CAPÍTULO VIII

 

 

  DANY MURRAY se dispuso a salir de su habitación para acudir a la cita que tenía concertada con Lydia Tracy en la redacción de El Centinela de Summer City.

  En eso la puerta se abrió de golpe.

  Murray corrió la mano a la funda como una centella, pero de pronto quedó inmóvil al ver al joven que había en el hueco.

  —¿Qué haces aquí, Fred? —preguntó.

  —Hola, Dany —dijo el recién llegado y entró cerrando a sus espaldas.

  Parecía un chiquillo. No podía tener más de veinte años de edad. Era alto, delgado, de cabello rubio cuyos rizos le caían por la frente. Tenía profundas ojeras y sus labios estaban resecos y cortados.

  Toda su vestimenta, camisa y zahones estaban cubiertos de polvo. Murray entrecerró los ojos observándolo.

  —Te dije que me esperases en Canyon City, Fred.

  —Sí, te oí bien.

  —¿Por qué has venido aquí, entonces?

  —Estaba nervioso. No podía esperar allí, Dany —el muchacho se frotó nerviosamente las manos—. Era como asarse en un infierno. Y después empecé a pensar que a ti te podían pasar aquí muchas cosas.

  —No tienes confianza en mí, ¿eh, chico?

  —Cinco mil dólares son muchos dólares, Dany.

  —Te dije: que te los llevaría, ¿no? Debería romperte la cabeza por no obedecer mis órdenes. Debiste quedarte allá.

  Fred se puso a parpadear.

  —¿Es que ya tienes los cinco mil dólares, Dany?

  —No, pero tengo dos mil quinientos y la otra mitad no tardaré en conseguirla.

  —¿Cómo te las has arreglado?

  —Es cuenta mía.

  —No podrás;, Dany, no podrás… Yo intenté sacar mil dólares y no pude… Eché mano a los amigos y no logré sacar ni cien dólares. Me los jugué y los perdí.

  —Un día de éstos te voy a abrir la cabeza. ¿Cómo tienes valor para tocar un naipe?

  —Bueno, hice un cálculo. Perdí los cinco mil dólares en una racha mala y… pensé que podría llegar la buena.

  —Eso es lo que piensan los malos jugadores, los novatos, Fred. En cualquier clase de juego se pierde muy aprisa, pero luego, cuando uno gana, lo hace muy despacio. Ya te lo advertí, Fred. No lograrías reunir los cinco mil dólares con el juego.

  —Sí, ya me lo imaginé y pensé que no tenía más remedio que… Bueno, tú ya me entiendes.

  —Asaltar cualquier negocio, ¿vendad?

  —Sí, Dany. Pensé en eso, pero me faltó valor para hacerlo yo solo, y entonces me vine para acá. Tú y yo lo podemos hacer.

  Dany le estrelló el dorso de la mano en la cara.

  Fred lanzó un grito y chocó las espaldas contra la pared. Allí se quedó con la boca abierta respirando agitadamente.

  —¿Por qué me has pegado, Dany? —sus ojos sé llenaron de lágrimas.

  —¿No te bastó con aquella condena de seis meses por ladrón, Fred? ¿Es que quieres volver otra vez a una celda? —el rostro de Dany parecía tallado en granito—. Es así, ¿verdad, Fred?

  —Tú eres muy listo, Dany… No hay nadie como tú con el revólver. Dany alargó la mano y cogió al muchacho por el cuello de la camisa.

  —Escucha bien esto, Fred. Te lo vas a meter en la cabeza de una vez para siempre. El delito nunca compensa. Lo sabes por experiencia propia. Nos conocimos en la cárcel, ¿te acuerdas, Fred? ¿Y por qué entraste allí? Anda, muchacho, dímelo. Por robar dos reses. Robaste dos reses, ¿eh?, y te impusieron seis meses de condena. ¿Qué valían las dos reses? Cien dólares, ¿verdad, Fred? Y cien dólares te costaron seis meses de libertad. ¿Es que no lo ves tú mismo? En cualquier parte, trabajando durante esos seis meses, podrías haber ahorrado cuatrocientos o quinientos, dólares y con ese dinero te podías haber comprado, no dos reses, sino un caballo, varios trajes y muchas cosas más. Todo consistía en eso, en que te pusieses a trabajar. Hablamos mucho en la cárcel sobre eso, ¿verdad, Fred?

  —Sí, hablamos mucho de eso.

  —Y tú dijiste que yo te había convencido, que en cuanto salieses de allí olvidarías tus ideas anteriores. Jamás volverías a poner la mano en lo que no fuese tuyo.

  —Y lo cumplí, Dany. Fui al rancho de mi abuelo y estuve allí con él.

  —Sí, estuviste allí trabajando con él, pero un buen día te encargó que fueses a vender una punta de ganado. Tú realizaste la misión. El comprador te pagó con cinco mil dólares, pero a ti sólo se te ocurrió ponerte a jugar.

  —Eran unos fulleros.

  —No me importa lo que fuesen. Te pusiste a jugar y perdiste los cinco mil dólares que eran de tu abuelo y entonces sólo se te ocurrió huir. Sabías que yo iba a salir de la cárcel y me fuiste a esperar y entonces te desahogaste conmigo. Me contaste tu historia, aunque te costó bastante. Habías depositado todas tus esperanzas en mí, pero yo no te interesaba para otra cosa que para robar. Nos pondríamos un pañuelo en la cara y nos presentaríamos en cualquier sitio donde hubiese mucho dinero.

  —Sólo quería devolver los cinco mil dólares a mi abuelo. ¡No podía presentarme a él con los bolsillos vacíos!

  —Hubiese sido mejor eso, que te presentases a él y le dijeses la verdad. Estoy seguro de que te hubiese perdonado aunque, naturalmente, tú tendrías que demostrarle tu arrepentimiento trabajando con ahínco, sin desfallecer siendo un hombre honrado —Dany dejó libre al muchacho—. Te dije que conseguiría para ti los cinco mil dólares y me prometiste que con el dinero en la mano volverías con tu abuelo y que jamás te acordarías del juego, de los robos, ni de, nada que fuese contrario a la ley.

  —Sí, Dany. Fue así.

  —Bien; quiero que mantengas tu palabra. Ya te he dicho antes que voy a conseguir esos cinco mil dólares.

  —¿Te vas a exponer por mí, Dany?

  —No, no voy a exponerme nada. Esto es un ingreso honrado. Intenté recuperar los cinco mil dólares que alguien me debía, pero me falló. Por fortuna, tu estrella sigue brillando.

  Dany se metió la mano en el bolsillo y sacó un fajo de billetes.

  —Toma, guárdalos. El resto te los daré esta noche. Ahí tienes dos mil quinientos… Pero quiero que me esperes aquí, en esta habitación.

  —Sí, Dany.

  —¿Has comido algo?

  —No, hace un día que no he probado bocado.

  —Está bien. Diré que te sirvan algo y luego, cuando hayas comido bien, te tiendes en la cama y duermes de un tirón.

  —Sí, Dany, lo haré así.

  Murray le sonrió mientras le palmeaba la espalda.

  —Bien, muchacho. Así me gusta. Ahora me tengo que ir.

  —¿Tardarás mucho en regresar?

  —No salgo del pueblo. Volveré pronto. Murray se acercó a la puerta.

  —¡Dany! —le llamó Fred. Murray volvió la cabeza.

  —¿Qué quieres ahora?

  —Darte las gracias por todo lo que haces por mí. Dany meneó la cabeza.

  —No hay de qué. Me gusta hacer un favor cuando puedo.

  Luego Dany salió fuera. Cruzó por el saloon que seguía solitario. Suzy estaba tocando el piano y cantando una canción al mismo tiempo. Elmer leía un periódico detrás del mostrador.

  Dany llegó por detrás de Suzy y la besó en la oreja. Ella interrumpió su canción con un sobresalto, pero al volver la cabeza vio a Dany y sonrió.

  —¿Dónde vas, Dany? Parece que te has compuesto muy bien. Sólo te falta un poco de perfume.

  —Tengo una cita.

  —La periodista, ¿eh? —dijo ella frunciendo el ceño.

  —Sí, puro interés económico.

  —¿Estás seguro de que sólo es eso?

  —¿Qué más puede haber?

  —La chica es bonita.

  —¿De veras…? No me había fijado. Se miraron a los ojos y él dijo:

  —Hasta luego, Suzy. A propósito, tengo un invitado en mi habitación.

  —¿Quién es el chico?

  —Un muchacho por el que siento especial afecto.

  —¿Se encuentra en algún apuro, Dany?

  —¿Por qué lo preguntas?

  —Cuando entró aquí tuve la impresión de que estaba desesperado.

  —No, no está desesperado. Sólo pasa que debido a su juventud es un poco impetuoso.

  —Eso me recuerda una cosa, Dany. Eres muy distinto al que yo conocí hace cinco años. Tú también eras un poco impetuoso, ¿verdad?

  Murray hizo un movimiento afirmativo con la cabeza.

  —Sí, Suzy. Creo que sí. Hasta luego.

  Dany salió del establecimiento. La calle estaba ya muy oscura. Cruzó al otro lado y se metió en la casa donde se ubicaba El Centinela de Summer City.

  Una prensa estaba en marcha tirando el periódico para el día siguiente. Dos hombres trabajaban en las cajas haciendo la composición.

  —Hola —dijo una voz a sus espaldas.

  Dany giró y quedóse observando la figura de Lydia Tracy.

  Ahora la joven se cubría con un vestido azul que le daba más prestancia y seriedad. Sus labios rojos, húmedos, destacaban sobre la blancura de su rostro.

  —¿Es usted casada, señorita Tracy? —preguntó Dany Murray? La joven coloreó las mejillas.

  —No.

  Se miró las puntas de los zapatos, incapaz de resistir la mirada que le dirigía Dany. Luego levantó otra vez los ojos.

  —¿Quiere venir a mi despacho, señor Murray?

  —Desdé luego.

  Entraron en una habitación adyacente a la de Graham.

  Lydia se sentó tras una mesa, púsose delante un montón de cuartillas y luego cogió un lápiz. Dany ocupó un sillón de cuero que había al otro lado y cruzó las piernas. Lió un cigarrillo y lo encendió arrojando una bocanada de humo.

  —¿Dónde nos quedamos, señorita Tracy?

  —Usted se vio obligado a salir de aquella localidad minera porque nadie le daba trabajo.

  —Oh, sí —asintió Dany y quedóse pensativo. Luego prosiguió—: Encontré a Bing Thorne en Dodge City.

  —¿Por qué fue usted allí?

  —Yo sólo era un muchacho, pero poseía una rara cualidad. Desde muy pequeño me gustó tirar con el revólver. En tiempo del viejo Isaías me entrenaba en las afueras del pueblo, a las primeras luces del alba. Según personas entendidas en la materia, yo tenía pulso y gran dominio de mí mismo; en lenguaje vulgar, sangre fría. Todo el mundo se apartaba de mi lado después que yo había matado a aquellos tres hombres. Intenté trabajar, pero no pude. Entonces me dejé llevar por un arrebato. Si la sociedad no me quería, lucharía contra ella.

  Murray dio una gran chupada al cigarrillo, expulsando una bocanada de humo.

  —Me dijeron que en Dodge City se daban cita los mejores pistoleros del país. Yo fui allí decidido a demostrar que el más grande no se podía comparar conmigo y lo logré bien pronto. Nada más llegar me enfrenté con un tipo muy famoso en aquel entonces. Su nombre era Joe Trucos. Se decía que era el más peligroso de cuantos hombres había en Dodge. Le busqué exprofeso, el encuentro fue en un saloon, y la ocasión me la brindó él mismo. Desafió a todos los que nos encontrábamos allí. Por un instante nadie replicó, hasta que yo me hice adelante diciéndole que estaba dispuesto a sostener un duelo con él. Según la opinión de todos, fue algo verdaderamente sensacional. Nos colocamos uno frente a otro y una mujer empezó a tirar cartas al aire, por encima de su cabeza. Los naipes iban a | caer justo en el centro de la distancia que nos separaba a Joe Trucos y a mí. La señal para empezar a disparar nos la daría la aparición de la reina de corazones. Había que estar muy atento porque los naipes a veces revoloteaban en el aire. Se había dicho que si uno de nosotros disparaba antes de tiempo, tres hombres que estaban frente al mostrador se lo cargarían sin más apelación. En el local había más de un centenar de personas y todos interrumpieron la respiración. Las cartas iban saliendo una a una, pero ninguna de ellas era la reina de corazones. Fue la treceava del mazo. Creo que Joe Trucos y yo la vimos al mismo tiempo, pero fui mucho más rápido que él en desenfundar.

  Le coloqué una bala justo entre los dos ojos. Y Joe se derrumbó sin vida en el suelo. Lydia dejó el lápiz sobre la mesa. Sus puños estaban crispados.

  Dany la observó durante un rato a los ojos.

  —¿Puedo seguir? —preguntó.

  —Sí, perdone.

  Dany hizo una pausa y continuó:

  —Me vitorearon como si fuese el mismo presidente del país. Yo creí que había hecho una cosa muy grande, que me acababa de convertir en un héroe. Un tipo extremó sus elogios más que los otros. Su nombre era Bing Thorne. Me dijo que yo era un fulano que podía hacer carrera. Todo consistía para mí en elegir la compañía adecuada. Yo no conocía el mundo, necesitaba a un hombre con experiencia y él se prestó a proporcionármela. Yo no tenía ningún dinero y él me ofreció de buenas a primeras cien dólares. Era un hombre muy simpático y sabía cómo halagar a las personas. Pensé que Bing Thorne era justo el hombre que a mí me convenía.

  Lydia dejó de escribir.

  —Espere un momento, no hay bastante luz.

  Se levantó y encendió un nuevo quinqué de petróleo que pendía del techo. Luego volvió a sentarse.

  —¿Qué hizo con Bing Thorne, señor Murray?

  —Al principio nos limitamos a robar ganado. Era un buen negocio. Bing lo tenía bien organizado. Cruzábamos el río Grande y vendíamos las reses en México. Nos pagaban la mitad del precio, pero era bueno porque nosotros no teníamos que invertir ningún dinero en criarlas. Fuimos el terror de todas las comarcas de Texas en la parte lindante con México. El nombre de Bing se hizo cada vez más famoso. Yo fui ascendiendo de categoría hasta llegar a ser su hombre de confianza. Se organizaron batidas especiales para acabar con nosotros, pero Bing era un buen conocedor del terreno y sabía cómo escabullirse en el preciso momento en que todo parecía perdido. Cumplió su palabra. Me dio experiencia.

  Murray se adelantó sobre la mesa y aplastó el cigarrillo en un cenicero. Luego dijo mientras se sentaba:

  —Creo que a sus lectores les gustará conocer la forma en que opera una pandilla bien organizada de forajidos que se dedican al robo de ganado. Le puedo contar muchas cosas.

  Lydia levantó la mirada fijándola en el rostro del joven.

  —No dudo de que sea interesante y le tomo la palabra, pero eso lo dejaremos para después. Ahora quiero conocer de un tirón su historia completa.

  —Ya queda poco que contar.

  —Pero yo considero que lo que resta es lo más importante. Durante unos instantes guardaron silencio. Finalmente Dany dijo:

  —Llegaron los malos tiempos para Bing y para todos nosotros. Apenas podíamos descansar una hora en un sitio. Constantemente teníamos que levantar el campamento para evitar que nos sorprendiesen. Calculamos que en un momento determinado había más de doscientos hombres pisándonos los talones. No supe comprender a tiempo que nos habíamos convertido en una carga para Bing. El, por sí mismo, se bastaba para escapar. Pero todos lo seguíamos como conejos asustados.

  —¿Usted también, Murray?

  —Yo lo seguía porque creí que me tenía afecto. Había dicho una y otra vez que era como un padre y un hermano para mí. Comprendí su hipocresía mucho más tarde, en la cárcel

  Dany dio un suspiro

  —Cuando ya era demasiado tarde.

  —Continúe.

  —A Bing se le ocurrió una idea maravillosa. Tal como estaban las cosas, tarde o temprano todos caeríamos, incluido él mismo. Sólo había una forma de acabar con aquella persecución y entonces pensó en entregarnos a la justicia. Naturalmente, él se escaparía y, una vez quedase solo, pasaría a México y dejaría correr el tiempo.

  —Y, ¿cómo se las arregló para desembarazarse de ustedes?

  —Le resultó muy sencillo. Ordenó a la banda que fuese a un sitio determinado y a mí a otro lugar, y luego, seguidamente, dio el soplo. A mí me capturaron vivo porque no pude ofrecer resistencia, pero a mis otros once compañeros les tocó peor suerte. Quisieron pelear y siete de ellos fueron muertos. Yo fui juzgado en San Antonio. Se me condenó a una pena no superior a diez años ni inferior a cuatro. En fin, usted ya sabe lo que pasó.

  Lydia levantó la mirada.

  —No sé lo demás, señor Murray.

  —Está claro. Salí hace unos días y ahora me encuentro en Summer City, justo donde reside el sheriff que me detuvo.

  —Eso es lo que usted dice. Faltan muchas cosas.

  —¿El qué, señorita Tracy?

  —¿Qué es lo que le hizo cambiar en la prisión?