CAPÍTULO VI

 

 

  BERNARD GRAHAM, fundador, propietario y director de El Centinela de Summer City, estaba por los cincuenta años de edad y era de cabello y bigote blancos y rostro de facciones apacibles.

  Observó a Lydia Tracy, la cual se hallaba a la otra parte de la mesa.

  —No lo comprendo, Lydia. Le das mil quinientos dólares a ese tipo y te los rechaza como si fuese una moneda de cincuenta centavos.

  —Es un ser extraño.

  —Al diablo con los seres extraños. Sólo se trata de un vulgar forajido.

  —Discrepo de usted, señor Graham. Si Murray fuese un vulgar forajido, tengo la completa seguridad de que hubiese aceptado nuestra oferta. ¿Qué más puede desear un pistolero que aparecer en la primera página de los periódicos de todo el país? Murray hubiese sido famoso de costa a costa y hubiera tenido ante sí un porvenir tan bonito como el de Búffalo Bill. ¿Qué hace Búffalo ahora? Después de haber luchado tantos años con hombres de la frontera, va por ahí con un circo y, según cuentan, está ganando el dinero a manos llenas. Leí el otro día que está preparando un viaje a Europa para presentarse ante las cortes reinantes.

  —Santo cielo, muchacha, no vas a comparar a Dany Murray con Búffalo Bill.

  —Nunca podemos saber lo que va a ocurrir, señor Graham. Es posible que la gente hubiese encontrado más emocionante la vida de un hombre como Asesino Murray que la de Búffalo Bill. Llamaron suavemente a la puerta.

  —Adelante —dijo Graham.

  La puerta fue abierta y en el hueco apareció Dany Murray.

  —¿Puedo pasar? —preguntó.

  Lydia, que estaba de espaldas, se volvió al oír la voz del hombre de quien justamente estaban hablando en aquel instante.

  Graham empezó a ponerse de pie con la boca abierta.

  Murray se mantuvo inmóvil, muy serio, observando fijamente el rostro de Lydia Tracy. Graham reaccionó dando la vuelta a la mesa y se puso a sonreír.

  —Caramba, señor Murray, bienvenido a nuestra casa. Vamos, pase, muchacho —palmeó la espalda del joven—. ¿Quiere sentarse? ¿Un cigarro? Son buenos, ¿sabe? Me los trajo un amigo de Cuba.

  Vamos, póngase cómodo, señor Murray.

  Murray aceptó una silla y, quitándose el sombrero, lo puso encima de un libro que había sobre la mesa.

  Lydia y Graham estaban de pie. Este alargó la caja de cigarros hacia el joven, pero éste negó con la cabeza.

  —Es demasiado tabaco para mí, señor Graham —le dijo.

  El director de El Centinela abandonó la caja sobre la mesa y empezó a frotarse las manos.

  —Muy bien, señor Murray. ¿Qué podemos hacer por usted?

  —La señorita vino a visitarme al hotel ayer y me hizo una proposición.

  —Precisamente estábamos hablando de eso.

  —Quiero cinco mil dólares —le interrumpió Murray. Graham se quedó de muestra mirando al joven.

  —¿Cuánto ha dicho, señor Murray?

  —Cinco mil dólares.

  —Usted está loco. ¿Sabe qué cantidad son cinco mil dólares?

  —La he tenido unas cuantas veces en mis manos.

  —¿Cuándo, señor Murray? —intervino Lydia con voz brusca—. ¿Antes o después de ingresar en la cárcel?

  Murray la observó fijamente a los ojos.

  —Antes.

  —Lo suponía.

  —Usted es muy lista, señorita Tracy.

  —Pero, señor Murray —tartamudeó Graham, y seguidamente sonrió—. Usted debe hacerse cargo de que mi periódico no es el New York Times. Apenas se vende fuera del condado y nuestros anunciantes son muy pocos. Sólo sacamos para ir mal tirando.

  —No me interesa la situación financiera de su diario, señor Graham —repuso Murray.

  —¡Claro que no le interesa! —exclamó Lydia—. Para usted, por lo visto, sólo cuentan los medios fáciles de conseguir dinero. Y yo creí que había rechazado mi oferta porque existía todavía en usted un atisbo de nobleza. Pero no, lo único que hizo fue demorar su respuesta a fin de sacar más dinero. No le parecieron buenos los mil dólares, ni siquiera los mil quinientos; para usted eso es muy poco. Sí, señor, quiere cinco mil dólares.

  —No he venido aquí a discutir con usted, señorita Tracy —repuso Murray.

  —No; ya sé que no ha venido a eso. Sólo se ha dejado caer por este despacho para llenar bien su bolsa.

  Murray se echó atrás en la silla.

  —Supongo que la historia de mi vida va a interesar a amplios sectores del país. Aún recuerdo la expectación que despertó la publicación de la historia de Jesse James. Según me dijeron, Jesse cobró cinco mil dólares por relatar su vida a un periodista. ¿Y qué es lo que ganaron los periódicos? Mientras yo estaba en la cárcel, leí que el beneficio se calculaba en más de cien mil dólares.

  Graham carraspeó fuertemente.

  —Bueno, Murray. Usted no querrá compararse con Jesse James,

  —Si Jesse pudiese vender hoy su historia, no lo haría por menos de veinticinco mil dólares. Yo pido también cinco mil, señor Graham.

  —Es un chico muy modesto —dijo sarcásticamente Lydia.

  Graham paseó por la estancia, frotándose la nuca. De pronto se detuvo.

  —Tres mil, Murray.

  —No, señor Graham —contestó el joven.

  —Tres mil quinientos. Murray se puso en pie.

  —Los cinco mil o nada.

  Lydia Tracy puso los brazos en jarras.

  —¡Déjelo que se marche, señor Graham! ¡Sólo es un chantajista!

  Murray echó a andar hacia la puerta. Puso la mano en el pomo y lo hizo girar.

  —¡Espere, señor Murray! —chilló Graham.

  Dany giró sobre sus talones observando el rostro del director del periódico. Este dio un suspiro.

  —Tendrá esos cinco mil, señor Murray. En el despacho se hizo un gran silencio.

  Lydia Tracy agitaba el pecho, a punto de estallar de ira. Murray se pellizcó el lóbulo de una oreja mientras decía:

  —Dos mil quinientos ahora, Graham, y el resto cuando se acabe la historia.

  —Está bien, señor Murray. La señorita Tracy le llevará al hotel los dos mil quinientos dólares primeros. Queden ustedes conformes respecto a la hora.

  —¡No iré! —gritó Lydia.

  —¿Qué es lo que dices, muchacha? —preguntó Graham con el ceño fruncido.

  —Renuncio a ese reportaje, señor Graham. Envíe a Lorigan en mi lugar.

  —Este no es asunto para Lorigan —dijo Graham—. Confío más en ti.

  —Lo siento, señor Graham, pero no deseo escribir la historia de… —Lydia miró a Murray— de un vulgar forajido.

  —Como quieras, Lydia —asintió Graham—. Irá Lorigan. Murray se expresó con voz dura:

  —Soy yo quien impone las condiciones, señor Graham. La señorita Tracy hará la historia. Lydia volvió la cabeza, los ojos furiosos, mirando a Murray.

  —Usted no puede obligarme, señor Murray. No quiero saber nada de usted. No tengo el menor interés por conocer a cuántas personas mató en su vida ni la forma en que se deshizo de ellas.

  —La esperaré dentro de una hora en el saloon de Suzy, señorita Tracy.

  —¡No iré!

  —Hasta luego; y recuérdelo, Graham, ella ha de llevar los dos mil quinientos dólares primeros. Murray salió fuera y cerró a sus espaldas. Cruzó la sala donde se confeccionaba el periódico y salió a la calle Mayor de Summer City.

  Echó a andar por la acera y la gente se detenía a su paso observándolo con curiosidad.

  Entró en el saloon de Suzy y lo vio solitario. Tan sólo estaba Elmer detrás del mostrador. El pueblo se había tomado en serio lo de hacer el vacío al establecimiento.

  —Ponme un whisky, muchacho —dijo a Elmer.

  Estaba bebiendo el primer trago cuando las puertas de vaivén se abrieron, dando paso al sheriff Huxley.

  El representante de la ley se acercó parsimoniosamente a Murray.

  —¿Quiere beber, sheriff? —dijo Dany—. Puedo invitarle a una copa.

  —No bebo en acto de servicio.

  —Muy bien, otra vez será.

  El sehriff sacó el revólver y apuntó al estómago del joven.

  —Queda usted arrestado, Murray.

  —¿De qué habla, sheriff?

  —Ha matado a dos hombres, Murray. Dany frunció los ojos.

  —Explíqueme eso, autoridad.

  —Usted salió ayer de Summer City acompañado de dos tipos.

  —Sí.

  —Son justamente los dos hombres que han sido encontrados muertos a seis millas al norte de la ciudad.

  —¿Y cómo sabe que los he matado yo, sheriff?

  —Usted fue visto por medio pueblo cuando se marchaba con ellos. Su caballo ha sido encontrado muerto: cerca de los cadáveres de esos dos fulanos. Tenía una bala de rifle en el pecho. Y por si faltaba algo, ahí fuera tiene usted el caballo de una de las víctimas.

  —¿Y qué más, sheriff?

  —Nada más. Esto es todo.

  Murray negó con la cabeza y sonrió.

  —¿Sabe una cosa, autoridad? Aprendí leyes en la prisión. Tenía mucho tiempo libre y se me ocurrió que, ya que estaba allí de paro forzoso, podría dedicar mis horas libres a ampliar mi cultura. Todo eso de que me viesen con dos tipos ayer y de que mi caballo haya aparecido muerto, y lo de que yo tengo la montura de una de las víctimas, sólo son pruebas circunstanciales. ¿Ha oído hablar alguna vez de eso, sheriff?

  —He oído hablar de eso. Tenemos aquí un fiscal y un juez.

  —Consulte con ellos el caso y apuesto a que me dan la razón.

  —Usted es muy listo, Murray. Quizá también tenga una explicación para justificar el tiempo que ha estado ausente de la ciudad y hasta es posible que me pueda explicar por qué su caballo fue muerto y por qué tiene el de uno de esos individuos.

  La voz de Suzy se oyó por detrás:

  —Murray regresó esta madrugada al pueblo, sheriff. Huxley se volvió hacia la rubia.

  —¿Qué dice, Suzy?

  —Lo que oye. Murray lleva más de ocho horas en el pueblo y estoy dispuesta a testimoniarlo donde sea preciso.

  —Se pone de su parte, ¿eh?

  Suzy guardó silencio. Murray carraspeó suavemente y luego dijo:

  —En cuanto al caballo, le diré una cosa, sheriff. Ayer, cuando me marché con los dos tipos, llegué a un acuerdo con uno de ellos para cambiar nuestras monturas. Cuestión de capricho, ya sabe.

  El sheriff permaneció inmóvil unos instantes. Finalmente, enfundó el revólver.

  —Esta vez me ha cogido, Murray, pero no creo que tenga tanta suerte la próxima.

  —¿Me permite que lo invite ahora a una copa, sheriff? Ya no está en acto de servicio. Huxley hizo un movimiento negativo con la cabeza.

  —No, Murray. Estoy permanentemente en guardia desde que usted llegó a Summer City y esta situación se prolongará hasta que usted se marche, si es que no se queda aquí para siempre.

  Luego la autoridad giró sobre sus talones y abandonó el establecimiento. Murray dio un suspiro y miró a la rubia.

  —Gracias, Suzy.

  —¿Los mataste tú, Dany?

  —Sí.

  —¿Por qué?

  —Me tendieron una emboscada.

  —No lo comprendo. ¿Qué tenían que ver esos hombres contigo?

  —Es muy largo de contar —Murray le pellizcó una mejilla—. Quiero echar una cabezada durante media hora. Me pasé toda la noche cabalgando.

  Murray hizo desaparecer en su boca el whisky del vaso y dejó éste en el mostrador. Luego se encaminó hacia la puerta del fondo.

  Tendióse en el lecho de su habitación y puso las manos debajo de la cabeza, permaneciendo pensativo un rato. Estaba adormeciéndose cuando de pronto llamaron en la puerta. Se irguió sobre la cama y autorizó la entrada.

  La puerta se abrió, apareciendo enmarcada la figura de Lydia Tracy. La joven se mordió el labio inferior con fuerza.

  Dany saltó de la cama diciendo:

  —Puede pasar, señorita Tracy.

  La joven penetró en la estancia y cerró a sus espaldas. Abrió su bolso y de él extrajo un sobre azul muy abultado que alargó a Dany.

  —Aquí tiene sus dos mil quinientos dólares.

  Dany cogió el sobre y después de sopesarlo en la mano lo arrojó encima de la cama. A continuación señaló una silla que había cerca de la ventana.

  —¿Se sienta, señorita Tracy?

  Lydia hizo un movimiento afirmativo con la cabeza y ocupó la silla. Abrió nuevamente el bolso y de él extrajo un cuaderno de notas y un lápiz.

  Murray se sentó en el borde del lecho.

  —Puede empezar cuando quiera, señorita Tracy —dijo a la muchacha.

  —¿Dónde nació?

  —En Kansas City.

  —¿Edad?

  —Veintiocho años.

  —¿Estatura?

  —Uno ochenta y dos.

  —¿Quiénes, fueron sus padres?

  —Mi padre era minero y mi madre se dedicaba a lavar ropa allá donde caíamos.

  —¿Fue usted al colegio de niño?

  —Sí, a una escuela, pero sólo estuve allí dos años.

  —¿Por qué?

  —Cuando yo tenía siete años mi madre dio a luz una niña. Ella murió en el parto. Así que mi padre quedó a solas con nosotros. Nos marchamos a Jackson, en Colorado. Allí se había descubierto plata. Fue justamente en ese lugar donde empecé a ir a la escuela. Recuerdo que teníamos una cabaña donde hacía mucho frío. Mi padre regresaba todas las noches muy cansado. No era un minero independiente, trabajaba por cuenta de otros. Pero un día… mi padre no regresó. Había sostenido un altercado con alguien y la pelea se había generalizado. Mi padre recibió una cuchillada en el vientre. Su agonía se prolongó tres días, pero al fin murió. Mi hermana Emma y yo quedamos solos. Un viejo que se hallaba por allí y cuyo nombre era Isaías se apiadó de nosotros. Isaías no era minero, se dedicaba a pedir plata a unos y a otros. A mí me cogió de ayudante y, naturalmente, no tuve oportunidad de regresar a la escuela. Así fuimos creciendo Emma y yo, hasta que, al Cumplir catorce años; un buen día Isaías se cansó de nosotros y nos dejó plantados. ¿Voy demasiado aprisa, señorita Tracy?

  —No, lo puedo seguir bien. Usted y Emma volvieron a quedar solos. ¿Qué ocurrió después?

  —Me puse a trabajar en la mina y así pasaron seis años de mi vida. Al fin cumplí los veinte. Ocurrió justo un par de días más tarde. Volví de noche a nuestra cabaña y me encontré a Emma tirada en el suelo. Estaba moribunda.

  Murray se interrumpió y Lydia levantó la cabeza, observándole. Dany se puso en pie y empezó a pasear.

  —Emma, antes de morir, me contó lo que había pasado. Habían entrado en la cabaña tres hombres y habían abusado de ella. Me dio su descripción. Cogí un revólver y me fui a buscar a los tres tipos.

  Los encontré juntos…

  Murray se interrumpió de nuevo.

  —Disparé contra ellos hasta que no quedó una sola bala en el cilindro. Estaban muertos antes de tocar el suelo. Me detuvieron y me encerraron en la cárcel. El periódico local inventó un nombre para mí: Asesino Murray. La, opinión estaba en mi favor y un abogado hizo lo demás. Salí en libertad. Había recibido muestras de simpatía mientras estuve en la cárcel, pero cuando me absolvieron, todo cambió. No me quisieron admitir a trabajar en las minas, y hombres que habían: sido mis amigos me dieron la espalda. Ya no me llamaban Dany al referirse a mí. Me daban otro nombre: Asesino Murray. Traté de colocarme en algún sitio, pero nadie me quería, y entonces tuve que marcharme.

  Dany se frotó con el dorso de la mano la mejilla:

  —¿Le parece que ya tiene suficiente tema para un primer artículo, señorita Tracy?

  —Con todo lo que usted me ha contado podré hacer dos, o quizá tres.

  —En tal caso suspenderemos la sesión, si le parece.

  —Se lo iba a proponer.

  Después de guardar el bloc y el lápiz en el bolso, Lydia se puso en pie. Se miraron unos instantes a los ojos y la joven echó a andar hacia la puerta.

  De pronto se volvió.

  —Señor Murray.

  —Diga, Lydia.

  —Corre el rumor de que usted ha matado a dos hombres en las afueras de la ciudad, los dos hombres que se marcharon con usted ayer.

  —Sí, ya lo sé.

  —¿Puedo hacerle una pregunta respecto a eso?

  —¿Le parece que le conteste cuando lleguemos a ese punto de mi historia?

  —Muy bien. ¿Cuándo hemos de volver a vernos?

  —¿Estará usted esta noche en el diario?

  —Siempre me quedo hasta las ocho.

  —Muy bien. Iré a verla alrededor de las siete.

  La joven hizo un movimiento afirmativo con la cabeza y salió de la habitación. Dany volvióse a tender en el lecho abstrayéndose en profundos pensamientos.