Capítulo 30
La última noche que el ambulatorio estuvo abierto, yo estaba sentada en mi despacho, recogiendo unos pocos papeles y borrando algunos archivos del ordenador. Hacía tiempo que Jill se había marchado y el silencio en el lugar provocaba eco. Digger y yo repasamos su repertorio, pero parecía estar rogando un indulto, así que le di una galleta y le acaricié el lomo con el pie mientras yo me dejaba invadir por la melancolía.
Echaría de menos el ambulatorio. Había sido un lugar muy agradable en el que trabajar, y había sido seguro, con la fuerza del hospital de Cabo Cod como apoyo. Aunque la consulta privada sería más gratificante, también daba mucho más miedo. Echaría de menos trabajar con Jill y con Sienna, nuestras charlas de chicas en los descansos.
Al día siguiente el personal del hospital iría a llevarse el monitor cardiaco, el equipo de rayos X, las muestras de medicinas, el material médico, los ordenadores y los archivos. El ambulatorio permanecería vacío hasta el próximo abril, cuando algún otro doctor lo ocupase. Ya no era mi sitio.
A las nueve de la noche estaba en el despacho, intentando terminar un artículo sobre una nueva prótesis de válvula cardiaca. Sobre la mesa había un yogurt a medio comer, y Digger estaba tumbado en el suelo. Oí a lo lejos una sirena, pero al principio no le di importancia, hasta que se hizo más fuerte. Digger se puso en pie de un brinco. Yo también. Cuando vi la luz azul parpadeante delante del ambulatorio, corrí a la calle.
Un coche de policía entró en el aparcamiento con la sirena encendida. Ethel salió del asiento del conductor.
—¡Es Sam! ¡Está herido! —gritó, y se deslizó sobre el capó del coche al más puro estilo Starsky o Hutch. El corazón me dio un vuelco mientras corría hacia el coche. Sam estaba sentado en el asiento del copiloto.
Ethel abrió la puerta y él salió. Tenía el brazo derecho sobre el vientre y parecía que no podía mantenerse erguido.
—Cálmate, Ethel —dijo—. Estoy bien, Millie.
—Estoy calmada. ¡Es sólo que mi maldito compañero está jodidamente herido!
—¿Qué ha ocurrido? —pregunté yo.
—Estoy bien, ¿de acuerdo? No entres en pánico —obviamente le dolía.
—Un imbécil le ha golpeado con una barreta —explicó Ethel mientras corría a abrir la puerta del ambulatorio—. ¡Dios, casi le da en la maldita cabeza!
Nunca había visto a Ethel tan preocupada. Le temblaban las manos.
—Muy bien, vamos a llevarte dentro —le dije a Sam agarrándolo del brazo. Ethel agarró a Digger, que había empezado a saltar al ver a Sam, y lo metió en el despacho mientras yo llevaba a Sam a una de las consultas—. ¿Puedes subirte ahí, Sam? —le pregunté. Se subió a la camilla, aparentemente incapaz de usar el brazo, y a mí se me humedecieron los ojos.
—Por el amor de Dios, Millie, no llores.
—Estábamos haciendo un control de tráfico rutinario —dijo Ethel—. Uno de esos estúpidos chicos iba colocado y Sam le pidió que abriese el maletero. Y antes de darnos cuenta, el chico tenía en la mano una maldita barreta. ¡Joder! ¡Iba a darle a Sam en la cabeza, pero se dio la vuelta a tiempo y bam! ¡El muy imbécil le dio justo en el hombro!
—Ethel, por el amor de Dios, cálmate —dijo Sam—. Millie, estoy bien. ¿Puedes hacerme una placa y ya? ¿Ethel, por qué no vas al coche patrulla e informas por radio?
Ethel se quedó mirándolo.
—Muy bien, Sam. Cuida de él, Millie.
—Lo haré —cerré la puerta tras ella y miré a Sam. Estaba pálido y se apoyaba sobre el lado derecho. Su expresión era sombría—. ¿Ethel dice la verdad? —pregunté mientras escribía algo, no sé el qué, en un papel. A mí también me temblaban las manos.
—Sí, sí. Así es. No es gran cosa. Un gamberro.
—¿Te dio con la barreta?
—Sí.
Yo tragué saliva.
—Millie, si empiezas a llorar, te ahogo. Simplemente hazme una radiografía. El sindicato dice que un médico tiene que darme el visto bueno antes de irme a casa. ¿Puedes hacerlo por mí?
—¿Por qué está tan malhumorado, agente? —pregunté con la esperanza de arrancarle una sonrisa.
—¡Porque el hombro me está matando, maldita sea! —gritó.
—Está bien, está bien. Cálmate. Suenas como mi padre.
—¿Ésta es tu manera de tratar a los clientes, Millie? Porque apesta —intuí lo que parecía ser una sonrisa.
—Muy bien, agente —dije—. Primero quítate la camisa para que te eche un vistazo —aquello sonó como a película porno.
—Parece que estés en una película porno —dijo Sam mientras se desabrochaba los botones del uniforme.
—Trae, idiota, deja que te ayude.
—Ésa es mi Millie.
Aquellas palabras hicieron que se me cerrara la garganta y los ojos se me llenaran de lágrimas mientras le desabrochaba los botones.
—Por favor, deja de llorar —dijo mi paciente.
—Lo siento —le quité la camisa por el lado del hombro lastimado y me estremecí. Tenía cicatrices blancas sobre la piel, debido a la cirugía de la universidad—. Se me había olvidado que ése es tu hombro malo —susurré con voz temblorosa.
—¡Millie! Espabila y sácame de aquí.
—Bien. Es sólo que... ya sabes, Sam. Eres tú. No me gusta verte herido.
—Bueno, pues arréglame y mándame a casa, por el amor de Dios.
Yo agradecí su enfado, pues de lo contrario probablemente le habría confesado mi amor. Le examiné el hombro y lo moví con cuidado para ver el rango de movimiento.
—¿Te has hecho daño en alguna otra parte? —pregunté mientras le tomaba la presión sanguínea en el brazo bueno.
—No —contestó mirándome fijamente. Estábamos a dos centímetros de distancia y de pronto el aire pareció cargado de electricidad.
Me aparté rápidamente.
—Muy bien. No creo que esté roto, pero hagamos una placa para estar seguros.
Lo ayudé a bajarse de la camilla, lo llevé a la zona de rayos y lo tumbé en la mesa. Normalmente no me encargaba de esa parte, pero sabía cómo hacerlo. Seguí los pasos y di a algunas teclas en el ordenador. Sam se incorporó sobre la mesa y esperó el veredicto mientras las imágenes aparecían en el monitor.
—No hay nada roto. Aunque tienes una contusión en el hueso. Y tus viejas fracturas están estables. ¿Ves los tornillos ahí? Has tenido suerte.
—¿Y qué se hace para una contusión en el hueso? —preguntó él.
—Motrin, un cabestrillo y nada de trabajo en una semana. Voy a hacerte una receta de Vicodin por si acaso el Motrin no es suficiente —rebusqué por el escritorio las recetas.
—Muy bien —dijo él, agarró la camisa e intentó ponérsela por el lado derecho.
—Espera, deja que te ayude con eso —estiré la mano y le metí la manga por el brazo herido. Después se la abroché con cuidado. A mis dedos parecía costarles trabajo. Le puse el cabestrillo en el brazo y apreté la hebilla para que fuera cómodo. Sam se había quedado muy quieto. Yo lo miré a la cara.
Estaba mirándome. No por encima de mi hombro, ni a su camisa. Estaba mirándome a mí. Entonces sus ojos se deslizaron hasta mi boca. Y de pronto, muy lentamente, se inclinó hacia delante y me dio un beso suave en los labios, como si yo fuera la cosa más preciada del mundo. Y al ver que no me apartaba, me besó de verdad.
Me rodeó la cintura con el brazo sano, por debajo de la bata de médico. Su boca era tan cálida y suave que las rodillas empezaron a temblarme. Mi cerebro dejó de pensar en nada que no fuera Sam, su beso, el calor de su cuerpo, el brazo rodeándome.
—¡Santa madre de Dios!
Di un respingo como si me hubieran electrocutado, y le di un empujón a Sam en el hombro magullado. Se estremeció, yo me estremecí, Ethel se estremeció.
—¡Oh, mierda! ¡Lo siento! Ya me marcho. Sam, no te preocupes por nada, aunque no me parece que estés preocupado. Todo está solucionado. La policía de Wellfleet ha pillado a los chicos cerca de Moby’s. El teniente dice que te vayas a casa y que te llamará mañana. Bueno, supongo que no necesitas que te lleve. Lo siento —Ethel tosió un par de veces y se fue. A los pocos segundos oímos el motor del coche patrulla en el aparcamiento.
Sam y yo nos habíamos quedado solos. Su cara lo decía todo. Me miraba con ojos de cordero degollado.
—Millie...
Yo tomé aliento y me llevé la mano a la boca. Intenté decir algo, pero no podía.
—Oh, Millie, lo siento mucho. Di algo, por favor.
¿Qué podía decir? Me había quedado sin habla, tal vez por primera vez en mi vida.
—No lo había planeado, Millie. Lo siento. No debería haber... Lo siento mucho —se levantó de la mesa y se me acercó.
—Deberíamos... deberíamos irnos, ¿de acuerdo? Vamos —balbuceé—. Quédate aquí sentado y déjame acabar. Porque es la última noche del ambulatorio y tengo que asegurarme de que todo está terminado.
—Millie, lo siento. No pretendía... Lo siento. Por favor, di algo.
—Eh, vamos a dejarlo estar, ¿de acuerdo? Bien. Genial.
Corrí, literalmente corrí, hacia mi despacho y cerré la puerta. Digger me olfateó las manos, pero yo apenas me di cuenta.
Me había besado.
Y lo sentía. Lo sentía mucho. Muchísimo.
Las piernas me temblaban incontroladamente. Tomé aliento varias veces y miré a mi alrededor. «Has lo que tengas que hacer para marcharte de aquí», me ordené. Como un robot apagué el ordenador, garabateé las palabras Agente de policía asaltado, contusión en el hueso, hombro derecho, rango de movimiento completo, sin fractura en el informe y agarré mi bolso. Salí a la zona de rayos, pasé frente a Sam y me aseguré de que su informe estuviera en la lista para que lo leyera el radiólogo de guardia en el hospital de Cabo Cod. Después arranqué la receta y se la entregué a Sam, que se la guardó como si su perro acabase de morir.
—Aquí tienes. Tienes un ortopedista, ¿verdad? ¿Reardon? Llámalo mañana y pide cita con él. Le diré que necesitas que te vea. Danny puede llevar la receta a la farmacia de Orleans si lo necesitas, pero prueba primero el Motriz. De seiscientos a ochocientos miligramos cada seis horas. No utilices el brazo. Ponte hielo durante las primeras cuarenta y ocho horas, después calor. ¿Alguna pregunta?
—No.
Salimos a la calle y yo empecé a cerrar la puerta.
—Se te olvida el perro, Millie —dijo Sam.
—Es verdad —entré de nuevo, saqué a Digger, me disculpé y metí al animal en el asiento trasero—. ¿Necesitas ayuda? —le pregunté a Sam cuando abrió la puerta del coche con la mano izquierda.
—No, gracias.
Me monté y puse el coche en marcha sin mirar a Sam. Al cabo de un minuto lo intentó de nuevo.
—¿Millie, podemos hablar de lo que ha ocurrido ahí dentro? Por favor.
Tomé aliento, pero en vez de calmarme, el aire me salió casi como un sollozo.
—Ahora mismo no, ¿de acuerdo? —respondí.
Sam me miró durante otro minuto entero.
—Muy bien. Pero lo si...
—¡No te disculpes! Olvídalo.
—Creo que tenemos que hablar de ello, Millie.
—¡Ahora no! ¡Ahora no! ¿De acuerdo, Sam? Ahora no —Digger, al notar mi incomodidad, asomó la cabeza entre los dos asientos y me lamió la oreja.
Sam no dijo nada más hasta que llegamos a su casa. Danny, al que obviamente había llamado Ethel, salió corriendo de casa.
—Mira —dije—. Es Danny. Tu hijo. Mi sobrino.
—Oh, Millie —dijo Sam.
—¡Papá! ¡Papá! ¿Estás bien? —Danny abrió la puerta del copiloto y Sam salió del coche.
—Estoy bien, Dan. Sólo una contusión.
—Oh, papá... —Danny abrazó a su padre con cuidado e intentó no llorar. Yo apoyé la frente en el volante y las lágrimas me inundaron los ojos—. Tía Mil, ¿se pondrá bien?
Yo me sequé las lágrimas, abrí mi puerta y salí, pero no me alejé del coche.
—Se pondrá bien, cariño —dije, y mi voz sonó normal por primera vez en toda la noche—. Le dieron en el hombro con una barreta. Él te lo contará. Llámame si necesitáis algo, ¿de acuerdo? Pero de momento que entre en casa. Dale cuatro pastillas de Motriz y ponle hielo en el hombro.
—Vamos, papá —dijo Danny. Sam me miró, pero dejó que su hijo lo metiera en casa.