Capítulo 10

A Beth se le aceleró el corazón y se le heló la sangre en las venas mientras la arrastraban por delante del escenario situado en el extremo más alejado del gran vestíbulo. En los últimos minutos había descubierto que se encontraba en un enorme castillo. Lo que tenía ante los ojos era una clara y horrible imagen de cuál sería su destino a menos que lograra escapar de alguna manera milagrosa. Y, aunque sabía que la rescatarían con la misma certeza con la que sabía que los árboles pierden las hojas en otoño, a menos que lo hicieran en los próximos minutos sería demasiado tarde.

Esa certeza la inundó de terror.

«No me importa que mi reputación quede arruinada. Lo asumiré con gusto si consigo ponerme a salvo.»

—Puede estar segura de que más de uno me gratificará cuando usted esté ahí arriba, duquesa. — Se rio su captor mientras se oía rugir a la multitud.

—Soy lady Elizabeth Banning — dijo ella con voz clara, aunque le resultó difícil pronunciar las palabras por el nudo que tenía en la garganta—. Mi cuñado es el duque de Richmond. Como ya le he dicho, pagará lo que sea para recuperarme; por el contrario, hará caer sobre usted todo su poder si no me ayuda.

—Así que un duque, ¿eh? — La mano que la sujetaba del pelo dio un cruel tirón, haciéndole gemir—. Me importa lo mismo que si fuera el propio rey de Inglaterra. Cuando acepto un trabajo, no lo dejo a medias. Y como no se calle, le pondré una mordaza, se lo aseguro.

Un grito le hizo mirar hacia la plataforma. Lo que vio allí hizo que se le aflojaran las rodillas.

«No, no, no.» Pero Beth no lo dijo en voz alta.

Con horror y piedad observó que había una chica sobre el escenario. Un miedo horrible le atenazó el corazón al darse cuenta de que estaba viendo su propio destino. A la joven la estaban subastando al mejor postor con un propósito muy claro. Los gritos que se oían eran las ofertas, licitaciones que llegaron acompañadas por un frenesí de aplausos, risas y silbidos cuando le arrancaron la ropa, pieza a pieza, hasta que aquella pobre desgraciada quedó desnuda ante ellos.

—Tengo ahorrado algún dinero. Quizá tenga la suerte de que puje por usted, milady. — Su captor le lanzó una sonrisa lasciva mientras la alejaba bruscamente del escenario y de la chica que sollozaba sobre él.

Beth tenía la boca seca por la desesperación. Tuvo que tragar antes de hablar.

—Si me ayuda a escapar de aquí, se convertirá en un hombre rico. Mi familia le dará todo el dinero que quiera, se lo prometo.

—Sí, ya. Sin duda me darán una palmadita en la espalda y me agradecerán los servicios prestados. — Se detuvo ante una puerta y llamó—. Aquí hay otra — anunció cuando ésta se abrió.

—¡No! — Pero, sin más dilación, Beth fue forzada a entrar en una antecámara. Perdió el equilibrio y unas bruscas manos masculinas la sujetaron por los hombros mientras observaba la presencia de otras jóvenes, quizás un par de docenas, que se apiñaban en el centro de la pequeña estancia.

La puerta se cerró con un ruido sordo. La obligaron a poner las manos a la espalda bruscamente. Un grito lleno de desesperación atravesó la puerta. Era evidente que provenía de la chica que estaba en el escenario.

—¿Qué le están haciendo? — preguntó Beth, incapaz de contenerse. Intentó zafarse del hombre que la sujetaba mientras lanzaba una rápida mirada a la puerta por la que llegaban los gritos, cada vez más agudos, de la chica y las risotadas de los hombres, que crecieron hasta convertirse en una explosión de aprobación. Otro grito, esta vez de pánico, inundó la estancia; Beth se estremeció y miró a su alrededor—. ¿Nadie va a ayudarle?

—Cierre la boca y estese quieta. — La sujetaron una vez más y le ataron las manos en la espalda—. Ahora, vaya con las demás.

El hombre que acababa de atarle las muñecas la empujó hacia las otras jóvenes reunidas en el centro de la habitación. Era uno de los dos hombres que había en la estancia. Ambos eran sirvientes como el que la había arrastrado hasta allí. Criados armados o, más correctamente, guardias. Las miraban de manera amenazadora y sostenían una pistola en la mano, interponiéndose entre las prisioneras y la puerta. Una puerta que era la única vía de escape. Beth tropezó contra una rubia envuelta en un vestido de seda roja que trastabilló ante la inesperada colisión. La estancia parecía una cámara interior; era un lugar pequeño, con paredes de yeso y una sola vela encendida en un candelabro de hierro colgado al lado de la puerta. No había ventanas. Parecía imposible escapar de allí.

El olor a perfume barato envolvió a Beth cuando el grupo se movió, dejándola en el centro. La joven recobró el equilibrio e intentó no perder los nervios. Debía encontrar la manera de enfrentarse a una situación que se estaba volviendo una pesadilla.

«¿Cómo me ha ocurrido esto? ¿Qué puedo hacer?»

No parecía algo fortuito. Alguien había querido que la secuestraran. Pero ¿quién y por qué?

Para eso no tenía respuesta.

Respiró hondo e intentó dominar el creciente pánico. En su mente se formó un pensamiento, frío y claro como el hielo: no le importaban las consecuencias, no pensaba someterse sin más a esa horrenda degradación que parecía ser su destino. Sólo de pensarlo le entraban ganas de vomitar. Esa resolución era lo único que impedía que se pusiera a gritar hasta que el techo se viniera abajo.

«Ni se te ocurra gritar.»

—No hay nadie que nos ayude — susurró una morena de redondas y sonrojadas mejillas a la izquierda de Beth cuando los gritos al otro lado de la puerta se interrumpieron bruscamente—. Si mi pobre madre me viera ahora... Pensaba que me iba a trabajar en una granja, estaba tan contenta de que hubiera obtenido ese trabajo. — Tenía un vago acento irlandés y le habían puesto un tinte rojo en el pelo oscuro, que le caía en ondas hasta más abajo de los hombros. Llevaba un sencillo y tosco vestido marrón, claramente de origen campesino. Tenía los ojos castaños enrojecidos de llorar. Un intenso color rojo teñía sus labios y mejillas. Beth lanzó una mirada a su alrededor y se dio cuenta, absolutamente horrorizada, de que, al igual que ella misma, todas las demás chicas estaban pintarrajeadas y adornadas. Pintadas y acicaladas para la subasta.

—Todas hemos llegado aquí engañadas de una u otra manera, ésa es la pura verdad. — El amplio pecho de la rubia contra la que había chocado Beth subía y bajaba de indignación—. Yo estaba trabajando en la taberna de mi tío cuando un hombre, que ya se había detenido allí en otras ocasiones, me ofreció un empleo en su casa de Londres. Me prometió que incluso tendría mi propio carruaje...

—¿Y le creíste, querida? — la interrumpió una chica menuda con el pelo negro y despeinado que llevaba un delantal blanco de doncella. Su voz rezumaba desprecio—. ¿Es por eso por lo que has acabado en esta subasta?

—Sí. — A la rubia le tembló el labio inferior—. Me rogó que le perdonara, me dijo que lo hacía porque no le quedaba ni un penique.

—Por lo menos a mí me sacaron de las calles — dijo la joven del pelo negro con sombría satisfacción—. Mary Bridger no ha sido engañada por ningún hombre.

—¡Silencio! — ordenó uno de los guardias, interrumpiendo la conversación que, aunque había comenzado en susurros, había ido adquiriendo cada vez mayor volumen, hasta llegar a sus oídos. El movimiento amenazador del hombre resultó interrumpido por un rápido golpe y la apertura de la puerta.

—Que salga otra — dijo una voz masculina. Beth no pudo ver al hombre, que se quedó en el vestíbulo, pero las mujeres cogieron aire y se apretaron unas contra otras. El guardia que le había atado se dio la vuelta y cogió a la más cercana, una jovencita rubia y delgada que gritó de terror cuando la empujaron fuera de la habitación. La puerta se cerró de nuevo. Las demás clavaron los ojos en la gruesa hoja de madera presas de un afligido silencio.

El pensamiento de que podrían ser la próxima víctima estaba escrito en la cara de las jóvenes que quedaron allí. Admitiendo que ésa era la cruda realidad, Beth sintió que se le aceleraba el corazón y se le revolvía el estómago.

«Por favor, daros prisa.» Rogó en silencio a sus hermanas, a sus cuñados y a toda la gente que la estaría buscando desesperadamente; sabía que irían con la misma certeza con la que sabía que no llegarían a tiempo.

—¿Crees que nos tocará algo? — preguntó el segundo guardia al que había atado las manos de Beth, deslizando una mirada lasciva sobre las prisioneras mientras los hombres al otro lado de la puerta, animados por la llegada de la nueva víctima, comenzaban a vitorear. Beth se había colocado en el centro de la estancia, alejándose de los hombres todo lo que podía, pero a pesar de ello sentía el peso de la mirada del guardia. Tragó saliva y clavó los ojos en la pared de enfrente, intentando no pensar en lo que estaba ocurriendo en ese momento, en los sonidos que llegaban amortiguados hasta ella desde el gran vestíbulo. Al menos, de momento, no había gritos—. Ya imagino estar con el jengibre.

Segura de que se refería a ella por el color de su pelo, Beth se estremeció interiormente mientras se hacía la sorda, pero dándose cuenta de que él la observaba sin disimulo. Tenía un nudo en el estómago y el corazón le latía como un tambor cuando se enfrentó a la horrible verdad: estaba atrapada, indefensa, y el destino que estaba sufriendo la muchacha del escenario pronto sería el suyo.

Y entonces, se enfrentaría a la horrible perspectiva de ser forzada por algún hombre.

Cerró los puños.

«No puedo soportarlo. No... puedo...»

El otro guardia soltó un bufido.

—Seremos afortunados si nos toca una cerveza al final, pero dudo mucho de que nos dejen a alguna de las mujeres.

—Ah, bueno. — El primer guardia sacó una petaca del bolsillo—. ¿Qué me dices de tomar ahora un trago?

Mirando la petaca, el segundo guardia asintió con la cabeza y alargó la mano.

—Un trago ayudará a pasar el tiempo, eso seguro.

Se fueron intercambiando la petaca una y otra vez hasta que, al cabo de un rato, comenzaron a hablar y dejaron de prestar atención a las prisioneras, algo que Beth agradeció con todas sus fuerzas. Estaba helada y respiraba aceleradamente. Tenía las piernas temblorosas y le dolía la cabeza. El rugido que había al otro lado de la puerta sólo era un poco más fuerte que el rugido de la sangre en sus oídos. Pero tenía la mente clara como el agua y centrada en una sola cosa: escapar.

Incluso aunque la mataran por intentarlo, iba a hacer todo lo posible para salir de allí. La pura y simple verdad era que prefería morir antes que someterse.

—La próxima vez que se abra la puerta, tenemos que intentar escapar. Todas a una. ¿Me habéis oído? — El agudo susurro de Beth hizo que todas las demás cautivas la miraran con los ojos redondos como platos. Mientras, la joven retorcía las manos a su espalda, tanteando la cuerda con los dedos y probando la resistencia de las ataduras. Los nudos estaban muy apretados.

—No nos atrevemos — suspiró la morena del vestido marrón, lanzando una mirada asustada a los guardias.

—Nos atraparán — dijo la rubia con firmeza.

—No pueden atraparnos a todas. — Beth lanzó una mirada especulativa a los guardias, que ahora no les prestaban atención, y bajó todavía más la voz. En ese momento, todas las jóvenes tenían los ojos clavados en ella—. El vestíbulo y las escaleras del fondo no tienen vigilancia. Lo único que debemos hacer es atravesar corriendo el escenario y el atrio, y subir esas escaleras lo más rápido que podamos. Si cada una va en una dirección diferente y nos escondemos, algunas lograrán escapar.

—Pero a las que pillen... — La morena se estremeció—. Puf, entonces estarán muy enfadados.

—¿Y lo que nos harán en ese caso será peor de lo que nos van a hacer ahora? ¿Eso crees? — La criada del pelo negro, Mary, miró a Beth y asintió con la cabeza—. Me gustaría intentarlo, será lo mejor. Estoy con usted.

—¿Qué dice el resto? Para que exista una posibilidad de conseguirlo debemos sorprenderlos y escapar todas a la vez. Nuestra única esperanza es desbordarlos. — Le dio otro fútil tirón a las cuerdas, observando que no era la única que lo hacía. Beth desplazó la mirada de una cara asustada a otra, y vio que algunas de ellas tenían una expresión de determinación. Una tras otra asintieron con la cabeza entre murmullos, hasta que todas estuvieron de acuerdo en intentarlo.

—La próxima vez que se abra la puerta, deberemos apresurarnos hacia allí — susurró Beth—. Yo...

—Basta de cháchara. — El guardia que le había atado las manos les lanzó una mirada de advertencia—. La que abra la boca será la siguiente.

Fue interrumpido por un golpe en la puerta.

El corazón de Beth retumbó como un tambor. Era muy pronto... demasiado pronto. Pero estuvieran preparadas o no, había llegado el momento. Intercambió una rápida y asustada mirada con las demás y se dio cuenta de que todas pensaban lo mismo que ella. Sintió una repentina agitación en los cuerpos que se arremolinaban a su alrededor. La tensión se podía palpar. Todas miraban la puerta cuando ésta se abrió.

—Estamos preparados para... — comenzó a decir el hombre del vestíbulo.

—Ahora — gritó Beth, dando un salto hacia delante. Por suerte, las demás la siguieron, corriendo hacia la puerta y empujando; su única esperanza de lograr la libertad. Los guardias volvieron la cabeza, pero ya era demasiado tarde: las chicas cargaban hacia la salida, empujando con ímpetu al hombre que esperaba fuera y corriendo en estampida. El aterrado grupo partió, decidido a atravesar el escenario y alcanzar las escaleras del vestíbulo.