Capítulo 19

—Hey — dijo Braga como saludo, y siguió con la mirada a Kate mientras rodeaba su escritorio—. ¿Un día ajetreado?

Kate le miró con los ojos entrecerrados. Había algo en su porte...

—¿Es una visita de cortesía? — preguntó mientras dejaba el maletín en el suelo, casi segura de que no lo era. Irguiéndose, levantando los hombros, le miró directamente. De pie tras el escritorio, acariciando con las manos el suave respaldo de cuero de la silla, Kate se preparó para cualquier cosa que él pudiese lanzarle—. Porque si lo es, no tengo tiempo. Tengo algunas cosas que hacer antes de marcharme, y no quiero retrasarme para recoger a Ben.

—Sólo será un minuto — dijo poniendo sus manos al descubierto. Sujetaba una pequeña bolsa de plástico de supermercado que contenía algo que abultaba—. Te he traído una cosa.

—¿Me has traído una cosa? — Eso no era lo que ella se esperaba. Kate alargó las manos para coger la bolsa, desconcertada. Se quedó mirando la bolsa y luego miró a Braga a los ojos justo a tiempo para captar un espasmo casi imperceptible de severidad que apareció brevemente alrededor de sus ojos y su boca mientras su posesión pasaba a las manos de Kate. «¿De qué debe tratarse?» Kate frunció el ceño mientras trataba de discernir aquella expresión fugaz.

—En realidad es para Ben. — No había absolutamente ningún tipo de entonación en su voz—. Es una pelota de baloncesto. Por casualidad he visto una que tiene marcadas unas manos para mostrarle la posición de tiro adecuada. He pensado que podría ayudarle.

Kate dio un vistazo a la bolsa. Contenía una pelota de baloncesto, efectivamente. De cuero naranja, con unas pequeñas manos de color violeta pintadas en ella. ¿Una pelota de entrenamiento para principiantes? Porque eso era lo que parecía.

Sus miradas se cruzaron.

—Gracias — dijo, y lo dijo sinceramente. Porque era para Ben, y porque había pensado en Ben y en el problema que su hijo debía de haberle contado que tenía en gimnasia. El regalo la enterneció. Le dedicó a Braga una sonrisa dulce y encantadora, una sonrisa de las que aquellos días apenas dirigía a nadie.

Braga asintió bruscamente con la cabeza como respuesta. Tenía los pies levemente separados, y una mirada inescrutable cuando ella le miró a los ojos. Ni rastro de una sonrisa como respuesta. De hecho, si Kate hubiese tenido que describir la sensación que le transmitía, habría dicho que casi parecía enfadado.

Muy bien, se había acabado el hacerse el simpático. Kate dejó la bolsa junto a su maletín y volvió a mirarle, esta vez sin la sonrisa.

—¿Hay algo más?

—Sí, hay algo más.

Dicho esto, cruzó la sala en dos rápidas zancadas y cerró la puerta mientras ella le observaba sorprendida. Con la puerta cerrada, se acercó al escritorio, mirándola con aquella ilegible cara de póquer: Kate empezó a comprender que Braga estaba allí totalmente como policía.

«Oh, oh.»

—¿Qué? — Kate se lo quedó mirando, tratando de no parecer nerviosa, aunque empezaba a sentirse como si nerviosa fuese su apellido.

—Necesito que me aclares algo. Sobre cómo le disparaste a Rodríguez. ¿Querrías volver a contármelo otra vez, por favor?

El corazón de Kate empezó a palpitar como un timbal. Sintió un nudo en el pecho. Se le secó la boca. Todas reacciones físicas instantáneas y espontáneas que no podía controlar.

«Dios mío. ¿Puede saberlo? ¿Lo vio? Contrólate — se dijo—. Es un policía, pero no tiene poderes psíquicos.»

—No quiero volver a hablar de ello. Hablar de este tema me altera.

Braga apretó los labios. Colocó las manos planas sobre el escritorio y se inclinó hacia ella: sus ojos quedaron prácticamente a la misma altura. Braga la perforaba con la mirada.

—Tarde o temprano vas a tener que hablar de ello. Y te aseguro que te conviene más hacerlo ahora y aquí.

Kate se agarró con fuerza al respaldo de la silla y levantó la barbilla hacia él. Era una letrada, de modo que si algo tenía claro, eran cuáles eran sus derechos.

—No tengo nada que decir. Tengo el derecho legal de no responder a tus preguntas, ni a las de nadie.

—Estás en tu derecho, es verdad. ¿Estás ejercitando ese derecho?

Ambos sabían que si una ayudante del fiscal de distrito se negaba a responder a las preguntas legítimas de un detective de homicidios que investigaba un caso en el que ella estaba involucrada, podían encenderse todo tipo de luces de alarma en las comunidades legal y policial de Filadelfia, de las que los jefes de Kate eran parte integrante. Y eso no les gustaría. Es más, parecería que ella estaba tratando de ocultar algo.

«Qué va.»

—No. — Eso fue lo único que pudo decir. ¿De qué le servían todas aquellas protecciones constitucionales si no las podía utilizar cuando las necesitaba?—. ¿Qué quieres saber?

Como si no se acordase. Como si él no hubiese apuntado hacia el tema sobre el que Kate más temía ser interrogada. Como si no tuviese grabada en el alma la mentira que había dicho.

—Cómo le disparaste a Rodríguez. Y lamento si la pregunta te evoca recuerdos dolorosos.

Kate le miró con desdén. No lo dijo como si lo lamentase. Ni hacía cara de lamentarlo. Parecía tenso.

Como si estuviese esperando a que ella cayera sola en la trampa.

¿Qué sabía exactamente? ¿Se trataba de nuevo del segundo hombre del corredor de seguridad? ¿O era algo distinto?

«Que no cunda el pánico.»

En vez de eso, Kate trató de concentrarse en recordar la historia que había contado y en cómo la había contado. Coherencia, ésa era la clave. Como ayudante del fiscal de distrito, lo que siempre buscaba era que alguien contase tres versiones diferentes del mismo suceso. Porque en cuanto eso sucedía, sabía que estaba mintiendo.

«Respira hondo. No, espera, que eso te delataría. Mantén la calma.»

—¿Y pues? — preguntó Braga.

Los dedos de Kate se asieron tan fuerte al respaldo de la silla que sus uñas se hundieron en el cuero.

—Él me empujó al suelo. Y vi una pistola. Él cogió su pistola. Yo cogí la pistola del suelo, me puse en pie de un salto y le disparé. La bala le dio en el medio del pecho.

Kate tuvo un auténtico escalofrío al recordar a Rodríguez recibiendo el disparo. Estaba casi segura de que había narrado correctamente la secuencia de los supuestos hechos. Recordaba incluso haber afirmado que el seguro no estaba puesto. ¿Iba por allí la cosa? ¿Habían podido determinar de algún modo que en realidad el seguro estaba puesto? Si era así, podía...

—¿Con qué mano sujetabas la pistola cuando disparaste?

Durante medio segundo, Kate tuvo la sensación que el mundo se detenía. Fue un momento de revelación como jamás lo había experimentado. Era casi como si en aquel instante de comprensión, su vida pasase por delante de sus ojos. Eso era lo que Braga andaba buscando. Ésa era la discrepancia. De repente recordó con toda claridad que, después de disparar a Rodríguez, Mario sujetaba la pistola con la mano izquierda. Que Mario era zurdo. Por eso no se había fijado en el dragón que se enroscaba alrededor de su muñeca derecha. Porque había utilizado en todo momento la mano izquierda.

—Con la izquierda. — Sólo esperaba que su expresión no hubiese cambiado en el momento en que había caído en la cuenta de lo que buscaba. Ella creía que no, todo el proceso había sido demasiado rápido. Y, aunque estuviese equivocada, resultaba difícil basar una acusación en un cambio de expresión.

—Pero tú eres diestra, ¿no?

Algo en la seguridad con que lo dijo hizo que Kate pusiese cara de pocos amigos. Entonces lo vio claro. Por supuesto. La pelota de baloncesto: Braga le había dado la bolsa que contenía la pelota de baloncesto, y ella la había cogido. Con la mano derecha. De un modo automático, puesto que ella era efectivamente diestra.

Lo había hecho deliberadamente, como una prueba.

El descubrimiento estalló en sus entrañas como unos fuegos artificiales en el cielo nocturno.

Le miró fijamente y señaló a la puerta.

—Se acabó. Fuera de aquí.

Braga se irguió, claramente sorprendido.

—No has respondido a la pregunta.

—Y no voy a responder. Se ha acabado la conversación. Y quiero que te vayas ahora mismo.

Porque se había enternecido con su regalo, porque había pensado por un momento que tal vez eran amigos, porque se había permitido imaginarse que tal vez se preocupaba de algún modo por Ben y por ella, porque se había equivocado y se sentía engañada, y eso dolía más de lo que jamás habría pensado que podría doler. Kate salió de detrás de su escritorio, y se dirigió a la puerta con la intención de abrirla y quedarse allí plantada hasta que él se marchase. Pero Braga la agarró por el brazo cuando pasó junto a él, y la obligó a mirarle.

—Tú eres diestra, Kate.

De una sacudida se soltó el brazo. Braga estaba muy cerca, tan cerca que tuvo que alzar la vista para mirarle a los ojos, oscuros y enojados. Su boca formaba una línea delgada y dura. Toda su expresión era severa.

Claro que eso era una minucia comparado con lo violenta que se sentía ella.

—Quítame las manos de encima. Y sal de mi despacho.

—Si hay alguna explicación de por qué una mujer diestra le dispara a un hombre con la mano izquierda, me gustaría oírla.

Echando humo, Kate reanudó su marcha hacia la puerta, lanzando su respuesta por encima del hombro.

—Pues supongo que tengo que decirte que no es tu día de suerte, detective, porque no pienso responder a ninguna de tus preguntas.

—Kate...

Cuando llegó a la puerta, la abrió de golpe y se volvió para mirarle.

—¡Fuera!

La expresión de Braga era dura.

—No voy a ser yo el único que venga a preguntarte.

—¡He dicho que fuera!

Mona asomó la cabeza por la puerta de su oficina, con los ojos como platos y expresión de sorpresa. Tras ella, un par de auxiliares más que cruzaban el pasillo justo en ese momento también se volvieron para mirar. Sólo entonces Kate se dio cuenta de que estaba gritando.

«No provoques una escena.»

—¿Algo va mal? — dijo Mona. Braga ya se encaminaba hacia la puerta.

—El detective Braga ya se marcha. — La voz de Kate era como un carámbano de hielo. Mona llegó jadeando, desviando sus ojos abiertos de par en par hacía el hombre que en aquel momento se alzaba imponente detrás de Kate.

Estaba tan cerca que Kate podía ver la textura de grano fino de su piel. Braga recorrió el rostro de Kate con la mirada, y ella le devolvió una mirada gélida.

Inclinándose hacia ella, casi rozándole la oreja con la boca, susurró:

—Para que lo sepas, no sabes mentir. Tu cara te delata en todo momento.

Y, dejándola aspirando enfurecida, se marchó.

—Si no lo digo, reviento: este hombre está muy bueno — dijo Mona con los ojos como platos mientras le observaba alejarse por el pasillo desde la puerta del despacho de Kate—. Ojalá a mí también me susurrase al oído.

Kate la fulminó con la mirada y Mona levantó las manos.

—Lo siento — dijo Mona con un gesto de disculpa. Luego dirigió otra mirada de pesar a Braga antes de volver a centrarse en Kate—. Bueno, ¿qué significa todo esto?

—Nada. — A juzgar por su expresión, no había duda de que Mona quería más información. Por desgracia para ella, ésa era más o menos toda la información que iba a obtener—. Simplemente ha abusado de mi hospitalidad.

—Oh, oh...

—Mira, tengo trabajo pendiente.

Kate se retiró a su despacho, cerrándole a Mona la puerta en las narices. Luego se apoyó en la puerta y cerró los ojos.

Estaba demasiado nerviosa para poder hacer nada. Tenía la intención de volver a llamar al centro de detención para pedir que alguien comprobase quién había firmado la orden de libertad de Mario. Tenía la intención de llamar a un par de testigos clave a los que se había citado para que se presentaran ante el tribunal antes de que todo el programa hubiese quedado completamente cambiado para asegurarse de que sabían que los juicios habían sido aplazados. Tenía la intención de revisar los detalles de una vista por ocultación de pruebas que todavía estaba entre los casos pendientes para el día siguiente a primera hora de la mañana, antes de que todo el sistema judicial se parase por los funerales del juez Moran y dos de los alguaciles. Tenía la intención de...

A la mierda todo. Se iba a casa. Una mirada a su reloj lo confirmó: ni siquiera se estaría marchando antes de hora. Faltaban pocos minutos para las seis.

Por una vez, cogió su maletín sin molestarse en revisar su contenido: no agregó ni retiró ningún expediente para asegurarse de que se llevaba a casa lo necesario para trabajar unas horas en cuanto Ben se hubiera acostado. La bolsa con la pelota de baloncesto estaba en el suelo detrás del escritorio. Se quedó mirándola, dudando. Aunque el motivo por el que se la había dado todavía la irritaba profundamente, decidió cogerla, porque si no lo hacía, la pelota seguiría allí al día siguiente dándole mal rollo. Luego salió. La puerta de Mona estaba cerrada, y la luz de su oficina apagada, así que Kate supuso que Mona había dado por terminada su jornada laboral. La puerta de Bryan estaba cerrada, aunque su luz seguía encendida, lo que significaba que seguía trabajando.

Cuando llegaba al final del pasillo, Kate tuvo una desagradable sorpresa.

Cindy seguía sentada en su escritorio, riendo y haciéndole ojitos al hombre que estaba en pie, al otro lado, de espaldas a Kate. Estrecho de caderas y ancho de espaldas, con el pelo negro, alto... Era imposible confundirle con otra persona.

Era Braga.

Al reconocerle, Kate sintió un rápido acceso de hostilidad y malestar.

«¿Qué hace todavía aquí?»

No quería pensarlo. En realidad, no iba a pensarlo. Le importaba un comino tanto si estaba ligando con Cindy como si trataba de sonsacarle información sobre ella.

Se sentía física y emocionalmente agotada. Y nuevamente muerta de miedo.

Porque Mario podía estar en cualquier parte. Y aquella noche Ben y ella tendrían que pasarla solos.

No debería haber dejado que Braga se quedase la noche anterior. Fueran cuales fueran los motivos — y estaba demasiado cansada para tratar de enumerarlos—, el hecho de haberse permitido depender de alguien, aunque sólo hubiera sido brevemente, empeoraba mucho las cosas cuando ya no podía disponer de ese alguien.

«Eso ya lo sabías. ¿Cómo pudiste olvidarlo?»

Era sólo que se había acostumbrado a no estar asustada.

Con un rápido y silencioso saludo a Cindy — era demasiado mayor para echarle a la espalda de Braga una mirada furiosa—, Kate dobló bruscamente a la izquierda y se encaminó hacia los ascensores, donde una docena de empleados esperaban. Se unió a ellos, respondiendo a los saludos y comentarios sin siquiera fijarse en qué decían. Con suerte, Braga ni siquiera se daría la vuelta.

Desafortunadamente, la suerte no parecía estar de su lado.

—¿Ya tienes más ganas de hablar? — Al cabo de un instante, Braga se le había acercado sigilosamente por detrás y le había formulando la pregunta en voz tan baja que estaba casi segura de que sólo ella había podido oírla. Kate, de espaldas a Cindy y su escritorio, había estado siguiendo los números luminosos que indicaban la posición de cada uno de los ascensores, y no le había visto llegar.

Consciente de las orejas potencialmente oyentes de sus colegas de trabajo que charlaban esporádicamente, Kate no respondió. Se limitó a mirar fijamente las puertas cerradas de los ascensores que tenía delante. Que, por desgracia, eran de un metal pulido. Y hacían de espejo. De modo que podía verle, un poco a su izquierda, justo detrás de ella, mirándola.

Sus miradas se cruzaron en el reflejo.

Ella se lo quedó mirando fijamente.

—No — concluyó él.

Justo entonces llegó un ascensor. Kate y toda la demás gente se apelotonaron dentro. Nuevamente, Braga estaba detrás de ella. Y también nuevamente podía verle en el reflejo metálico.

«Malditos reflejos.»

Cuando el ascensor alcanzó la planta baja, Kate desfiló con la demás gente. Al alcanzar la puerta más cercana que conducía al parking subterráneo donde había dejado el coche, volvió a encontrarse a Braga pegado a su espalda.

—Lárgate — le dijo mirando atrás mientras empujaba la puerta. Dio una docena de pasos por el callejón que se desplegaba entre los edificios y empujó otra puerta: Braga seguía pisándole los talones.

Su respuesta fue moderada.

—Mi coche también está aparcado aquí.

Sin replicarle, Kate bajó enérgicamente una corta escalinata que llevaba al cavernoso aparcamiento. Con seis niveles, el parking era una inmensa bóveda de cemento resonante que olía a gases de combustión y neumáticos y que estaba iluminada por pequeñas luces blancas que colgaban del techo. Las paredes eran macizas y las esquinas, sombrías y oscuras. Sólo a la gente con pase se le permitía aparcar allí. Ella tenía un pase. Y estaba casi segura de que Braga no lo tenía, aunque claro, al parecer los policías siempre pueden aparcar donde les apetezca. Había a la vista algunas personas que se dirigían a sus respectivos coches. Parecía que estaba medio lleno, aunque durante las horas laborales no solía quedar ni una plaza libre. Por supuesto, un buen número de personas ya habían recogido su vehículo y se habían marchado a su casa. El sonido de los coches que subían y bajaban por las rampas espirales resonaba por toda la estructura. De vez en cuando se oía el estruendo de un bocinazo. Al haber oscurecido ya — de hecho ya era plena noche—, la temperatura había bajado. Hacía incluso más frío en el parking que en el exterior, y Kate sintió un leve estremecimiento mientras se dirigía hacia el ascensor más cercano.

—Te conviene hablar conmigo, Kate. — Braga seguía detrás de ella. Por supuesto, siempre podía decir que también se dirigía hacia el ascensor—. Lo creas o no, estoy de tu parte.

—Ya, claro — dijo ella golpeando furiosamente el botón del ascensor. Esas puertas, gracias a Dios, estaban pintadas de un amarillo que no reflejaba nada en absoluto. Braga debía de estar en pie detrás de ella, pero Kate no quería ni mirarle—. ¿Ese truco te funciona con mucha gente? Porque debo decirte que a mí no me convence.

El ascensor llegó. Era una pequeña y sucia caja metálica que olía a cosas en las que Kate prefería no pensar. Las puertas se abrieron lentamente con un traqueteo y Kate entró dentro. Braga también lo hizo.

—Tal vez eres ambidextra — dijo Braga—. Mira, eso no se me había ocurrido.

Sintiéndose acosada, Kate se sulfuró.

—Vete a la mierda — gritó con voz feroz volviéndose hacia él—. Y llévate la puta pelota contigo.

Kate le tiró la bolsa que contenía la pelota. Sorprendido, Braga la cogió. Entonces Kate se volvió y salió a través de la estrecha fisura que habían dejado las puertas antes de cerrarse del todo. La apertura ya era demasiado pequeña para que él la siguiese, o eso esperaba. Braga se lanzó hacia el botón del ascensor. Las puertas se cerraron.

«Aja.»

La última vez que Kate se volvió, él estaba golpeando el botón y mirándola con frustración.

Para asegurarse de que no pudiese volver a atraparla, bajó corriendo dos tramos de escalera hasta el tercer nivel, donde había dejado su coche. El lugar estaba tan silencioso que oía el eco de sus pasos; al caer en la cuenta de la escalofriante penumbra de todo aquel cemento vacío sintió un escalofrío. Mientras caminaba enérgicamente hacia su coche, se le ocurrió que Braga tal vez iría a buscarla, pero como, presumiblemente, no tenía la menor idea de dónde había aparcado, resultaba improbable que la encontrase antes de que pudiese subir al coche y arrancar para marcharse. Y si tenía el atrevimiento de presentarse más tarde en su casa, le ordenaría que se fuese.

Y si hacía falta, no volvería a hablarle jamás.

Todavía echando chispas, pulsó el botón para desbloquear la puerta, la abrió, tiró el maletín al asiento del copiloto al tiempo que se metía en el coche, arrancó el motor y salió marcha atrás de la plaza de aparcamiento. Cuando se dirigía hacia la rampa que conducía hacia la salida, pensando en lo desierto e inquietante que era el tercer nivel del parking, sintió — no vio, sino sintió — un movimiento en el asiento de atrás.

Kate miró compulsivamente hacia atrás y se llevó el susto más tremendo de su vida cuando vio a Mario que se incorporaba desde el suelo.