato que la había abandonado. Por suerte, la chaqueta ocultaría cualquier mancha bajo sus axilas.

—Cerca de la pared, la pared del fondo, donde está el teléfono. Estaba de espaldas a la pared, de cara al pasillo. — Kate trató de imaginarse el escenario que volvía a crear. ¿Podría haber cogido la pistola, apuntar y disparar mientras Rodríguez estaba allí en pie, con su propia pistola en la mano? En una palabra: no—. Se... Se le cayó la pistola y se agachó a recogerla. Pensé que no tendría otra oportunidad mejor. Y fui a por ella. A por la pistola del suelo.

Braga anotó algo. Luego volvió a levantar la vista hacia ella.

—Así que a Rodríguez se le cayó la pistola y, mientras la recogía, usted cogió la pistola que había visto en el suelo. ¿Había él recuperado su pistola cuando usted le disparó? ¿En qué posición estaba?

«Los forenses. No debo olvidar a los forenses. La trayectoria de la bala les permitirá saber en qué posición estaba Rodríguez y en qué posición estaba yo cuando se produjo el disparo mortal.»

Si se tomaban la molestia de comprobarlo. Pero ella tenía que dar por sentado que se la tomarían.

—Él ya tenía la pistola, y la levantaba. Volvía a estar en pie. Creo... Estoy casi segura de que estaba a punto de dispararme. — Kate volvió a respirar hondo: le faltaba el aire, pero también estaba bastante segura de que en esa coyuntura se consideraría como una respuesta adecuada a la angustia recordada. Recordó a Mario disparando a Rodríguez, e intentó ponerse en el lugar de Mario—. Yo ya estaba en pie. Los dos estábamos en pie cuando le disparé.

—Veamos si me ha quedado claro: él estaba en pie de cara a usted, con la espalda contra la pared, y usted estaba en pie de cara a él cuando apretó el gatillo.

Kate asintió con la cabeza.

—¿Estaba puesto el seguro?

Eso la pilló por sorpresa, aunque confió en que nadie lo hubiera notado. Sus ojos no se abrieron. Su boca no se apretó. Su cuerpo no se agarrotó. Mantuvo perfectamente la compostura, su aspecto relajado, pero le costó lo suyo. Era fiscal, y había aprendido a leer el lenguaje corporal: era una de las muchas herramientas que permitían juzgar si alguien estaba mintiendo. Y estaba absolutamente segura de que los detectives de Homicidios buscaban las mismas cosas.

Así que frunció ligeramente el ceño, como si tratase de recordar. Tuvo la sensación de que un montón de mariposas revoloteaba en su estómago. Podía oír su propio pulso latiendo contra sus tímpanos. Tuvo que combatir el impulso de tragar saliva.

Pero lo que apareció en su rostro fue una sutil expresión meditabunda. Mientras su cerebro corría a mil por hora.

El caso era que, en su recreación mental de los hechos, no había elaborado realmente los detalles físicos exactos de cómo habría sido disparar una pistola en tales circunstancias. No era la primera vez que disparaba una pistola: había disparado en su disipada juventud y, más tarde, en un campo de tiro, con una ganga de cincuenta dólares que se había comprado para protegerse. Pero la verdad era que no sabía demasiado sobre pistolas. Pensando rápidamente, trató de calcular los posibles riesgos asociados a cada respuesta. Por ejemplo: Braga podría decirle: «Enséñeme cómo lo hizo» y entregarle una pistola idéntica a la que supuestamente había utilizado, y ella tendría que localizar el seguro. Así que dio la respuesta que consideró más segura.

—No — dijo con el rostro relajado, voz confiada y expresión serena.

«Bravo.»

Braga asintió con la cabeza y anotó también esa respuesta. Así de sencillo. Así de fácil. Entonces, ¿por qué estaba sudando la gota gorda?

El teléfono sonó y Kate pegó un brinco.