Capítulo 2

Trece años después...

«Algo va mal.» La idea le atravesó el cerebro con la fuerza de una bala.

Se le hizo un nudo en el estómago y el pulso se le aceleró. Al recuperar el aliento, siguió atento al silencio vacío que se extendía al otro lado del teléfono. No sabía cómo podía estar tan seguro, pero lo estaba.

Tom Braga se encontraba en su coche, hablando por el móvil con su hermano Charlie, y se dirigía hacia el moderno Centro de Justicia Penal de Filadelfia, donde tenía hora en un tribunal a las nueve, o sea, tres minutos más tarde. Ambos eran policías: él, inspector de homicidios y Charlie, ayudante del sheriff. Aquella torrencial mañana de lunes, los dos estaban de servicio. Y, a menos que se estuviese volviendo majara o loco, Charlie tenía problemas.

—¡Eh! ¿Sigues ahí? — Tom agarró el móvil con inusitada fuerza, aunque tratando de imprimir naturalidad en su voz. Estaban hablando del almuerzo que todos los domingos se celebraba en casa de su madre y al que Tom había faltado el día anterior por tercera semana consecutiva: estaba harto de que le recordasen una y otra vez que tenía 35 años y que aún seguía soltero; además, toda su familia congregada, diecinueve en total, bastaba para sacarle de sus casillas. Mientras le cantaba las excelencias de la parmigiana de pollo que había preparado su madre, consciente de que era el plato favorito de su Tom, Charlie había soltado un gruñido y había dejado de hablar a media frase. Tom empezó entonces a temerse lo peor.

—Sí — respondió Charlie. Tom se sintió momentáneamente aliviado, pero no tardó en darse cuenta de que su hermano empleaba un tono de voz totalmente plano. Oyó la respiración acelerada de Charlie, que se limitó a añadir—: Oye, tengo que dejarte.

—Bueno, saluda a tu dulce esposa de mi parte, ¿vale? — Tom hablaba en tono cordial, pero tenía la sensación de que alfileres de sudor frío se le clavaban en las raíces de los cabellos—. Dile que aún espero esa lasaña casera que me prometió.

—Ya se lo diré — dijo Charlie, y su móvil se apagó.

Imbuido por el eco de aquella respuesta, Tom casi se salta el semáforo en rojo que tenía delante. Hundió el freno hasta el fondo y el Taurus negro, modelo del departamento, culeó unos instantes sobre el asfalto mojado y se detuvo justo a tiempo: había estado a punto de invadir la calle por la que los coches avanzaban a pocos centímetros de su parachoques delantero. La lenta procesión de faros hacía que aquel día gris pareciese incluso más oscuro de lo que ya era. Llovía a cántaros. El agua golpeaba con fuerza el techo y el capó del coche, y el limpiaparabrisas no daba abasto. Por la radio se oía música ligera.

Pero él era completamente ajeno a todo eso.

La esposa de Charlie se llamaba Terry. Y los bocadillos de mantequilla de cacahuete que les preparaba era su máximo logro culinario.

—Joder — dijo.

Tom respiró hondo y apeló a los años de experiencia que llevaba sobre sus espaldas para separar la mente de las emociones. Sin quererlo, le vino a la cabeza la última vez que había visto a Charlie. Hacía unas tres semanas, su hermano de veintiocho años, alto, moreno y bien parecido, como todos los hermanos Braga, estaba en el diminuto patio de su casa, metido en una piscina hinchable para niños pidiendo alegremente socorro mientras sus dos hijos gemelos de cuatro años le echaban por encima un cubo de agua tras otro. Visualizar la cara risueña de su hermano no le ayudó, de modo que hizo cuanto pudo por quitársela de la cabeza y empezó a marcar un número en su teléfono móvil. Tenía la mano firme y las ideas claras, y su pulso se aceleraba como un purasangre galopando hacia la línea de meta.

Le pareció que la señal de llamada no se acababa nunca.

«Cógelo, cógelo. Joder, Bruce Johnson, cógelo de una vez.»

—Johnson al habla.

—Soy Tom Braga — le dijo al superior de Charlie. El sudor frío que había notado en el cuero cabelludo se había extendido ahora a todo su cuerpo. Sentía en las venas la adrenalina de la velocidad. Había en su voz una tensión que él mismo percibió. Al mismo tiempo, sin embargo, se sentía muy centrado, muy calmado—. ¿Dónde está Charlie?

—¿Charlie? — Johnson hizo una pausa. Tom se lo imaginó cómodamente sentado en su silla, con un café y un periódico sobre el escritorio, una isla de calma en el centro de un caos infinito. La oficina del sheriff de Filadelfia era grande, con numerosos departamentos y cientos de ayudantes y personal auxiliar. Johnson y él, sin embargo, habían crecido juntos en la dura Filadelfia Sur y se conocían muy bien. El grandullón y fornido sargento caía muy bien a toda la familia de Tom—. Deja que lo mire.

Cubrió el micrófono con la mano, y gritó:

—¿Alguien sabe dónde está Charlie Braga esta mañana?

«De prisa», pensó Tom, apretando los dientes. Luego, al darse cuenta de lo que hacía, relajó deliberadamente la mandíbula.

Segundos más tarde, Johnson volvía a ponerse al aparato.

—Ha recogido a un testigo en la cárcel y lo ha llevado al Centro de Justicia. No hace demasiado, o sea que debería de seguir allí. ¿Llamabas por algún motivo concreto?

El Centro de Justicia. Tom lo tenía a la vista, a poco más de una manzana de distancia, hacia la derecha. Era un elevado rectángulo de piedra coronado por una cúpula y cubierto de hileras de ventanas iluminadas que brillaban entre la lluvia.

El semáforo estaba verde y nadie le impedía el paso. De pronto cayó en la cuenta de las bocinas que sonaban con impaciencia detrás de él. Al cabo de medio segundo, apretó el acelerador. Los neumáticos posteriores del Taurus levantaron cortinas de agua cuando el vehículo respondió.

—Estaba hablando con él por teléfono antes de llamarte.

A pesar de que se temía lo peor, Tom hablaba con voz firme. Conducía impaciente hacia el edificio, examinándolo ansiosamente mientras zigzagueaba entre el tráfico. La calle Filbert, la estrecha avenida de antes de la Guerra de la Independencia que se extendía frente al Centro de Justicia, estaba cubierta de coches aparcados en doble fila. La gente se apresuraba por la acera, más allá del edificio, y subía y bajaba los anchos escalones de piedra que conducían a la entrada principal. Lo único que distinguía era un mar de paraguas y de pies salpicando. Desde el exterior de las puertas giratorias, vislumbró el control de seguridad, con sus guardias y detectores de metal. Nada parecía fuera de lugar. Ningún indicio de problemas. Pero su corazonada le decía lo contrario, y si algo había aprendido durante sus trece años en la policía, era a no ir nunca contra una corazonada.

—Me ha dado una señal, como... — Incluso mientras peinaba la zona con la mirada, Tom seguía hablando con Johnson—. Algo va mal. Deberías alertar a quien tengas por ahí de que es posible que haya sucedido algo. Envía refuerzos donde esté Charlie. Y diles que no hagan ruido. Ni sirenas ni nada por el estilo. Tengo un presentimiento realmente espantoso.

Johnson resopló.

—¿Se supone que tengo que enviar a la tropa porque tienes un presentimiento realmente espantoso?

—Sí.

—De acuerdo — dijo Johnson. Era lo bastante profesional como para no arriesgarse cuando se trataba de la seguridad de otro agente, y para no cuestionar los presentimientos de otro policía. Volvió a cubrir con la mano el micrófono del móvil, y Tom le oyó dar las instrucciones pertinentes.

—¿Dónde del Centro de Justicia? — gritó Tom acercándose el auricular a los labios. Tenía que gritar para conseguir captar de nuevo la atención de Johnson. Tom estaba ahora frente al Centro de Justicia, atravesando la larga hilera de coches aparcados, donde ya no quedaba ni una sola plaza libre. Tampoco es que eso importase demasiado. Haciendo caso omiso de los bocinazos de los coches que se amontonaban detrás de él, aparcó en doble fila junto a un gran Suburban plateado.

—Probablemente en el subsótano — respondió Johnson.

«Mierda.»

El subsótano era una madriguera mal iluminada y mal ventilada situada dos plantas bajo tierra. Contenía las celdas para los presos reclamados aquel día en el tribunal, oficinas administrativas, las salas de vistas para las comparecencias, antesalas para abogados, funcionarios judiciales y agentes de fianzas: todo eso y más se encontraba allí abajo. El lugar rebosaba actividad desde la siete de la mañana, hora en que los acusados, los convictos, los absueltos y todos los objetos y personas relacionados con los casos empezaban a entrar y salir.

Charlie podía haber tenido cualquier tipo de problema allí abajo.

—Ya estoy allí — dijo Tom gravemente, y colgó.

Saltó del coche con la cabeza gacha para protegerse de la lluvia torrencial. El agua empapó de inmediato su pelo corto, espeso y negro, así como el atuendo que solía llevar para ir a los juzgados: cazadora azul marino, camisa blanca, corbata roja y pantalones grises. Cerró con un portazo y echó a correr hacia el edificio. Mientras corría, deslizó la mano bajo la chaqueta para desabrochar la correa de seguridad de su Glock.

Con suerte no la necesitaría. Aunque lo cierto es que nunca había tenido demasiada suerte.