Capítulo 20
—¿Así que tu nombre completo es Neil Hume? — preguntó Beth tras un largo silencio, durante el que había intentado tranquilizarse escuchando los sonidos que hacían sus cuatro amigas al escalar la pared de la caverna para alcanzar la entrada del pasaje. Sin embargo, hacía algunos minutos que no oía nada y esperaba — ¡rezaba! — que pudieran llegar a un lugar donde obtener ayuda. Y ahora, intentando contener los temblores que decían lo cerca que estaba de dejarse llevar por el pánico, se volvió hacia Neil para hacerle esa pregunta. No lo podía ver, aunque notaba el largo cuerpo masculino contra el suyo, y estiró el brazo para orientarse. Tocó el suave algodón de Cambray de la camisa de Neil. El sólido calor de su pecho debajo de la tela era un agradable recordatorio de que no estaba sola.
Se le ocurrió que si tenía que quedarse atrapada en un agujero sepultada bajo un montón de rocas, no podría haber elegido mejor compañero. No habría querido estar con otra persona. La idea de que Neil se rindiera, aunque fuera en aquellas atroces circunstancias, era impensable. Ocurriera lo que ocurriese, él lucharía con uñas y dientes para sobrevivir.
—A lo largo de mi vida he respondido a muchos nombres. Ese es uno de ellos. — Neil zanjó una confesión que podría haber resultado algo inquietante, poniéndole el gabán alrededor de los hombros—. Ven, abrígate con esto.
—¿Y tú? — Aunque agradecía la protección de la prenda, Beth vaciló. No le parecía justo privarle de su ropa.
—Sobreviviré perfectamente sin él, créeme. Por favor, ¿podrías hacer por una vez lo que te digo y ponértelo?
Beth se encontró frunciendo el ceño ante esa orden, algo que, por supuesto, él no podía ver. Luego se sentó como pudo, deslizó los brazos dentro de las mangas y se envolvió en el gabán. La prenda era enorme, cálida como una manta, y desprendía un olor indefinible. Mientras se la ponía, Beth se dio cuenta de que tenía mucho frío y de que la culpa era del gélido suelo sobre el que estaban. El vestido era de una tela muy fina, con un profundo escote y diminutas mangas abullonadas. Puede que siguiera la última moda, pero no había sido diseñado para condiciones como aquéllas.
—Gracias — dijo ella.
—Mmm...
Era imposible verlo, así que trató de tocarlo otra vez, repentinamente desesperada por sentir su presencia en la oscuridad, y volvió a palparle el pecho. Él le rodeó la muñeca con los dedos y sostuvo la mano en ese lugar. El calor del cuerpo de Neil debajo de la camisa la llenó de paz. Si él no estuviese confinado con ella en aquel odioso nicho, a esas alturas se habría puesto a aporrear las piedras que la encarcelaban con los puños o, como mínimo, estaría afónica de tanto gritar.
Sin embargo, lograba mantener una calma realmente impresionante dadas las circunstancias.
—Vamos a estar aquí un buen rato, así que será mejor que hablemos un poco — dijo Neil, tirándole de la mano para acercarla a su cuerpo. Beth dejó que la atrajera hacia él sin oponer resistencia. Una vez que estuvieron instalados cómodamente, él se colocó boca arriba y ella se movió hacia su costado. Neil la rodeó con un brazo y Beth apoyó la cabeza en su hombro sano. Él se puso el otro brazo bajo la cabeza.
Todo era negro a su alrededor, continuaban atrapados y la situación seguía siendo tan desesperada que la joven no podía pensar en ella sin dejarse llevar por el pánico. Pero se sentía mucho mejor allí, entre sus brazos.
—Veamos, sé que eres lady Elizabeth Banning, la jovencita que tiene el pelo rojo llameante y un temperamento en consonancia. También sé que te has deshecho de tres prometidos; de uno de ellos, al menos, de manera violenta. Y que te da miedo el sexo. Pero me gustaría saber más. Empecemos, dime, ¿cuántos años tienes?
Al sentir que su temperamento entraba en ebullición, Beth comenzó a olvidarse de donde estaban. Le ayudó el irritante discurso que él le soltó; no habría resultado más insultante ni haciéndolo a propósito. O quizá Neil estuviera tratando de distraerla, en cuyo caso, su táctica había surtido efecto. Entrecerró los ojos.
—Si debemos permanecer aquí un buen rato, quizá debería avisarte de que no me gusta que me estén recordando constantemente el color de mi pelo. Y también sería conveniente que dejaras de mencionar cada dos por tres el número de prometidos que he tenido, o la manera en que finalizó mi último compromiso. Y no le tengo miedo al... — Oh, no lo podía decir. Lo intentó, pero no fue capaz, así que añadió débilmente—: a eso.
—Tomo nota. — Neil sonaba como si estuviera sonriendo otra vez y ella tuvo la repentina seguridad de que él se había propuesto enfadarla a propósito—. Pero no has respondido a mi pregunta.
—Tengo veintiún años. ¿Cuántos tienes tú?
—Treinta y uno. Te llevo toda una década. ¿Me vas a contar por qué te da miedo el sexo?
—No me da... — Se interrumpió—. Eres el canalla más grande del mundo y me niego a picar el anzuelo. Será mejor que hablemos de ti. Si tu apellido no es Hume, ¿cuál es? — Entonces se le ocurrió una idea y añadió en tono agudo—: ¿Te llamas Neil de verdad?
—Oh, sí, no lo dudes. Mi nombre real es Neil. Me apellido... — Pareció vacilar durante unos breves segundos—. Severin.
—¿De verdad? — preguntó ella suspicazmente.
—Te doy mi palabra.
Beth soltó un bufido.
—¿No me crees? Cuando doy mi palabra es de fiar, no suelo hacerlo a menudo.
—Quieres decir que debería sentirme honrada.
—Pues sí, deberías.
—Neil Severin — dijo ella, sopesando el sonido—. Entonces, ¿has nacido en Inglaterra?
—Mi padre es inglés, mi madre era francesa. Salvo eso, prefiero no hablar sobre mis orígenes.
—¡Ah, muy bien! De acuerdo entonces, si tus orígenes no son un tema a tratar, entonces tampoco lo es el color de mi pelo, mis prometidos y... todo lo demás.
—¿Te refieres a que no hablaremos sobre la razón por la que te da miedo el sexo?
Ella le lanzó una mirada airada que él, por supuesto, no pudo ver.
—Eres un demonio, sabes de sobra lo que quiero decir.
Neil se rio.
—De acuerdo, considera el trato cerrado.
—Entonces, ¿te importaría decirme por qué le robaste al señor...? ¿Cuál era su nombre? Oh, sí, Creed. ¿Cómo es que aligeraste al señor Creed de una suma tan importante de dinero?
—Ésa sí es una buena historia. — Beth notó que Neil se acomodaba en una posición más confortable—. ¿Estás segura de que quieres oírlo? Podría hacerme perder puntos ante tus ojos.
—Bueno, ya soy consciente de que eres un ladrón y de que lo más probable es que también seas un contrabandista; por no hablar de lo bien que se te da matar a individuos indeseables. Oh, y de que también eres lo bastante desvergonzado como para aparecer por Green Park unos días después de lo acordado para reclamar una suma que no te debía, ya que elegiste obtener el pago inmediato al robarme un beso. También he tenido tiempo de reflexionar sobre tus motivos para rescatarme. He llegado a la conclusión de que estás arruinado y esperas obtener una buena recompensa de mi familia cuando me lleves con ella. Así que, considerando todo esto, puedo decirte sin temor a equivocarme que pocas cosas lograrían que perdieras más puntos ante mis ojos.
—Con eso me has puesto en mi lugar. — El tono de Neil era admirativo—. Pero hay un punto en tus recriminaciones en el que te equivocas por completo.
—¿Ah, sí? ¿En cuál?
—Ya no estoy precisamente en la ruina. Al contrario, en este momento poseo al menos dos bolsas bien repletas. Puedes palparlas en el bolsillo del gabán si no me crees.
Beth se dio cuenta de que, en efecto, podía sentir el peso de las monedas en la prenda. Metió las manos en los bolsillos y descubrió que, como él había dicho, había dos bolsas bien repletas junto con un par de velas. Se tomó un momento para hacer una rápida reflexión sobre qué era más extraño: saber que tenía dos bolsas llenas o sentirlas en su mano.
—Pero no son tuyas en realidad, ¿verdad? ¿Las has robado?
Él se rio otra vez. Al escuchar la carcajada de Neil, Beth se dio cuenta de que, a pesar de todo, se lo estaba pasando muy bien. Y eso era debido a que estaba con él.
—Una es mía, aunque es posible que el contenido perteneciera en su momento a otra persona. La otra la robé — admitió—. Me pareció lo mejor cuando lo hice aunque, por supuesto, ahora lo lamento muchísimo.
—No lo sientes nada y lo sé de sobra, así que deja de intentar engañarme. Venga, cuéntame de una vez cómo obtuviste el dinero del señor Creed.
—Eres de lo más insistente — se quejó él. Entonces, después de una breve pausa, continuó—: Muy bien, si eso es lo que quieres... te lo contaré. Hace un tiempo me vi involucrado en unos negocios que consistían en digamos... er... «facilitar» el desembarque a través del canal de diversas mercancías provenientes de nuestro querido y sanguinario país vecino.
—Lo sabía — exclamó Beth llena de deleite—. Eras contrabandista.
—Sí, bueno. De cualquier manera, el señor Creed y yo, junto con algunos otros hombres, nos dedicábamos a un negocio muy lucrativo para todos. Un buen día, el señor Creed, que era nuestro jefe, tuvo uno de sus escasos destellos de brillantez. Y se le ocurrió que, en lugar de pagar por la enorme carga de brandy que nos entregarían una de aquellas noches, justo en este mismo lugar, era preferible quedársela y matar a los hombres que traían la mercancía. Y eso hizo, a sangre fría y sin contar con ninguno de nosotros. ¿Para qué decirnos nada? Así que no nos informó sobre el desembarco ni, lógicamente, sobre todo lo que había ocurrido a continuación. Por entonces, yo trabajaba en la posada. ¿He mencionado ya que tenía diecisiete años? Pues sí, los tenía. La cosa es que cuando no estaba... er... facilitando la entrega de mercancías, echaba una mano en la fonda. Un día vi que el señor Creed bajaba al sótano y lo seguí. Le espié y pude ver dónde escondía el dinero. Creo que cuando alguno de los socios de sus infelices víctimas vino a preguntar por ellas, le hizo creer que no se había llegado a efectuar ninguna entrega y que no sabía qué había podido ocurrirles. El tema es que yo tenía una apremiante necesidad de dinero en efectivo y, sin preocuparme lo más mínimo por el destino de aquellos infelices, dejé que se preocupara otro y me fugué con el dinero. Como ya te he dicho, era un buen pellizco y, cuando volví a pasar por aquí, más o menos un año después, Creed me hizo saber que estaba al tanto de que era yo quien me había quedado con el dinero. Fue muy violento, créeme. Tuve suerte de escapar con vida.
—¿Intentará matarte cuando venga a liberarnos? Quizá se limite a dejarnos morir aquí. — Aquel pensamiento le revolvió el estómago.
—Creed no me dejará aquí. Siempre ha sido un hombre muy vengativo y le gusta obtener satisfacciones cara a cara. Te aseguro que sólo por eso me sacará de aquí. Además, debe albergar la esperanza de recuperar parte de lo que perdió.
—Entonces, ¿no intentará matarte? — Se le ocurrió una idea feliz—: ¿Será suficiente con lo que contienen estas bolsas para satisfacerle?
—Ni de lejos. Lo más probable es que intente matarme, pero no hasta haberme sacado todo lo que pueda. Y en lo que a eso se refiere, corre el riesgo de equivocarse. Han cambiado mucho las cosas desde la última vez que nos vimos, ya no soy el imberbe ladronzuelo que era entonces.
Aquello era tan cierto, que Beth se sintió reconfortada.
—¿Para qué necesitabas tanto dinero? — le preguntó ella.
Neil no respondió de inmediato.
—¿Neil? — insistió.
—Ésa es una vieja historia y estoy seguro de que no te interesará escucharla.
—Te equivocas. Claro que quiero oírla. Venga, cuéntamela.
—Necesitaba el dinero para liberar a mi madre y a mi hermana.
Beth esperó, pero él no continuó.
—¿Para liberarlas de quién?
La pausa que Neil hizo después duró tanto tiempo que Beth pensó que no le iba a contestar. Por fin lo hizo, pero la joven estuvo segura de que no tenía demasiadas ganas de recordar.
—De los franceses. Como ya te he dicho, mi madre era francesa. Mi hermana vivía con ella en Francia. Las arrestaron por crímenes contra el Estado. Acabaron en la prisión de París, como miles de personas más, porque mi hermana era medio inglesa y mi madre se había casado con un inglés.
Una vez más se detuvo. Por la inexpresividad en su tono, Beth tuvo un horrible presentimiento.
—¿Pudiste liberarlas?
—No.
—¿No? — Beth vaciló. A pesar de ser incapaz de ver nada, lo observó en la oscuridad.
—No. Fueron juzgadas y condenadas antes de que pudiera llegar a hacer nada por ellas. Robé el dinero para intentar liberarlas. Tenía pensado sobornar a las autoridades, pagar su rescate o... lo que fuera necesario.
—¿Qué les ocurrió?
—Fueron ejecutadas. — La voz de Neil era completamente inexpresiva—. En la guillotina. Primero mataron a mi madre y luego a mi hermana, una detrás de otra. Mi madre estaba aterrorizada, se le notaba en la cara, en la mirada, pero se mantuvo estoica. Mi hermana, Isobel, tenía sólo veinte años. Una hermosa joven de largo pelo negro. Le obligaron a recogérselo en lo alto de la cabeza para que no estorbara el camino de la cuchilla. No dejó de gritar hasta que la guillotina cayó sobre su cuello.
Neil lo relató con una voz absolutamente despojada de entonación, pero Beth percibió el dolor que ocultaban sus palabras. Se le oprimió el corazón y se le puso un nudo en la garganta. La joven movió el brazo que tenía sobre su pecho y lo rodeó con él. Lo apretó contra sí mientras lo observaba en la oscuridad, sin ver nada en absoluto.
—Eso es horrible. Pero ¿cómo sabes todo eso? ¿Quién te contó todos esos detalles tan...?
—Estaba allí. Entre la multitud, luchando por llegar hasta ellas. Hice lo que pude. Hablé con todos los que se me ocurrió, soborné a los guardias de la prisión, que se quedaron con mi dinero y se rieron de mí, intenté ayudarlas a escapar de la celda... Todo fue en vano. Sabía que habían sido sentenciadas a muerte, pero no que las ejecutarían tan pronto. Pensé que todavía tenía tiempo. Estaba suplicando que me concedieran una audiencia con el embajador Whitworh cuando me llegó la noticia de que iban en las carretas de los condenados aquella mañana. Y llegué demasiado tarde. Le habría disparado al verdugo si hubiera estado más cerca. Vi cómo las obligaban a bajar de la carreta, cómo las llevaban hasta la guillotina y... todo acabó en un instante. En sólo unos minutos. La cabeza de mi madre acabó en una cesta... La de Isobel... la de Isobel la alzaron cogiéndola del pelo, para que todos pudieran verla. Luego tiraron descuidadamente sus cuerpos a la basura y continuaron con el siguiente desgraciado.
La voz de Neil no se quebró. Pero sí el corazón de Beth. Imaginó al joven delgado y apuesto que él habría sido; imaginó el horror que habría soportado aquel terrible día, el espanto de ver cómo mataban a su madre y a su hermana — a las que, sin duda, había amado intensamente—, y se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Oh, Neil. Lo siento mucho. — Le tembló la voz. Se acurrucó más cerca de él, abrazándolo con fuerza y apretando la mejilla contra su torso—. Lo siento muchísimo.
—Fue hace mucho tiempo. — Pareció que se encogía de hombros. La indiferencia en su voz hizo añicos el corazón de Beth porque supo que era algo que él había asumido, que había aceptado hacía ya muchos años, escondiendo su sufrimiento tras una máscara de indiferencia—. Nunca pienso en ello, así que no me entristece ni me hace sufrir. Lo cierto es que fue una atrocidad más como tantas otras que se cometieron en esos años. Habría sido mejor que no hubiera ocurrido, por supuesto, pero ocurrió y no puede borrarse. Ya acabó todo.
—Has debido de sufrir mucho — susurró ella, porque el nudo que tenía en la garganta le impedía hablar más fuerte. Las lágrimas que le caían de los ojos eran como ardientes riachuelos en sus frías mejillas—. Qué cosa más horrible...
Se interrumpió porque no podía hablar. El nudo se había hecho demasiado grande.
—¿Estás llorando?
Neil le pasó los dedos por la cara, por las mejillas, descubriendo la delatora humedad de las lágrimas.
—Sí — le dijo Beth con aire desafiante ante aquella muestra de emotividad tan poco característica en ella. Su propósito quedó arruinado cuando se le escapó un sollozo y más lágrimas, a pesar de esforzarse en contenerlos—. Oh, demonios, jamás lloro. Pero al imaginarte allí, en medio de la multitud... — Se interrumpió, tragando saliva antes de poder continuar—. Bueno, ¿por qué no iba a llorar? Es lo que haría cualquiera. Es lo normal... ante algo tan... triste.
—Creo — dijo él lentamente, y había una nota en su voz que Beth no había oído antes — que es la primera vez que alguien llora por mí.
Beth respiró hondo, intentando levantar de nuevo sus defensas, dispuesta a no derrumbarse aunque era lo que su corazón ansiaba.
—Si eso es cierto, es lo más triste de todo — comentó, luchando por mantener una fría compostura.
Pero le tembló la voz al decir las últimas palabras y no pudo impedir que se le deslizaran más lágrimas por las mejillas.
Él se las limpió con el dedo. Su caricia fue increíblemente tierna.
—¿Sabías, madame Roux, que eres una mujer realmente agradable? — susurró Neil.
Entonces, él se movió, inclinándose sobre un costado y, mientras ella lo miraba sin verlo, la boca de Neil se encontró con la suya.