Capítulo 22
—Sí — contestó Ben corriendo hacia la silla dorada.
—No, no, ni hablar. — Kate cogió a Ben por el hombro y le desvió hacia las escaleras—. Di buenas noches.
Desde donde estaba, Kate no pudo ver la expresión de Ben, pero sí la de Tom, que le dirigía a su hijo una mirada de compasión. Como respuesta, Ben se encogió de hombros. Y Kate habría apostado el cheque del lunes a que su hijo también había puesto los ojos en blanco.
Parecía como si se estuviesen poniendo en contra suya. Como si ambos, como hombres, tuviesen alguna especie de vínculo especial.
Kate frunció el ceño.
—Buenas noches, Tom — dijo Ben—. Gracias por ayudarme con el baloncesto.
—Ha sido un placer. Buenas noches.
Ben empezó a subir las escaleras y Kate decidió acompañarlo: la alternativa era quedarse abajo con Tom y, aunque era consciente de que tarde o temprano tendría que enfrentarse a él y a todo el lote de problemas que representaba, le pareció mejor esperar.
Primero tenía que aclararse las ideas.
—Tom es guay — le dijo Ben cuando acabaron de subir las escaleras. Ben volvió la cabeza para mirar a su madre, que lo seguía por el pasillo camino del baño.
—Sí — dijo sintiendo una presión en el pecho—. Pero sólo nos está ayudando temporalmente, ¿sabes? En cuanto se aclare todo este lío, probablemente ya no le veremos más.
En la puerta del baño, Ben se detuvo y miró a Kate a los ojos. El resplandor de felicidad que lucía en su rostro hacía sólo unos instantes había desaparecido. Parecía preocupado, y, de repente, mucho mayor de su edad.
—¿Hay alguien que quiere hacerte daño, mamá?
—¡No! Por supuesto que no. — Ben la conocía muy, muy bien, así que Kate no sabía por qué le sorprendía tanto que hubiese captado su ansiedad. Pero su trabajo era protegerlo, y no pensaba darle ni una sola pista sobre el asunto—. ¿Por qué lo preguntas?
—Porque te han pasado muchas cosas malas últimamente. Y Tom es un policía, y ya es la segunda noche que se queda a dormir en casa.
Claro, Kate debería haber recordado que a Ben no se le escapaba nada.
—Eso es porque... porque... — Buscaba desesperadamente una explicación, pero no encontraba ninguna. «Piensa»—. Es por simple precaución. Como se hizo tanta publicidad de lo ocurrido en el Centro de Justicia, digamos que Tom se quedará por aquí hasta que todo esto se calme, que será pronto.
Ben continuaba estudiando la cara de su madre.
—Tenía la esperanza de que tal vez iba a ser tu novio.
Kate trató de no parecer tan sorprendida y consternada como se sentía. Desde que Ben había nacido, jamás había tenido ningún novio. ¿Cómo le había entrado esa idea en la cabeza?
Aunque mejor no preguntárselo. Si algo había aprendido en la facultad de derecho era a no hacer preguntas cuya respuesta no estabas segura de querer oír.
Una enseñanza para toda la vida.
—No — dijo con voz firme—. No vamos a ser novios. Sólo es un hombre amable que hace su trabajo. Y ya está. Ahora al baño.
Cuando Ben entró en el baño y cerró la puerta, Kate se apoyó en la pared y cerró los ojos.
En cuanto Ben le hizo pensar en Tom como en su novio, se dio cuenta de pronto de lo sola que se sentía. Durante los últimos nueve años, todos sus pensamientos y acciones se habían centrado en conseguir una buena vida para Ben. Pero ¿se había preocupado de conseguir una buena vida también para ella misma?
«Tal vez no. Pero he hecho lo que tenía que hacer.»
En cuanto Ben se hubo dormido, Kate se quedó aún unos instantes a su lado, con el libro en las manos. Estaba totalmente hecha polvo. Había perdido su maletín y todo su contenido — el ordenador portátil, el teléfono móvil, sus carnés y tarjetas de crédito (que, lo sentía por Mario, pero estaban totalmente a las últimas), y diversos objetos personales más—, así que el día siguiente prometía ser un día muy complicado. La única nota positiva era que ni siquiera con la mejor voluntad del mundo podría haber trabajado aquella noche. Todos sus expedientes habían desaparecido con el maletín.
De modo que ahora que Ben se había dormido, y Tom estaba de guardia, tenía libertad para hacer lo que se moría de ganas de hacer: irse a la cama.
Sólo que no podía.
Porque antes tenía que bajar las escaleras y enfrentarse al gran problema: Tom.
Las luces del salón y el televisor estaban encendidas, pero Kate no veía a Tom por ninguna parte. Mientras miraba a su alrededor, oyó un sonido leve en la cocina. Fiel a su propósito, se dirigió hacia allí.
La luz de la cocina estaba apagada y las persianas, bajadas. De no haber sido por el leve resplandor que llegaba del salón, la cocina habría estado oscura como una cueva. Durante unos instantes, Kate sintió cierta inquietud al no encontrar a Tom. ¿Podía haber pasado algo? ¿Tal vez había salido por algún motivo? ¿O tal vez Mario y sus amigos habían entrado en la casa y le habían inmovilizado? En cuanto estaba empezando a quedarse paralizada sólo de pensarlo, Tom dijo «mierda» desde algún sitio cercano. No cabía duda de que era la voz de Tom y, aliviada — al menos de esa preocupación—, avanzó con cautela y lo descubrió tras la nevera, metiendo una silla a modo de cuña bajo el pomo de la puerta de atrás.
—¿Qué estás haciendo? — preguntó sorprendida por aquella visión inesperada.
Tom siguió tratando de bloquear la puerta con la silla y se volvió para mirarla. Resultaba difícil de decir en la penumbra, pero Kate habría jurado que parecía un poco avergonzado de sentirse descubierto.
—Tomar precauciones.
Kate tuvo que sonreír. Todas las ilusiones acerca de su policía protector, fornido y duro corrían el riesgo de hacerse añicos en el acto.
—Si no estuvieses aquí, eso es exactamente lo que habría hecho yo. Sólo que habría imaginado que era bastante inútil. — Kate apoyó la cadera en la mesa y se lo quedó mirando.
—Y habrías tenido razón. — Tom acabó de ajustar la silla y se acercó a Kate—. El caso es que alguien tiene la llave de tu casa, de modo que hace un minuto podrían haber entrado sin más. Ahora tendrá que romper algo antes, y en teoría yo lo oiré.
—Muy listo — repuso mirando a su alrededor. Kate detectó otra silla bajo el pomo de la puerta del garaje y su sonrisa se convirtió en una risa de oreja a oreja—. ¿Hay otra en la puerta principal?
Si era así, le había pasado totalmente desapercibida, aunque teniendo en cuenta lo agotada que estaba, cualquier cosa era posible.
—Todavía no, pero la habrá.
Kate se volvió y descubrió que Tom se había parado a apenas medio metro de ella.
—Qué bien — dijo sonriéndole como una idiota, y él le devolvió una sonrisa sarcástica. La escena era íntima y cálida y, sí, maldita sea, feliz, a pesar de que estaban hablando de poner barricadas en su casa para que unos tipos realmente malos que la amenazaban y posiblemente querrían hacerle mucho daño no pudiesen entrar. Tom tenía un aspecto imponente, sombrío y peligroso (¡quién pensaba en aquellas ridículas sillas!), e irresistiblemente atractivo. A Kate se le aceleró el corazón y, al sonreír a Tom, sintió de pronto la electricidad que había entre los dos. Y no pudo evitarlo: se encontró recordando aquel beso abrasador.
Y todo el asunto le dio tanto miedo que sintió una rampa en el estómago.
«No. No. No.»
Se le borró la sonrisa de los labios de golpe, como si alguien le hubiera pegado un tiro. Irguiéndose y apartándose de la mesa, dio un par de pasos hacia un lado: estaba demasiado cerca de él y no podía permitírselo. Kate le clavó una mirada desapasionada.
—¿Qué? — exclamó Tom arqueando las cejas.
—Tenemos que hablar. — Y girando sobre sus talones, se dirigió hacia el salón.
—Ya empiezas a hablar como yo.
Tom la siguió, y, cuando Kate llegó a la mesita de centro, se volvió para mirarle. Él estaba en pie a pocos pasos, justo en el umbral de la sala de estar, y se detuvo en seco. Kate le miró directamente a los ojos. Y trató de hacer caso omiso de los latidos desbocados de su corazón, así como de la atracción que aún sentía por él.
—En primer lugar, quiero darte las gracias por haberle regalado esa pelota a Ben y haber jugado al baloncesto con él esta noche.
Tom se encogió de hombros. Tenía las manos en los bolsillos del pantalón y su cara resultaba ilegible.
—Ningún problema. Ben me cae bien.
—Me alegra que lo digas, porque tú a Ben también le caes bien. Y eso es parte del problema.
—¿Hay un problema?
Kate había hecho una pequeña pausa para ordenar sus ideas y reunir valor, y, al oír la respuesta de Tom, se limitó a mover bruscamente la cabeza en señal de asentimiento.
—Mira, sobre lo que ha pasado esta noche... — Bueno, en cuanto lo hubo dicho se dio cuenta de que iba a tener que ser más concreta, porque habían pasado muchas cosas aquella noche—. Cuando nos hemos be... besado... — Dios, y ahora tartamudeaba. ¡Era patético!—. El caso es que yo no hago esas cosas. No voy por ahí besando a la gente. No me involucro. No salgo con hombres. Estoy demasiado ocupada, y... y no es bueno para Ben.
Ya estaba. Ya lo había dicho. La mayor parte.
—¿Lo que significa...?
—Significa que te estoy muy agradecida por quedarte a pasar la noche, y por haberte quedado anoche, y agradezco todo lo demás que estás haciendo, pero... Pero después de esta noche, creo que no deberíamos seguir viéndonos.
—No me había dado cuenta de que nos estuviésemos viendo.
Kate se impacientó.
—Ya sabes a qué me refiero. Creo que no deberías venir más a mi casa. No quiero que veas a Ben. Ya sé que tienes que hacer tu trabajo, y estoy dispuesta a responder a tus preguntas si las tienes, pero, de aquí en adelante, quiero que las cosas entre nosotros sean estrictamente profesionales. Basta de...
Kate se quedó sin palabras. Estuvo unos instantes buscando la mejor manera de decirlo.
—¿De besos? — sugirió Tom.
—Sí, exactamente — dijo levantando la barbilla.
—Muy bien — dijo Tom—. Como quieras.
Su fácil conformidad la dejó sin nada más que decir. Y, si tenía que ser sincera, también le dolió un poco. Porque a ella le habían gustado los besos.
No, aquí también tenía que ser sincera: le habían encantado.
—Bueno. Vale. — Se sentía ridículamente incómoda. Dirigió una mirada rápida al sofá y dijo—: Mmm... Las sábanas y demás que utilizaste anoche están en la secadora. Iré a por ellas y...
—Ya voy yo — se apresuró a decir él—. Ya sé dónde está la secadora, y ya encontraré todo lo que necesite. Sube a acostarte. Duerme un poco.
Subir a acostarse era exactamente lo que ella necesitaba, y lo sabía: eso la alejaría de él. Especialmente porque una parte de ella quería retractarse de todo lo dicho.
—Sí, me acostaré — dijo, y se dirigió hacia las escaleras. Notó que él la seguía con la mirada. En cuanto hubo colocado la mano en la baranda, se volvió y le dijo—: Buenas noches.
Tom se limitó a asentir con la cabeza.
Mientras subía las escaleras, sabiendo que había hecho lo correcto — lo único posible en esas circunstancias—, Kate fue consciente de una rabiosa sensación de pérdida.
Entonces se enfadó consigo misma: «¡Idiota! ¿Cómo puedes perder algo que ni siquiera has tenido?»
Durante los dos días siguientes, Filadelfia fue como un mar azul: miles de agentes de policía de todo el nordeste de Estados Unidos se alinearon en las calles para presentar sus respetos durante las procesiones por los funerales del juez Moran y los agentes asesinados. Además, los ciudadanos de Filadelfia respondieron masivamente. Durante aquellas horas de luto, la ciudad estuvo prácticamente paralizada. Las banderas ondeaban a media asta. Las campanas tocaban casi continuamente. En el interior de la enorme basílica de la catedral de San Pedro y San Pablo, donde habían de celebrarse, con pocas horas de diferencia, los funerales por el juez Moran y el agente Russo, pantallas de televisión mostraban a los presentes escenas de las vidas de ambos, mientras en el parque, al otro lado de la calle, la multitud podría seguir los servicios gracias a varias pantallas gigantes. Kate asistió a todos los funerales sentada entre Mona y Bryan, que le asían las manos con fuerza — Kate no sabía muy bien si para consolarla a ella o para consolarse ellos mismos—. Los servicios fueron emocionalmente arrebatadores; ser testigo del dolor de las familias destrozadas fue para Kate una experiencia terrible, especialmente porque no podía dejar de pensar en lo poco que había faltado para estar entre los muertos mientras Ben vertía lágrimas inútiles por ella.
Los medios informativos locales y nacionales también se volcaron en la ceremonia. Kate, Bryan, el abogado de oficio Ed Curry y la taquígrafa judicial Sally Toner eran los únicos supervivientes entre los funcionarios que estaban aquel día en la sala de vistas y fueron asediados por cámaras y micrófonos, mientras los periodistas corrían tras ellos gritando sus preguntas a voz en cuello. Un emprendedor equipo de la CNN logró atraparlos a los cuatro junto a un ascensor de servicio mientras trataban de escapar del implacable escrutinio de los medios a través de un parking subterráneo. Las imágenes resultantes y la breve sesión de preguntas y respuestas a gritos que las acompañaron (Curry, como abogado de oficio, no estaba supeditado a la orden que tenía amordazada a toda la oficina del fiscal de distrito, y fue él quien respondió a las preguntas) fueron retransmitidas presumiblemente por todo el mundo, para desgracia de Kate.
Pero no podía hacer nada al respecto. Excepto aguantarlo de la mejor manera posible.
Vislumbró a Tom a lo lejos en diversas ocasiones, siempre en compañía del ejército de agentes de policía que asistían a los funerales. Con gesto serio y expresión sombría estaba casi aún más guapo. Mona le dio a Kate un codazo en las costillas y se lo señaló (como si Kate no se hubiese fijado ya en él) mientras suspiraba por lo bueno que estaba. Pero Mona suspiraba sola, porque Kate no estaba de humor para suspirar por eso.
A pesar del discursito que le había soltado — y que él había aceptado de tan buena gana—, Tom había terminado pasando la noche del jueves en el sofá. ¿Por qué? Porque el jueves por la mañana, una vez hubieron dejado a Ben en el colegio, Tom la había acompañado al trabajo — donde, más tarde, la compañía de seguros le haría llegar un coche de alquiler — y le había dejado caer una bomba.
—Hoy ve especialmente con cuidado — le había dicho interrumpiendo el incómodo silencio que se había apoderado del coche en cuanto Ben se había bajado—. Ayer por la tarde encontramos dos cadáveres de hombres adultos en una U-Haul carbonizada. Parece ser que eran los supuestos conductores a los que esperaban Rodríguez y sus compañeros para fugarse. Aunque estos últimos ya estaban muertos cuando asesinaron a los de la U-Haul. Lo que significa que hay alguien más por ahí suelto que los asesinó. Y a juzgar por la racha de mala suerte que estás teniendo últimamente — dijo con un toque de sarcasmo — diría que no es imposible que puedas encontrarte con ese alguien. Así que toma precauciones, ¿vale? Como no andar sola por parking oscuros. O simplemente no quedarte sola.
Kate procesó las ramificaciones de esa información y se le heló la sangre.
«Mario.»
Motivo, método y oportunidad: aquéllas eran las tres piedras angulares para procesar con éxito un caso de asesinato. Como sabía muy bien, Mario estaba en la calle desde el día anterior por la tarde, lo que significaba que, según la hora exacta de la muerte, podría haber tenido la oportunidad de cometer ese asesinato. Y ciertamente tenía el motivo, si los muertos sabían que había participado en el intento de fuga. En cuanto al método, ni siquiera había que planteárselo. En lo referente a violencia, estaba dispuesta a creer que Mario era infinitamente versátil.
Pero no podía hablarle de Mario a Tom. Ni una palabra, ni una sílaba. El riesgo que corría era demasiado grande.
Fue entonces cuando tuvo una revelación contundente: a juzgar por lo que le había dicho Mario, todos los compañeros que habían estado presentes aquella fatídica noche habían muerto; así que, del mismo modo que Mario era el único que sabía que ella había estado allí cuando habían asesinado a David Brady, ella era la única que sabía lo mismo de él. Y por aquel entonces Mario tenía dieciocho años, era legalmente un adulto y, a pesar de que lo había negado, muy probablemente había sido él quien había apretado el gatillo. Y ella también sabía que había matado a Rodríguez. Y que había participado en el intento de fuga que había acabado con la muerte del juez Moran y los demás.
Kate era más peligrosa para Mario que él para ella.
Y él lo sabía. Podía ser muchas cosas, pero no era estúpido.
Si Mario estaba asesinando a los testigos de sus crímenes, ella tenía que ser el número uno de la lista.
De pronto sintió un vahído.
—¿Por qué no me lo dijiste anoche? — preguntó cuando recuperó el habla.
—No le vi ningún sentido a preocuparte. Yo estaba allí, y tú estabas a salvo. Hoy es otra historia.
«Sí, claro. Sin duda alguna.» Kate trató de ocultar sus reacciones físicas, trató de que Tom no se diera cuenta de la repentina necesidad que tenía de respirar hondo, de desacelerar su pulso, de calmar su corazón.
Como ella no respondía, la miró fijamente y prosiguió.
—Mira, le he pedido a alguna gente que conozco que me devolviesen algunos favores. Cuando llegues a casa esta noche, los cerrojos estarán cambiados y tendrás instalado un sistema de seguridad. Pero ya sabes que no hay nada a prueba de tontos. Si hay algo que ponga tu vida en peligro, tendrías que contármelo antes de acabar muerta, y tal vez Ben muerto contigo.
«Dios mío.» Era su peor temor, y ahora que él lo había verbalizado, Kate sintió un escalofrío. Si cuando a Mario se le ocurría ir a por ella, Ben estaba por allí, ¿le dejaría tranquilo? Ni siquiera tenía que pensarlo: probablemente no.
¿Debía contárselo todo a Tom, y asegurarse así al menos de que Ben estuviese físicamente a salvo?
¿Físicamente a salvo pero con su madre detenida y su vida destrozada?
¿O debía tratar de idear otra solución alternativa? ¿Cómo abandonar su trabajo y coger a Ben y salir huyendo, tal vez? Pero sólo tenía seis dólares que tenían que durar hasta el lunes... No, un momento, ese dinero había desaparecido con el maletín; excepto por lo que tenía en el bote de los cambios en casa, estaba sin un céntimo. Entonces, ¿esperaba hasta cobrar y luego huía? Esa pequeña cantidad de dinero no duraría demasiado. Ni siquiera bastaría para encontrar un lugar donde vivir y mantenerse hasta que pudiese encontrar otro trabajo.
Y, de todas maneras, Mario podría ir tras ella o hacer que alguien fuese tras ella. De hecho, dada la magnitud de lo que sabía sobre él, había muchas probabilidades de que así fuese. Mario no podría sentirse seguro mientras ella viviese. Y ella viviría siempre asustada, siempre mirando a su espalda.
Siempre en peligro.
¿Y qué tal asegurarse de que Ben estuviese a salvo mientras ella se enfrentaba por su cuenta a Mario?
Tom volvió a mirarla, esperando su respuesta.
—No dejo de decirte que no hay nada — dijo Kate—. No hay nada.
—No dejas de decírmelo — confirmó Tom como si no se la creyese. Bueno, tampoco tenía el coraje para tratar de convencerle de lo contrario. Empezaba a estar harta de contar mentiras.
Ya habían cruzado el puente, y atajaban a través del barrio chino una zona densamente poblada y muy visitada por los turistas. Mirando las calles abarrotadas sin ver realmente nada, Kate llegó a una conclusión.
Se trataba de un juego al que sólo jugaban ella y Mario, y ahora las reglas habían cambiado: se había convertido en «el ganador se lo lleva todo».
Y, por Ben, estaba decidida a ganar.
Lo primero que tenía que hacer era asegurarse de que no le ocurriese nada a Ben mientras hacía planes para el futuro. Aunque Tom también representaba un tipo particular de peligro, mantenerle como protector hasta que pudiese alejar a Ben del peligro parecía buena idea.
—Oye, me estás metiendo el miedo en el cuerpo — dijo volviéndose hacia él—. ¿Crees realmente que Ben y yo corremos peligro?
Tom torció a la izquierda por la calle Juniper. Ya casi habían llegado. Los rascacielos formaban un cañón que les encerraba por ambos lados. La emblemática estatua de Billy Penn sobre el edificio del Ayuntamiento sólo era visible a través de una apertura entre los edificios.
—Me atrevería a decir que conoces la respuesta a esa pregunta mejor que yo.
—Para que lo sepas, tu mente suspicaz está envejeciendo. Pero no quiero discutir contigo. Quiero... quiero pedirte un favor.
—¿Cuál?
—¿Crees que podrías volver a pasar la noche con nosotros?
Tom apretó los labios y le dirigió una mirada inescrutable.
—Sí.
—Pero sin... sin... — Era tan estúpido que todavía no era capaz de verbalizarlo.
—¿Sin besos? — dijo con una mueca—. No te preocupes, no volveré a tocarte. Aquello fue una equivocación, y creo que ambos estamos de acuerdo. Pero pasaré la noche en tu casa hasta que atrapemos a esos tipos. Quiero asegurarme de que Ben y tú estáis a salvo.
A Kate le sorprendió descubrir que le dolía oírle describir aquellos besos como una equivocación. Aunque lo hubiesen sido.
—Gracias, te lo agradezco. Y te agradezco que entiendas que no tiene nada que ver contigo: es que no quiero enrollarme con nadie ahora mismo.
—Ningún problema — dijo secamente.
Cuando Tom la dejó frente a su despacho, ya se estaba formando un plan en su cabeza. Lo primero que haría sería arreglarlo todo para que Ben se quedase a pasar la noche del viernes en casa de los Perry. Lo segundo sería decirle a Tom que se marchaban de la ciudad. Luego, con su hijo a salvo y sin Tom rondando por ahí protectoramente, se enfrentaría a Mario. Se le ocurrió que Mario tenía su teléfono móvil, lo que le daba la manera de ponerse en contacto con él. Prepararía un encuentro en su casa para supuestamente aclarar las cosas, y si Mario se presentaba, y Kate creía que había muchas probabilidades de que lo hiciese, le dispararía y luego diría que era un ladrón. Tal como estaba escrita la ley, si él estaba dentro de su casa cuando ella apretase el gatillo, ni siquiera le imputarían ningún delito.
Problema resuelto.
Era una solución terrible, una solución que estremecía a la madre y letrada respetable en la que se había convertido. Pero ahora que se daba cuenta de que estaba luchando por su vida y la de Ben, pudo sentir que volvía a emerger en ella aquella dureza que le había ayudado a sobrevivir a su infancia infernal.
En ese momento extremo, estaba dispuesta a hacer cualquier cosa.
Por eso ese viernes llegó sola a su casa en un Civic que había alquilado. Tom creía que estaba recogiendo a Ben en casa de los Perry para ir luego a pasar la noche en un hotel cerca de Longwood Gardens, la antigua finca Du Pont en el valle de Brandywine, que en esa época del año era una enorme atracción turística. Lo que tenía planeado decirle — en caso de que apareciese Mario y todo fuese según lo planeado — era que había cambiado de idea y había decidido quedarse sola en casa para relajarse un poco. Tom podría tener sus sospechas, eso no era nada nuevo, pero, una vez muerto Mario, sería imposible que ni él ni nadie descubriesen nada que pudiera perjudicarla.
Ben y ella estarían a salvo para siempre jamás. Podrían continuar con sus vidas como si aquella pesadilla no hubiera ocurrido nunca.
Lo único que tenía que hacer era matar a un hombre.
A pesar de su decisión inexorable de ver cumplida aquella misión, la idea la mareaba.
El día antes, había llamado a su teléfono móvil y había dejado un mensaje: «Llámame.» Había pensado una explicación sencilla para la llamada en caso de que su móvil cayera en manos de la policía. Quería persuadir a quien fuese que respondiese para que le devolviese sus cosas. Pero cuando — como ella esperaba — Mario le había devuelto la llamada, Kate le dijo que quería hablar y le había pedido que se reuniese con ella en su casa el viernes a medianoche. Mario había aceptado.
Nada más colgar, le entraron ganas de vomitar: saber que intentaba ponerle una trampa a Mario para matarle era algo difícil de digerir. Pero, tal como lo veía ella, se trataba o bien de la vida de Mario o bien de la suya y la de Ben.
Ben inclinaba la balanza.
Ese viernes no tenía motivos para volver corriendo a casa después del trabajo, así que cuando detuvo el coche ante su vado ya eran casi las siete. El mando a distancia del garaje se había perdido con todo lo demás del coche, aunque, por cortesía de las amistades de Tom, tenía uno nuevo, además de un nuevo sistema completo de apertura del garaje que incluía una luz automática. De momento no había visto la factura, y era algo en lo que prefería no pensar hasta que llegase el momento. De todos modos, pagar por las cosas que le habían hecho en casa era en aquel momento el menor de sus problemas.
Era noche cerrada cuando pulsó el botón para abrir la puerta del garaje, aunque la luna plateada que flotaba baja en el horizonte evitaba que la oscuridad fuese total. Soplaba un viento fresco del este, y los árboles proyectaban sombras danzantes sobre la casa y el patio. Había una luz encendida en el salón — la había dejado encendida deliberadamente aquella mañana—, y el tenue resplandor visible que se filtraba entre las cortinas debería haber sido reconfortante.
Pero no lo era. Estaba demasiado nerviosa.
«Esta noche voy a matar a un hombre.»
Se le revolvió el estómago.
«Tal vez Mario no se presente. — Era una idea furtiva, optimista, seguida por el corolario deprimente—: Si no se presenta, tendré que vivir atemorizada hasta que se presente.»
¿Qué era peor?
Aquélla era una pregunta para la que no tenía respuesta. En el asiento del copiloto, yacía la pistola. En caso de que hubiese cualquier sorpresa, como que Mario la asaltase inesperadamente, quería estar preparada.
Aunque hacía casi dos días que no tenía señales de él.
Aun así, en cuanto la puerta del garaje se hubo abierto del todo, el corazón le iba a cien. Con las nuevas cerraduras y el nuevo sistema de seguridad, era improbable que Mario pudiese estar dentro de la casa esperándola. Pero se había sentido espantosamente vulnerable sentada ante el vado, y se sentía espantosamente vulnerable en ese momento mientras aparcaba en el garaje y esperaba sentada en el coche y con el seguro puesto a que la puerta del garaje terminase de cerrarse. En cuanto la puerta se hubiera cerrado estaría relativamente segura. Tendría tiempo suficiente para entrar y prepararse. Para armarse de valor.
Si es que Mario venía.
Estaba tan absorta mirando angustiada por el retrovisor por si alguien, léase Mario, se colaba por debajo de la puerta antes de que se cerrase del todo, que estuvo a punto de no verlo.
O mejor dicho, no verle.
Mario. Ya estaba allí, en su garaje.