Capítulo 3
Para sorpresa de Neil, la imagen que apareció en su mente en ese instante fue la del viejo Nariz Ganchuda en Waterloo, oteando el campo de batalla antes de enviar a sus cansadas tropas a enfrentarse a un enemigo numéricamente superior. Era una inoportuna escena retrospectiva, ya que nunca había sido admirador de Wellington, en especial ese día... Pero así eran las cosas.
Como había aprendido con frecuente desagrado a lo largo de los años, no podía hacer nada con respecto a los recuerdos perdidos. Desaparecían tan pronto como llegaban.
—¿Qué clase de trato? — Sabía que era tonto preguntar. Sus dedos ya se curvaban preparándose para lo que debía hacer. Ella tenía un cuello delgado, suave... Sería muy rápido y fácil terminar con todo.
«Hazlo.»
La joven lo miró a los ojos y a Neil le sorprendió descubrir que los de ella habían cambiado en cuestión de segundos de un azul profundo a un gris plomizo.
—Si me ayuda, no le diré a nadie que le he visto — le dijo alzando la barbilla con la espalda rígida como la bayoneta de un soldado. No... de un general. Wellington otra vez.
Neil relajó los dedos.
—¿Si la ayudo a qué? — No dejaba de tener su gracia ver a su antiguo comandante encarnado en aquella Venus de piel sedosa e, inesperadamente, se le curvaron los labios. Si ella le había tenido miedo en algún momento, éste había desaparecido por completo. Lo miraba con un acerado brillo en los ojos que significaba que la joven pensaba que era ella quien tenía la sartén por el mango. Era evidente que la dama sólo estaba considerando cuál sería la mejor solución a su problema, sin ser consciente de que su vida pendía de un hilo. Él había despachado tantas almas a lo largo de los años, que el asesinato era un hábito muy arraigado en su interior. Pero para Neil, sus víctimas no poseían ni una pizca de humanidad. Eran simples trabajos que debía concluir con la mayor eficacia posible. Sin embargo, aquella fascinante pelirroja le resultaba demasiado vital y tenía que hacer un esfuerzo para comportarse como el asesino sin emociones que solía ser.
—Tengo que deshacerme de él — dijo ella dando un desdeñoso puntapié a lord Rosen con su escarpín dorado — y largarme de aquí sin que nadie me vea. Si no lo consigo, si alguien nos descubre aquí, me veré forzada a casarme con él para que mi reputación no se vea horriblemente arruinada. Y le aseguro que eso no lo pienso hacer. — Lo miró a los ojos—. Usted ha entrado por la ventana. He pensado que quizá pueda echarme una mano para sacarlo por ahí y luego ayudarme a salir a mí. Desde el exterior, podría dirigirme a mi dormitorio por la escalera de servicio sin que nadie me vea y decir que rompí el compromiso con William, que él se fue y que, luego, me fui a mi habitación. Y... y quizás, usted podría llevar a lord Rosen a su casa o, al menos, lo más lejos posible de aquí.
Su tono era de esperanza. El mismo sentimiento que brillaba en sus ojos. Neil apretó los labios con impaciencia mientras la miraba de arriba abajo. Había que reconocerlo, era hermosa y vulnerable y, sí, aunque podía resultar algo ridícula con aquella expresión resuelta, el glorioso pelo revuelto y los brazos cruzados sobre los exuberantes pechos desnudos, suponía un peligro para él. No cabía duda. Si se daban las circunstancias, ella estaría en situación de arruinarle la vida con sólo abrir la boca.
Parte de la batalla que libraba consigo mismo debió de reflejarse en su cara, porque ella abrió los ojos de par en par sin dejar de mirarlo y añadió precipitadamente:
—Tengo dinero, no se preocupe. Le pagaré por ayudarme. Le pagaré muy bien.
En ese momento, Neil tomó una decisión. Era una estupidez, él sabía de sobra lo estúpido que iba a ser. Sería el tipo de error imprudente que terminaría por costarle la vida si algo salía mal, pero supo que no le importaba correr el riesgo. No la iba a matar. Era preciosa, encantadora y muy joven. No merecía morir. Era una criatura inocente que aquella noche había tenido la desgracia de encontrarse en el lugar equivocado. Y le sorprendió percatarse de que, después de todo, él no estaba tan desprovisto de decencia como había supuesto durante tanto tiempo.
Matar a esa muchacha sólo porque había tenido la desgracia de tropezarse accidentalmente con él, era algo que, simplemente, no quería hacer.
Parecía que el Ángel de la Muerte, como era conocido en ciertos círculos, tenía buen corazón después de todo.
Y si no era corazón, algo sería. Quizá quedara en él una pizca de conciencia. O quizá fuera la falta de interés de un depredador por algo que no solía ser su presa.
Aceptaría el trato. En cuanto tomó la decisión, se le relajaron los tensos músculos del cuello y los hombros.
—De acuerdo. — Vaciló, y luego la señaló con un acusador dedo índice para subrayar sus palabras—. Pero debe mantener su parte del trato, ¿entendido?
—¿Me va a ayudar? ¡Oh, gracias! — Sus ojos resplandecían de alivio y gratitud, lo que provocó que adquirieran un seductor tono azul porcelana—. No se preocupe, no le delataré. — Entonces hizo una mueca y le lanzó una mirada sardónica—. Aunque si se dedica a robar en las casas, probablemente esté obrando mal. Debería encontrar otra mansión en la que... — Rosen gimió y ella se interrumpió para dirigir una mirada nerviosa hacia su antiguo prometido—. Humm... No importa. ¿Podemos darnos prisa? No tardarán demasiado en encontrarnos.
Rosen comenzaba a moverse bastante. La expresión de la joven parecía realmente alarmada mientras observaba cómo se daba la vuelta. Daba la sensación de que el conde iba a recobrar el conocimiento de un momento a otro.
Haciendo una mueca para sus adentros por su insensatez, Neil se movió con rapidez y se inclinó sobre el gimiente Rosen. Con un rápido derechazo en la mandíbula le hizo regresar a la completa inconsciencia.
—Oh, bien hecho — dijo la joven con inconfundible admiración y, a pesar de lo molesto que se sentía consigo mismo y con la situación, Neil casi sonrió. Le resultó una reacción extraña, muy extraña, y se dio cuenta de que había pasado mucho tiempo desde la última vez que se había relajado lo suficiente como para disfrutar de una situación de la manera en que comenzaba a disfrutar del apuro en el que se encontraba.
—Gracias — dijo. Entonces, agarró el cuello de la recargada chaqueta de Rosen y lo arrastró hacia el balcón mientras su nueva cómplice de correrías lo seguía con ansiedad.
—¿Quiere que le ayude a...? — comenzó a decir ella mientras las cortinas se agitaban a su alrededor. Se interrumpió cuando Neil puso a Rosen boca abajo, antes de inclinarse y agarrarlo por la cinturilla del pantalón. Con el impulso, Rosen acabó tendido sobre la barandilla de hierro que cerraba la pequeña cornisa de piedra a la que daba la puertaventana, pues era demasiado estrecha para decir que era un balcón.
El hombre era tan pesado como un saco de piedras. Por un momento, Neil temió que la tela que sujetaba no soportara el peso. Pero los elegantes pantalones aguantaron. Durante un instante, Neil sostuvo a Rosen por ellos y por el cuello de la chaqueta de raso, apuntando cuidadosamente, y luego, no sin satisfacción, lo soltó.
«Por fortuna no hay demasiada altura», pensó Neil mientras Rosen chocaba contra las acogedoras ramas de un majestuoso seto. La hojarasca se lo tragó, escondiéndolo casi por completo de la vista. Sólo el brillante raso blanco de los pantalones del conde hacía posible que pudieran localizarlo.
Se escuchó un lejano clic cuando se abrió la puerta de la biblioteca. El sonido fue inconfundible. Detrás de Neil, la joven brincó como un gato escaldado.
Neil se volvió instintivamente cuando ella tropezó contra él con el ímpetu de una bala de cañón. La colisión casi les hizo caer a los dos por encima de la barandilla. Si él no hubiera tenido los agudos y afilados reflejos de un hombre acostumbrado a reaccionar ante las sorpresas, no habría sido lo suficientemente rápido como para evitar el desastre.
«Tranquilidad.»
La sujetó por los hombros, evitando que los dos perdieran el equilibrio, pero ella tenía centrada la atención en otra cosa. Le dio la espalda y clavó la mirada con temor en la pared de terciopelo rojo en la que se habían convertido las cortinas una vez cerradas. Estaba rígida como un alambre. Escucharon hablar a alguien en la estancia.
—Creía haber entendido que mi hijo estaba aquí dentro. — La voz, fría e imperiosa, parecía pertenecer a una mujer mayor.
—Lo lamento, lady Rosen. Lord Rosen ha debido de salir sin que me diera cuenta. — Respondió una voz masculina, que evidentemente pertenecía a un criado.
—¿Lady Elizabeth estaba con él?
—En realidad no sabría decirle, milady.
—Mmm. — Se escuchó un susurro de telas y un ligero taconeo en el suelo de madera cuando lady Rosen se marchó. Un sonido más suave señaló la salida del criado. Luego oyeron un murmullo y otro chasquido cuando la puerta se cerró de nuevo.
—Supongo que usted es lady Elizabeth — le murmuró Neil en tono interrogativo al oído. Los hombros de la joven eran delgados y flexibles bajo sus manos y le resultaba agradable sentirlos calientes y redondeados bajo las palmas. La pálida piel femenina resplandecía débilmente bajo la tenue luz de la luna que, en ese momento, asomaba entre las nubes.
El olor a lluvia flotaba en el aire. Pero era el tentador aroma a lavanda lo que inundaba sus fosas nasales. Y, aunque esa noche se estaba arriesgando a ser descubierto, no sabía cuál de las dos cosas encontraba más perturbadora.
La joven asintió con la cabeza, luego lo miró por encima del hombro. Él observó cómo la brisa jugueteaba con aquel pelo rojizo, haciendo que un mechón revoloteara contra su propia boca. También tenía la textura de la seda.
—Era la madre de William.
—Eso he imaginado.
—Está buscando a su hijo... y a mí. Oh, debo salir de aquí. — Se liberó de sus manos y se volvió con rapidez para enfrentarse a él—. ¿Puede ayudarme a bajar? — le preguntó con apuro, acercándose a la barandilla y mirando hacia abajo.
Desde el estrecho espacio se veía el exuberante jardín lateral, que quedaba oculto de la calle por una verja de hierro, una valla alta y la fachada de ladrillo de la mansión colindante. Como bien sabía Neil por su anterior reconocimiento del área, ésta estaba vacía, pues al parecer el dueño había elegido quedarse en el campo durante la temporada. Las ventanas estaban oscuras y las contraventanas cerradas, lo que les permitiría alcanzar el suelo casi con total privacidad.
—Tengo una idea mejor. — Él dejó caer las manos, aunque podría jurar que todavía sentía el calor de la joven en las palmas—. Primero bajaré yo. Luego salta usted y la atrapo en el aire.
Ella emitió una risita nerviosa por encima del hombro.
—Muy bien. Pero dese prisa.
Saltar la barandilla no requirió esfuerzo alguno. Neil cayó con agilidad en el suelo, logrando evitar, con la facilidad que da la práctica, tanto el seto que había servido de colchón a Rosen como la grava del camino que conducía a la parte trasera de la casa. Aterrizó de pie sobre la hierba suave, recuperó el equilibrio y se dio la vuelta para admirar cómo la intrépida lady Elizabeth, con su brillante vestido de baile, se subía trabajosamente a la barandilla.
—¡Qué lata! — masculló la joven cuando se le enredó la falda.
Neil sucumbió finalmente y esbozó una sonrisa ladina cuando aparecieron ante sus ojos las delgadas y bien proporcionadas pantorrillas femeninas, enfundadas en unas medias de seda blanca sujetas a los muslos con unas ligas azules, y la tierna curva de un trasero redondo y lo suficientemente tentador como para que una parte de su cuerpo comenzara a latir inconvenientemente. Entonces, ella tironeó de la tela, masculló otra imprecación y liberó la falda, que cayó con rapidez para cubrir lo que él estaba admirando. Aunque los finos y delicados tobillos y la parte inferior de las piernas todavía quedaban expuestos, visibles para quien estuviera debajo.
Pero fue al levantar la mirada hacia su cara cuando él se percató de que faltaba lo mejor. Agarrarse a la barandilla requería de las dos manos, lo que significaba que los redondos y hermosos pechos quedaban completamente al descubierto. Bañados por la luz de la luna, parecían perfectas lágrimas opalescentes que subían y bajaban tentadoramente cada vez que ella tomaba aliento.
Él era, después de todo, humano. Un hombre. Y su cuerpo se tensó de una manera aguda y dolorosa. Tragó saliva y la admiró abiertamente.
—Cierre los ojos — siseó ella, mirándolo con el ceño fruncido. La joven se había subido a la barandilla y se agarraba a ella en el mismo lugar que él había elegido, el único desde el que se podía evitar con facilidad tanto el seto como la grava, cerrando los dedos sobre las diminutas muescas de la piedra donde estaban clavadas las barras de hierro de la barandilla.
—Tírese. La cogeré. — Recobrando el sentido a duras penas, Neil se dio cuenta de que todavía sonreía cuando se colocó justo debajo de la joven.
—Le he dicho que cierre los ojos.
—Si cierro los ojos no podré cogerla — dijo en tono razonable. Extendió los brazos firmemente hacia ella, preparado para pasarse los próximos minutos intentando convencerla de que no dejaría que se hiciera daño.
Pero al parecer, ella no albergaba tales dudas.
—Allá voy — le dijo con voz grave, dejándose caer en picado como un pequeño pájaro dorado.
Se hundió entre sus brazos en un susurro de seda y un remolino de rizos rojizos, sorprendentemente pesada para ser tan menuda. Él cerró los brazos en torno a ella a la vez que daba un paso atrás para mantener el equilibrio. Durante un momento la joven se quedó inmóvil. Neil la sostuvo con un brazo bajo los muslos y otro en la cintura, como si fuera un bebé, permitiéndole recuperar el aliento mientras inhalaba otra vez el aroma a lavanda y se recreaba en el placer de mirarla.
Sus pechos, suaves y redondos, todavía se bamboleaban tras el aterrizaje. La piel era perfecta y cremosa. Bajo la luz de la luna, las areolas eran oscuras y los pezones más oscuros todavía. La respuesta de Neil fue instintiva y atávica. Se puso duro como el granito, contuvo el aliento y se le aceleró el pulso.
Precisó de todo el autocontrol que poseía para no bajar la boca y saborear uno de aquellos pequeños brotes abultados.
Por fortuna, Neil disponía de una buena dosis de autocontrol.
—Puede dejarme en el suelo. — Ella se recuperó más rápido que él y se cubrió de nuevo aquellos deliciosos pechos con los brazos mientras le dirigía una mirada de advertencia ante lo que leía en su cara.
—De nada — le dijo él con ironía mientras la depositaba sobre el césped, seguro de la insensatez que suponía hacer cualquier otra cosa, pero tentado a hacerlo de todas formas. Esa joven había avivado su deseo, pero existían otras mujeres que lo saciarían si era preciso. En cualquier caso, las jóvenes inocentes de ojos grandes nunca habían sido su tipo.
—Oh, gracias, por supuesto — dijo ella con retraso mientras se apartaba el brillante pelo de la cara sacudiendo la cabeza con rapidez—. En realidad le agradezco muchísimo su ayuda. — Mantuvo los brazos apretados contra el pecho. Frunció el ceño al tiempo que lanzaba una mirada hacia el oscuro jardín trasero de la casa—. Si viene mañana por la man... No, espere, dadas las circunstancia no puede visitarme, ¿verdad? Bueno, siempre doy un paseo matutino por Green Park a eso de las diez. Podemos encontrarnos por ejemplo en el Folly a las diez y diez, entonces podré pagarle.
La joven prácticamente daba saltitos de impaciencia mientras escrutaba los alrededores con nerviosismo, claramente ansiosa por marcharse. Neil sintió una punzada de pena al darse cuenta de que aquel divertido y agradable interludio, que tan inesperadamente había surgido en su fría y disciplinada existencia, estaba a punto de terminar, y sucumbió a la tentación por primera vez en muchos años.
—Prefiero cobrar en el acto.
Sin esperar respuesta por parte de la joven, le atrapó la barbilla entre el pulgar y el índice. Mientras ella lo miraba con asombro, él inclinó la cabeza y le rozó la boca con la suya. Los labios de lady Elizabeth eran suaves y cálidos, ligeramente húmedos y entreabiertos por la sorpresa. El beso fue totalmente inocente, una mera muestra de los encantos que él lamentaba no poder explorar, pero ella apartó bruscamente la cabeza y se alejó de un brinco, como si se hubiera quemado.
—Es usted un canalla. — Le temblaba la voz por la afrenta y sus ojos echaban chispas—. ¿Cómo se atreve?
—Considero que con esto queda saldada la deuda. — Neil se inclinó para dedicarle una reverencia, lamentando ya haber sucumbido a la tentación—. Ahora, si me dice la dirección de su antiguo prometido...
Resultó fácil leer la expresión de lady Elizabeth incluso bajo la escasa luz de la luna. Era evidente que la indignación que sentía hacia él batallaba con la pragmática necesidad de resolver la situación con rapidez. El pragmatismo resultó victorioso.
—Vive en el número 29 de Beecham Street. — Tras decir eso y dirigirle otra abrasadora mirada furibunda, capaz de fulminarlo de haber sido eso posible, desapareció con rapidez en el oscuro jardín trasero de la mansión.
Neil continuó mirándola hasta que las sombras se tragaron el brillo dorado de su vestido y, sin hacer caso de la ridícula sensación de pérdida, volvió a centrar la atención en Rosen.
Debía de haberle pegado más fuerte de lo que pensaba, pues el hombre seguía inconsciente. Neil lo sacó del espinoso seto con cierta dificultad — ya que no quería estropear su propia ropa, pues debido a las circunstancias no disponía de mucha más — y lo hizo rodar por el suelo. Entonces, buscando explicar el estado de Rosen de forma creíble, le volvió los bolsillos del revés. El reloj y la tabaquera no le interesaban demasiado, aunque se los quedó para que pareciera que alguien le había robado, y el grueso fajo de billetes que llevaba era suficiente para vivir con relativa comodidad durante varios días. Mientras se lo guardaba en el bolsillo con evidente placer, Rosen movió los ojos temblorosamente y murmuró algo incomprensible.
No sin satisfacción, Neil le atizó otro puñetazo.
«Eso por la hermosa lady Elizabeth», pensó.
Después, no le costó demasiado poner al hombre de pie con intención de que pareciera ebrio y, haciendo que le pasara un brazo por los hombros, lo sujetó por la cinturilla del pantalón y lo arrastró en dirección a su casa. Se dio cuenta de que al tomarse tantas molestias estaba cometiendo una estupidez todavía mayor que cuando había permitido que la atractiva lady Elizabeth siguiera con vida. Su existencia se regía por una ley tácita: jamás ayudar a nadie excepto a sí mismo, pero, de alguna manera, ella había hecho aflorar un oxidado código del honor que él creía haber olvidado hacía ya mucho tiempo. Y allí estaba, ocupándose de un problema que no era asunto suyo.
«Lo más sencillo sería matarlo y largarte», pensó, torciendo la boca en un gesto de arrepentimiento mientras sujetaba a Rosen, que pesaba lo suyo.
Pero, aún no había acabado ese pensamiento cuando le asaltó otro.
«La dama, sin duda, pondría objeciones al respecto.»
Neil se dio cuenta de que por primera vez en mucho tiempo estaba considerando las necesidades de otra persona. Y, definitivamente, no recordaba otra ocasión en la que el bienestar ajeno hubiera pesado más que el suyo propio. Si mataba a Rosen, era probable que sospecharan que lady Elizabeth era prima hermana de la asesina lady Macbeth. Oh, volvía a pensar en Shakespeare por segunda vez en la noche, y ahora en una de sus obras más sangrientas. Si abandonaba allí al conde, algo igual de tentador, las pesquisas cuando lo encontraran salpicarían a lady Elizabeth. Y, por alguna razón desconocida, estaba resuelto a hacer todo lo posible para que ella saliera indemne de aquel apuro.
«Maldita mozuela.»
A los treinta y un años era lo bastante mayor y poseía la suficiente experiencia como para no dejarse engatusar por una damisela en apuros con grandes ojos azules, labios que invitaban a ser besados y unos pechos absolutamente memorables.
Pero allí estaba; evidentemente no era tan insensible como había pensado.
Algo que necesitaba rectificar de inmediato si deseaba tener una vida larga y provechosa.
Pegado al muro recorrió los jardines traseros de las casas adyacentes antes de irrumpir con su carga en la esquina de Grosvenor Square con Brook Street, evitando de esa manera la hilera de carruajes — con sus curiosos conductores y caballos asustadizos — apostados ante la elegante mansión donde tenía lugar el baile. Se detuvo entre las sombras, esperando no ser visto por una doncella que apareció inesperadamente en la puerta, enviada sin duda a un recado. Un grupo de ruidosos caballeros engalanados con sombrero de copa y bastón se subió apresuradamente a un carruaje situado un poco más adelante, y Neil observó que tampoco lo habían visto. Si no fuera por eso, la zona estaría desierta. Los rectángulos de luz que arrojaban las ventanas de las casas colindantes fueron los únicos obstáculos que Neil tuvo que sortear. Rosen respiraba profundamente, apestaba a colonia y a pomada para el pelo y, además, babeaba. Hizo una mueca de asco mientras arrastraba al hombre desde el exclusivo ambiente de uno de los barrios más selectos de Londres hasta el barrio pobre de callejones estrechos que limitaba con él. Allí, las farolas de gas iluminaban las esquinas distantes, arrojando un extraño brillo amarillo en la niebla que comenzaba a flotar sobre los adoquines, pero las cunetas y el resto de las calles eran tan oscuras que resultaba imposible identificar a nadie. No había muchas mujeres a esas horas. Las decentes caminaban apresuradas, con la cabeza inclinada y cubierta por la capucha de su capa; las demás callejeaban con la esperanza de encontrar algún cliente para esa noche. Los hombres eran más eclécticos, caballeros, bebidos o no, se mezclaban con otros de origen más turbio. A pesar de la hora, el tráfico se hacía más intenso según se acercaba a Piccadilly. Un calesín pasó por su lado, conducido por un hombre en evidente estado de embriaguez, que cantaba a pleno pulmón las canciones más soeces. También le adelantaron otros ruidosos carruajes camino de la Ópera, o quizá de alguna fiesta privada en un club de caballeros. Por fin, Neil consideró que se había alejado lo suficiente y le hizo señas al primer carruaje de alquiler que vio.
Metió a Rosen en el interior, le dio al conductor la dirección y le pagó la tarifa a regañadientes. Luego dio un paso atrás.
El carruaje se puso en marcha, alejando aquel indeseado problema de la vida de Neil. Por fin podía dedicarse al asunto que le había llevado a Londres.
Sólo esperaba que las cosas resultaran bien para lady Elizabeth.
Quizás algún día, pensó regresando a las sombras del callejón del que había salido, haberse apiadado de ella equilibraría la larga lista de pecados que había cometido. Pero, de todas maneras, ésta era tan larga que probablemente no contara en absoluto.
Con ese último pensamiento, la apartó de su mente.
Sólo para encontrarse que no haber prestado atención a lo que le rodeaba ya le pasaba factura.
—Buenas noches, Ángel — dijo Fitz Clapham, saliendo de un portal cercano. Pudo identificarlo al instante por su ronco acento cockney a pesar de la oscuridad, del sombrero que llevaba calado hasta las cejas y del cuello del abrigo levantado que ocultaba sus rasgos. Clapham era bastante más bajo y mucho mayor que Neil, pero fuerte y musculoso como un toro y letal con una navaja en la mano. En el reducido gremio de los asesinos a sueldo, era considerado uno de los mejores—. Mantén las manos donde pueda verlas. Vaya, vaya, ¿creías de verdad que no volveríamos a encontrarnos?
Considerando que la última vez que había visto a Clapham, éste acababa de recibir un disparo y yacía en medio de un charco de sangre en un castillo francés, rodeado por un montón de matones a sueldo contratados para acabar con él, Neil supuso que podría perdonársele haber pensado justo eso.
—¿Qué quieres? — le preguntó aunque lo sabía de sobra. Por el rabillo del ojo observó que los demás hombres que había en el callejón y que estaban allí por sus propios asuntos, no querían tomar parte en eso y se perdían como gatos en la noche. Calculó el tiempo que le llevaría sacar la pistola del bolsillo de la chaqueta y llegó a la conclusión de que sería demasiado. Si movía la mano en esa dirección, no llegaría a tocarla.
—Ah. ¿Sabes que me dejaste hecho una pena? No me gustó nada de nada. — Clapham sonrió y abrió la chaqueta para que Neil pudiera ver el brillante cañón de su pistola, que apuntaba, tal y como Neil sabía, a su corazón.
Eso había ocurrido dos años antes, cuando los habían contratado para realizar el mismo trabajo: hacer desaparecer del mundo de los vivos al cabecilla de la inteligencia francesa. Ninguno de los dos lo supo hasta que se encontraron cara a cara. Clapham había fallado, siendo derribado por las balas de los guardaespaldas de su objetivo. Neil, sin embargo, sí había tenido éxito.
Siempre tenía éxito. Después de más de una década prestando letales servicios a su país, jamás había fracasado en ninguna misión.
Era algo de lo que estaba bastante orgulloso.
—No fue mi intención — dijo Neil.
Clapham asintió con cabeza.
—No te muevas. — Entonces, dirigiéndose a alguien que estaba detrás de Neil, añadió—: Regístrale y quítale todas las armas. Seguro que lleva una pistola y un puñal en la bota.
Neil se dio cuenta de que, evidentemente, Clapham le había visto usar el puñal, una pequeña navaja de plata que siempre ocultaba en la bota derecha, cuando se deshizo del centinela que había atacado a Clapham. Mientras pensaba eso, observó que había dos figuras más detrás de él y que se acercaban despacio. Aunque también estaban envueltas por la niebla y las sombras, Neil no tuvo que verles los rasgos para saber quiénes eran. Al contrario que él, que siempre trabajaba solo, Clapham utilizaba a menudo los servicios de dos secuaces, Moss Parks y Toby Richards. En especial cuando la misión prometía ser más difícil o peligrosa de lo habitual. A diferencia de Clapham, los dos eran estúpidos. Pero igual de mortíferos.
No se hizo ilusiones: esa noche, la misión que tenían entre manos era matarle.
Por desgracia para ellos, Neil aún no estaba dispuesto a morir.
En el mismo momento en que Clapham le apuntó con la pistola, y Parks y Richards levantaron las suyas, Neil se arrojó hacia las rodillas de Clapham en un rápido y certero contrataque.
—¡Demonios! — bramó Clapham, intentando apartarse y dispararle al mismo tiempo, sin conseguir su objetivo. La bala le pasó rozando la oreja derecha, y notó cómo impactaba contra los adoquines, rebotando con un sonido metálico. Neil hizo caer a Clapham antes de que pudiera volver a disparar, impulsando todo el peso de su cuerpo contra las piernas de su oponente y consiguiendo que éste perdiera el arma. Clapham salió despedido por encima de la espalda de Neil, cayendo sobre él y protegiéndolo durante unos segundos vitales de los disparos de Parks y Richards, que habían abierto fuego en la oscuridad. Los gritos hicieron eco en los muros de las casas que los rodeaban.
—¡No disparéis! — gritó Clapham, cubriéndose la cabeza cuando se estrelló contra los adoquines.
—¡Cogedle!
—¡Aquí!
Richards arremetió contra Neil cuando éste intentaba ponerse en pie, casi derribándolo de nuevo. El caos reinó en la escena y los sicarios de Clapham abandonaron la idea de dispararle para intentar derrotarle a puñetazo limpio. En aquella densa oscuridad era imposible estar seguro de qué estaba ocurriendo en realidad o de quién era quién. En medio del estrépito y los gruñidos de los hombres al caer sobre los adoquines, los espectadores los observaron como fantasmas en medio de la niebla, aguardando a una distancia prudencial mientras los tres agresores caían sobre Neil con la celeridad de un rayo. Neil parpadeó de dolor cuando le dieron un puñetazo en la comisura de la boca. Un destello plateado en la oscuridad le previno a tiempo de evitar el cuchillo. Un hombre — tal vez Parks — gimió de dolor y Clapham soltó una maldición cuando se abrió una ventana en uno de los pisos y se escuchó gritar a una mujer:
—¡Timmy, avisa al guardia!
El apestoso hedor de la cuneta llena de aguas fecales que tenía casi bajo los pies inundó las fosas nasales de Neil cuando intentó coger aire tras recibir en el estómago el impacto de un puño del tamaño de un yunque. Respirando con dificultad, le devolvió el favor al agresor con un gancho de derecha, haciendo que éste saliera volando por los aires.
En cuanto se dio cuenta de que sólo quedaban en pie Clapham y él, sonó otro disparo. La bala rebotó en la pared más próxima a Neil.
—¡Maldito estúpido, no me dispares a mí! — gritó Clapham, intentando capturar a Neil. Éste se movió para evitarlo. Clapham era rápido a pesar de su tamaño y lo agarró por la chaqueta cuando comenzaba a correr, deteniéndolo en seco. Neil se volvió con rapidez y le dio un puñetazo en la prominente barriga, a la vez que tiraba de la chaqueta para liberarse. Entonces se escapó en la oscuridad, corriendo hacia uno de los pequeños callejones que había en la zona.
—¡Atrapadlo!
La respuesta fue un disparo que resonó a su espalda mientras él corría como alma que lleva el diablo hacia el laberinto de callejones que conocía como la palma de su mano, algo que esperaba fuera su salvación. Intentó planear sus próximos movimientos. Decidió que lo mejor que podía hacer, de momento, era correr. Escuchó un nuevo tiro mientras se internaba en otra callejuela.
Eso era lo peor de todo: que hubiera unos asesinos empeñados en acabar con él.
A pesar de sus años de leal servicio a la Corona y a su país, había un montón de gente decidida a verlo muerto.