Capítulo 17

Llamé al doctor Bala a primera hora del día siguiente y me ofrecí a hacer el turno de mañana. Él aceptó, me advirtió que la máquina de electrocardiograma funcionaba mal y colgó.

El ambulatorio estaba a rebosar. Quemaduras solares con ampollas en la calva de un hombre de mediana edad; picadura de medusa en un niño de diez años; la clásica urticaria por hiedra venenosa consecuencia de una despedida de soltero; una madre que se había pillado el dedo con la puerta del coche. Era bueno estar ocupada. Le hice una radiografía al dedo de la mujer, lo entablillé y admiré el buen comportamiento de su hija de siete años. La picadura de medusa no supuso ningún problema, sólo picaba un poco, así que le di a la madre del niño una crema con cortisona. Prednisona para el soltero resacoso y un poco de crema con lidocaína para el hombre quemado, así como la recomendación de ponerse un sombrero.

Las cosas se calmaron por la tarde, así que llamé a algunos pacientes para ver cómo estaban y rellené algunos papeles antes de cerrar. Los sábados el ambulatorio cerraba a las cinco. Hacía un día precioso, limpio y despejado tras la lluvia del día anterior, y la carretera 6 estaba atestada de turistas. Llegué a casa y me puse la ropa de correr. Digger miraba fijamente mis playeras y movía el rabo como un loco. Sabía lo que significaban las playeras. Me puse una camiseta de manga corta con la leyenda: Libera tu yo interior, y salí a correr para despejarme.

Ya era una corredora experimentada y no tenía que pararme cada treinta metros para vomitar, resollar o derrumbarme. Cierto, nunca sería una atleta, y mis pasos eran cortos y lentos, pero había llegado a disfrutar corriendo, con el aire fresco y mi perro corriendo a mi lado. Aquel día la brisa corría sobre mi cabeza y el sol brillaba con fuerza. A lo lejos oía el murmullo de la playa mientras corría, los gritos de las gaviotas y de los niños, que se mezclaban con el rumor de las olas.

Ahora que no tenía distracciones, di rienda suelta a mis pensamientos sobre Joe, que había mantenido guardados bajo llave durante las últimas doce horas. ¿Qué iba a hacer la próxima vez que nos viéramos? ¿Fingir que no había ocurrido nada? Eso sería duro. Yo lo amaba, por el amor de Dios. Había invertido mucho tiempo, dinero y esfuerzo en conseguir que se fijara en mí. ¡Y lo había hecho! ¿Qué diablos había salido mal?

Terminé de correr y entré en casa sudorosa y molesta. Me senté en el salón, ni siquiera me sentía motivada para ducharme. Katie estaría trabajando. Curtis ya me había soportado bastante la noche anterior. Tal vez debiera ir a casa de mis padres... pero entonces mi madre querría saber cómo había ido la cena, y tendría que contarle que me habían dado plantón. Quizá pudiera ir a Boston a ver a Janette. No. Había demasiado tráfico y me faltaba energía. Obviamente necesitaba más amigos. Tal vez Sam quisiera ver una película.

Digger se puso en pie de un brinco y comenzó a ladrar como un loco mientras corría hacia la puerta trasera. Yo me levanté del sillón y me pasé una mano por el pelo sudoroso. Probablemente fuese mi padre, que se había pasado a ver si necesitaba que hiciera algo en la casa.

Pero era Joe Carpenter quien estaba de pie en mi porche.

De pronto todo pensamiento coherente abandonó mi cabeza. Abrí la puerta mecánicamente y Digger se lanzó hacia él sin dejar de ladrar. Joe se agachó y le acarició la cabeza mientras me sonreía.

—Hola, Millie —dijo.

—Joe —dije yo.

—Te has olvidado, ¿verdad? Vaya, no puedo creerlo —se incorporó y negó con la cabeza—. Millie, Millie, Millie. Me invitaste a cenar, ¿recuerdas? —me señaló con el dedo—. Mala chica.

—Pero... pero... —tartamudeé. Mi cerebro se negaba a aceptar aquel horror: Joe estaba allí. Yo, sudorosa y sonrojada. Joe estaba allí. El día equivocado. Claro, se había equivocado de día, pero estaba allí. Dios, y yo estaba...

—¿Puedo pasar? —preguntó con una sonrisa.

—Oh, claro que puedes —me aparté y le dejé entrar. Digger lo siguió con el hocico pegado a sus botas de trabajo, olisqueando con fervor religioso.

—Joe, era... en realidad... —intenté decir. Pero de pronto una luz se encendió en mi cabeza—. Vaya, sí que me había olvidado. Lo siento mucho.

—No pasa nada —respondió él—. ¿Puedo quedarme?

—¡Sí! ¡Claro! Pero déjame, ya sabes, es que acabo de volver de correr...

—Claro. Tómate tu tiempo —miró a su alrededor—. Así que no has cocinado nada, ¿eh?

—Eh, no. Pero puedo preparar algo rápido después de ducharme —dije, aunque sabía que lo único que podía preparar rápidamente era una tostada. Gracias a Sam la noche anterior, tampoco quedaban sobras.

—Claro, lo que sea. ¿Tienes cerveza? —asentí y Joe sacó una botella del frigorífico.

—Ponte cómodo. No tardaré —dije, e intenté salir de la cocina de la manera más digna posible. Me golpeé contra el marco de la puerta, después me di la vuelta y hui hacia el cuarto de baño.

Me quité la camiseta, el sujetador, los pantalones, las playeras y los calcetines a toda velocidad. Evité mirarme en el espejo. ¡Maldita sea! ¡Pero gracias a Dios! No me había dado plantón; simplemente se había equivocado de noche. Todo el dinero y el tiempo por el desagüe... o mejor dicho, por el esófago de Sam. «No te preocupes por eso, Millie», me dije. «Está aquí».

Me metí en la ducha sin esperar a que se calentase el agua y metí la cabeza bajo el chorro. Me apliqué el champú con fuerza y repasé mentalmente lo que me pondría, cómo me arreglaría el pelo, cuánto maquillaje me pondría sin tardar una eternidad. Joe había encendido el equipo de música y había sintonizado una de las emisoras de rock del Cabo; Black Sabbath sonaban por los altavoces, un gran contraste en comparación con los CDs que yo había elegido la noche anterior. Me sequé el pelo con una toalla. No quería usar el secador para no darle a Joe la impresión de que era una mujer que tardaba mucho en arreglarse.

Me eché crema hidratante, me puse rímel y me pinté los labios. Después me puse el albornoz y caminé por el pasillo hasta mi dormitorio. Me puse unos vaqueros y una camiseta de botones sin mangas, me cepillé el pelo y me puse una cinta. Benditas las cintas del pelo. ¿Estaba lista? No. Me faltaban los zapatos. Saqué unas sandalias y me las puse. Me miré en el espejo de detrás de la puerta y tomé aliento.

«Tu hombre está aquí, Millie», me dije a mí misma. «Nada ha cambiado. Cálmate. Ésta es la gran noche. No lo que había planeado, pero aun así es la noche. Joe Carpenter está ahí fuera esperándote».

Al menos la casa estaba limpia. Y seguía habiendo flores en la mesa, lo cual hacía parecer que siempre tenía flores en la mesa. Joe sonrió cuando regresé a la cocina. Estaba de pie junto al fuego, removiendo. Sus vaqueros parecían gastados del uso. Llevaba una camiseta azul de manga corta. No había visto a un hombre tan guapo en toda mi vida.

—¿Mejor? —preguntó.

—Sí —dije yo mientras sacaba una cerveza del frigorífico.

—He encontrado esto en el armario. Me encantan —dijo Joe. Estaba removiendo una cacerola de macarrones con queso, los naranjas que vienen en una caja y que yo tenía guardados para los hijos de Katie.

—Oh —dije yo, y se me pasó por la cabeza el ticket de la compra del día anterior—. Genial —grasas saturadas y sal... más o menos como los Cheetos, pero en una forma menos crujiente. Joe dejó de remover. Me agarró por los hombros y me dio un beso rápido. El estómago me dio un vuelco.

—Te he echado de menos —dijo con una sonrisa.

—Siento... siento mucho haberme olvidado —dije yo.

Él me miró de reojo.

—Es un comienzo —dijo—. Normalmente soy yo el olvidadizo.

¡Otro tanto más para la doctora Barnes, damas y caballeros!

Una cena con una fecha de caducidad de tres años no era exactamente la velada romántica que yo había planeado, pero daba igual, porque Joe Carpenter y yo estábamos juntos.

—¿Qué tal el trabajo? —le pregunté mientras él comía.

—Muy bien —respondió—. Ya casi he terminado el ala del centro de mayores.

—Eso es fantástico —dije antes de dar un trago a mi cerveza.

—¿Y qué tal tu trabajo?

—Bien también. Bastante ajetreado estos días.

—¿Qué era lo que hacías?

Yo parpadeé. ¿Cómo podía no saber eso? No era por dármelas de nada, pero una chica de pueblo que se convierte en doctora y vuelve a su lugar de origen... Todo el mundo me conocía.

—Soy doctora, Joe.

—Ah, es verdad. ¿Oye, quieres macarrones con queso? —me sonrió con tanta dulzura que lo perdoné por su olvido, aunque yo seguía desconcertada.

Sacamos las cervezas a la terraza. Empezaba a oscurecer. Dios nos había enviado una preciosa puesta de sol; el fucsia y el lavanda coloreaban la mitad occidental del cielo y las estrellas comenzaban a asomar en el oeste. Yo encendí las velas de citronela que adornaban la barandilla y puse una en la mesa entre ambos.

—Tienes una casa muy bonita —dijo Joe mirando hacia arriba.

—Mira esto —un minuto más tarde, el faro de Nauset iluminó las copas de los árboles.

—Es espectacular —dijo Joe. Estiró el brazo y me dio la mano tras apartar la vela para no quemarnos.

¿Podía haber un momento más perfecto? Joe y Millie. Millie y Joe. El señor y la señora Barnes quieren disfrutar del placer de vuestra compañía en la boda de su hija, Millicent Evelyn Barnes, con Joseph Stephen Carpenter...

—¿Cómo es tu casa, Joe? —preguntó para salir de mi fantasía.

—Oh, digamos que está en construcción —respondió, y se volvió para mirarme—. Ya te la enseñaré algún día.

—Estaría bien.

—¿Has visto ya esa película? La que alquilaste —preguntó Joe—. Me gustaría verla.

—No, no la he visto aún —mentí—. ¿Quieres que la pongamos?

—Claro. ¿Y puedo comer un poco de pastel? Lo he visto en el armario.

Diez minutos más tarde estaba viendo El caso Bourne por segunda vez en veinticuatro horas. Pero en esa ocasión Joe Carpenter estaba sentado a mi lado, con sus botas de trabajo sobre mi mesa del café y su brazo fuerte y bronceado a mi alrededor. El corazón me latía con fuerza y bombeaba la sangre directamente a mis partes bajas. Él me acariciaba la nuca con la mano y jugueteaba con mi pelo. Aparté la mirada de la televisión y miré a Joe. Él me devolvió la mirada. Nos miramos y nos miramos, y no pude evitar soltar una risita nerviosa.

—Millie Barnes —murmuró con una sonrisa—. ¿Por qué no me había fijado en ti antes?

Y entonces me besó lenta y suavemente. Puse la mano en su cuello y sentí su pulso contra la palma. Me recostó lentamente sobre el sofá y se tumbó encima de mí. Matt Damon huía de París. Joe deslizó la mano bajo mi camiseta, por encima de mis costillas, y yo suspiré contra su boca. Su pelo era tan suave, como el de un bebé, y yo deslicé los dedos por él. Entonces sentí su mano en mi pecho, y el pulgar acariciándome por encima del encaje del sujetador. Apreté los puños.

—¿Estás bien? —susurró Joe.

Era difícil pensar con él encima, con su mano allí, y con su olor por todas partes.

—Millie, tengo muchas ganas de irme a la cama contigo —añadió sin dejar de besarme el cuello.

—De acuerdo —respondí yo.

Setenta y cuatro minutos más tarde, Joe Carpenter estaba durmiendo a mi lado en la cama. ¿Y sabéis qué? ¡Estábamos desnudos! Yacíamos acurrucados el uno contra el otro, yo sentía su aliento en el cuello y su brazo alrededor de mis costillas. Estaba profundamente dormido.

Yo, por otra parte, sólo quería saltar y crear una página Web que le dijera al mundo que acababa de acostarme con Joe Carpenter. Joe Carpenter y yo habíamos mantenido relaciones sexuales. Nos habíamos conocido bíblicamente. Lo habíamos hecho. Yo tenía a mi hombre, como había soñado.

Por otra parte... no había sido perfecto.

Claro, la primera vez puede ser rara. Me había sentido bastante insegura; estar desnuda con alguien tan increíble como Joe me hacía sentir bastante imperfecta. Al menos las luces habían permanecido apagadas y apenas podíamos ver. No era que yo no quisiera verlo, claro.

Pero eso no era lo único. Quiero decir que los besos en el sofá habían sido magníficos, pero en cuanto que yo le había dado luz verde, mi cuerpo se había tensado. Habíamos ido al dormitorio y todo había ido bien, pero yo no lograba relajarme y disfrutar de lo que Joe me hacía y de lo que yo le hacía a él. Había estado demasiado nerviosa como para estar verdaderamente presente. Mi cerebro había ido narrándolo todo: «Joe se está quitando la camisa. El cuello de Joe es muy suave. Joe usa boxers».

Bueno, sólo era la primera vez. Si yo me había comportado de manera mecánica, tal vez fuese lo normal. Y Joe no parecía haberse dado cuenta.

Me di la vuelta para poder verle la cara. Despierto era el hombre más hermoso sobre el planeta. Dormido era un ángel. La luna había salido y proyectaba su luz blanca sobre su piel. Sus pestañas eran largas, sus labios carnosos y generosos, sus pómulos... Todo en él era hermoso. El pelo le caía sobre la frente y yo se lo aparté con la mano.

Sí, las cosas serían perfectas entre nosotros, me aseguré a mí misma. La incomodidad de la primera vez acabaría por pasar.

Tenía que trabajar por la mañana, así que salí de la cama, agarré algo de ropa y me dirigí de puntillas hacia el baño. Me duché, saqué a Digger, hice café y observé a Joe. Estaba tumbado boca arriba, medio cubierto por la sábana blanca; parecía un anuncio de colonia Calvin Klein.

Me senté al borde de la cama y le puse una mano en el pecho. No se movió.

—Joe —susurré. Abrió los ojos.

—Hola —dijo con voz áspera, y me acercó a él para darme un beso.

—Tengo que ir a trabajar —dije mientras le pasaba la mano por el hombro.

—Muy bien —murmuró, y volvió a cerrar los ojos.

¿Muy bien? ¿Sin más? Como si me hubiera leído el pensamiento, abrió los ojos de nuevo.

—¿Nos vemos luego?

—Claro —respondí—. Hay café, si quieres —le di un beso en la mejilla y me marché.

Las cosas iban genial, pensaba mientras conducía hacia el trabajo. No me había mostrado demasiado ansiosa, no había intentado fijar una próxima cita. La confusión de noches de hecho había resultado bien, porque hacía parecer que yo no estaba obsesionada con Joe, cuando en realidad todos sabemos la verdad. Pero había logrado engañarlo.

Creo que ya podía decir sin temor a equivocarme que Joe Carpenter era mi novio.

Los sábados había poca actividad en el ambulatorio, y sólo teníamos unos pocos pacientes aquel día. Jeff, nuestro empleado temporal, me saludó dulcemente y después siguió inmerso en sus libros, lo que me dejaba libre para hablar por teléfono, empezando por Curtis, que sin duda se merecía la primera llamada. Tras ponerle al corriente del error y del consiguiente éxito, nos reímos alegremente como dos adolescentes.

—¿Y cuándo podremos conocer oficialmente a tu nuevo chico, princesa?

—Te lo haré saber —dije yo—. Pronto, espero. Tal vez podamos tomar algo aquí.

—Ohhh. ¿Aventura en la tierra de los hetero? Bien, podría ser divertido. Y así podríamos ver tu casa. ¿Qué has hecho en ella últimamente?

Charlamos durante un rato más de la manera tranquila en que hablan los viejos amigos, conversando sobre cosas triviales como el nuevo farol que Curtis había encontrado en la tienda de excedentes de la marina o sobre el organizador para escritorio que yo había encargado en Target. De nuevo le di las gracias por su incondicional apoyo moral, por su amistad y por sus consejos de vestuario, le recordé que tenía un recordatorio de la vacuna del tétanos y me despedí de él con un beso.

Tras colgar, me fui a la zona de recepción y charlé con Jeff durante unos minutos. Me entregó unos impresos de seguros y regresé a mi consulta para rellenarlos. Eso me llevó diez minutos enteros. Descolgué el teléfono y llamé a Katie.

—¿Sí?

—Hola, Katie, soy...

—¡Michael, bájate de ese armario ahora mismo! ¡Y no me vengas con lloriqueos! ¡Estoy al teléfono! ¿Sí? —preguntó con ese tono esquizofrénico que tienen las madres de niños pequeños.

—¿Un mal día? —pregunté.

—Ah, hola, Millie.

—¿Quieres que te llame más tarde?

—¿Sabes? Últimamente no soportan que hable por teléfono —respondió. Yo oí una sirena de juguete en el fondo, seguida de un golpe y luego un grito—. ¡No quiero oír esto! —informó Katie—. Muy bien. Ya los he encerrado. ¿Qué tal va?

—Oh, bien —dije con una sonrisa.

—¿Detecto el ronroneo de una mujer satisfecha? —preguntó mi amiga riéndose. Su voz cambió al instante—. ¡Dejad de dar golpes! Oye, como ves, éste no es el mejor momento. ¿Quieres que pasemos juntas esa noche de la que hablamos? Tengo un par de días libres esta semana.

—¡Claro! —dije yo—. Te pondré al corriente de ciertos acontecimientos recientes —consultamos nuestras agendas y fijamos una fecha.

—Mil, tengo que colgar —dijo Katie—. Pero estoy deseando verte. ¡Corey, no golpees la puerta con eso! ¡Estás haciéndole marcas! Te llamaré mañana, Millie. ¡Baja eso! ¡Adiós!

Joe no estaba cuando yo llegué a casa, y su taza de café estaba en el fregadero junto a la mía. Le rasqué la barriga a Digger durante un buen rato, limpié el desastre que había hecho en la cocina (con la esperanza de que no lo hubiese hecho mientras Joe aún estuviese en la casa) y deambulé por la casa. Me asomé al dormitorio y vi las pruebas de que había cumplido mi misión: sábanas revueltas y la funda de un preservativo en la papelera. ¡Viva! ¡Había una nota en la almohada!

Millie, nos vemos pronto. Joe J

Era un hombre de pocas palabras, su emoticono resultaba adorable. Un poco tonto, pero adorable. Le di un beso a la nota, me tumbé en la cama y sonreí como una idiota. Me sentía completamente satisfecha. Joe se había quedado a pasar la noche. Agarré la almohada sobre la que había reposado su cabeza y aspiré con fuerza. Tras varios minutos de ensoñaciones y felicitaciones a mí misma, me levanté, me serví un vaso de agua y salí a la terraza. Nada más sentarme en el asiento sonó el teléfono.

—¡Hola, tía Mil! ¡Soy Danny! —ladró mi sobrino como el setter irlandés que yo sospechaba que era.

—Hola, Danny —dije yo.

—¿Quieres ir al cine con papá y conmigo? —preguntó. Genial, casi todos los chicos de diecisiete años preferirían morir antes que ir al cine con sus padres, y menos aún con sus tías. Pero Danny era excepcional. Probablemente pondría de moda entre los adolescentes eso de airear a sus parientes.

—Claro —respondí, y de pronto sentí un amargo torrente de emociones. En un año, Danny estaría preparándose para la universidad y una velada así sería cosa del pasado. Oí la voz de Sam al fondo.

—Papá quiere saber si prefieres ver Hermanas para siempre... la nueva de Jackie Chan... Luchadores del espacio o... ¿cuál era la última, papá? La política de la guerrilla, «un importante documental de uno de los mejores cineastas de América».

—La de Jackie Chan —respondí yo al instante.

—¡Sí! ¡Papá, la de Jackie Chan! Te recogeremos en media hora, ¿de acuerdo?

Llegaron poco después y yo me senté entre ellos en el asiento delantero de la furgoneta, como si fuera un bebé gigante. Cuando llegamos al cine, Danny corrió al puesto de palomitas mientras Sam pagaba las tres entradas.

—Ya no tienes que comprarme la entrada, Sam —protesté yo.

—Es la costumbre, Millie —me sonrió cuando Danny regresó con un cubo de palomitas del tamaño de un silo y un tanque de soda que contenía suficiente líquido para hidratar a un humano durante una semana. Encontramos nuestros asientos. De nuevo yo en el medio.

—¿Y qué os ha hecho pensar en la vieja y decrépita tía Millicent esta noche? —pregunté mientras Danny saludaba a tres chicas sentadas varias filas por delante. Ellas se rieron en respuesta y comenzaron a susurrar y a lanzarle miradas a Danny mientras éste devoraba palomitas a una velocidad alarmante.

—Oh, bueno —dijo Sam un tanto avergonzado—. Pensé que te sentirías un poco... deprimida después del viernes por la noche —me quedé mirándolo fijamente—. Ya sabes, porque tu amigo canceló la cita.

—¡Ah! —exclamé—. De hecho nos vimos anoche —al decir las palabras sentí que me sonrojaba recordando como me había liado con Joe Carpenter en el sofá de mi casa.

—Millie tiene novio, Millie tiene novio —empezó a canturrear mi sobrino, y les lanzó unas palomitas a las chicas de delante, que gritaron como locas.

—A los niños se los ve, pero no se los oye, Daniel —dije con una sonrisa.

—¿De verdad? —preguntó Sam—. ¿Te ves con alguien?

—Intenta disimular tu sorpresa, agente —dije yo.

—No, es sólo que... como no habías dicho nada... ¿Y quién es?

—No te importa, Sam —respondí yo, disfrutando de mi momento de misterio.

—Voy a saludar a esas chicas —anunció Danny mientras se levantaba del asiento. En cuanto se alejó, me volví hacia Sam.

—¿Has hablado con él sobre la escuela preparatoria de los ricos?

—Sí. No quiere ir —respondió Sam con evidente alivio—. No le ve sentido. He intentado explicárselo como si fuera una gran oportunidad.

—Pero no se lo ha tragado —deduje yo.

—Así es. A Trish no le hizo gracia, pero yo me alegré. No entiendo por qué pensó que querría marcharse en su último año, pero Danny habló con ella.

—Me alegro —dije yo, y le di una palmadita en el brazo—. No podemos permitir que estés solo en esa casa.

—Bueno, no había pasado nada, si Danny hubiera tenido una verdadera razón para ir y no hubiera sido otra de las ideas de Trish —dijo Sam—. Pero sí, me alegro.

—Qué bien que Danny sea tan sensato.

—Sí. Siempre ha sido listo —convino Sam.

—Y guapo —añadí yo.

—Como su viejo —dijo Sam. Yo me reí. Danny regresó a su asiento y comenzaron los trailers.

A mitad de la película, que debo confesar que me estaba gustando mucho, Sam se levantó y pasó por delante de Danny y de mí, presumiblemente para ir al baño. Danny se inclinó hacia mí.

—¿Puedes guardar un secreto? —susurró.

—Eso espero.

—Es importante.

—De acuerdo. ¿De qué se trata?

—Necesito ayuda con una solicitud para la universidad.

—Claro —dije yo—. ¿Y por qué es un secreto?

—Es para Notre Dame. Lo he decidido hace poco —explicó él—. No quiero que mi padre lo sepa por si acaso no me admiten.

Se me humedecieron los ojos al pensar en la alegría de Sam si Danny asistiese a su universidad.

—Si no consigues entrar, es que no hay justicia en el mundo —dije yo—. Claro que te ayudaré.

—Genial. Eres la mejor, tía Mil.

¿Cómo era posible que el cumplido de un niño, aunque fuese un niño grande y alto, me hiciese sentir tan humilde? Le apreté el brazo a mi sobrino cuando Sam regresó a su asiento y me ofreció una caja.

—Caramelos de chocolate —susurró mientras abría su caja—. No es una película sin caramelos de chocolate.