Capítulo 13

A Beth le retumbaba el corazón en el pecho mientras bajaba los irregulares y resbaladizos escalones tan rápido como podía. Mary y las demás la seguían, aunque ya no iban cogidas de la mano, pues tenían que tantear la pared para no caerse. Lo único que se oía eran las respiraciones agitadas y asustadas de sus compañeras y el sonido de los pies en la roca. La escalera descendía por un estrecho pasaje excavado en la roca viva y ellas intentaban no apoyarse demasiado en las paredes que les rodeaban pues estaban húmedas y resbaladizas al tacto. Su apuesto ladrón, cuya aparición en escena resultaba ser tan milagrosa como asombrosa, se había colocado al final de la fila después de haber logrado encontrar una salida en medio de la oscuridad. Era ella quien guiaba a sus compañeras sin saber hacia dónde se dirigía, limitándose a bajar los escalones. Creyó percibir el olor del mar por encima del hedor mohoso que emanaba de las paredes, en las que se reflejaba cierta luz grisácea que le hacía pensar que se dirigían a alguna clase de salida, puerta o ventana que estaba abierta por la noche.

Rezó para que así fuera. A pesar de la puerta cerrada — esperaba que ahora volviera a estar cerrada — que se interponía entre ellos y el resto del sótano, los ruidos que hacían los hombres que las perseguían sonaban muy cerca. En las paredes del estrecho pasadizo descendente resonaban los ruidos, golpes y estrépitos que hacían sus acosadores, evidenciando que éstos estaban ahora en la cámara que acababan de abandonar.

—¿Dónde se han metido?

—Levanta más esa antorcha.

—Esas puñeteras mozas tienen que estar en algún lugar.

—Se han escondido, ¿sabes?

—Busca detrás de los barriles. Mira a ver si están dentro de esos cofres.

—Ve con cuidado. Quienquiera que las esté ayudando ha acabado con Malloy.

—Sí. Bueno, vamos a por ellas.

—¿Podrían haber vuelto a subir?

Las voces masculinas, apenas amortiguadas, parecían llenas de frustración. Los acentos variaban, desde el culto de un caballero a otros más cerrados originarios de Yorkshire, lo que le hizo pensar a Beth que a los sirvientes se había unido por lo menos uno de sus patrones. La certeza de que estaban sólo a unos metros de la entrada de la angosta escalera, le heló la sangre en las venas. Por las voces, parecía haber por lo menos seis hombres, quizás incluso más. Sólo era cuestión de tiempo que uno de ellos diera con la puerta. Cuando eso ocurriera...

Se estremeció. Esperaba estar muy lejos de allí cuando llegase ese momento.

Un poco después, algo antes de llegar al último escalón, Beth pudo ver por fin adónde se dirigían aquellas escaleras. El lugar al que llegaron era oscuro como la noche más cerrada; gracias a la tenue luz de la luna que se filtraba por una entrada enorme, observó que parecía una gran caverna y que la masa negra que brillaba en el exterior como un espejo debía de ser el mar. Cuando bajó el último escalón, saltó al suelo, hacia el agua, y pisó la fina arena de una playa. Unos metros más adelante, se formaba una pequeña ensenada. La arqueada entrada de la cueva — porque ya era evidente que se trataba de una verdadera cueva con un alto techo de roca sobre su cabeza — se abría al brazo de mar que separaba la isla de tierra firme.

—Están a punto de alcanzarnos... — Mary corrió a unirse a ella y, tras la muchacha morena, llegaron las demás mujeres, una a una, por el hueco de la escalera.

«Están a punto de alcanzarnos... están a punto de alcanzarnos...»

La temerosa advertencia la repitió cada una de ellas.

Con el pulso desbocado, Beth se volvió para mirar el pasaje por donde habían bajado y escuchó una serie de golpes y arañazos flotando en el aire. Identificó el sonido de alguien intentando abrir la puerta en lo alto de las escaleras. Las mujeres se apretaron unas contra otras, formando una piña a sólo unos pasos de donde la marea chocaba contra la costa. Ninguna sabía adónde dirigirse porque, aunque la boca de la caverna no estaba muy lejos, sólo se podía llegar a ella a nado. Las jóvenes intercambiaron unas miradas asustadas.

—No hay ni un puñetero bote a la vista y, antes de alcanzar la costa, el mar tiene una profundidad de más de cuatro metros. — Les informó el ladrón. Ya que su voz no provenía del hueco de la escalera, Beth pensó que él debía de haber buscado una barca en la oscuridad—. ¿Saben nadar? — Tenía los ojos clavados en la joven y la pregunta estaba claramente dirigida a ella. Él se había movido con rapidez, pero no parecía tener la respiración entrecortada cuando se detuvo frente a ella.

—Sí — respondió Beth, contenta de que su voz sonara más tranquila de lo que se sentía.

—¡No! — gimió a la vez la rubia, intentando coger el brazo del hombre.

Haciendo caso omiso de la rubia, el ladrón rodeó con los dedos el codo de Beth. La grande y cálida mano del hombre se deslizó debajo de la seda de la manga y le tocó la piel desnuda.

—Bueno, eso simplifica las cosas. Entonces sólo tendremos que...

—¡No sé nadar! — gritó Mary, aferrando con el puño la capa que envolvía a Beth, que se agitó tras ella cuando el ladrón tiró de la joven hacia el agua.

Agarrando también la capa y siguiéndola, las demás mujeres comenzaron a exclamar a coro:

—¡Ni yo!

—¡Ni yo!

—Lo siento. — El ladrón echó un vistazo a su alrededor. A Beth le pareció que no parecía particularmente afligido—. Si se esconden bien, quizás alguna de ustedes logre escapar.

—No hay ningún lugar para esconderse.

—¡Sólo podemos sentarnos a esperar!

—¡Había una barca en el sótano!

—Bah, ahora no nos sirve de nada. No podemos ir a buscarla.

Beth podía sentir cómo sus compañeras tiraban frenéticamente de la capa a la vez que el ladrón la arrastraba con resolución hacia el agua. No podía hablar, de hecho, apenas podía respirar. La perspectiva de dejar a sus compañeras de fatigas detrás era terrible, pero la alternativa era algo que sabía que no podría resistir. Los golpes en la parte superior de las escaleras se convirtieron en un martilleo insoportable que resonó en la noche. Beth sintió que su desbocado corazón se aceleraba todavía un poco más. No había posibilidad de equivocarse: los perseguidores estaban tratando de romper la cerradura.

—¿Qué son esos ruidos?

—Están forzando la puerta.

—Oh, Dios mío, ¿qué hacemos?

El pánico que oía en las voces de las otras mujeres restallaba como un látigo sobre su piel.

—El agua estará fría — le dijo el ladrón al oído—, me quedaré a su lado por si necesita ayuda.

—No necesito su ayuda.

Una rápida mirada a la boca de la caverna le confirmó lo que ya sabía: no había mucha distancia. Beth se desenvolvía bien en el agua y sabía que, estuviera fría o no, podría nadar hasta allí con facilidad.

—¡No nos dejen! ¡Por favor!

«No seré forzada. — Simplemente pensar en que podía ocurrir, hacía que Beth se pusiera blanca como el papel—. No lo podría soportar. Nunca. Nunca.»

Estaban sólo a un par de pasos del borde del agua. Se moría por sacarse los zapatos y desatar la capa...

Los golpes en la parte superior de las escaleras eran ahora tan fuertes que casi ahogaban por completo las frenéticas voces de las demás mujeres. El creciente volumen de los martillazos indicaba que sólo tenían unos preciosos minutos, quizás incluso sólo unos segundos, para ponerse a salvo.

El agua brillaba oscura ante ella. Por el rabillo del ojo vio la cara de Mary, cuyos labios se movían en una súplica silenciosa que hizo que a Beth le retumbara el pulso en los oídos y no pudiera oír nada; luego miró a las otras jóvenes. Estaban aterradas...

Tan aterradas como ella.

El miedo le ponía un gusto amargo en la boca. La tentación era casi imposible de resistir. Pero descubrió que dejarlas allí, abandonarlas a su suerte mientras ella se salvaba, era algo que no podía hacer.

Tragó saliva, enderezó los hombros y clavó los talones en el suelo a sólo un paso de la orilla del agua. Cuando el ladrón volvió la cabeza para mirarla con una expresión interrogativa, Beth negó con la cabeza.

—No puedo irme sin ellas — le dijo con la voz ronca.

—¿Qué? Oh, sí, claro que puede. — Le apretó el brazo y ella se dio cuenta de que él estaba dispuesto a empujarla al agua si era necesario—. Cuando estemos a salvo, podremos hablar con las autoridades para que vengan a ayudarlas. Llegarán a tiempo de...

—No. — Beth retorció el brazo para zafarse de su mano y dio un salto atrás mientras las mujeres emitían un gemido colectivo de alivio.

Todas sabían que él no se iría sin ella, aunque la joven no sabía por qué estaban tan seguras. Pensó en aquel beso robado. ¿Estaría él ayudándola a escapar para aprovecharse de ella? No lo sabía... Pero la estaba ayudando y por ahora era más que suficiente. Ya se preocuparía más tarde por sus motivos. Era evidente que el temor de las demás no era que ella las abandonara, sino que lo hiciera él. Era la mejor protección que tenían. Recordó el cuchillo, que había volado de la nada para clavarse en la garganta del gigante que la estaba estrangulando. Recordó también lo eficazmente que se había ocupado de William y supo que tenían razón. Él era fuerte y capaz. Hábil con las manos y, si consideraba cómo había manejado el cuchillo, también con las armas. Pero ellos eran muchos más...

—¡Maldición! Tenemos que irnos, no hay tiempo para tonterías. Esa puerta no resistirá toda la vida. — La furia del ladrón era evidente ni su tono cuando se acercó a ella de manera amenazadora.

Rodeada por las demás, Beth retrocedió un paso. A la vez que escuchaba las voces de sus compañeras resonando a su alrededor, sostuvo la mirada del ladrón. Estaba muy enfadado y, evidentemente, a punto de imponerle su voluntad. Beth ya había experimentado la fuerza de aquel hombre y sabía que no tendría ninguna oportunidad de resistirse si él decidía cargársela sobre el hombro y llevársela consigo. Pero antes tendría que atraparla.

Resonó un fuerte estruendo en la caverna seguido de gritos de triunfo por parte de sus perseguidores que ahogaron por completo los gemidos de terror que emitieron las mujeres.

Con el corazón en un puño, Beth miró por encima del hombro hacia las escaleras.

—Casi han forzado la puerta — jadeó Mary. Las demás intentaron agarrarse a Beth con el espanto pintado en la cara.

—¿Qué hacemos?

—¿Qué podemos hacer?

Maldiciendo entre dientes, el ladrón se acercó a Beth con una zancada más larga y veloz que cualquiera que ella hubiera visto y la cogió por los brazos, cerniéndose sobre ella con el ceño fruncido. Sus manos eran grandes y muy fuertes, y la apretaban de una manera de la que sería imposible liberarse. Las demás retrocedieron un poco, mirándose las unas a las otras con expresiones de miedo y franca indecisión.

Beth sabía muy bien qué estaban pensando. ¿Deberían atacar al hombre que esperaban que les ayudara? Por la cara que ponían, la respuesta era clara: «No.»

—Suélteme. — Beth se veía ya dentro del agua y lo miró con el ceño fruncido—. Si me lleva a la fuerza, no nadaré.

—Por favor, señor...

—Ayúdenos.

—Oh, por favor.

—Se lo rogamos...

Mientras el coro de súplicas continuaba a su alrededor, los ojos que él clavaba en los suyos adquirieron un brillo peligroso. Le vio apretar los labios y endurecer la mandíbula. Le clavó los dedos en los brazos con crueldad y la forzó a ponerse de puntillas mientras Beth le devolvía la mirada con un claro desafío.

—Ya le he dicho lo que pienso hacer — le advirtió.

Tras unos segundos calibrándose el uno al otro, en los que la miró con dureza, el ladrón acabó por hacer una mueca en parte sardónica y en parte irritada. Luego relajó el gesto y lanzó una ojeada a las jóvenes, que habían formado un círculo en torno a ambos. Una le tiró de la manga, otra le puso la mano sobre el brazo. Todas le rogaban con los ojos además de con la voz. Beth lo observó mientras pensaba que él estaba, como mínimo, imaginándoselas esclavas en Jericó.

—Qué Dios me libre de las mujeres — dijo en tono brusco. Pero Beth adivinó su capitulación en aquellas palabras y sintió un profundo alivio. Él relajó los dedos que le clavaba en los brazos, permitiéndole apoyar los talones en el suelo. Ella sonrió. El hombre no le devolvió la sonrisa. No importaba. Aunque era evidente que no estaba precisamente contento con la situación, Beth sabía que él haría todo lo que pudiera para ayudarlas a defenderse de sus perseguidores, fueran éstos quienes fuesen y que, por los sonidos que se escuchaban, estaban a punto de tirar la puerta abajo. Pero ¿sería suficiente? Ni de broma. Después de todo, él era sólo uno. Pero si todas le ayudaban, quizás...

—Le ayudaremos a luchar contra ellos — dijo Beth al tiempo que todas las demás se metían con rapidez en la conversación.

—Aquí hay piedras...

—Les podemos tirar arena a los ojos cuando se acerquen.

—¿Arena? Les clavaré las uñas en los ojos.

—¿Arena y piedras contra armas? Deberíamos...

—No. — Él les lanzó una mirada de advertencia—. Si realmente quieren ayudarme, entonces se limitarán a hacer lo que les diga. Sin rechistar. — Sus ojos adquirieron un brillo todavía más negro que el agua cercana cuando volvió a mirar a Beth. Ella tuvo la repentina certeza de encontrarse ante un depredador—. Y eso va especialmente por usted, jovencita. ¿Me prometen que harán lo que les diga?

—Sí — le prometió ella a la vez que las demás.

—Bueno, entonces de acuerdo. — La soltó y le hizo un gesto imperioso para que se alejaran de él.

Beth corrió junto con las otras chicas hacia las afiladas rocas que se levantaban por encima de la arena. Justo cuando las jóvenes se separaban en grupos más pequeños para agacharse detrás de las rocas, hubo otro sonido estrepitoso, seguido de un grito victorioso. El ruido sordo de las botas golpeando los escalones les indicó que sus perseguidores se habían abierto paso por fin y que bajaban corriendo hacia ellos.

«Oh, no.»

Notó que casi no podía respirar por el nudo que tenía en la garganta mientras clavaba la mirada en el hueco de la escalera.

—Santo Dios — gimió suavemente la morena de las mejillas redondas y sonrosadas antes de taparse la boca con una mano para reprimir una exclamación de terror. Mary y ella eran las dos jóvenes que se habían ocultado con Beth. Nadie emitió ningún sonido más, pero el miedo que flotaba en el aire era tan perceptible como el olor a mar.

Beth tragó saliva y buscó al ladrón en la oscuridad. Allí estaba, corriendo directamente hacia el pasadizo. La joven abrió los ojos como platos. ¿En qué estaría pensando ese hombre para correr a toda velocidad hacia una fuerza atacante que lo superaba en número y que probablemente estaría armada hasta los dientes? Beth notó una opresión en el estómago provocada por el miedo y la culpa. De no haberse negado a abandonar a las demás, él se encontraría a salvo. Ahora, sin embargo, se enfrentaba a la muerte. Beth no había pensado que su decisión lo iba a poner en tan grave peligro.

«Por favor, Dios mío...», comenzó a rezar apresuradamente.

—¡Ahí está! — gritó un hombre cuando el grupo apareció por el oscuro pasaje en un tumulto—. ¡Disparadle! ¡Disparadle!

Retumbó un disparo, haciendo que todas se agacharan. Beth se tragó un grito. Sospechó que las demás también lo habían hecho.

Entonces estalló en la caverna una tormenta de disparos. Beth se ocultó detrás de la roca y se cubrió la cabeza con los brazos. Los gritos, las exclamaciones de dolor y el sonido de gente corriendo se entremezclaron con los disparos de tal manera, que casi fue imposible distinguir un sonido de otro. A Beth le latía el corazón a toda velocidad; asomaba la cabeza de vez en cuando detrás de la roca porque no podía evitarlo y apenas pudo ver nada más que algunas formas oscuras que corrían de un lado a otro entre los brillantes destellos que emitían las pistolas al ser disparadas. Era una batalla de sombras oscuras y puntos diáfanos imposibles de ignorar.

Y ella estaba más asustada de lo que quería reconocer ante sí misma.

Miró otra vez, sin poder contener una compulsiva curiosidad mientras la batalla se volvía más cruenta y reconoció algo para sus adentros: si las cosas se ponían realmente mal, si llegaban a ser capturadas de nuevo, se salvaría como pudiera, se zambulliría en el agua y nadaría con todas sus fuerzas.

«Soy una cobarde.»

Pero no lo podía evitar. La alternativa era demasiado espantosa para que pudiera soportarlo.

El silencio, cuando se produjo, fue absoluto. De repente Beth no oyó nada más que el latido de su corazón.

Al cabo de unos minutos, las jóvenes se movieron a la vez. Beth sintió un roce a cada lado cuando volvió a asomar la cabeza por encima de la roca. Todo estaba oscuro. No podía ver nada, nada que se moviera. El corazón amenazaba con salírsele del pecho cuando entrecerró los ojos forzándose a ver en la oscuridad.

—¿Qué ha pasado?

—¿Veis algo?

Beth miró a su alrededor y vio que las demás mujeres también observaban con atención.

—No puedo ver nada. — Beth entrecerró los ojos otra vez, buscando sombras oscuras cerca del hueco de la escalera.

¿Dónde estaban sus perseguidores? ¿Dónde estaba él? Beth no podía ver a nadie, ni a un alma, y eso hacía que sintiera un terror cada vez más profundo.

—Debemos permanecer ocultas y guardar silencio hasta que...

Oyeron unos pasos aproximándose en la arena. Levantando la cabeza al escuchar aquel ruido, Beth pegó un brinco como si le hubieran disparado.

Allí estaba su ladrón. Una figura alta e imponente con un largo gabán, que se metió la pistola en la cinturilla del pantalón y alzó la mirada para buscar la de ella. Tenía la cara en sombras, pero la salvaje energía que había sentido emanar de él un poco antes, parecía haber desaparecido.

Beth sintió un profundo alivio.

—Está vivo. — La joven se levantó y se acercó a él deprisa. Su alegría era evidente en su voz y en la sonrisa radiante que esbozó cuando él entrecerró los ojos.

—¿Acaso lo dudaba? — La volvió a coger por los brazos, sus manos eran fuertes y cálidas, pero también sorprendentemente suaves cuando curvó los dedos por encima de los codos de la joven. Le clavó los ojos en la cara.

—Puede que un poquito — admitió ella, todavía sonriéndole. Beth le puso las manos sobre el pecho y notó, distraídamente, la suave textura del chaleco que él llevaba puesto y la anchura de ese pecho en relación con sus manos—. Aunque, por supuesto, me alegro mucho de haberlo hecho sin motivo.

—¿De veras?

Las demás los alcanzaron en medio de un ruido de pasos, faldas susurrantes y preguntas.

—Entonces, ¿han huido todos?

—¿Qué ha ocurrido?

—¿Estamos a salvo?

—¿Hay una salida?

—¿Qué hacemos ahora?

—¿Dónde se han metido todos esos gusanos?

—¿No querrá hacernos creer que se ha deshecho usted solo de todos esos hombres? — Beth lo preguntó en un tono burlón porque no creía que eso pudiera ser posible. Opinaba que lo más probable era que sus perseguidores hubieran escapado al encontrar una oposición tan empecinada.

El hombre le respondió con una mueca.

—No tenemos mucho tiempo. — Lanzó una mirada al grupo—. Pueden estar seguras de que alguien habrá oído los disparos. Vendrán a averiguar qué ha pasado. ¿Quién ha dicho que había visto un bote en el sótano?

—Yo. — La que habló fue una chica con tirabuzones castaños que destacaban contra el manchado vestido blanco—. Estaba apoyado contra el muro en la última cámara antes de que bajáramos las escaleras.

—Tenemos que subir y traerlo hasta aquí. — Soltó a Beth y se dio la vuelta mientras seguía hablando por encima del hombro—. Y lo más rápido que podamos. ¿Alguien me puede ayudar a bajarlo?

Todas corrieron tras él. Mientras se dirigían hacia las escaleras, Beth observó sobre la arena una forma oscura que no había estado allí antes, y reconoció lo que era con un estremecimiento de consternación: un hombre boca abajo. A menos de un metro había otro, en esta ocasión boca arriba. Y otro más al lado de éste con un creciente círculo oscuro esparciéndose en la arena bajo su cabeza. Ninguno de ellos movía ni un dedo.

—¿Cree que están muertos? — le preguntó Mary al oído. Estaba al lado de Beth.

—No lo sé — respondió la joven.

—A mí me parece que sí — susurró la chica de las mejillas redondas y sonrojadas al otro lado de Beth.

—Oh, Dios mío, él solo se los ha cargado a todos — suspiró Mary en tono de respeto.

Beth siguió la mirada de Mary y echó un vistazo a su alrededor. Se dijo que la chica tenía razón. Había otros tres cuerpos diseminados por la curva de la ensenada. Hasta ese momento, habían estado ocultos por las sombras. Eso quería decir que al menos había seis cuerpos inmóviles en la playa.

¿Estarían muertos? Si alguno de ellos no lo estaba, parecía faltarle tan poco para morir que no suponía diferencia alguna.

Beth contuvo el aliento. Un leve estremecimiento de horror le recorrió la espalda desde la nuca hasta los dedos de los pies. Con los ojos abiertos como platos y una cierta cautela, buscó los anchos hombros del ladrón con la mirada cuando éste desapareció por el hueco de las escaleras. Aunque por supuesto no podía lamentar haberse salvado, era terrible darse cuenta de que él había matado a seis hombres para conseguirlo. Sin olvidar al gigante antes de entrar en el sótano.

Con él sumaban siete. Y lo había hecho sin ayuda de nadie. Sin la más leve señal de arrepentimiento.

«¿Qué clase de hombre es éste?»

Aquél fue el horrorizado pensamiento que dio vueltas en su mente mientras, acompañada de todas las demás, lo seguía escaleras arriba.