Capítulo 9

El colegio de Ben, Greathouse Elementary, era un gran rectángulo de dos plantas con ordenadas hileras de ventanas de aluminio con un patio cubierto de hierba, un campo de deportes en la parte trasera y un amplio camino que conducía a la puerta principal. El edificio era antiguo y de aspecto institucional. Estaba rodeado de árboles de Judas, preciosos cuando florecían en primavera, a juzgar por algunas fotos que había visto Kate, pero amorfos y grises bajo el incesante asalto de la lluvia. El camino de entrada pasaba por delante de un porche que protegía las escaleras y la entrada principal de la lluvia. A ambos lados de la parte cubierta, delante de las escaleras, dos señales advertían: «No aparcar. Carril para bomberos.»

Kate hizo caso omiso de las señales y aparcó su Toyota Camry azul junto al bordillo pintado de amarillo, justo enfrente del porche. Había tenido puesta la calefacción a tope con la esperanza de que el pelo y la ropa se le secasen durante los veinte minutos de trayecto que había entre la oficina del fiscal de distrito, en el número 3 de la plaza South Penn, y el colegio de Ben, situado en el suburbio Filadelfia Nordeste donde vivían. Cuando sacó la llave del contacto, sin embargo, tanto el pelo como la ropa seguían fríos y húmedos. Un rápido vistazo en el espejo le confirmó que, salvo por unos pocos rizos ondulados que habían recibido el impacto directo del aire caliente de la calefacción, su pelo seguía siendo un revoltijo mojado. Se lo recogió hacia arriba, se lo sujetó con un par de horquillas que encontró junto al cenicero del coche y, tras coger el paraguas que había dejado en el asiento trasero, salió del vehículo. Cuando el aire frío le golpeó el rostro, se estremeció. La lluvia golpeaba con fuerza su paraguas, al ritmo de los latidos todavía acelerados de su corazón. En cuanto Kate alcanzó los escalones de hormigón, cerró el paraguas y lo sacudió. Mientras subía las escaleras, hizo un rápido inventario mental de su aspecto general y decidió que, salvo por las zapatillas deportivas — que había cogido de la bolsa del gimnasio que guardaba en el coche—, era relativamente normal.

Cosa que era importante, por el bien de Ben.

Intentó abrir sin éxito tres de las cuatro puertas de acceso que había bajo el porche hasta que por fin probó con la que estaba más a la derecha: era la única que no habían cerrado con llave. Supuso que mantener cerradas las otras tres puertas era una de las medidas de seguridad que ahora se implementaban incluso en los colegios más seguros. Al empujar la cuarta puerta se fijó en el letrero que había pegado en el cristal: «Reunión del AMPA, el jueves a las 19.30, en la cafetería.»

Kate sintió una opresión en el pecho. Desde que Ben había empezado en la guardería, se había hecho el propósito de asistir a todas las reuniones de la Asociación de Madres y Padres de Alumnos, costase lo que costase. Tener una madre que asistiera a las reuniones del AMPA era una parte indispensable de la infancia que quería para Ben. Una infancia normal. Muy diferente de la suya, tanto como si hubieran vivido en planetas diferentes.

Todavía le resultaba casi imposible creer que el mundo que tan esmeradamente estaba construyendo para ambos corriese peligro de hacerse añicos.

A menos que hiciese lo que quería Mario.

Kate sintió que empezaba a temblar por dentro, y apretó los dientes.

«Ahora no. Ahora no pienses en eso.»

—¿Señora White?

La secretaria la saludó con voz grave y agradable en cuanto entró en el amplio vestíbulo, una estancia pintada de color crema, con el suelo de linóleo gris y las paredes adornadas con ristras de coloridas hojas de otoño recortadas en cartulina. Era una mujer de unos sesenta y pocos años, con aspecto de abuela: tenía el pelo blanco, llevaba gafas bifocales y una rebeca azul celeste de cuello redondo. Estaba sentada en su escritorio, ubicado tras el mostrador que separaba la zona de oficinas del vestíbulo, sin duda para que pudiera controlar todas las entradas y salidas por la puerta principal: otra medida de seguridad. Cuando Kate había visitado el colegio, en la época en que buscaba un lugar donde vivir tras haber sido contratada como ayudante del fiscal de distrito, el padre voluntario que le había enseñado las instalaciones le había asegurado que, entre otras cosas, en Greathouse se preocupaban mucho de la seguridad.

—Sí, hola, lamento haber tardado tanto — dijo Kate esquivando a un risueño cuarteto de niñas con coleta que transportaban por el pasillo un contrachapado sobre el que había lo que evidentemente era alguna especie de proyecto de clase. Se acercó al mostrador y miró hacia la zona de oficinas. Como el vestíbulo, la zona de oficinas tenía un aspecto infantil y acogedor; en la pared del fondo había un gran panel rojo repleto de dibujos de los niños—. He venido tan deprisa como he podido.

—Tranquila, ya lo entiendo. Con todo lo que ha ocurrido en el centro... No sabe lo mucho que me he alegrado cuando nos ha devuelto la llamada. Ben empezaba a estar muy angustiado. Teníamos el televisor de ahí detrás encendido y he tenido que apagarlo. Han empezado a mostrar imágenes en directo de lo que estaba ocurriendo, y Ben estaba convencido de que usted se encontraba en peligro. — La secretaria se levantó y Kate observó que estaba más bien entradita en carnes. También pudo leer la etiqueta que llevaba sujeta al jersey: Sra. Sherry Jackson. «Vale, lo archivo», pensó Kate. La secretaria le dijo entonces bajando el tono de voz—: Dicen que han muerto diez personas, incluido un juez.

Se quedó mirando a Kate esperando una confirmación.

Kate sintió una tensión en el estómago. «No pienses en eso.» Así que sacudió la cabeza y respondió:

—No lo sé.

—Bueno — dijo la señora Jackson con una sonrisa—, Ben está tumbado ahí atrás. Si quiere ir firmando en el registro de salida, yo iré a buscarle.

Mientras Kate firmaba conforme se llevaba a Ben, la señora Jackson desapareció por una puerta posterior de la oficina. De pronto un griterío la sobresaltó. Kate miró a su alrededor y descubrió a un grupo de unos seis niños que parecían tener la misma edad de Ben. Todos llevaban bambas y un uniforme de gimnasia de color azul brillante que Kate reconoció enseguida, porque, hacía poco más de un mes, se había gastado cincuenta pavos para comprarle a Ben dos conjuntos iguales; uno de los niños sostenía una pelota de baloncesto. Kate no les conocía — hacía demasiado poco que Ben había ingresado en el colegio—, pero les sonrió de todos modos. Uno le devolvió la sonrisa mientras corría junto a los demás; luego doblaron una esquina y desaparecieron por el hueco de una escalera. El alboroto de sus pasos siguió retumbando en el vestíbulo mientras bajaban hacia el nivel del sótano.

—¿Mamá?

Kate se volvió rápidamente y vio salir a Ben por la puerta que había a la derecha de la oficina. La señora Jackson apareció detrás de él. Ben llevaba colgada del hombro la mochila — que Kate sabía por experiencia que era increíblemente pesada para un niño de nueve años — y caminaba algo ladeado. A Kate se le endulzaron los ojos al verle. Iba todo despeinado, pero era un niño guapo, con los mismos ojos azul claro de su madre. Tenía la tez clara y los rasgos delicados, y era algo bajo y delgado para su edad. Aquel día vestía pantalones tejanos, un polo a rayas azules y verdes, y zapatillas deportivas. El pelo, como siempre, le caía sobre los ojos, y se lo apartó impacientemente con la mano.

Cuando Kate le vio, después de todo lo que había estado a punto de ocurrir — y lo que había estado a punto de perder—, se le humedecieron los ojos. Su corazón se hinchó de amor irrefrenable hacia su hijo, pero Kate se esforzó por no derramar ni una sola lágrima en su presencia. Le habría dado un abrazo, pero Ben estaba en aquella edad en la que recibir un abrazo de la madre en público es motivo de vergüenza. Así que simplemente le sonrió.

Ben no le devolvió la sonrisa.

—Hola, cielo.

Ben hizo una mueca, y Kate se dio cuenta de inmediato de que había dicho algo inapropiado. Ahora que ya estaba en cuarto, que le llamaran «cielo» le parecía muy infantil. En realidad, le había prohibido que le llamase nada excepto simplemente Ben (y ésas habían sido sus órdenes). Y como Kate era tan buena madre, sólo había sucumbido a la tentación de decirle que le quería una o dos veces.

Para su disgusto, por supuesto.

«Si no hago lo que quiere Mario, ¿qué será de Ben? — La boca se le llenó con el sabor del pánico, pero tragó saliva—. Ahora no pienses en eso. Ya lo pensarás luego...»

—Dice que ya se encuentra mejor — informó la señora Jackson cuando Kate dio un paso adelante para aliviar a Ben de su mochila. Como ya había sospechado, parecía que estuviese llena de ladrillos. Otra pandilla de niños irrumpió corriendo por un extremo del vestíbulo, pero al ver a la señora Jackson redujeron el paso. Mientras se acercaban, Kate se dio cuenta de que eran cuatro, y que Ben se situaba tímidamente detrás de ella, tratando claramente de desaparecer de la vista.

Kate frunció el ceño.

—Hola, señora Jackson — dijeron a coro un par de los niños.

Kate notó que la miraban con curiosidad, y también a Ben, que parecía que se hubiese desvanecido detrás de ella. Sintió que su hijo se encogía, que se pegaba a su espalda, y se le encogió el corazón. Kate sabía que para él había sido duro dejar el pequeño apartamento de South Kensington, donde habían vivido mientras ella estudió en la Universidad de Drexel y luego en la Facultad de Derecho de Temple. Pero Kate no deseaba que Ben creciese en un área empobrecida en la que tuviese que salir a la calle en compañía de un adulto, ni tampoco que asistiese a una escuela donde las pandillas vagaban por los pasillos, las peleas eran algo cotidiano y los profesores se habían dejado vencer por la apatía. Quería que tuviese una infancia feliz en un barrio de clase media, donde pasear en bicicleta, celebrar Halloween con los vecinos o jugar al escondite con linternas en verano formase parte de la estructura social. Quería que recibiese una buena educación en un colegio afectuoso y paternal, como el Greathouse Elementary. Quería que estuviese tan acostumbrado a sentirse seguro que ni siquiera tuviese que plantearse el problema de la inseguridad. En resumidas cuentas, quería que tuviese todo lo que ella no había tenido.

—Será mejor que os deis prisa. Al señor Farris no le gusta que los alumnos lleguen tarde a gimnasia — les advirtió a los niños la señora Jackson en cuanto pasaron junto a ella.

—Pero ¿cómo vamos a darnos prisa si no se nos permite correr por los pasillos? — respondió uno de los niños mientras los demás empezaban a reír por lo bajo.

—Claro, porque vosotros no hacéis nunca lo que no se os permite, ¿verdad? — preguntó la señora Jackson en tono simuladamente severo poniendo los brazos en jarras.

Esto provocó más risas y una ronda de sacudidas de cabeza como respuesta. Una vez hubieron pasado de largo, volvieron a acelerar hasta alcanzar la escalera, por la que desaparecieron.

—Con este tiempo, lo único que pueden hacer en clase del señor Farris es jugar al baloncesto. — La señora Jackson miró a Ben, que se había vuelto a hacer visible cuando hubieron desaparecido los niños, y le dijo—: Algunos de estos niños van a tu clase, ¿verdad, Ben?

—Sí — respondió Ben con abatimiento, y levantó la cabeza hacia Kate—. ¿Podemos irnos, mamá? No me encuentro muy bien.

—Claro.

Kate sonrió a la señora Jackson, que le devolvió la sonrisa dispuesta a dirigirse de nuevo a su mesa. En cuanto hubo dado unos pasos, se volvió hacia Ben y le dijo:

—Espero que mañana te encuentres mejor.

—Gracias — contestó Kate al ver que Ben no lo hacía.

Ben se deslizó hacia el asiento de atrás mientras su madre corría alrededor del coche hasta alcanzar la puerta delantera. Tras depositar el paraguas mojado y la mochila de Ben a los pies del asiento del copiloto, puso en marcha el Camry y le preguntó a su hijo:

—¿Qué? ¿Quieres que hagamos una parada en la consulta de la pediatra?

—No.

El vaivén del limpiaparabrisas, el zumbido de la calefacción y el repiqueteo de la lluvia sobre el metal se combinaron para ahogar la respuesta entre dientes de Ben. El olor a quemado que salía de las rejillas en cuanto se ponía en marcha la calefacción empezó a imponerse. Kate, sabedora de que Ben detestaba aquel olor, bajó la calefacción.

—Si no te encuentras bien...

—Tampoco me encuentro tan mal.

Kate suspiró.

—No tendrá esto algo que ver con que hoy jugasen al baloncesto en gimnasia, ¿verdad?

Silencio.

Que Kate tradujo como un: «Pues claro.»

Mientras torcía a la izquierda por West Oak, la tranquila calle residencial de delante del colegio, Kate echó un vistazo a su hijo por el retrovisor. Tenía los delgados hombros encogidos y miraba melancólicamente por la ventana empapada por la lluvia. Sentado ahí atrás, se le veía pequeño y derrotado, y Kate sintió un familiar arranque de amor, culpa y preocupación. Ella se esforzaba al máximo, pero ¿y si estaba llevando mal todo el asunto maternal?

«¿Qué sé yo de educar a un hijo?»

—Ben White, ¿de verdad has vomitado?

Más silencio. Traducción: «No.»

—A ver, vamos, cuéntamelo todo.

Kate frenó en una señal de stop, esperó su turno mientras un Honda rojo avanzaba en el cruce delante de ella, y luego giró a la derecha por la avenida Maple. Ellos vivían en Beech Court, que estaba algo más lejos, a poca distancia a pie del colegio, en una de las secciones menos caras de Foxchase, un barrio exclusivo que sólo podía permitirse con mucho sacrificio. Había firmado el alquiler de la casita por un año teniendo en mente a un Ben sonriente, brincando por las aceras en compañía de sus amigos, y yendo y viniendo del colegio. La realidad era que cada mañana le llevaba en coche al colegio y que Suzy Perry, la madre de la amiga de Ben, Samantha, y de dos niños más pequeños, le recogía a la salida y le llevaba a su casa, donde se quedaba hasta que Kate le pasaba a buscar al salir del trabajo. Ben, además, no parecía tener más amigos que Samantha — que hacía un curso más que él y que, como decía Ben con desespero, era una niña — y ya raramente sonreía.

Y eso la mataba.

—Soy un desastre jugando al baloncesto — dijo su vocecilla con tristeza y rabia.

Kate volvió a suspirar, esta vez para sí. Tras uno de los sucesos más terroríficos de su vida, tras el terror que habían surgido de la nada, esto no era más que una pena menor. Aunque dolía de todos modos.

—No es verdad — protestó ella convencida, mirándole por el espejo. Ben también la estaba mirando por el espejo, y sus miradas se cruzaron.

—Sí que es verdad — dijo con un hilito de voz que Kate tuvo dificultades para oír. Luego, tras una breve pausa, añadió—: Nadie me quiere en su equipo.

A Kate se le rompió el corazón. Ben no solía hablarle de las cosas que le iban mal: «Ya tienes bastantes preocupaciones», le había dicho en una ocasión memorable cuando ella le había preguntado por qué no le había contado que algunos de los niños mayores de su colegio anterior le robaban el desayuno que le preparaba cada día. De modo que si ahora le contaba esto era porque le preocupaba mucho. Kate estuvo a punto de decir: «Claro que te quieren», porque tenía la tendencia a negar el dolor ante su hijo, a animarle, a hacer todo lo posible para persuadirle de que estaba equivocado. Pero el caso era que Ben pillaba enseguida las mentiras. Especialmente las de su madre.

Y, además, realmente no era demasiado bueno jugando al baloncesto, ni practicando cualquier deporte. No sólo se parecía a ella en ese aspecto: ninguno de los dos eran atletas. A Ben le iba bien en el colegio, especialmente en lenguaje, arte y matemáticas. Era un genio con los ordenadores. Miraba el Discovery Channel con la misma devoción fanática con la que alguna gente disfruta de los canales de deportes. Le encantaba leer, y uno de los motivos por los que su mochila siempre pesaba tanto era porque, además de los deberes del colegio, siempre llevaba un par de libros: el que estuviese leyendo en ese momento y el que pensaba leerse a continuación; así, si el primero se le acababa inesperadamente, estaba preparado. Siempre que tenía la oportunidad, sacaba su libro y se enfrascaba en la lectura: antes de empezar la clase, cuando terminaba pronto un ejercicio, incluso a la hora de comer o del recreo. Eso tendía a valerle las simpatías de los profesores, pero no las de sus compañeros de clase. Si añadimos a eso que era bajo para su edad, tímido con los desconocidos y que acababa de empezar en un colegio nuevo, no resultaba nada sorprendente que tuviese problemas para hacer amigos.

Lo que no significaba que no doliese. Un montón.

«¿Cómo debo responder ante esto? Dios mío, no tengo la más mínima idea.»

—¿Eligen los equipos? — preguntó Kate con cautela, tratando de hacerse una idea de qué estaba ocurriendo realmente—. ¿En gimnasia?

Una mirada oportuna por el retrovisor le permitió ver que Ben asentía con la cabeza.

—¿Y quién elige?

—Algunos tíos de la clase — dijo Ben encogiendo los hombros. La expresión «tíos» le pareció tan masculina que Kate tuvo de pronto la conmovedora visión del hombre en que su hijo se esforzaba en convertirse.

«Algún día. Ahora no es más que un niño. — La desesperación le atenazó las entrañas—: Un niño pequeño que cree que su madre puede arreglarlo todo. Sólo que a veces no puede.»

El pánico intentó asomar su fea cabeza otra vez, pero Kate le obligó a esconderse. Respirando hondo, frenó en otro cruce y dobló hacia la derecha por Beech Court.

—Bueno, ¿y quién elige a los chicos que eligen?

—Nadie.

«Por supuesto. Eso habría sido demasiado fácil. Una llamada de teléfono y...»

—Al empezar la gimnasia tenemos que correr unas vueltas. Los cuatro primeros que terminan son los capitanes, y pueden elegir a quién quieren para su equipo. Jugamos a media pista, con dos equipos en cada mitad de la pista. — Ben hizo una pausa—. Yo suelo acabar el último. Y me eligen el último. Incluso a Shawn Pascal, que tiene un brazo roto, le eligen antes que a mí.

Otra mirada rápida por el espejo retrovisor le permitió ver que Ben dibujaba en la condensación de la parte interior de la ventana.

—Eso no mola — dijo Kate.

—Ya.

—¿Y las niñas?

—Las niñas tienen sus propios equipos y juegan en el gimnasio pequeño.

—Deberíamos entrenar. Tú y yo, hijo.

—Mamá, tú no vales para el baloncesto. Y lo sabes.

—Eso no quiere decir que no podamos entrenar. Así mejoraremos los dos.

Ben resopló.

—Como si eso sirviese de algo. Además, no me gusta el baloncesto.

Kate miró a su hijo por el espejo.

—Seguro que eres uno de los que mejor leen de tu clase.

—Como si eso le importase a alguien.

—A mí sí. Y seguro que a tus profesores también.

Ben volvió a resoplar.

—Hay una cesta de baloncesto en el garaje. Podríamos entrenar en la entrada.

—Yo no quiero entrenar. Ya te he dicho que no me gusta el baloncesto. Cambiemos de tema, ¿vale?

Kate apretó los labios tratando de refrenar su tendencia a no abandonar sus preocupaciones. Y entonces vio aparecer su casa a la izquierda. Ése era uno de los barrios más nuevos de Filadelfia, una cuadrícula de calles meticulosamente diseñadas, salpicadas por pequeños centros comerciales y relativamente cerca de la I-95 y del río Delaware. No estaba nada lejos de su trabajo, tenía buenos colegios y muy poca delincuencia. La mayor parte de las casas eran de los años cincuenta y sesenta. Eran o pequeñas casas de estilo Cape Cod o modestos dúplex, con patios delanteros del tamaño de un sello de correos. Al ser un barrio familiar, muchas de las ventanas tenían las luces encendidas: madres que estaban en casa con sus hijos. Su casa, sin embargo, estaba silenciosa y oscura. Era una casa de estilo Cape Cod bastante pequeña, con ladrillos pintados en gris y contraventanas negras y dos pintorescos hastiales. La lluvia caía a cántaros sobre el roble y el lustroso acebo verde que había junto al porche de entrada, y se deslizaba por el techo de tablilla negra para caer como una cascada sobre la pulcra hilera de arbustos que rodeaban la parte delantera de la casa.

Kate observó con consternación el gran charco de agua que se había formado. Era evidente que hacía falta limpiar las alcantarillas, pero, al ser la primera vez que alquilaba una casa, no sabía si hacerlo le correspondía a ella o al propietario.

«Archívalo como otro problema del que preocuparse más adelante.»

Kate enfiló por el camino de entrada y pulsó el mando de apertura del garaje. El sonido del agua quedó ahogado por el gruñido de la puerta del garaje que se abría. Había muchas cosas que le gustaban de esa casa, pero la primera de la lista era el garaje adosado. Había tenido que aparcar en la calle durante muchos años, y ella y Ben, junto con los paquetes, la comida, la mochila o lo que tuviesen que cargar, habían tenido que apañárselas para llegar hasta casa hiciese el tiempo que hiciese. Aparcar en un garaje, aunque fuese pequeño, estuviese abarrotado, y careciese de luz en el techo, le parecía un auténtico lujo.

«Si no hago lo que quiere Mario, perderemos la casa. Perderé mi trabajo y mi libertad. Tal vez pierda incluso la vida. Y a Ben. Perdería a Ben.»

Su corazón se encogió con solo pensarlo.

Kate aparcó en el garaje y pulsó el botón para que la puerta del garaje volviese a cerrarse. Mientras la puerta se cerraba, su mirada se desvió hacia la solitaria canasta de baloncesto. Tal vez podría...

—¿Mamá? — Ben parecía hablar algo más alto ahora que el motor del coche ya no estaba en marcha—. ¿Quién cuidaría de mí se te ocurriera algo?

La puerta del garaje se encontró con el suelo de cemento con un sonido metálico. Kate se quedó sentada durante un segundo en aquella lúgubre oscuridad que olía a humedad, con las manos todavía aferradas al volante.

La pregunta golpeó su alma con un terror gélido.

Porque aquel día había estado a punto de ocurrirle algo.

Kate sabía por qué lo preguntaba, por supuesto. Había visto por la tele parte de lo sucedido en el Centro de Justicia Penal. Sin duda habrían hablado del juez que había muerto, de los alguaciles que habían muerto, de muertos y punto. Sólo le cabía esperar que no hubiese visto demasiado. Iba a tener que hablar con él sobre aquello: tenía que averiguar qué sabía, qué pensaba y qué temía, y darle pronto una versión retocada de cómo se había visto envuelta en aquel horror, porque si no lo hacía ella, sin duda lo haría alguien del colegio. Pero todavía no. Todavía no podía afrontarlo.

Todavía estaba demasiado afectada.

—No me va a ocurrir nada — dijo firmemente, y salió del coche. Ben la siguió y ambos entraron en casa. El garaje daba a la cocina. Era una estancia alegre, con armarios amarillos y encimeras de fórmica blanca. Los electrodomésticos también eran blancos. Venían con la casa, por lo que no eran nuevos, pero funcionaban, que era lo único que pedía Kate. Al otro lado de la nevera, una puerta llevaba a un pequeño patio trasero vallado. En el centro de la cocina había una mesa redonda de arce con cuatro sillas, que, como la mayor parte de los muebles de la casa, eran de segunda mano.

Kate encendió la luz. Había platos del desayuno en el fregadero — aquella mañana se le había hecho demasiado tarde para llenar el lavaplatos — y unos cuantos Cheerios esparcidos por el suelo rayado de parqué. Arriba, las camas estaban por hacer. Y en el sótano, la cesta de la ropa sucia llevaba varios días llena.

O sea que no era Supermamá. Aunque lo intentaba.

—¿Tienes hambre? — preguntó mientras Ben dejaba la mochila sobre la mesa.

—No — dijo lanzándole una sonrisa burlona—. Acabo de vomitar, ¿no te acuerdas?

—Sí que me acuerdo — replicó secamente, tratando de darle una zurra no demasiado amistosa en el trasero. Ben la esquivó, sonrió de oreja a oreja y desapareció hacia la sala de estar. Kate gritó—: No me gusta que te hagas el enfermo, ¿entendido?

—Sí, vale.

«Tal vez debería castigarle o algo, para que sepa que hablo en serio.»

Pero se sentía tan aliviada de verle más animado que descartó la idea casi al momento de tenerla. Entonces empezó a darle vueltas a que una madre más experta probablemente sería más estricta con la disciplina, pero lo dejó estar.

Como las alcantarillas desbordadas, que Ben fingiese estar enfermo era en ese momento el menor de sus problemas.

El miedo le retorció las entrañas.

«¿Qué haré?»

Pero ya sabía la respuesta y eso la aterraba. La pregunta de Ben sobre quién cuidaría de él si a ella le ocurría algo había dejado clara su situación.

A la mierda la ética, la moral, la integridad personal y la responsabilidad penal. A menos que tuviese algún tipo de lluvia de ideas durante las pocas horas siguientes y encontrase alguna salida que todavía no se le había ocurrido, iba a tener que hacer exactamente lo que Mario le había dicho que hiciese. Bailar con el diablo para quitárselo de encima y echarle de su vida.

Simplemente no había otra opción.

Por el bien de Ben.

Y no importaba que su corazón palpitase y su pulso se acelerase y sintiese un mareo sólo de pensarlo.

Mientras Ben subía a su santuario favorito, su habitación, Kate llamó a la oficina. Respondió la auxiliar administrativa, Mona Morrison, de cuarenta y un años y madre recientemente divorciada de una hija en edad escolar.

—Dios mío, Kate, ¿dónde estás? Bryan, la policía, un par de periodistas, ha llamado todo el mundo preguntando por ti. ¿Estás bien? ¿Qué ha sucedido? — El tono de Mona dejaba claro que se moría de ganas de saberlo todo.

—Estoy bien. Ben se ha mareado en el colegio y he tenido que pasar a recogerle. Ahora estoy en casa.

—¿Cómo que estás bien? — chilló Mona—. ¡Eso es imposible! Te han tomado como rehén. Has tenido que arrebatarle la pistola y dispararle al tipo para liberarte. La noticia sale en todos los canales. ¿Cómo puedes estar bien?

«Ahora no puedo responder a eso. — Luego vino la idea corolaria—. Tengo que responder a eso.»

—De verdad que sí — insistió Kate, aunque se le encogió el corazón al pensar que su mentira estaba siendo retransmitida por toda la ciudad—. Mira, Ben está en casa enfermo. Sólo necesito algo de tiempo para la descompresión, así que me tomaré el resto del día libre. Dile a todo el mundo que vendré mañana.

—Pero...

Kate no le dejó tiempo a Mona para seguir protestando. Colgó y fue hacia la sala de estar. Las cortinas no estaban corridas, y, a través de la amplia ventana principal, vio que la lluvia seguía cayendo. Se quedó contemplándola unos instantes y se acercó finalmente a cerrar las cortinas, de una tela de color canela parecida a la seda (otra ganga de eBay de la que se sentía particularmente orgullosa: las cortinas valen una fortuna). Un gran sofá a cuadros marrones y canela (cortesía de Goodwill), un sillón-balancín reclinable dorado (de la tienda de segunda mano), una mesita de café y varias mesitas auxiliares a juego (mercadillo), una alfombra trenzada de tono tierra (otra ganga del mercadillo), y el carrito de la tele que había junto a la chimenea completaban el mobiliario. Las paredes eran blancas, como todas las de la casa, a excepción de las de la habitación de Ben, que, a petición suya, Kate había pintado en azul marino. En las paredes había colgado algunos de los dibujos en blanco y negro de la ciudad que había encontrado en una feria a principios del verano de aquel año y que había hecho enmarcar. El resultado era atractivo, pensó, y no demasiado femenino, algo contra lo que, como madre sola y con un solo hijo, trataba de protegerse. El resto de la planta baja de la casa lo conformaban un comedor que Kate había transformado en despacho para poder trabajar en casa, un pequeño cuarto de baño situado debajo de las escaleras, el vestíbulo de entrada y la cocina.

En cuanto corrió las cortinas, la habitación se quedó a oscuras. Kate encendió una de las lámparas de latón que había en una de las mesas que flanqueaban el sofá, y encendió el televisor. Se quedó ahí en pie un momento, indecisa, y luego sacudió la cabeza: en ese preciso instante no quería saberlo.

Así que se fue arriba y se duchó.

En cuanto se dispuso a bajar de nuevo, una media hora más tarde, la sensación de frío había desaparecido, pero no había podido librarse de su malestar interior. El siguiente punto de su agenda mental era prepararle la comida a Ben, que estaba feliz leyendo en su habitación. En cuanto hubo bajado un par de escalones se quedó de piedra: a través de la pequeña ventana de cristal de la puerta principal vio un coche patrulla de la policía que se detenía frente a la casa.

Seguido, al cabo de un brevísimo instante, de una furgoneta blanca de la tele.

Su estómago se lanzó en picado hacia el suelo.