Capítulo 7

Fue la criada la que le dio el primer aviso a Neil de que su plan había fracasado. Con el sombrerito de lady Elizabeth, que finalmente había logrado recuperar bajo los sauces en la parte baja de la ladera, sujeto con firmeza entre los dedos, la mujer se apresuró a reunirse con su ama. Ahora que el perro había dejado de ladrar, volvían a disfrutar de la tranquila mañana. Neil se plantó en medio del camino — el mejor lugar para que lady Elizabeth lo viera cuando reanudara el paseo — con los brazos cruzados en el pecho y esperó, sintiéndose menos tenso que en los días anteriores.

Es decir, hasta que los gritos de la criada inundaron sus oídos.

—¡Señorita Beth! ¡Señorita Beth! — El desasosiego en la voz de la mujer fue imposible de ignorar—. Cielos, señorita Beth, ¿dónde está usted? ¡Señorita Beth!

Neil frunció el ceño y dejó caer los brazos a los costados. Comenzó a andar en dirección al estanque, donde la criada gritaba sin parar.

—¡Señorita Beth! ¡Señorita Beth!

Asomándose al otro lado del sauce, Neil lanzó una mirada a la ladera que conducía al estanque y vio a la criada, con el sombrero de su ama apretado contra el pecho, corriendo como una posesa por la orilla del estanque y buscando detrás de cada árbol, de cada arbusto, de cada penacho de hierba lo suficientemente alta como para poder ocultar a una persona.

«¿Qué demonios...?»

—¿Se ha escondido, señorita Beth? No me hace gracia, salga de una vez, ¡señorita Beth!

Por lo general, a Neil no le gustaba nada dejarse ver, pero se dio cuenta de que en ese caso en particular, no importaba demasiado. Richmond sabría con quién estaba tratando en cuanto recibiera el mensaje informándole del secuestro de su cuñada.

Una joven que debería estar ahora junto a él, pero a quien no veía por ningún sitio.

—¿Qué pasa? — preguntó él, interponiéndose en el camino de la criada.

Tenía barba de varios días, sus útiles de afeitar estaban con el resto de sus pertenencias en las habitaciones que se había visto forzado a abandonar en París y no había querido gastar el poco dinero que le quedaba en adquirir otros. Su ropa tampoco estaba en mejores condiciones, lo cual no era sorprendente si tenía en cuenta que desde hacía dos semanas — momento en el que alguien había intentado asesinarle en su cama — sólo tenía una muda que había robado en una casa de mala reputación mientras el propietario estaba ocupado en lujuriosos quehaceres. Pero había recibido la suficiente atención femenina a lo largo de los años como para saber que la criada no aprobaba su aspecto. La joven doncella se detuvo — no le quedó otra opción cuando él se colocó justo delante de ella — y abrió los ojos de par en par. En ese momento la doncella lo miró de arriba abajo. Por fortuna, todavía hablaba y gesticulaba como un caballero y la alarma instintiva que había sentido la joven al ser abordada por un desconocido en un lugar público se vio instantáneamente apaciguada.

—Oh, señor, es mi ama — contuvo el aliento con evidente desasosiego. Con la cara enrojecida y sudorosa miraba a su alrededor buscando a lady Elizabeth sin dejar de hablar—. Ha... ha desaparecido. El perro se he escapado y ella lo ha seguido, pero el sombrerito... ha salido volando. Ella ha corrido hacia el estanque y yo... Oh, señor, ¿qué puedo hacer? ¡Ha desaparecido!

Gracias a aquel alocado monólogo, Neil se dio cuenta de la realidad. Salvo la criada y él, no había un alma a la vista. Ninguna jovencita de pelo llameante. Ningún perro ladrando. Sólo una vaca pastando en medio del prado de la granja y un carruaje negro con las cortinillas cerradas que se dirigía a toda velocidad hacia el portón.

—Cállese — le dijo a la criada, que comenzaba a gemir. Cuando la mujer, obedeciéndole, se tragó el sonido con un suspiro, él se dio la vuelta y caminó rápidamente hacia el estanque. Una fría punzada de ansiedad le bajó por la espalda. ¿Se habría caído lady Elizabeth al agua? ¿Se habría ahogado? ¿Sería eso posible sin dejar ni una sola onda en la superficie ni haber emitido un solo sonido?

Pero entonces, ¿dónde se habría metido?

—La señorita Beth nada como un pez. — La criada, que volvía a gemir, lo había seguido y parecía haberle adivinado los pensamientos mientras él escudriñaba la turbia superficie—. Oh, señor, ¿dónde puede estar?

Neil miró hacia atrás y se la encontró observándolo como si esperara que él asumiera el mando y encontrara a su ama. Una vez más, el hombre miró a su alrededor, tomando nota de cada detalle del frondoso paisaje, con el mismo éxito que antes. Parecía que lady Elizabeth había desaparecido sin dejar huella, y el perro con ella.

«Imposible.»

—¡Lady Elizabeth! — Su voz era mucho más fuerte que la de la criada, mucho más profunda y severa. Era, de hecho, la voz de un hombre acostumbrado a ser obedecido al instante. En este caso, también tenía la virtud de ser conocida por los oídos que quería que la oyeran. No dudaba que obtendría una respuesta... si ella estaba en condiciones de dársela.

Y así tenía que ser. ¿Cómo era posible que la hubiera perdido de vista unos minutos y ella hubiera desaparecido?

La única respuesta la obtuvo de los patos, que movieron las alas, surcando de nuevo el cielo y, tras elevarse por encima de las copas de los árboles, se perdieron de vista.

Después de eso, reinó el silencio. Un tenso silencio que sólo se vio perturbado por la jadeante respiración de la criada y la brisa primaveral que agitaba las copas de los árboles.

—¡Lady Elizabeth! ¿Me oye?

Se le ocurrió demasiado tarde que estaba gritando «lady Elizabeth», con lo que la criada se daría cuenta de que él sabía exactamente quién era su ama. No es que importara demasiado dado lo que pretendía — mejor dicho, lo que había pretendido—, pero la cautela formaba parte de su naturaleza tanto como la desconfianza, y sintió una punzada casi física al no disfrutar del anonimato acostumbrado. Sin embargo, la criada no pareció notar nada raro. La chica tenía ahora la cara roja como la grana y le temblaban los labios mientras volvía la cabeza de un lado a otro buscando inútilmente a su ama con la mirada.

—¿Podría haber regresado a casa sin usted? — preguntó Neil sin esperar en realidad que la damita hubiera hecho aquello. Si ése hubiera sido el caso, aún estaría al alcance de la vista, y no era así. De cualquier manera, todo parecía tener sentido tratándose de lady Elizabeth, incluso volver a casa sin la criada y sin el sombrerito. Aquella joven carecía por completo de sentido común. Aun así, Neil frunció el ceño mientras seguía con los ojos el camino que llevaba desde el estanque al portón, justo a tiempo de observar que se abría la puerta del carruaje y que caía algo al suelo. Neil llegó a captar un rápido movimiento en el interior, una especie de borrón amarillo y rojo, antes de que la puerta se cerrara.

Durante unos cuantos segundos, simplemente se quedó mirando mientras su mente procesaba lo que acababa de ver. En ese instante, el carruaje atravesó los altos portones de piedra y giró para incorporarse al tráfico de la calle.

El borrón rojo que había visto tenía la tonalidad del pelo de lady Elizabeth. El amarillo, el mismo matiz brillante que su vestido. Y aquello que había caído del carruaje... aquel bulto... se movía agitado y se despojaba de una manta gris para revelar un pequeño animal de color tostado: el perro.

—Florimond — suspiró la criada, confirmándole la identidad del animal.

Santo Dios, no había error posible. Por alguna razón, lady Elizabeth estaba dentro de aquel carruaje.

Justo cuando tuvo aquella certeza, echó a correr hacia su caballo maldiciéndose para sus adentros por haber permitido que se la llevaran.

—¡Señor! — chilló la criada con voz lastimosa—. Señor, por favor, ¿qué hago?

Se había olvidado de ella por completo. El perro, al oírla, volvió la cabeza y comenzó a trotar en su dirección, sin que pareciera que hubiera sufrido el más mínimo daño con la experiencia.

—Espere aquí — le gritó él por encima del hombro. No formaba parte de su plan tener que rescatarla antes de secuestrarla—. Seguro que volverá.

Si la criada respondió, Neil no la oyó. Él ya había sobrepasado la leve ladera que constituía su horizonte y no sintió necesidad alguna de responderle. Sus pensamientos ya la habían olvidado mientras aplastaba el césped con las botas.

Volvió a recrear la escena en su mente, cada vez más convencido de que lady Elizabeth estaba en aquel carruaje, lo que dejaba dos posibilidades: la joven había entrado en él porque había querido, o había sido forzada a hacerlo. En realidad sabía muy poco de la dama, salvo que sólo tres días antes había roto un compromiso de una manera un tanto drástica. Por lo tanto, parecía improbable que él acabara de ser testigo de una fuga clandestina. La borrosa imagen que había vislumbrado en el interior del carruaje, sugería que dentro estaba teniendo lugar algún tipo de lucha. Y el perro había sido envuelto en algo, lanzado al suelo y abandonado. Dados los hechos, la explicación más plausible para la presencia de la joven en el carruaje era que la hubieran secuestrado.

Pero secuestrarla era su plan y él no estaba involucrado de ninguna forma en aquello.

Resultaba evidente que alguien le había ganado por la mano. Sintió una opresión en el estómago al pensarlo.

La cuestión era quién y por qué.

Pararse a considerar las posibilidades era una pérdida de tiempo. No conocía el carácter de la joven y no podía ponerse a especular. Lo único que sabía era que su única esperanza de sobrevivir acababa de serle arrebatada de su lado y que tenía la intención de hacer todo lo que fuera necesario para recuperarla otra vez.