CAPÍTULO II

 

 

  MURRAY estaba con el torso desnudo, lavándose la cara con jabón, cuando de pronto llamaron a la puerta.

  —Adelante, Suzy —dijo.

  Oyó que la puerta se abría y los pasos de una mujer.

  Se echó agua en la cara y alargó la mano cogiendo una toalla. Olió a jazmín.

  —Es un perfume que me gusta —dijo y empezó a secarse la cara—. Aún recuerdo que te lo ponías por Bing. Le gustó el jazmín desde que hizo aquel viaje a México —volvió la mirada hacia donde debía encontrarse Suzy y se quedó inmóvil con la toalla junto a la cara.

  No era Suzy. Tenía delante a una joven de unos veintidós o veintitrés años de edad, morena, esbelta, de rostro muy bello en el que destacaban unos ojos negros provistos de sedosas pestañas, una frente ovalada y la nariz recta y los labios rojos. Su pecho era alto y firme y su cintura estrecha. Cubríase con un vestido blanco con florécillas verdes que se ajustaba perfectamente a sus espléndidas formas. Su cabello era negro y tocábase la cabeza con un sombrerito blanco provisto de una ruedecilla que ella misma había levantado. Sus manos eran finas y delicadas y con la diestra sostenía un bolso de color blanco.

  —¿Señor Murray? —dijo con voz cálida.

  —Sí, yo soy el señor Murray.

  —Mi nombre es Lydia Tracy. Soy periodista. Trabajo en El Centinela de Summer City, y soy corresponsal de El Clarín de Houston.

  —No sabía que en Summer City tuviese un periódico.

  —El periodico nacio mientras usted estaba en… De pronto la joven se interrumpió.

  —Acabe —dijo él.

  —En la prisión.

  —Lo celebro por Summer City.

  Hubo un silencio. La joven se humedeció los labios con la lengua.

  Murray se secó las gotas de agua que brillaban sobre el negro vello de su pecho.

  —¿Qué quiere, señorita Tracy?

  —Verá, señor Murray, he venido a hacerle una oferta,

  —¿Sí?

  —Quiero escribir una serie de artículos acerca de usted. Será estupendo, ¿no le parece?

  Murray no contestó a eso. Dejó la toalla sobre la barra que había en el lavabo y cogió la camisa que había dejado en la silla.

  Lydia Tracy prosiguió:

  —Los reportajes saldrán en los dos periódicos, ya sabe. El Centinela tira cinco mil ejemplares, pero El Clarin de Houston alcanza una tirada de cien mil. No solo lo leen en la capital sino en infinidad de pueblos del estado. Y le diré otra cosa. Tengo la seguridad de que el señor Wolfe, propietario de El Clarín, venderá los derechos de la serie a los periódicos de Nueva York y Chicago.

  —Y qué más, señorita Tracy? —murmuró Murray mientras se abotonaba la camisa.

  —Todos sabemos que usted es un personaje célebre en el ámbito local, pero ahora cobrará fama en todo él país. Su nombre será conocido en todas partes… Asesino Murray.

  Murray quedó inmóvil con las dos manos junto al cuello. Su rostro pareció endurecerse.

  —Se lo agradezco, señorita Tracy.

  —Sabía que le gustaría —sonrió Lydia.

  —Se equivoca.

  —¿Cómo dice?

  —Siento que haya perdido su tiempo. La joven hizo un gesto de perplejidad.

  —¿Quiere decir que no va a dar su consentimiento para que yo haya esos reportajes?

  —Acertó usted, señorita Tracy.

  —Espere, aún no he terminado. Le pagaré mil dólares. ¿Lo entiende? Mil dólares. Usted y yo nos podemos reunir a la hora que más le convenga. Bastarán dos o tres días para que todo quede bien perfilado.

  —Mi respuesta sigue siendo negativa, señorita Tracy.

  —Pero, ¿por qué?

  —Permítame que me guarde las razones.

  La joven abrió el bolso, del cual extrajo un fajo de billetes que alargó hacia Dany.

  —Aquí tiene quinientos dólares a cuenta, señor Murray. Es sólo el comienzo. Cuando acabemos, tendrá la otra mitad.

  Murray terminó de abotonarse la camisa.

  —Guarde su dinero, señorita Tracy.

  —Le parece poco, ¿eh? Está bien, le daré quinientos ahora y mil al final. Nadie ha cobrado tanto por contar una vida de…

  —Una vida de delincuencia.

  —Está bien, es lo que es usted, ¿no? Un forajido.

  —Sí, señorita Tracy.

  —Usted no puede negarse, señor Murray. Es…, es… algo estupendo para usted. Jesse James cobró cinco mil dólares porque se publicase la historia de su vida, pero tenga usted en cuenta que él era un personaje mucho más famoso que Usted. Le conocían en todo el país. Usted, como ya le dije antes, sólo es conocido en el ámbito local, y apuesto a que está sin blanca. ¿Es que va a rechazar mil quinientos dólares?

  —Ya lo ha oído.

  La bella señorita Tracy hizo una mueca, fue a decir algo, pero rápidamente dio media vuelta y salió de la estancia cerrando de un fuerte portazo.

  Cuando Dany hubo terminado de vestirse, se acercó a la mesilla de noche y alcanzó el revólver, lo mantuvo unos instantes en la mano y, finalmente, lo metió junto a su compañero debajo de la almohada.

  Acercóse a la puerta y sacó la llave que estaba puesta por dentro. Salió fuera al corredor y cerró la puerta, dando la vuelta a la llave, que después guardó en el bolsillo.

  Bajó las escaleras y entró en la sala. Vio a Suzy hablando con la señorita Tracy.

  Elmer estaba detrás del mostrador. En el extremo alejado de éste, junto a la puerta, había dos hombres que se volvieron cuando el joven hizo su aparición.

  —Ahora mismo te sirvo, Dany —dijo Suzy—. Te he preparado la mesa junto a la ventana.

  Dany desvió la mirada y observó la mesa cubierta con un mantel. Echó a andar hacia ella. De pronto una voz dijo:

  —Deténgase, Murray.

  Era uno de los hombres que estaba junto al mostrador.

  Dany quedó inmóvil y comenzó a girar lentamente. Los dos hombres estaban con las piernas abiertas en compás. Ambos eran robustos, pero especialmente uno de ellos, el de la derecha, parecía un tipo muy fuerte, a juzgar por su ancho tórax y sus largos brazos.

  —¿Qué se les ofrece, amigos? —preguntó Murray. Hubo un silencio. Luego Murray dijo:

  —Parece que están ustedes mal informados, amigos. El sheriff y yo hablamos acerca de ese tema hace un par de horas. No me dio ninguna orden de abandonar Summer City.

  —Esto no es un acuerdo oficial, Murray.

  —¿Qué es entonces?

  —Una decisión que hemos adoptado los hombres de Summer City.

  —No puedo acatar esa decisión. Soy un Ciudadano libre de elegir el lugar de mi residencia. No he cometido aquí ningún delito.

  —Lo cometió en otro tiempo.

  —Ya me hicieron pagar por eso.

  —Se lo decimos por las buenas, Murray. Nos hemos juramentado para sacarlo del pueblo y lo vamos a hacer, pese a quien pese.

  Dany apretó los labios fuertemente.

  —Supongamos que me resisto, ¿qué van a hacer?

  —¡Saque el revólver! —gritó el más alto.

  —No llevo armas.

  Bill sacudió la cabeza sonriendo.

  —Estupendo, así será más fácil. ¿Sabe lo que vamos a hacer, Murray?

  —¿El qué?

  —Lo vamos a moler de una paliza. Luego, cuando haya quedado sin conocimiento, lo pondremos en su silla y le abandonaremos a ocho millas del pueblo. Y recuérdelo para cuando recobre el conocimiento. ¡No vuelva más por Summer City!

  Hubo otra pausa.

  Los dos hombres echaron a andar hacia Murray con los puños cerrados. De pronto la voz de Elmer restalló como un latigazo.

  —¡Quietos, chicos!

  Bill y su compañero volvieron la cabeza rápidamente.

  Elmer les estaba apuntando con un revólver cuya culata hacía descansar en el mostrador.

  —Se acabó la juerga, chicos. ¡Fuera! Bill apretó los dientes.

  —¿Es que te vas a poner de su parte, Elmer?

  —Yo no me pongo de parte de nadie. Me pagan para que aquí no haya jaleos de ninguna clase. La voz de Dany sonó ronca.

  —Guarda ese revólver, Elmer.

  —¿Qué dices, Dany? —preguntó Elmer, perplejo.

  —Guarda ese revólver —repitió Murray.

  Elmer miró a Suzy y ésta le hizo un movimiento afirmativo con la cabeza. Entonces el empleado hizo chasquear la lengua y quitó el revólver de encima del mostrador.

  Bill y su compañero volvieron la cabeza otra vez lacia Murray. El primero sonrió enseñando los dientes.

  —¿Cree que eso le va a servir de algo, Murray?

  —No, no lo creo.

  —Así está mejor. Vamos, Barton, terminemos pronto.

  Los dos hombres levantaron los puños y se abalanzaron al mismo tiempo sobre Murray. El joven se dedicó preferentemente a Bill, el más alto. Le soltó un trallazo en el estómago y cuando lo tuvo boqueante le conectó la zurda en el mentón. Sonó un chasquido y Bill salió lanzado a una velocidad meteórica golpeando las espaldas contra el filo del mostrador y viniéndose abajo.

  Barton aprovechó que Murray había quedado al descubierto para descargarle un formidable puñetazo en el pómulo.

  El joven se derrumbó, pero en un instante se puso en pie sacudiendo la cabeza de un lado a otro para recuperarse.

  Bill también se enderezó y tocóse el maxilar inferior para cerciorarse de que no lo tenía partido. Barton no se lanzó al ataque, sino que esperó a que su amigo se pusiese a su altura.

  Murray los esperaba con los brazos caídos, respirando entre jadeos.

  —Fue un buen golpe. —dijo Bill—. Pero esto no ha hecho más que empezar. Espere a que acabemos con usted. No podrá moverse en un par de semanas. Adelante, Barton.

  Volvieron a la carga.

  Murray desvió con el antebrazo el golpe que le dirigió Barton, replicándole con un puñetazo al hígado. Luego saltó porque Bill se le venía encima moviendo los brazos como aspas de molino. Pero la pared se interpuso en su camino. Fue alcanzado junto a un hombro. Hinchó los pulmones y descargó una lluvia de golpes sobre el estómago de Bill.

  El otro empezó a ceder, no pudiendo resistir aquella andanada y entonces Murray, aunando todas sus energías en el brazo derecho, le descargó un terrible mazazo en la cara.

  Bill cruzó de parte a parte el saloon lanzando un alarido, golpeó contra la puerta de vaivén y desapareció en la calle.

  Barton castigó a Murray duramente en el cuerpo, una, dos, tres veces. El joven movía la cabeza de un lado a otro para no ser cazado. Finalmente alargó el brazo izquierdo y golpeó a Barton aplastándole las narices y alejándolo de sí unos segundos. Luego se apartó de la pared y echóse sobre él. Le descargó la derecha, luego la izquierda, llevándolo hacia el mostrador. Después lo hizo girar como una peonza con un golpe seco. Y por último le conectó la zurda entre los dos ojos.

  Barton rodó como una pelota por debajo de las oscilantes hojas de la entrada y desapareció tras su compañero.

  En la calle, a la salida del nuevo proyectil, sobrevino una ola de estupor traducida en una retahíla de aclamaciones.

  Murray quedó con las piernas dobladas, casi desfallecido. Por la comisura de los labios le chorreaba un hilillo de sangre.

  Suzy y la señorita Tracy le contemplaron asombradas. Elmer soltó una risita.

  —Te lo has ganado, campeón.

  Puso en el mostrador un vaso y escanció unos dedos de whisky.

  Murray tomó el vaso y apuró de un solo trago su contenido. Luego sacó el pañuelo y se restañó la sangre de la boca.

  Echó a andar con paso vacilante y dejóse caer en una silla ante la mesa cubierta por el mantel. Suzy puso los brazos en jarras y dijo señalando con la cabeza a Dany:

  —Ahí lo tiene, señorita Tracy. Ese es Murray.

  La periodista observó con ojos fijos la figura del joven y luego echó a andar y salió del local. Suzy se dio mucha prisa en servir los platos que había cocinado para Dany y éste correspondió adecuadamente.

  Mientras tomaba café y fumaba un cigarrillo, Suzy se sentó frente a él.

  —La señorita Tracy me estuvo hablando de la oferta que te ha hecho, ¿por qué no la aceptaste, Dany?

  —No me interesa.

  —Eso es lo que no comprendo. ¿Por qué no?

  —Te lo diré antes de marcharme de Summer City

  —Muy bien. —La rubia hizo una pausa—. Oye, Danny, ¿cuándo te irás a El Paso?

  —¿A El Paso?

  —Sí, supongo que irás allí a organizar tu banda.

  —No voy a organizar ninguna banda, Suzy.

  —Ya comprendo, quieres hacer los trabajos solo. Me lo imaginaba. Tú sólo confiaste siempre en Bing y, ahora que él no está, te pasa como a mí.

  Dany dio una chupada al cigarrillo y mientras expulsaba el humo por la nariz dijo:

  —Sólo he venido a Summer City por una cosa, Suzy. Quiero saber qué es lo que pasó con los cinco mil dólares que me guardaba Bing, i

  —¿Cinco mil dólares?

  Sí, aquello no era producto de ningún robo. Fue el dinero con que me pagaron la venta del rancho que me dejó un amigo al morir. Bing me dijo que necesitaba dinero un par de meses antes de que me detuviesen. Estaba en un apuro con un fulano de San Antonio. El me sugirió que yo vendiese el rancho prometiendo que en la primera ocasión me devolvería el dinero. Naturalmente, le hice el favor. Luego, ya sabes que me detuvieron. Estando en la cárcel me enteré de que Bing había matado al tipo de San Antonio. Por lo tanto no le hizo el pago de cinco mil dólares.

  —Bing nunca me habló de ello. Es la primera noticia que tengo de esa historia.

  —Comprendo. Me dijiste antes que en Laredo murieron seis, entre ellos el propio Bing. ¿Cuántos se salvaron?

  —Dos solamente.

  —¿Les cogieron el botín?

  —No apareció un solo centavo.

  —¿Cuánto se llevaron de Laredo?

  —Diez mil dólares.

  —Quiero los nombres de los supervivientes, Suzy.

  —Phil Ralkner y San Saxon.

  —¿Sam Saxon el Zurdo?

  —Bing llegó a un acuerdo con él cuando tú caíste. Dany sacudió la cabeza.

  —¿Dónde están ahora?

  —No he sabido una palabra de ellos desde que murió Bing. Aunque supongo que lograrían meterse en México. De un momento a otro aparecerán. Diez mil dólares a esos tipos no les duran nada y han pasado ya seis meses.

  Dany permaneció pensativo un rato. Luego preguntó:

  —¿Quién me podría informar acerca de los dos tipos?

  —Aquí no hay nadie que lo pueda saber. Te consta que yo soy la primera persona en estar enterada de todo.

  —Supongo que sí. Entonces no tendré más remedio que dejarme caer por El Paso.

  —El sheriff Huxley sabrá enseguida adonde te di riges y supondrá que vas a organizar tu pandilla.

  —Muy bien. Que piense lo que quiera.

  Las puertas de vaivén se abrieron nuevamente otros dos tipos penetraron en el local. Ambos eran de fea catadura. Mostraban los trajes y los sombreros sucios de polvo, sudados y sus barbas eran muy crecidas Uno era alto, delgado y el otro un poco más bajo, pero tampoco estaba sobrado de carnes. Se detuvieron al ver a Murray al fondo con Suzy.

  Elmer estaba secando unos vasos e interrumpió su trabajo.

  —¿Quiénes son? —preguntó en voz baja Murray, sin apartar los ojos de los, recién llegados.

  —Estuvieron aquí ayer tomando unos whiskys y se marcharon. Nunca los he visto antes. Los dos hombres echaron a andar a un tiempo hacia la mesa donde se encontraba Murray. Detuviéronse cerca

  —Hola, Murray —dijo el más alto, un tipo pelirrojo de cara pecosa.

  —¿Cómo les va? —repuso Dany.

  —Yo soy Tab Hopper y éste es Joe Varden.

  —¿Qué se les ofrece?

  —Venimos a acompañarlo.

  —¿Hasta la salida del pueblo?

  —No, un poco más lejos.

  —Comprendo. Los contrataron esos tipos de ahí fuera para sacarme de Summer City. Tab Hopper negó con la cabeza.

  —Nosotros no aceptamos encargo de los piojosos.

  —De todas formas, creo que no voy a ir.

  —Estoy seguro de que cambiará de opinión cuando se entere de quién es la persona que nos envía.

  —¿Quién es?

  —Sam Saxon.

  En el saloon se hizo un profundo silencio.

  —Así que es Sam Saxon —murmuró Dany—. ¿Y dónde me espera?

  —Eso es algo que no le podemos decir. Ya lo sabrá cuando lleguemos.

  —No vayas, Dany —exclamó Suzy.

  —¿Por qué no? —preguntó el joven—. Apuesto a que estos caballeros han hecho un largo viaje y no es cosa de decepcionarlos. Además, Sam Saxon es justamente la persona con la que yo tengo que hablar.

  Murray se puso en pie.

  —Voy por mis revólveres, amigo. En seguida estoy aquí.

  Desapareció por la puerta del fondo y poco después regresó con las armas junto a los muslos. Tab y Joe bebían sendos vasos de whisky en el mostrador.

  Suzy corrió al encuentro de Murray.

  —Ten cuidado, Dany. Sé quién es Saxon. No te dará los cinco mil dólares.

  —Ya sé que no me los dará por las buenas, pero yo estoy dispuesto a hacérselos escupir.

  —¿Es que no ves qué clase de tipos son? Saxon es un traidor capaz de matarte por la espalda.

  —No te preocupes, le vigilaré.

  —Oh, Dany, ¿por qué no olvidas los cinco mil dólares?

  Dany observó un momento a la rubia y la golpeó en la mejilla suavemente. La voz de Tab zejó desde el mostrador:

  —¿Nos vamos ya, Murray?

  —Ya estoy listo.

  Murray guiñó un ojo a Suzy.

  —Adiós, chica.

  Los tres hombres salieron del local.

  Había muchos ciudadanos todavía en la acera de la calle Mayor y todos volvieron la cabeza hacia el saloon de Suzy.

  Los tres hombres que acababan de salir por la puerta de vaivén montaron en los caballos y echaron a andar al paso en medio de un profundo silencio.

  —¡Asesino Murray! —gritó una voz—, ¡Ya estás con los de tu calaña…! ¡Pero recuerda esto, no vuelvas más por aquí…! ¡No vuelvas o encontrarás en Summer City tu fosa!

  Los tres jinetes continuaron avanzando. Tab Hopper y Joe Varden llevaban las manos junto a los revólveres, listos para desenfundar al primer estampido que se produjese.

  —¡Asesino Murray! —chilló otra voz—. ¡Maldito seas!

  Los tres jinetes pasaron frente a un edificio sobre cuya puerta campeaba un gran letrero. En él se leía: «El Centinela de Summer City».

  Murray observó en la puerta a Lydia Tracy, la cual estaba en compañía de dos hombres. Las miradas de los dos jóvenes se encontraron, pero luego Murray miró al frente.

  Cuando llegaron al final de la calle Mayor, Tab Hopper palmeó su cabalgadura.

  —¡Adelante, muchachos! —gritó. Y los tres jinetes se lanzaron al galope y desaparecieron por el recodo entre una gran polvareda.