Capítulo 21
Sus labios eran firmes, cálidos y seguros. Tan familiares, que Beth respondió al instante. Dejó caer la cabeza encima del duro y fibroso brazo masculino y abrió la boca. La de Neil estaba húmeda y caliente, y sabía a licor. La barba le rozó la suave piel de las mejillas... y a ella le encantó. Le devolvió el beso con un ardor que le habría sorprendido si se hubiera parado a considerarlo, pero no lo hizo. Se perdió en el momento, en la inigualable emoción, en la creciente urgencia del contacto. Lo besó como nunca habría imaginado hacerlo, respondiendo a la hambrienta demanda de sus labios y su lengua con ferviente ardor. Le subió las manos por el pecho y le rodeó el cuello con los brazos, apretándose contra él con abandono.
Se abrió el gabán y Beth notó cada centímetro manifiestamente masculino contra su cuerpo. Cuando la sólida pared del torso de Neil se aplastó contra ella, sus pechos se hincharon y hormiguearon, y cuando las duras caderas del hombre la tentaron a apretarse contra él, lo hizo. Entonces Neil deslizó la mano por debajo del gabán para ahuecarla sobre las nalgas, explorando la tensa redondez que encontró a su paso, apretando la tierna carne de manera que ella sintió la fuerza de sus dedos a través de las capas de tela. La presionó con fuerza contra él y Beth pudo sentir el extraño contorno de aquella parte masculina que se había vuelto asombrosamente grande y dura. La electrizante intimidad le hizo temblar de pasión entre sus brazos. Los estremecimientos se hicieron cada vez más intensos hasta que se convirtieron en un clamoroso latido distinto a cualquier cosa que ella hubiera sentido antes. Ebria por aquellas extrañas sensaciones, se aferró a él, perdida en el fuego de sus besos y en sus caricias, con un hambre creciente.
Él le lamió la boca, la reclamó, la poseyó tan completamente, que Beth ya no supo dónde acababan sus labios y dónde empezaban los de él. La mano en las nalgas la obligó a frotarse contra él hasta que la parte más íntima de su cuerpo palpitó y se humedeció. Sin embargo, en lugar de apartarse ante ese vulgar asalto a sus sentidos como era de esperar, en lugar de protestar y zafarse de los brazos de Neil, en lugar de responderle con cólera, miedo o alguna de las innumerables emociones que sabía que debería estar sintiendo, Beth emitió un sorprendido gemido de placer y se aferró a él, besándolo con más fuerza, como si quisiera que no se detuviera nunca.
Aun sabiendo que era escandaloso, aun segura de que estaba mal, Beth se apretó contra el duro cuerpo de Neil, enardecida por él, tentada por la atrevida promesa masculina, queriendo acercarse todavía más para intensificar el contacto; para apaciguar aquellas deliciosas palpitaciones de excitación que irradiaban desde aquel punto donde él se apretaba contra ella buscando... ¿qué? Beth no lo sabía. Lo único que sabía era que la cabeza le daba vueltas.
Cuando Neil deslizó la mano desde las nalgas hasta el muslo para que ella pusiera la pierna sobre la suya en la postura más decadente imaginable, ella se lo permitió. Dejó que le apartara las faldas sin emitir la más mínima protesta. Es más, para ser sincera, le dejó continuar, presa de un humillante deseo por averiguar qué seguiría a continuación. Si iba a morir, lo que parecía más probable cada minuto que pasaba, ¿por qué no debía experimentar aquella oscura y prohibida sensación que él le estaba mostrando? Sólo de pensarlo se vio invadida por el anhelo. Y eso, añadido a la sensación que provocaba entre sus muslos desnudos el roce de la suave tela de los pantalones que cubrían esas piernas largas y musculosas, hizo que se tensara de placer y que se le acelerara el corazón.
En ese momento, él le colocó un muslo entre los suyos y se frotó posesivamente contra ella con el único propósito de despertar aquel lugar secreto que, como Beth no llevaba nada debajo de las enaguas salvo la camisola, estaba desnudo y era completamente vulnerable a las maniobras masculinas. La invasión le hizo contonearse contra él sin poder evitarlo, provocando un ardiente anhelo que la atravesó de arriba abajo, haciendo que se le derritieran las entrañas y que desapareciera cualquier atisbo de cordura.
Ahora respondía casi automáticamente a las sensaciones, besándolo con fervor, moviéndose contra él impulsada por un instinto que no sabía que poseía. Apenas se dio cuenta de nada que no fuera la avasalladora pasión que despertó en ella cuando le hizo tenderse de espaldas y sacar los brazos de las mangas del gabán, que hacía las veces de colchón sobre la dura roca que tenían debajo. Beth se aferró a él, respondiendo a cada beso con otro aún más tórrido, percatándose débilmente de que tenía encima el peso de Neil y de que separaba los muslos voluntariamente para acomodar lo que había evitado durante tanto tiempo, lo que había temido, lo que le había hecho temblar y resistirse. Sin embargo, si iba a morir, no quería hacerlo sin saber en qué consistía aquella última experiencia.
Atrapada en el momento, en el peligro y el calor, en los extraños e inimaginables pero deliciosos deseos que él había provocado en ella, Beth se rindió por completo. Las demandas que impulsaban ahora su cuerpo, el deseo que nunca había soñado experimentar en su interior, el pensamiento de que aquel breve tiempo con él podía ser lo único que tuviera, relegaron sus temores a un recóndito lugar de su mente y aceptó con asombro que era suya para que él hiciera con ella lo que quisiera. Neil la besó y ella le devolvió el beso. Él se meció contra ella y Beth se arqueó, gimiendo y contoneándose en lasciva respuesta. Ayudó que estuvieran envueltos en la oscuridad más profunda y que Beth no pudiera ver la manera en que sus cuerpos se entrelazaban hasta casi formar uno, ni cómo le devolvía los besos y caricias con un abandono que no correspondía a una dama, ni cómo Neil le alzaba las faldas alrededor de la cintura y se colocaba entre sus muslos en la más depravada de las posiciones. Pero incluso aunque hubieran estado bajo la luz del día, incluso si hubieran estado al aire libre y hubieran sido atrapados en aquel indecente interludio por una legión de asombrados mirones, Beth no habría poseído la voluntad suficiente para detenerse. Ese ardiente y urgente palpitar, aquel sometimiento inesperado a las más carnales pasiones, no era nada que hubiera esperado sentir en su vida y, para su asombro, descubrió que le resultaba imposible resistirse.
Cuando la boca de Neil abandonó la suya para dibujar un abrasador camino por su cuello, ella emitió un pequeño jadeo e intentó aferrarse a los largos y espesos mechones de pelo masculino. Él estaba ahora firmemente asentado entre sus piernas y se mecía, completamente vestido, contra su desnudez, y ella se contorsionó impotente ante aquel delicioso tormento.
—Neil...
—¿Mmm? — Murmuró él sensualmente mientras depositaba un rosario de besos abrasadores en torno a la base de su garganta.
—Yo... Ohhh.
La mente de Beth se vio inundada por un sorprendente placer cuando él deslizó dentro del corpiño una de aquellas firmes y grandes manos, en las que ella ya había reparado, buscando su pecho. Se lo acarició suavemente, ahuecando la palma con delicadeza sobre el seno como si éste estuviera hecho de algodón de azúcar y se pudiera derretir bajo su tacto; luego lo sostuvo con firmeza para rozarle el pezón con el pulgar. Aquel leve contacto hizo que Beth se estremeciera de los pies a la cabeza. Tembló e intentó sujetarse a los hombros de Neil, apretando los muslos para presionarle los costados. Separó los labios pero sólo jadeó cuando notó que él movía la mano dentro del corpiño. Era grande, caliente y posesiva cuando le acarició primero un pecho y luego el otro. Se arqueó instintivamente hacia él, ofreciéndose con una voluptuosidad que habría jurado que no era propia de ella, moviéndose bajo él en una silenciosa y urgente súplica mientras el insistente palpito de su interior se intensificaba y apretaba hasta tal punto que no lo podía soportar. Quería, deseaba... anhelaba... más.
—Me encanta tu sabor. — Neil deslizó los labios a lo largo de la clavícula. Su voz era ronca y áspera—. Eres tan dulce...
Beth se dio cuenta de que estaba bajándole el corpiño, dejándole los pechos a merced de sus besos, de su boca, y se vio obligada a contener un gemido.
—Voy a hacerte el amor, Beth.
El corazón de la joven palpitó con tanta fuerza que él debió de sentir su latido contra los labios cuando los deslizó por el montículo hacia el pezón erguido que se estremecía de anhelo. Todavía totalmente vestido, se apretó contra ella más abajo, entre sus piernas, presionando más fuerte que antes, moviéndose contra ella de una manera rítmica que confirmó sin lugar a dudas cuáles eran sus intenciones.
Beth contuvo el aliento asustada y deslumbrada a la vez mientras recobraba la suficiente cordura como para comprender lo que él le estaba diciendo, lo que tenía intención de hacer a menos que ella se lo prohibiera.
«Deberías decirle que se detuviera», pensó. Pero no lo hizo, ni con palabras ni con gestos, porque lo cierto era que no quería que parara. Quería que la amara, quería que continuara con lo que estaba haciendo hasta que aliviara aquella fiebre que la consumía.
—Lo sé... — susurró ella consintiendo.
La caliente, dulce y tierna sensación que estaba percibiendo era más potente que nada que hubiera experimentado antes. La necesidad la embargaba, se consumía de deseo, era su cuerpo y no ella quien mandaba. Su mente se había visto anulada por las maravillosas emociones que él le provocaba. La amarga verdad era que, en el estado en el que se encontraba él podría hacer lo que quisiera, cualquier cosa, y ella lo disfrutaría. Algo de lo que se arrepentiría más tarde; tan seguro como que había peces en el mar. Suponiendo, por supuesto, que los rescataran, salieran de aquella aterradora prisión y vivieran para arrepentirse de algo.
Pero ahora no pensaba en eso. Ahora sólo pensaba en él y en el ardiente deseo que había prendido en su interior de manera tan inesperada. No le diría que se detuviera porque, sencillamente, no tenía fuerzas para rechazarlo, porque el ardor que estremecía su cuerpo hacía que quisiera continuar, porque ansiaba que la poseyera por entero de una manera que no había imaginado nunca y, si fuera necesario, ya mediría las consecuencias más tarde.
En ese instante, Neil le cubrió un pecho con la boca y ella perdió cualquier atisbo de lucidez que le quedara, cualquier esperanza de mantener una fría y sobria cautela. Él le besó el pezón, lo acarició con el hirviente calor de su lengua y luego lo tomó en su boca con una sensualidad que le arrancó un gemido y la llevó a arquearse hacia él, obligándole a bajar la cabeza sobre su pecho como la más experimentada de las mujeres.
Neil dedicó la misma atención a ambos pechos y luego alzó la cabeza.
—¿Tienes miedo, cariño? — La voz de Neil era ronca pero el tono era tierno cuando deslizó la mano caliente sobre la sedosa piel del interior de su muslo. La firme caricia le hizo estremecerse. Sabía adónde se dirigía esa mano, sabía dónde tenía intención de tocarle, y la idea la volvió loca. Tenía los pechos hinchados, suplicando sus besos con ansia. Le temblaban los muslos y los separó llena de deseo. Sentía la huella de la mano masculina en su piel como si la estuviera marcando a fuego. Neil dirigía los dedos lentamente hacia esa parte donde ella se moría por ser tocada.
—Contigo, no — dijo Beth con la respiración jadeante.
Pero, inesperadamente, escuchó un sonido poco familiar y se percató de que era Neil, rechinando los dientes. En ese mismo momento, él detuvo la mano y cerró los dedos sobre su muslo, haciendo que ella pudiera sentir el tamaño y la fuerza de éstos sobre su carne ardiente. Durante un instante, Neil no se movió, sino que se quedó totalmente quieto, como si de repente se hubiera convertido en piedra. Lo único que se escuchó fue un sonido ronco y siseante: la respiración de Neil.
—¿Neil? — Perpleja, Beth intentó verlo en la oscuridad.
Fue como si su voz rompiera el hechizo que lo había mantenido paralizado. Neil soltó una horrible maldición, apartó la mano del muslo y se alejó rodando de Beth como si de pronto a ella le hubieran salido espinas. La joven se quedó mirando boquiabierta en su dirección, pero para lo que pudo ver bien podría haber sido ciega. Aunque lo sentía a su lado, a sólo unos centímetros porque el espacio en el que estaban confinados no le permitía alejarse más, sintió más que vio, que él estaba boca arriba con un brazo sobre los ojos. El caliente y húmedo deseo todavía flotaba en aquel estrecho lugar. El gabán sobre el que yacían parecía una alfombra. La tensión vibraba entre ellos como una invisible fuerza eléctrica. Todos los instintos de Beth la instaban a borrar la distancia que los separaba... pero vaciló.
—¿Neil? — Beth le puso una mano sobre el brazo. Notó sorprendida que el duro músculo palpitaba con un leve y atormentado temblor—. ¿Ha pasado algo? — Beth odió lo insegura que le sonó la voz. Aborreció la vulnerabilidad que detectó en su tono.
Él le apartó el brazo.
—¿Qué has querido decir con «contigo, no»?
—¿Qué? — Beth no registró la intención de sus palabras. El corazón todavía le palpitaba aceleradamente en el pecho, la sangre aún le hervía en las venas, su cuerpo seguía ardiendo. La casi desagradable verdad era que ella quería que él siguiera amándola aunque, al parecer, no tenía intención de hacerlo.
—Te he preguntado si te seguía dando miedo el sexo y tú me has respondido «contigo, no». Quiero saber qué significa eso.
—Oh. — Al recordar sus palabras, Beth se sonrojó. ¡Gracias a Dios, él no podía verla! Decidió que, de hecho, ésa era la única ventaja de aquella horrible situación.
Respiró hondo y, de repente, se dio cuenta de que tenía las faldas retorcidas alrededor de la cintura y el corpiño por debajo de los pechos. Estaba prácticamente desnuda, sobre la espalda, con las piernas indecentemente separadas y la humedad de la boca de Neil secándose sobre sus pechos. Cuando percibió la magnitud de lo que le había dejado hacer, el alcance de las intimidades que le había permitido, se ruborizó de tal manera que estuvo segura de haberse sonrojado de pies a cabeza. Avergonzada, se recolocó la ropa con rapidez hasta que estuvo decentemente cubierta y se alejó de él tanto como pudo, hasta que su espalda chocó contra la piedra que los mantenía encerrados.
Ella, que temía tanto la intimidad física que la mera idea de tener que mantener relaciones sexuales con un supuesto marido le revolvía el estómago, casi se había entregado a ese hombre, un criminal impenitente. Increíble pero cierto. Para mayor humillación, sus labios, su cuerpo, anhelaban más: más besos, más caricias; todo aquello que él le había hecho. No se engañaba diciéndose que él la había forzado, ni que ella no había sido una participante dispuesta y ansiosa. Lo peor de todo era que ni siquiera quería que él se hubiera detenido. Todavía no. No mientras su corazón latiera de esa manera, su sangre corriera a toda velocidad y su cuerpo ansiara que la poseyera.
—«Oh» no es una respuesta. — Neil sonaba hosco. A pesar de que ya no se tocaban, Beth podía sentir su presencia con la misma intensidad que si estuviera a su lado—. Y, por favor, me gustaría que me dieras una.
—De acuerdo. Quería decir lo que he dicho.
—¿Te importaría explicármelo un poco más claro?
La honradez siempre había sido una de las virtudes — o defectos — más característicos de Beth. Según decía Twindle, lo único que compensaba tal sinceridad era el orgullo que la acompañaba, pues le hacía parecer valiente y ligeramente desafiante. De hecho, consideraría despreciable intentar tergiversar lo que había ocurrido entre ellos y decir algo distinto a la verdad: aquella inesperada atracción que había surgido entre ellos existía y era innegable. Por eso, porque no podía ignorar el temor a no salir nunca de allí y porque incluso ahora donde quería estar era entre sus brazos, le diría la verdad sin ambages y al diablo con las consecuencias.
—Pienso que está perfectamente claro, pero si necesitas que te lo deletree, allá vamos. Tal como has adivinado, no me ha gustado nunca que... — Llegados a ese punto su determinación se tambaleó ligeramente, y tartamudeó un poco—. N-no me ha gustado nunca que me besaran. Pero, por una razón que no alcanzo a explicarme, no parezco sentir tal aversión contigo.
—Santo Cielo. — La confesión de Beth no parecía complacerle.
Ella frunció el ceño, irritada.
—Me has preguntado y te he respondido. Si no querías saber la verdad, no haber preguntado.
—No creo que seas consciente de lo que casi ha ocurrido hace un momento. Si hubiéramos llegado un poco más lejos te habría arrebatado tu condenada virginidad. — En lugar de poco complacido, Neil sonaba ahora categóricamente enfadado—. Lo que deberías hacer en este momento, sería darme un bofetón. Eso como mínimo.