Capítulo 23

Debido a la promesa que le había hecho a Danny, asistí a un partido de béisbol.

Los efectos de la hiedra venenosa casi habían desaparecido y sólo quedaban un par de manchas pálidas invisibles al ojo inexperto. Una bonita tarde soleada, Katie, sus hijos y yo fuimos al instituto a ver jugar a los chicos. Nos sentamos en las gradas, mientras Corey y Mike jugaban en la arena de debajo, donde Trípode descansaba por orden de Joe. Era un perro increíblemente bien educado, agitaba el rabo si se le acercaban y esperaba pacientemente a su dueño. Tal vez Joe pudiera darme algún consejo para hacer que Digger dejase de montar piernas.

A pesar de tener un padre que se sabía de memoria todos los jugadores de todos los deportes y un cuñado que había estado a punto de convertirse en deportista de élite, a mí no me entusiasmaban los deportes. Algo relativamente bueno, supongo, dado que todos mis recuerdos de fines de semana durante la infancia implicaban algún evento deportivo, ya fuera en la televisión o en directo. Pero con Danny implicado, estaba entusiasmada. Y por supuesto, también estaba mi novio, que estaba magnífico con el uniforme del equipo de la tienda de pesca.

Joe y Danny estaban en el mismo equipo. Joe era pitcher y Danny era parador en corto. Posiciones muy prestigiosas, según me informó Katie. Su hermano mellizo, Trevor, estaba en el mismo equipo, así que quedaba claro con quiénes íbamos nosotras. Pobre Sam. Jugaba de primera base en el equipo contrario, el de la ferretería de Sleet. Pero mis padres estaban allí, así que podrían animarlo. Aunque no lo harían, pues su único nieto jugaba en el otro equipo.

Katie y yo charlábamos sin prestar mucha atención y aplaudíamos cuando la gente aplaudía. Era una tarde preciosa, con una brisa lo suficientemente fuerte para mantener alejados a los bichos (eso y la loción repelente en la que nos habíamos bañado). Sin embargo, ver lanzar a Joe resultaba maravilloso. Aparentemente no era la única que se sentía así, pues se levantaba un murmullo de apreciación cada vez que le tocaba jugar. Había muchas chicas del instituto también, algunas para ver a Danny, que recientemente había pasado de extrañamente mono a condenadamente guapo. Casi toda la gente que pasaba allí el verano se acercaba al campo a disfrutar del pasatiempo más americano de todos.

El partido fue bastante aburrido, y no sólo según mi criterio. Sólo uno o dos jugadores llegaron a la base. Sam bateó una bola alta la primera vez, pero fue interceptado por el hermano de Katie. Danny hizo un strike y Joe llegó a la primera base, pero no más lejos. Lo divertido era ver la gracilidad de los hombres, lanzando, corriendo, agachándose. Danny parecía muy... adulto allí. Interceptaba las bolas que le lanzaban y era recompensado con aplausos y silbidos por parte de mi padre.

Con dos hombres en la cuarta entrada, Sam se acercó al plato.

—¡Viva! —gritó una mujer en la primera fila. Era Carol, la cita que Sam había llevado a mi fiesta de cumpleaños. Sam la oyó y se volvió hacia ella con una sonrisa. Se tocó las zapatillas con el bate e hizo un movimiento de práctica. En el montículo del pitcher, Joe entornó los ojos.

—¡Carol! —grité yo—. ¡Ven a sentarte con nosotras!

Se dio la vuelta y se protegió los ojos con la mano.

—¡Oh, hola, Millie! Estoy con mis vecinos, pero gracias —respondió.

—De acuerdo —dije yo—. Luego iremos al Barnacle. ¿Puedes venir?

—Claro. Será estupendo.

—¡Ey, bateador! —gritó alguien—. Tres lanzamientos, Joe —era mi padre.

Joe sonrió. Sam se rió y subió al plato. Joe lanzó la pelota. Strike uno.

—Dos más, Joe —gritó Carol riéndose. Sam sonrió de nuevo.

—¡Tienes lo que hay que tener, Joe! —gritó una mujer. Podría haber sido mi madre.

Otro lanzamiento. Sam bateó y falló. La multitud aplaudió y algunas voces femeninas dieron más apoyo a mi novio. Pobre Sam. Me puse en pie.

—¡Vamos, Sam! —grité—. ¡Lánzala lejos!

Katie y algunos más se rieron y Joe me miró sorprendido. Bueno, una pena. Su club de fans ya era lo suficientemente grande. Le dirigí una sonrisa descarada, él me la devolvió y se preparó para el siguiente lanzamiento. Bola uno.

—¡Adiós, Sam! —grité mientras aplaudía.

Katie se puso en pie también.

—¡Tómate tu tiempo, Sam!

Sam se tocó el casco a modo de saludo.

—Gracias, señoritas —dijo.

Joe se preparó de nuevo y lanzó, alto y fuera. Bola dos.

—¡Lo tienes contra las cuerdas, amigo! —grité.

En el montículo, Joe pidió tiempo muerto. Salió del campo, se dirigió hacia nosotras y se subió a las gradas donde estábamos.

—Tú eres mi novia —me dijo antes de darme un beso en la boca—. Se supone que tienes que animarme a mí —sin más se dio la vuelta y regresó a su posición mientras la gente se reía.

—¡Vamos, Sam! —grité de nuevo. Joe negó con la cabeza, pero sonrió.

En el último lanzamiento, Sam golpeó la bola con fuerza y ésta salió volando por encima del receptor izquierdo, que salió corriendo tras ella. Mientras Sam corría hacia la primera base, se le voló el casco. Los otros corredores en la base marcaron y Sam llegó a segunda. Joe me miró y arqueó una ceja con las manos en las caderas. Yo le lancé un beso.

Al final de la novena entrada, la puntuación seguía 2-0, para el equipo de Sam. Joe salió a batear y llegó a primera base. Yo aplaudí con entusiasmo, aunque un poco automáticamente. Al fin y al cabo no me importaba quién ganase, siempre y cuando Danny hiciese una buena jugada. Además, Corey y Mike empezaban a estar cansados. Sal DiStefano también llegó a la base, igual que el hermano de Katie. Danny salió a batear al fin y yo sentí el corazón en la garganta.

Era la carrera definitiva. Joe estaba en tercera. Dos fueras. Mi sobrino de diecisiete años tenía que batear.

La multitud se quedó en silencio. No más silbidos, no más bromas. El corazón me latía con fuerza. Katie les señaló a sus hijos a Danny, e incluso ellos parecieron notar la gravedad de la situación.

Danny hizo un movimiento de práctica y subió al plato. El pitcher del equipo de la ferretería entornó los ojos, asintió, después se agachó y lanzó la bola. Danny movió el bate con tanta fuerza que casi se dio la vuelta.

—¡Strike! —gritó el árbitro. La multitud comenzó a murmurar. Un par de chicas del instituto se dieron la mano con fuerza.

Mi padre se puso en pie.

—¡Tómate tu tiempo, hijo! —gritó.

Segundo lanzamiento. Otro fallo. Strike dos. Yo tragué saliva.

—Vamos, pequeño —susurré. Katie me apretó la pierna.

Danny salió del plato, se dio en las zapatillas con el bate, estiró los brazos por detrás de la espalda y volvió a entrar. Sus hombros estaban tensos, su cara sin expresión alguna. El pitcher movió la cabeza a la primera señal del catcher, después asintió. El corazón me latía con tanta fuerza que me sentía mareada.

Tercer lanzamiento. Danny golpeó la bola con fuerza. Ésta salió volando por el cielo y, para cuando aterrizó, Danny ya estaba en segunda y el hermano de Katie estaba a punto de completar la carrera, y el receptor ni siquiera se había acercado a la bola todavía. La multitud gritaba, mis padres daban saltos, las chicas del instituto chillaban. Yo me quedé muy quieta, sin hablar, mientras veía a Danny correr hacia el plato y hacia sus compañeros de equipo. Un grand slam. Mi sobrino acababa de hacer un grand slam.

Miré a Sam, que estaba aplaudiendo con su guante. Miró hacia las gradas y nuestras miradas se encontraron. Después Danny salió de entre la multitud de sus compañeros y corrió hacia su padre. Sam le estrechó la mano y después lo abrazó. Los ojos se me llenaron de lágrimas.

Joe apareció junto a mí mientras yo veía a padre e hijo tener su momento Campo de sueños.

—Buen partido, ¿verdad, Millie? —me dijo.

—Oh, claro que sí —respondí yo.

—¿Vas a venir al Barnacle? —me preguntó metiéndome un mechón de pelo detrás de las orejas. Era tradición que el equipo vencedor invitara a bebidas a los perdedores.

—Creo que primero ayudaré a Katie a meter a los niños en la cama —respondí. Katie estaba ocupada guardando los juguetes de sus hijos en su bolsa—. Me pasaré más tarde, ¿de acuerdo?

—Muy bien —respondió Joe, y me dio un beso en la mejilla—. Te veré allí —señaló hacia Trípode, que se puso en pie de un brinco y lo siguió hacia el aparcamiento.

Yo me bajé de las gradas y fui hacia mi sobrino, que estaba hablando animadamente con mis padres.

—¡Tía Millie! ¿A que ha sido alucinante?

—¡Oh, cielo, ha sido fantástico! Estaba tan orgullosa de ti que casi me hago pis encima.

Danny me abrazó y me hizo sentir muy pequeña. Debía de medir al menos un metro ochenta. Sam se unió a nosotros.

—¿Vas a venir al Barnacle, papá? —le preguntó su hijo.

—Desde luego —respondió él—. Me debes una Coca Cola.

—¡Hal! —le gritó mi padre a nuestro vecino—. ¿Has visto batear a mi nieto?

—¡Te has parecido a Ortiz, Danny! —respondió Hal. Mis padres se despidieron y Danny se fue con sus compañeros de equipo.

—No puedo creerlo —dijo Sam—. Mi hijo ha hecho un grand slam y ha ganado el partido.

—Debe de haber sido el mejor momento de tu vida —dije yo.

—Creo que tienes razón —respondió—. Y gracias por animarme.

—¡Oh, de nada, grandullón! Siempre he sido tu mayor fan.

Sam se rió y me pasó un brazo por los hombros.

—¿Recuerdas que solías venir a mis partidos de fútbol? Te sentabas allí y leías un libro durante todo el partido. Después me decías el buen trabajo que había hecho.

—¡Pero sí que miraba! —protesté—. Cuando tenías la pelota, yo levantaba la vista —era cierto. Solía ir a los partidos (la asistencia era casi obligatoria, pues mi hermana salía con él y además ostentaba el tan deseado cargo de jefa de animadoras), pero siempre había sentido un cierto nerviosismo cada vez que Sam corría por el campo o interceptaba un pase.

Sam mató un mosquito de una palmada.

—Una pena que Trish... —dijo.

—¿Te gustaría que Trish estuviera aquí?

—Sí, supongo que sí. Para ver el gran momento de su hijo.

—Bueno, puedes decirle a Danny que la llame más tarde. O ahora mismo, antes de iros al Barnacle.

—Buena idea, niña. Gracias.

—¿Sabes que Carol te está esperando?

—¡Oh, es verdad! Casi lo olvido. Muy bien, te veré más tarde.

—Allí estaré.

Ayudé a Katie a recoger los últimos juguetes de los niños y tomé a Mikey en brazos. Él hundió la cara en mi cuello y le di un beso en la cabeza.

—¿Listo para irte a la cama, dormilón? —pregunté.

—No estoy cansado —contestó con un bostezo y los ojos cerrados.

Mientras caminábamos por el campo, miré hacia Sam, que seguía hablando con Carol. Su risa nos llegó a través del aire. Después Sam se inclinó y la besó. No fue un gran beso, pero tampoco era un beso de amigos. Yo estuve a punto de tropezar.

Resultaba extraño ver a Sam con alguien que no fuese Trish. Carol era simpática y todo eso, pero no me parecía... normal. Natural. Comenzaron a caminar hacia el aparcamiento. Sam me miró y levantó la mano. Carol se volvió y saludó también.

Yo tragué saliva y seguí caminando.