Capítulo 12

Neil sostenía el cuchillo en la mano cuando bajó el último escalón. Con un muerto en su haber, no quería añadir más cadáveres a la cuenta, pero por el bien de la dama estaba preparado para hacer lo que fuera necesario y valorar los costes después. Sujetó con fuerza a lady Elizabeth anticipándose a lo que pudiera pasar y se disponía a despachar a sus perseguidores tan rápida y silenciosamente como fuera posible cuando, bajo la tenue luz grisácea que se filtraba por las escaleras, observó que, sin ningún género de dudas, las siluetas eran femeninas. Cuatro, no, cinco mujeres, a menos que hubiera contado mal, habían bajado tras él y su cautiva.

Justo cuando asimiló que no iba a poder manejar a aquella manada de perseguidores como pretendía, notó que le clavaban firmemente un pie en el pecho.

—Déjeme en el suelo — susurró Elizabeth lo suficientemente fuerte para que pudiera oírla. Pero por si a él no se le ocurría hacerlo, Beth le hincó todavía más el pie subrayando sus palabras para que no dudara del significado de las mismas—. Déjeme en el suelo. Ahora, por favor.

Maldiciendo para sus adentros el giro de los acontecimientos que le había proporcionado unas perseguidoras de las que no veía manera de librarse, la bajó de su hombro y la dejó en el suelo mientras la sujetaba cuidadosamente de la cintura hasta que ella mantuvo el equilibrio. En cuanto lo hizo, la rodearon las mujeres. Eran seis, una más de las que él había pensado.

Neil experimentó un claro destello de horror.

—¿Está bien, señorita?

—Sí, sí. ¡Gracias a Dios que vosotras también lo estáis!

—¡Ha sido usted tan valiente!

—Creo que hemos ganado, ¿qué opináis?

—¿Nos ha seguido alguien aquí abajo?

—¿Qué vamos a hacer ahora?

—¿Cree que estamos a salvo?

—¡Desde luego que no estamos a salvo! No lo estaremos hasta que hayamos salido de este horrible lugar.

—Sí, pero ¿alguien sabe cómo hacerlo?

Para consternación de Neil, todas hablaban a la vez y el volumen de sus voces crecía alarmantemente cuando cada una intentaba hacerse oír.

—¡Silencio! — ordenó Neil entre dientes, aprovechando la oportunidad para sujetar a lady Elizabeth por el brazo. Cuando se hizo el silencio le cortó las ataduras. Las féminas habían estado hablando en susurros cada vez más fuertes, y cualquier ruido que pudieran hacer era un peligro en potencia. Con tantos hombres en pos de las preciadas mujeres, la búsqueda se ampliaría antes de lo que él había pensado. Cualquiera podría recordar el sótano y, como oyeran voces por el hueco de la escalera, no dudarían en bajar.

—Bueno, aquí tenemos a uno de esos canallas.

—¿Quién es?

—Creo que no es uno de ellos.

—No lo creo, ¿por qué si no iba a salvarla?

—Quizá la quiera para sí mismo.

Neil no era capaz de ver a las mujeres que hablaban, apenas era capaz de distinguir sus formas en la penumbra, pero la creciente sospecha en sus voces era inconfundible. Sentía sus ojos clavados en él incluso a través de la oscuridad.

—Shhh — siseó él.

—Es un amigo — intervino lady Elizabeth con un ronco susurro.

Neil se dio cuenta de que tenía la voz áspera; sin duda el gigante le había hecho daño en la garganta y recordó lo cerca que había estado la joven de sufrir un percance serio o incluso morir. Agradeció haber tenido la fortuna de poder liberarla antes de que ocurriera nada. Libre ahora de sus ataduras, Beth frunció los labios y se pasó el dorso de la mano por la boca como si quisiera limpiarse algo que le desagradara. Neil recordó que tenía los labios pintados—. Podéis confiar en él, os lo juro. Es un buen hombre. Mirad, me ha soltado. Acercaros y también cortará vuestras cuerdas.

Neil curvó los labios con ironía. Aquella descripción era toda una novedad, pero no necesariamente cierta, en especial para las demás. Aquellas mujeres no significaban nada para él y no tenía ningún deseo de andar preocupándose por ellas. Al instante, las jóvenes se apiñaron a su alrededor y le dieron la espalda, ofreciéndole las manos atadas entre murmullos de agradecimiento y diversos susurros.

—Yo después.

—¡Suélteme!

Sin duda, cortarles las ataduras sería lo mejor.

—¡Se me han dormido los dedos!

—¡Tengo las muñecas en carne viva!

—¡Malditos bastardos! ¡Espera a que los atrape!

—No creeríais lo asustada que estaba.

—Gracias. ¡Oh, gracias!

—Que Dios se lo pague, señor.

—Silencio — gruñó él—. A menos que quieran que las encuentren.

Se callaron al instante. En medio del sepulcral silencio sólo interrumpido por algunas palabras ahogadas, Neil cortó la última cuerda antes de guardar el cuchillo en la bota con una sensación de gratitud por haber terminado la tarea.

Por fin se habían callado.

Entonces, con un rápido movimiento se desató la ahora inútil capa del dominó y cubrió con ella los hombros de lady Elizabeth. El sótano era un lugar frío y húmedo y el vestido que ella llevaba, muy fino. Los planes de Neil no valdrían nada si la piedra angular de éstos cogía una pulmonía y se moría.

—Gracias. — Ella lo observó y él pudo ver el brillo en sus ojos a través de la oscuridad. Entonces, en un tono tan bajo que sólo lo pudo oír él, añadió—: ¿Qué demonios hace usted aquí?

—La vida está llena de extrañas coincidencias — respondió él secamente—. Venga — añadió antes de que ella pudiera explayarse en el tema, con un tono que significaba que quería hablar con ella a solas.

Neil la tomó de la mano, la obligó a seguirle. Sintió la calidez de los dedos de la joven cuando le obedeció sin una protesta. El camino que tenía intención de seguir poseía la virtud de alejarlos de la escalera, donde cualquiera podría verlos enseguida o por donde podrían aparecer más molestas mujeres. Dada la escasa iluminación que se colaba por el hueco de la escalera, tras dar un par de zancadas Neil fue incapaz de ver a lady Elizabeth, que le pisaba los talones sin dejar de apretarle los dedos, ni por supuesto a ninguna otra persona. El sótano estaba oscuro como la boca de un lobo y él se tropezó más de una vez en los desniveles del suelo, por lo que tuvo que confiar en su memoria para llegar a donde quería. Pero fue imposible despistar a las demás chicas, que lograron seguirles a pesar de la oscuridad y del paso enérgico que él adoptó. Aunque ahora estaban tratando de guardar silencio, los cuchicheos ahogados, los diversos golpes amortiguados, el susurro de las faldas y el ruido de pasos era suficiente para alertar a un sordo; algo que él no era. Lo que bastó para hacerle rechinar los dientes y pensar en una manera de deshacerse de ellas.

—¡Qué oscuro está!

—¿Qué es eso?

—¡Ay! ¡Me he dado un golpe en la cabeza!

—¡Cuidado con los salientes!

—¡No veo nada!

—Mary, ¿eres tú? — Esa voz sí la conocía. Era lady Elizabeth que hablaba con alguna de las otras jóvenes. Neil podía notar que ella no le seguía con la misma rapidez que antes, y se dio cuenta de que había aminorado la velocidad y le tiraba de la mano, intentando retenerlo con la esperanza de no perder a las demás.

—Sí.

No iba a poder despistarlas. La voz había sonado más cerca que la del resto.

—¡Oh! Tened cuidado con los charcos del suelo.

—¿Adónde vamos?

—¿Creéis que todavía nos están buscando?

—¡Claro que siguen buscándonos en el vestíbulo! ¿Pensáis que...?

—Silencio — siseó Neil ya completamente exasperado.

Se hizo de nuevo el silencio, pero eso no impidió que aquellas molestas y fastidiosas féminas los siguieran como una nidada de polluelos. Habiendo encontrado a tientas su objetivo — una húmeda y resbaladiza mesa que estaba apoyada contra el muro de piedra—, Neil se detuvo, abrió el cajón y tuvo el placer de observar que en su interior seguían las mismas velas que la última vez que había estado en el castillo, junto con pedernal y eslabón. El ruido del cajón fue tan fuerte como para que hiciera una mueca, pero si había alguien lo suficientemente cerca para oírlo, los sonidos que hacían las mujeres bastarían para alertarle, así que supuso que aquélla no era razón para preocuparse.

—No se mueva. — Neil le dijo la orden a Beth al oído, para que le oyera sólo ella, luego le soltó la mano y procedió a utilizar el eslabón y el pedernal para encender la vela. Cuando la llama chispeó en medio de olor a azufre y un poco de humo, él echó un vistazo a su alrededor.

El sótano estaba conformado básicamente por una serie de cámaras de formas y tamaños diversos que habían sido excavadas hacía mucho tiempo en la sólida roca sobre la que se erigía el castillo. Estaban comunicadas entre sí, serpenteando por debajo de la edificación. Igual que el suelo, el techo también era de piedra y apenas más alto que la cabeza de Neil. Las paredes sin desbastar brillaban por la humedad. Los despojos de muchos siglos — desde barriles a troncos, rollos de cuerdas o muebles descartados — estaban amontonados contra la pared del fondo, dejando el resto del espacio relativamente libre. Neil habría preferido no encender la vela, pero como continuaba sintiéndose relativamente a salvo, no le importó hacerlo, pues se encontraban ya a una prudencial distancia de cualquiera que pudiera aparecer. Resultaba evidente que no les habían oído y que en el sótano no había nadie, pues de lo contrario ya habrían sido descubiertos. Además, de todas maneras, había pasado mucho tiempo y aquel lugar podría haber cambiado demasiado para que él se fiara sólo de su memoria para ponerlas a salvo.

—¿Conoce alguna salida? — preguntó lady Elizabeth cuando él la miró. Todavía tenía la voz ronca y estaba pálida, aunque tranquila. Mostraba una expresión resuelta en vez de asustada. Su pelo brillante era tan vibrante como la llama y se había atado las cintas de la capa del dominó al cuello, por lo que su cuerpo estaba envuelto en los pliegues de la prenda.

Neil observó, con bastante irritación, que lady Elizabeth le daba la mano a la joven menuda del pelo negro y que ésta se la daba a una atractiva rubia vestida de rojo, que a su vez se la daba a otra... Todas las mujeres formaban una cadena humana con lady Elizabeth a la cabeza. Él se dio cuenta de que, sin saberlo, había estado guiando a todo el grupo en medio de la oscuridad, y volvió a maldecir para sus adentros.

Siete pares de ojos lo miraron con impaciencia.

«¿Nadie va a librarme de estas molestas criaturas?» Otra frase de Macbeth irrumpió inesperadamente en su mente. Se adaptaba a la perfección a las circunstancias actuales, lo que probaba que lo que uno aprendía de pequeño jamás se olvidaba por completo.

—Puede que sí. — La situación era insostenible—. O puede que no. En cualquier caso, será mejor que cada cual siga su camino. — Lanzó una mirada enfurruñada al grupo de féminas. Subió lo justo el tono de voz para asegurarse de que todas le oían bien y comenzó a hablar para ellas mientras cogía la mano de lady Elizabeth, la que le daba a la morenita del pelo negro, con intención de liberarla y poder seguir con sus planes de sacarla del castillo lo más rápidamente posible. Pero cuanto más intentaba que ambas jóvenes se soltaran, con más fuerza se apretaban ellas las manos—. Lo mejor para todas sería que siguieran mi consejo: que cada una busque un rincón y se esconda en él. Estos sótanos son muy grandes. Si se mantienen en silencio, dudo mucho que las encuentren.

—No. — Lady Elizabeth lo dijo justo cuando él había conseguido liberarle la mano, pero la joven sacudió con fuerza el brazo para que la soltara.

—¿Quiere decir que tiene intención de dejarnos, señor? — jadeó una morena de redondas mejillas con un vestido marrón, mirándolo con los ojos redondos como platos mientras las demás clavaban la vista en él.

—Eso es una tontería — dijo la joven menuda—, y Mary Bridger no es tonta. No pienso hacerlo.

—Nos encontrarían seguro — dijo la rubia atractiva.

—¿No quiere llevarnos con usted? — gimió otra. Alta, delgada y pálida, con el pelo color arena suelto sobre los hombros y el cuello del vestido color azul oscuro desgarrado hasta el hombro; había hecho la pregunta casi sollozando.

De hecho, Neil observó con irritación que estaba a punto de echarse a llorar. Sin embargo, aquella chica no era asunto suyo y él tenía intención de que siguiera sin serlo. Intentó volver a coger la mano de lady Elizabeth, pero ella la escondió en la espalda, dejándole con el brazo extendido en el aire. Por supuesto, Neil podía cogérsela en el momento en que quisiera, pero sería forzar la situación.

—Claro que vendrán con nosotros. — Lady Elizabeth mantuvo su postura y le sostuvo la mirada con una expresión testaruda—. Yo asumo la responsabilidad.

—¿Que usted... — Neil se quedó sin palabras por un momento, probablemente porque la joven le volvió a recordar sin querer al viejo Nariz Ganchuda. Decidió que era por el brillo de sus ojos y por el gesto de la mandíbula — ... asume la responsabilidad?

Ella asintió con la cabeza.

—Sí.

Hasta el hombre más fuerte se estremecería al encontrarse con una mirada como la que ella le dirigió. Lady Elizabeth alzó la barbilla.

«Mataría a cualquier hombre que se atreviera a desafiarme de esta manera.» Desafortunadamente, ella no era un hombre.

—Por favor, no nos abandone — imploró la delgada joven vestida de azul, con las mejillas llenas de lágrimas.

—Estaremos muy calladas, señor — añadió la de redondos mofletes.

—Haremos todo lo que nos diga — prometió la rubia.

Dos más, una pequeña paloma con suave pelo dorado vestida de gris y otra joven más alta, de rostro anguloso y cabello rizado, ataviada con un vestido que alguna vez había sido blanco, se agarraban las manos y asentían vigorosamente con la cabeza al tiempo que le lanzaban una mirada suplicante. Sólo la morenita frunció el ceño y lo observó con cierto desdén.

—Seguiremos juntas — les dijo lady Elizabeth a las mujeres antes de que éstas la rodearan, apiñándose a su alrededor sin apartar la vista de él. El tono de la joven era toda una declaración de intenciones. Le sostuvo la mirada sin temor—. Usted puede hacer lo que quiera. — Lady Elizabeth miró a las demás—. Sólo necesitamos que nos facilite una vela y seguiremos nuestro propio camino.

—¿Adónde iremos? — preguntó la rubia, lanzándole a Neil una mirada de reojo como si estuviera considerando la posibilidad de abandonar a las demás mujeres para compartir su suerte con la de él, lo que, por supuesto, no era una opción.

—Eso no importa — le espetó la morenita, molesta como un mosquito.

—Continuaremos avanzando en la misma dirección en la que lo estamos haciendo con la esperanza de descubrir una salida — dijo lady Elizabeth.

Con unos movimientos fríos y medidos, retiró otra vela del cajón y cogió el pedernal y el eslabón para encenderla. Neil clavó los ojos en la delgada espalda que ella le presentaba con una creciente exasperación mientras el grupo que la rodeaba lanzaba miradas especulativas de uno a otra. Neil tuvo la impresión de que las demás estaban esperando a ver lo que él hacía ante ese desafío a su autoridad. La respuesta, tras pensarlo durante unos segundos, fue ninguna. Por una vez en su vida, reconoció ante sí mismo que le habían superado. Aunque estaba más que dispuesto a dejar a las demás mujeres abandonadas a su suerte, no estaba dispuesto a permitir que lady Elizabeth se alejara de él. Aunque ella no tenía ni idea, la pura y simple verdad era que la necesitaba demasiado.

Apretó los labios.

—De acuerdo. Que sea como usted dice — dijo él, dirigiéndose a lady Elizabeth, que le había lanzado una arrogante mirada por encima del hombro cuando comenzó a hablar. Entonces, Neil miró a las demás—. Pero ya les digo ahora que no sé lo que nos encontraremos, y que juntos seremos un blanco mucho más visible. Lo mejor sería que nos separáramos. Les advierto que estarían más seguras solas.

La idea de cargarse a lady Elizabeth sobre el hombro y alejarse con ella era muy tentadora, pero dudaba mucho de que pudiera lograrlo sin provocar un gran alboroto, tanto por parte de la dama como de las demás. De hecho, no le resultó difícil imaginarlas arremetiendo contra él con todas sus fuerzas, olvidando incluso que tenían que ocultarse. De cualquier manera, a menos que las atacara físicamente, algo que no iba a hacer porque, después de todo, eran inofensivas mujeres, no tenía alternativa. Saberlo era una píldora amarga, pero no tenía más remedio que tragarla.

—Al diablo, esto es lo más estúpido del mundo, pero no tengo tiempo de discutir. Vendrán con nosotros si usted quiere.

—No lo lamentará, señor.

—Estaremos calladas como ratones, ya lo verá.

—No puedo decirle lo agradecida que estoy...

—Estamos en deuda con usted.

—Pues yo pienso que estaremos mejor solas que con él.

Esto último lo dijo su «mosquito» particular, seguido de otro de esos respingos desdeñosos.

—La protección de un hombre...

—Ni una palabra más — rugió Neil cuando el clamor se hizo cada vez más fuerte, lanzándoles una mirada de advertencia. Ellas apretaron los labios y se callaron.

Arrebató la vela apagada de las manos de lady Elizabeth y se la metió en el bolsillo junto con el pedernal y el eslabón, por si acaso lo necesitaban más tarde, cogió la mano de la joven y se puso de nuevo en marcha. Ahora, ella curvó los dedos voluntariamente en torno a los de él.

Por supuesto. Aquella picaruela sabía que su fanfarronada había resultado todo un éxito.

—¿Conoce la salida? — le preguntó ella al oído.

Neil se dio cuenta, con bastante placer, de que ella tenía un tono un tanto preocupado.

—¿No sería irónico que no lo supiera?

—Pero la conoce.

—Pronto lo sabremos.

Ella no añadió nada más por el momento.

—Que estuviera en este lugar es censurable — añadió después de un rato en voz todavía más baja—. No le disculpo, pero le agradezco sinceramente que me haya salvado. Otra vez.

Aquello lo cogió por sorpresa. Por supuesto, lady Elizabeth no tenía ni idea de que la única razón por la que estaba allí era ella, que había ido con el único propósito de rescatarla. Pensó en aclararle las cosas, pero recapacitó. Cuanto menos supiera de él, mejor.

—De nada. Otra vez — respondió secamente.

—¿No había dicho alguien que ni una palabra más? — preguntó el mosquito con mordacidad.

Nadie dijo nada más. Se movieron con precaución entre los obstáculos que había en las cámaras. Neil las guiaba lo más rápido que podía hacia el extremo más alejado del sótano donde, si nada había cambiado, había una puerta de hierro. Dicha puerta conducía, a través de un pasadizo, hasta unas escaleras que llevaban a una caverna con un pequeño embarcadero justo debajo del castillo. Antaño había sido usado por los contrabandistas para transportar sus mercancías a través del estrecho brazo de mar que separaba la isla de tierra firme. En su día, había estado vigilado. Esperaba que ahora no fuera así... Y que la puerta, las escaleras y el embarcadero todavía existieran. Y, también, que hubiera por allí alguna especie de barca.

De otra manera, la única alternativa sería escapar nadando. Como bien recordaba, el mar era profundo en ese punto y muy frío, lo que no plantearía ningún problema para él. Pocas mujeres sabían nadar, pero le parecía recordar que la doncella de lady Elizabeth había dicho que ésta nadaba como un pez, y esperaba que fuera cierto. Si lo era, y nadar era su única opción, era posible que la mayoría de sus acompañantes se quedara atrás, algo que él no consideraba un inconveniente.

Pero fuera como fuese, tendrían que dirigirse a nado al embarcadero, único punto de la isla en el que las rocas permitían el acceso a la costa. Hecho eso, para conseguir salir de allí deberían subirse al ferri. Seguramente el lugar estaría permanentemente vigilado por hombres armados hasta los dientes, pues a cualquiera que los estuviera buscando se le ocurriría tarde o temprano que irían por allí.

Entonces, la batalla estaría servida.

Él, secundado por un puñado de hembras empapadas, contra una fuerza compuesta por docenas de hombres.

Había sobrevivido a peores perspectivas, pero pensar en el fiasco que podía provocar tal enfrentamiento le hacía querer evitar el ferri a toda costa. Si no encontraban una barca en la cueva, quizá la hallaran en otra parte.

—Oh, señor, creo haber visto una luz detrás de nosotros — susurró una de las mujeres con urgencia mientras él examinaba la pared en busca de la puerta. Vio un suave marco de color gris oscuro que, a primera vista, parecía una sombra más oscura entre las muchas que cubrían las paredes. Si no hubiera conocido la existencia de la puerta, no habría dado con ella—. No era más que una luz tenue, pero estoy segura de haberla visto.

Todos se volvieron al unísono, incluido Neil.

Él no vio nada más allá de la oscilante llama de la vela. La oscuridad a su espalda era negra como el alquitrán, igual que lo había sido todo el tiempo. Por mucho que forzase la vista, no veía nada.

Pero escuchó... algo. No pudo distinguir de qué se trataba, sólo que era un sonido que no podía identificar, algo fuera de lugar. Sus sentidos se pusieron alerta de inmediato. A menos que la chica se equivocara, y él no lo creía, quienquiera que estuviera allí había apagado su vela al ver la de ellos.

«Maldición...»

No se atrevía a arriesgarse a hacer lo mismo, todavía no. Estaban en la última cámara, su única opción era traspasar esa puerta. Alguien quería la muerte de lady Elizabeth, y ella se había empeñado en remolcar al resto del grupo consigo. Neil se acercó a la puerta, luego gastó unos preciosos segundos examinándola a la luz de la vela.

Por lo que pudo ver, todo estaba como recordaba.

Le lanzó una mirada a lady Elizabeth.

—Quiero que se quede justo donde está — le susurró con una voz calmada que ella debería saber que significaba que quería que le obedeciera sin rechistar—, y que esté preparada para moverse cuando se lo ordene.

Entonces, dejando caer la mano de la joven, apagó la vela de un soplido. La impenetrable oscuridad cayó sobre ellos como una cortina.

Por encima de los gritos ahogados de las mujeres, oyeron una amortiguada maldición masculina en medio del sótano.

Sin duda, los estaban persiguiendo. Había una solución, por supuesto, pero a Neil no le interesaba causar más conmoción de la que ya había causado, ni quería dejar más cadáveres a su paso. Después de todo, el objetivo final de todo aquello era su propia supervivencia.

Neil cerró los dedos en torno a la barra que aseguraba la puerta. El ruido que se escuchó cuando la levantó, le hizo apretar los dientes, aunque contaba con que la oscuridad cubriera su huida a pesar de los sonidos que hicieran. Si todo seguía como recordaba, la barra al otro lado de la puerta, no estaría puesta. Esa entrada secreta siempre estaba cerrada por uno de los lados. Por fortuna, esa noche era el lado del castillo.

La suerte le acompañaba. Mientras una tenue luz — ¿quizá la luz de una antorcha? — titilaba a lo lejos, y sonaban a su alrededor las boqueadas y los gemidos ahogados de las mujeres, la pesada puerta cedió a sus esfuerzos con un leve chirrido. La luz y los hombres que la portaban estaban cerca de ellos cuando Neil atrapó el brazo de lady Elizabeth y la empujó hacia la abertura. Donde estaban todavía reinaba una completa oscuridad, pero ésta no duraría mucho más tiempo. El resplandor de la antorcha les alcanzaría mucho antes que los hombres.

—Baje las escaleras, deprisa — le susurró a la joven.