Capítulo 5
La puerta chasqueó ante los ojos de Kate. El corazón le dio un vuelco y un escalofrío le recorrió la espalda: ahora estaba sola con Mono Naranja en la zona de seguridad. Tal vez quedaba allí alguien más, pero lo cierto es que en el pasillo reinaba un silencio inquietante. Lo único que se oía era el zumbido del sistema de ventilación, como si fuese el aparato de reanimación de un paciente críticamente enfermo. En la pared, justo encima de la puerta, había una cámara de seguridad, o, más bien dicho, los restos de una cámara de seguridad que había quedado hecha pedazos tras recibir varios tiros. Ahí dentro olía a cerrado, como en el interior de la cabina de un avión. Sólo los presos y los alguaciles tenían acceso a esa zona, y Kate dudaba muchísimo que hubiese allí ningún alguacil, al menos ninguno que siguiese con vida.
—Cierra el pestillo — ordenó Mono Naranja.
Kate bajó la mirada y vio que había un pasador debajo del pomo. Estaba claro que Mono Naranja ni deseaba ni tampoco esperaba que nadie se les uniese, de modo que la sospecha de Kate quedaba confirmada: sus dos compañeros estaban muertos, heridos, o habían conseguido darse a la fuga. Kate, consciente de que se estaba alejando de su última esperanza de rescate, le obedeció. El pestillo chasqueó. La lisa puerta metálica era a prueba de balas, eso lo sabía. Y, al parecer, estaba insonorizada. Tal vez en la sala de vistas se estaba preparando algo — en particular la organización urgente de un intento de rescate—, pero lo cierto es que ella no podía oírlo.
—Buena fiscal...
Al oír el tono venenoso con que pronunció la palabra «fiscal», Kate estuvo aún más segura de que su suerte estaba echada. Pasase lo que pasase, iba a matarla.
A menos que sucediese un milagro, o se le ocurriese de pronto alguna manera de salvarse.
En los quince minutos siguientes.
Aunque no había que perder la calma.
—¿Llevas reloj? — le preguntó. Y, sin esperar una respuesta, añadió—: ¿Qué hora es?
Kate se miró el reloj que llevaba en la muñeca. Vio que eran las nueve y dieciséis minutos, y así se lo dijo.
—Tienes hasta las nueve y treinta y uno. Andando.
Mono Naranja la empujó hacia delante, asiéndola por el cuello de la chaqueta, y le clavó con fuerza la pistola contra el espinazo, justo por encima de los riñones. Kate hizo una mueca de dolor, pero no se atrevió a protestar. Los zapatos se le clavaban en los talones, pero, comparada con la gravedad de la situación, esa incomodidad era tan nimia que apenas la notaba. Kate sudaba y tiritaba al mismo tiempo, mientras el corazón le golpeaba el pecho y su cerebro discurría a toda prisa.
«No pierdas la calma. Piensa. Tiene que haber una salida para esta situación.»
El corredor formaba parte de un laberinto de pasillos interconectados que procedían de la gran zona de detención de presos del subsótano. Estaban diseñados para mantener al público separado de los presos, en un espacio que inevitablemente debían compartir. Construidos por razones de seguridad, permitían que los alguaciles trasladasen a los presos por el Centro de Justicia fuera de la vista del público. En caso de emergencia, cada tramo quedaba aislado de los demás pasillos mediante puertas a prueba de balas. Las salvaguardas diseñadas para proteger al público de los presos se volvían en su contra, pensó Kate. Por lo que sabía de ellos, y por lo que podía ver ahora, los pasillos eran casi inexpugnables.
El pasillo por el que avanzaban era estrecho y estaba iluminado por luces fluorescentes empotradas en el techo y protegidas por paneles translúcidos que proyectaban deprimentes sombras grisáceas. El suelo era de cemento liso. En la pared de la derecha, dos puertas metálicas con pequeñas rejas recubiertas de cristal abrían la pared de la derecha hacia las celdas de detención. La pared izquierda era una extensión lisa y continua de pintura gris. Un teléfono negro colgaba en la pared estrecha del fondo del pasillo. Bajo el teléfono, había apoyada una silla metálica plegable en la que los alguaciles debían de esperar sentados a los presos a los que tuviesen que escoltar y, junto a la silla, se abría otra puerta metálica. Esa puerta era idéntica a la que llevaba a la sala de vistas, y conducía a otro pasillo, un mundo sin fin. La puerta estaba cerrada y, a juzgar por la falta de interés que demostró tener Mono Naranja, Kate supuso que debía de estar bloqueada desde el exterior. En resumen, los corredores de seguridad constituían una prisión oculta en las áreas del Centro de Justicia que se habían diseñado para impresionar al público. Para rescatarla de ese corredor por la fuerza, pensó Kate, los policías tendrían que hacer un esfuerzo hercúleo y su captor dispondría de tiempo de sobra para matarla.
De repente, se le ocurrió que las puertas de las celdas debían de ser también a prueba de balas: un rayo de esperanza... Si de algún modo conseguía escapar de Mono Naranja, tal vez podría meterse a toda prisa en una celda de detención y encerrarse dentro...
—Valdrá más que estés rezando por ese helicóptero — dijo, clavándole la pistola en el espinazo.
«Ah, sí. — Kate respiró hondo para tranquilizarse—. Pongamos que me doy la vuelta, logró desequilibrarle, luego me meto corriendo en la celda más próxima y cierro la puerta de un portazo...»
—Tal vez un helicóptero no sea la única opción. Tal vez podríamos pensar en otra cosa, como una petición de clemencia — dijo orgullosa de lo segura que sonaba su voz. Su cerebro seguía elucubrando a toda prisa, considerando los pros y contras de su plan de escapada todavía no del todo listo. Había tanto silencio en el corredor que el taconeo de sus zapatos era claramente audible. Su voz parecía tener eco—. Por ejemplo, si me dejas salir de aquí con vida, te garantizo que conseguiré que no te condenen a muerte.
—No me vengas con ésas. No me puedes garantizar una mierda — dijo agarrando a Kate por el cuello de la chaqueta y clavándole con fuerza la pistola en el espinazo. Kate curvó la espalda en un intentó reflejo de evitar el dolor y dejó escapar un gemido—. Y si no cierras el pico para que pueda pensar, te mataré aquí mismo.
«Vale. Respira hondo.»
Hasta aquí el intento de convencerle para que la liberase. Continuó avanzando con el corazón palpitante. Kate trató de asumir la realidad de su situación: si aquel desgraciado no conseguía el helicóptero que pedía (y, a juzgar por como solían funcionar esos asuntos, no lo conseguiría) o si no ocurría algo que le permitiese escapar, se podía considerar fiambre.
Tras la matanza de la sala de vistas, Mono sabía perfectamente que no tenía nada que perder. Probablemente ya se enfrentaba a seis penas de muerte. Un cadáver más no variaría en lo más mínimo su destino.
Y era evidente que no le caían bien los fiscales.
«Por favor, Dios mío, no dejes que me mate.»
De pronto, el rostro de Ben volvió a ocupar sus pensamientos. La idea de lo destrozado que quedaría su hijo si a ella le pasaba algo le hizo sentir nuevamente el cálido escozor de lágrimas que humedecían sus ojos.
«Échale huevos», se dijo a sí misma con decisión. Era una expresión de Ben, y, cuando se dio cuenta, la tuerca que apretaba su corazón dio una pequeña vuelta más. Pestañeando rápidamente para impedir que se derramasen las lágrimas que asomaban en sus ojos, se obligó a quitarse a Ben de la cabeza. Para tener alguna esperanza de sobrevivir, iba a tener que mantener la cabeza clara y centrada en el presente.
«Haz como Winnie the Pooh y piensa, piensa, piensa.»
Cuando ya casi habían alcanzado la primera celda, el pomo de la puerta rechinó. Kate se volvió sobresaltada y vio una cara aplastada contra la ventanilla de la puerta. Era un hombre de piel muy bronceada y tenía la cabeza rasurada y brillante, y el rostro ligeramente distorsionado por el cristal. Estaba claro que los miraba a ellos y que trataba sin éxito de abrir la puerta.
—¡Joder! — exclamó Mono Naranja al parecer enfadado y, mirando a Kate, añadió—: ¡Abre la puerta!
Kate obedeció. Había pestillos en las puertas de cada celda, pero el cierre estaba por fuera. Por supuesto. Los presos tenían que quedar encerrados. Lo más seguro era que no hubiese pestillos por dentro.
Se le hizo un nudo en el estómago al darse cuenta de lo cerca que había estado de cometer un error fatal.
Mientras notaba con cierta confusión que el pestillo no parecía estar cerrado, la puerta se abrió de golpe y el preso de la cabeza rasurada apareció ante sus ojos. Era un poco más alto que Mono Naranja, tal vez metro ochenta o así, y tenía las espaldas extraordinariamente anchas y musculosas, cosa que indicaba que era aficionado a los esteroides y que había tenido mucho tiempo para hacer ejercicio, probablemente en prisión. El mono naranja le quedaba algo ajustado en la zona de los hombros y los brazos. Sus bíceps sobresalían. Tenía el cuello grueso como el de un toro, los ojos marrones y más bien pequeños, y las cejas espesas; su nariz era carnosa y triangular y su boca, de labios estrechos, estaba enmarcada entre un bigote bien recortado y una perilla.
Llevaba en la mano una gran pistola negra.
—¿Qué cojones te ha pasado? ¿Y dónde está Newton? — rugió su captor, pegándola a la pared mientras hablaba. La puerta se fue cerrando junto a su nariz y Kate tuvo tiempo de vislumbrar el interior de la celda. Había tres hombres tendidos inconscientes en el suelo, pero sólo pudo ver las piernas de dos: uno de ellos llevaba un mono naranja; el otro, un agente con uniforme azul. El tercer hombre era otro agente. Estaba extraordinariamente pálido y yacía bocabajo, muerto o inconsciente; Kate no podía estar segura. Parecía joven. Era un hombre delgado, moreno y de pelo oscuro.
—Newton está ahí adentro, muerto. Al maldito poli que le ha traído desde la cárcel todavía le quedaba una bala. Íbamos a salir cuando Newton se la comió. Yo me he parado para cargarme al poli y la puta puerta se ha atascado.
A diferencia de su captor, este hombre no parecía en absoluto intranquilo. Kate seguía con la mejilla y las palmas de las manos pegadas a la pared y el corazón le latía como una manada de caballos desbocados. Ahora debía enfrentarse a dos asesinos armados, y no tenía nada que se pareciese a un plan.
—No podía creérmelo. No había modo de abrir esta puta puerta. Me he quedado encerrado como un pato en una jaula. — Su tono cambió—. Se ha jodido la cosa, ¿eh?
—Jodida y bien jodida, sí. ¿Crees que volvería a estar aquí dentro si no se hubiese jodido?
—¿Y Pack y Julio?
—Los dos están muertos. Meltzer no se presentó con el camión... El muy capullo... Tal vez no pudo llegar. Había pasma por todas partes. Tenían rodeado el edificio; ya estaban allí cuando hemos roto la ventana, como si les hubiesen dado el chivatazo. Little Julie ha saltado de todos modos, pero le han cosido a balazos. Pack ha caído en la sala de vistas. Yo me he llevado a ésta. — Kate sintió que ambos la miraban—. La atractiva fiscalita — dijo pronunciando la palabra burlonamente—. Y...
Calló en seco cuando el teléfono del fondo del corredor empezó a sonar.
Al oír ese timbre estridente, los tres se volvieron.
—¿Quién llama? — preguntó el nuevo ahora algo nervioso.
—¿Cómo coño quieres que lo sepa? Espera... Tal vez sean los polis. Tal vez ya tienen el helicóptero.
El teléfono seguía sonando, pero nadie se movía. Una mano asió el brazo de Kate: Mono Naranja la apartó de un tirón de la pared y la arrastró hacia el teléfono.
—¡Mueve el culo! — le gritó.
Kate tropezó una vez más con sus malditos zapatos pero consiguió recuperar el equilibrio.
—¿El helicóptero? — preguntó el nuevo.
—Les he dado quince minutos para que me traigan un helicóptero. Si no lo hacen, me la cargo — dijo Mono Naranja orgulloso de sí mismo—. Eh, señorita fiscal, ¿qué hora es ahora?
Kate no quería saberlo, pero miró su reloj de todos modos.
—Las nueve y veinte — respondió.
—Pues les quedan once minutos.
—¿Crees que eso funcionará?
—¿Cómo quieres que lo sepa? Si la quieren viva funcionará.
—¿Estás seguro de que es una fiscal?
—Sí, joder, claro que estoy seguro.
El teléfono seguía sonando. Kate iba delante con Mono Naranja pegado a su espalda, y el nuevo los seguía.
Cuando llegaron al fondo del pasillo, Mono Naranja la empujó contra la pared, al lado del teléfono. El teléfono volvió a sonar y todos sus músculos se tensaron. Kate hizo un esfuerzo por concentrarse en controlar su ritmo cardíaco y su respiración. La hiperventilación no le haría ningún bien: debía mantener la cabeza despejada para poder pensar en otro plan.
No tardó en darse cuenta de que tener la cabeza despejada no le iba a ayudar en lo más mínimo, porque la triste realidad era que se había quedado sin ideas.
—Ni se te ocurra intentar nada — le dijo Mono Naranja soltándole el brazo.
La pistola se movió. Fría, dura y terrorífica, la boca de la pistola se apoyó en el punto más vulnerable de su cuello, justo debajo de la mandíbula. Kate cerró los ojos y esperó a que descolgara el auricular. El teléfono calló finalmente.
—¿Sí? — dijo Mono Naranja pegado al aparato. Luego, segundos después, añadió—: No me venga con rollos. No les voy a dar más tiempo.
—Diles que necesitas dinero — dijo el nuevo. Estaba de puntillas, justo detrás de Mono Naranja y no paraba de dar saltitos. Kate notaba el movimiento a sus espaldas—. Cien mil dólares además del helicóptero.
—También quiero dinero — dijo entonces Mono Naranja—. Cien mil dólares. En efectivo; billetes no marcados y no mayores de veinte. Los quiero en el helicóptero. Y ya les quedan menos de diez minutos. — Estuvo escuchando unos instantes y luego añadió—: Claro, hable con ella. Pero recuerde que el reloj corre.
«Hable con ella.» A Kate se le abrieron los ojos de par en par.
Mono Naranja se puso el auricular en el pecho y miró a Kate.
—Dice que quiere asegurarse de que estás viva — dijo, recorriendo su piel con la punta de la pistola. Cuando llegó bajo su oreja, se detuvo. El pulso de Kate latía contra el desagradable metal como el de un pajarillo atrapado. Kate tenía los ojos muy abiertos cuando sus miradas se cruzaron y el ritmo de su respiración era acelerado. Sentir el tacto de la pistola en la piel la mareaba. Un resbalón del dedo, o un simple apretón rápido y deliberado, y Kate sería historia.
«¿Dolerá?»
—Ten cuidado con lo que dices, zorra, porque te estaré vigilando — dijo Mono Naranja, poniéndole el auricular en la oreja.
«Por favor, Dios mío. Por favor.»
Kate se humedeció los labios resecos para hablar por teléfono.
—Hola.
—¿Kate White? — preguntó un hombre. Era el policía de la sala de vistas, el de los ojos tranquilizadores. Su voz también lo era. Kate se agarró a la seguridad que proyectaba como si fuese un salvavidas.
«Tengo que mantener la calma; no debo ponerme nerviosa... — Las piernas se le aflojaron—. Oh, Dios mío, no dejes que me muera.»
—Sí. — Kate no sabía cuánto rato le dejarían hablar, y quería dejar claras las cosas básicas—. Tengo un hijo pequeño — dijo. A pesar de su determinación de mantener la calma y no perder los nervios, hablaba con voz ronca y quebrada por el miedo, y su respiración era desigual—. Soy madre viuda. Por favor, denle a este hombre lo que pide.
Mono Naranja asintió con aprobación.
—Haremos todo lo posible por sacarla entera de aquí — dijo el policía. Mono Naranja la observaba atentamente. Kate pensó que probablemente sólo podía oír su parte de la conversación, pero no podía estar segura de ello—. ¿Es usted la única rehén?
—Sí. — Kate pensó en los cuerpos que yacían en la celda de detención donde se había quedado encerrado el nuevo, y la otra celda de detención cuyo interior no había visto—. Eso creo.
Mono Naranja puso cara de cabreo.
—Ya basta.
Le arrebató el teléfono y le clavó aun más la pistola. Kate todavía notaba el pulso que latía frenéticamente contra el pequeño y duro círculo de metal. Respirando profunda y agitadamente, apoyó la mejilla en el yeso de la pared y volvió a cerrar los ojos.
«Por favor. Por favor. Por favor.»
—Ya la ha oído, es una madre viuda — le dijo Mono Naranja al policía, con tono burlón—. Vuelva a llamarme cuando tenga ese helicóptero. Y el dinero. Y recuerde: «Tic, tac.»
Mientras colgaba, Kate pudo oír al policía hablando al otro lado del teléfono.
—No te van a dar ningún helicóptero — dijo el segundo tipo.
Los ojos de Kate se abrieron.
—¿Qué quieres decir? ¿Por qué cojones dices esa estupidez? — Mono Naranja se volvió rápidamente hacia su interlocutor y, ya fuese porque se olvidó de Kate llevado por la agitación o porque creyese que ella no era ninguna amenaza, apartó la pistola de su cuello. Kate dejó escapar silenciosamente un suspiro de alivio cuando dejó de sentir la presión del metal en su carne.
—Sólo te están tomando el pelo. — El segundo tipo se mantenía en sus trece—. No te lo van a dar.
—No me están tomando el pelo. El helicóptero ya viene. Saben que, si no, la mataré.
—¿Y si la matas qué? ¿De qué nos va a servir eso, eh? Matándola no saldremos de aquí.
No había ninguna buena respuesta a eso. Y Mono Naranja lo sabía tan bien como Kate. Dejó pasar unos instantes antes de responder. Kate percibió claramente su súbita incertidumbre, su rabia, su miedo creciente. La tensión entre ambos hombres electrificaba la atmósfera.
—La quieren viva. Me darán lo que quiero — dijo al fin. Pero ya no parecía tan convencido.
—Pongamos que te traen el helicóptero. ¿Cómo llegarás hasta él?
—¿Qué?
—¿Cómo llegarás hasta él? ¿Dónde estará?
—Les he dicho que lo dejen en el tejado.
—Hay una pista de aterrizaje para helicópteros ahí arriba — dijo el segundo tipo. Parecía pensar en voz alta, sopesando las posibilidades—. Pero ¿cómo vas a llegar hasta el tejado sin que te liquiden?
—La utilizaré a ella de escudo humano, eso es lo que haré. Y les diré que si veo a un solo poli, le vuelo a ésta la tapa de los sesos.
El segundo tipo sacudió la cabeza.
—No funcionará.
—¡¿Qué coño quieres decir con que no funcionará?!
—Demasiado lejos. Tendrás que llegar al ascensor, subir hasta el tejado, salir al exterior y caminar hasta el helicóptero. Con ella. Seguro que te liquida algún francotirador.
Mono Naranja prácticamente vibraba de rabia y frustración. Daba brincos sobre las puntas de los pies y estiraba los brazos, desafiante.
—¿Tienes un plan mejor? ¿Eh? ¿Tienes un plan mejor? Si lo tienes, me lo cuentas, joder.
—Sí que lo tengo — dijo el segundo tipo—. Tengo un plan mejor. Para mí, claro.
Kate ni siquiera le vio mover la mano. Se oyó un pam ensordecedor y Mono Naranja chocó contra la pared con tanta fuerza que la parte posterior de su cabeza rebotó en el yeso. A Kate le dio un vuelco el corazón. Se apartó de un salto, chillando. Su grito retumbó en las paredes del pasillo y, con los ojos como platos y la boca aún abierta, Kate vio con incredulidad que Mono Naranja separaba los labios silenciosamente, como si quisiera gritar pero no pudiese. Luego se deslizó por la pared y quedó sentado en el suelo como una muñeca de trapo. Sus ojos seguían abiertos, y también su boca. La cabeza se le fue inclinando poco a poco para acabar descansando fláccidamente sobre su hombro. Antes de ver brotar la sangre entre sus labios y la mancha roja que se formó en la parte delantera de su mono, Kate supo que estaba muerto.
Su mirada de asombro se dirigió enseguida a la cara del segundo tipo, que miraba a Mono Naranja con una sonrisa retorcida, sujetando todavía la pistola. El olor de cordita y de sangre fresca le llegó a la nariz justo cuando él levantó la vista y sus miradas se cruzaron.
A Kate se le heló la sangre.
—Hola, Kitty Kat — dijo—. No hace falta que pongas esa cara de susto. ¿Qué? ¿Ya no te acuerdas de tu viejo amigo Mario?