Capítulo 18

Pocos días más tarde, tras docenas de besos para sus hijos y una miríada de instrucciones para sus padres, Katie por fin se subió a mi coche para pasar la noche conmigo.

Era finales de junio, la tarde perfecta, la temperatura suave y la brisa agitando las ramas. Katie y yo no habíamos salido juntas desde hacía mucho tiempo y yo sentí un gran amor hacia ella mientras conducíamos hacia mi casa. Cada vez que pensaba en la idea de que necesitara un marido, me sentía ligeramente avergonzada. Parecía feliz, los chicos estaban bien y su apartamento estaba limpio y ordenado. ¿Quién era yo para decir que necesitaba más?

Cuando llegamos a casa, le mostré los cambios más recientes y señalé una foto reciente de Corey y Michael que había enmarcado. Ella se sonrojó con placer al ver la foto colgada de forma tan prominente en mi salón y aceptó la cerveza que le ofrecí.

—¿No es un poco pronto para beber alcohol? —preguntó.

—Oh, no —respondí—. Pasan trece minutos de las cuatro. Es aceptable.

—Ni lo pienses, perro —le dijo a Digger, que estaba preparándose para montarle la pierna. El animal se alejó, rechazado, y yo le lancé un hueso como premio de consolación.

—Mira lo que he traído, Millie. Como en los viejos tiempos —de su bolsa sacó una serie de botes: mascarillas, cremas hidratantes, esmalte de uñas.

Pasamos una hora aplicándonos diversos productos en la cara y leyendo las revistas InStyle y People que yo había comprado para la ocasión.

—¿Entonces las cosas van bien, Katie? —preguntó con cierto recelo.

Ella sonrió.

—Sí, las cosas van muy bien. Los chicos ya no son tan exigentes, aunque últimamente tienden a discutir mucho. Y hablé con el banco por lo de la casa. Mis padres me ayudarán, pero quiero hacerlo casi todo sola. Ya me han ayudado mucho —inclinó la cabeza contra el brazo del sofá y se miró las uñas, pintadas de rojo oscuro. Su pelo rubio caía como una cortina casi hasta tocar el suelo.

Yo me sentí cautivada, como siempre, por su belleza casual, y más aún por el hecho de que no le afectara. Conociendo a los cuatro hermanos mayores despiadados de Katie, imaginaba que cualquier vanidad que Katie pudiera haber tenido habría desaparecido hacía tiempo.

Me dirigió una sonrisa.

—Dime, Millie. Me muero por saberlo. ¿Cómo va la operación Joe?

Yo me incorporé sobre el sillón en el que estaba tumbada.

—Bueno, Katherine, es curioso que lo preguntes —le conté lo de la gran cena del fin de semana anterior, lo de la confusión de noches, lo de los macarrones con queso, todo.

—Y dime, Millie —dijo mi amiga—... ¿Lo hicisteis?

Hice una pausa para crear suspense.

—Sí. Lo hicimos.

—¡Oh, Dios mío! —gritó ella—. ¡Oh, Millie! —se echó a reír como una adolescente—. ¡Has tardado quince años en conseguirlo! ¡No puedo creerlo!

—Han sido dieciséis años, muchas gracias, y tienes que creerlo, porque es cierto. Lo he grabado en vídeo.

—Oh, Dios mío. ¿En serio? —Katie se incorporó abruptamente.

—No, no, por el amor de Dios... bueno, al menos todavía —las dos nos reíamos aún más fuerte.

—¿Y cómo fue? —me preguntó mi amiga.

Yo me sonrojé.

—Bueno... eh, bueno... De hecho fue... no fue genial.

—¿No fue genial? ¡Oh, Dios mío! ¿Cómo pudo no ser genial? ¡Llevabas soñando con esto desde que éramos adolescentes! ¿Qué ocurrió?

—Nada, nada —tenía que mirar hacia otro lado, así que junté las botellas de cerveza y organicé las revistas—. Estuvo bien. Él estuvo bien. Es sólo que... no sé, yo estaba nerviosa, o insegura, o algo. Todas las partes encajaron donde debían encajar, pero no fue... maravilloso, Katie.

Mi vieja amiga estaba partiéndose de risa, con lágrimas por las mejillas. Yo la miré con odio durante unos segundos, pero finalmente me reí con ella.

Varias horas más tarde estábamos en La prisión de Orleans, un bonito restaurante que antes era una prisión, obviamente. Tenía muros de piedra y ventanas con barrotes, y el restaurante se extendía por detrás con una nueva ala. Estábamos discutiendo sobre los reality shows de citas.

—Me gustaría ver uno que fuese real —dijo Katie—. Uno en el que pudiera contarle a un tío cómo es realmente mi vida, y después ver si querría compartir conmigo su fondo de pensiones.

—¿Y qué le preguntarías? —pregunté antes de dar un trago al vino.

—Oh, bueno, por ejemplo: «Soltero número uno, mi hijo tiene diarrea y no llega al baño. ¿Le limpias primero el trasero o limpias el suelo?».

Yo me carcajeé.

—«Soltero número dos, no he tenido tiempo de depilarme las piernas ni las axilas en seis semanas. ¿Eso me hace menos atractiva?».

—¿Qué te parece esto? «En invierno se me seca la piel y me pica, Evan. ¿Querrías rascarme las espinillas?».

La gente se volvió para mirarnos al oír nuestras risas, pero no nos importaba. Pedimos Frangelico para después de cenar. Nos sentíamos muy sofisticadas, a pesar de que las pruebas indicaran lo contrario.

—¿Sabes lo que les dijo Mikey a mis padres el otro día? —preguntó Katie.

—¿Qué? —yo sentía debilidad por mi ahijado pequeño.

—Que quiere una vagina.

Yo estuve a punto de atragantarme con la bebida y me carcajeé.

—¡Oh, no! ¿Y qué le dijeron?

—Le dijeron que se lo pidiera a Santa Claus —contestó mi amiga entre risas.

—Lo siento. Nunca debí regalarles ese libro de anatomía —dije secándome los ojos.

—Sí. «Partes bajas» y «colita» suena mucho mejor —respondió ella—. Y hablando de vaginas y colitas, háblame más de Joe.

—Mmm. Bueno, es muy dulce —dije.

—¿Qué hace que sea dulce? —dio otro trago al Frangelico y descubrió que su vaso estaba vacío.

—Oh, se pasó ayer de camino a casa —dije. Habían pasado sólo cuatro días desde nuestra primera vez, y yo me había sentido encantada de ver que Joe me buscaba.

—¿Se pasó para un poco de sexo no genial? —preguntó Katie con una sonrisa perversa.

Yo me sonrojé.

—No es él, estoy segura. Y sí.

Oímos un murmullo en la barra y allí estaba, mi propio Joe Carpenter. Saludó al camarero y miró a su alrededor. Nos saludó con la mano al vernos.

—Está muy bueno —murmuró Katie.

Yo suspiré.

—Lo sé —llevaba sólo unos vaqueros azules y una camiseta gastada, pero seguía siendo arrebatador. Todas las mujeres solteras del bar, sin importar la edad, se giraron para mirarlo, y también algunos hombres. Joe se apartó de la multitud y se acercó hacia nosotras—. Le dije que vendríamos aquí —le expliqué a Katie.

—Mmm.

—Hola —dijo Joe con una sonrisa—. ¿Qué tal la cena?

—Ha estado... ya sabes... no genial —respondió Katie con una sonrisa, y yo estuve a punto de atragantarme.

Joe se sentó a horcajadas en una silla y se inclinó para darme un beso en la mejilla, sin duda sonrojada.

—No te pongas demasiado cómodo, Joe —le dije dándole una palmadita en la pierna. Su pierna era cálida y firme bajo los vaqueros. Capté cierto aroma a jabón y a madera, y estuve a punto de desmayarme—. Como creo que ya te dije, ésta es noche de chicas. No se permiten chicos.

—Oh, no tienes que... —comenzó a decir Katie.

—No, no —insistí—. No pasamos muchas noches juntas, al fin y al cabo.

Joe sonrió.

—No quería interrumpir, chicas. Sólo quería saludar. Pero te veré mañana, ¿verdad, Millie?

—Mm, sí. Claro que sí —era difícil hablar con normalidad. Que Joe hablase de nosotros resultaba bastante abrumador, y el alcohol que recorría mi sangre no ayudaba. Aun así, conseguí sonreír.

—Genial. Que lo paséis bien —dijo antes de regresar a la barra. Katie y yo observamos atentamente cuando dos mujeres se le acercaron inmediatamente.

—Gracias por deshacerte de él —dijo Katie.

—Oh, de nada —dije yo sin dejar de mirar a Joe.

—Estás ronroneando —comentó ella.

—Es que es tan... y yo simplemente...

Por suerte la camarera interrumpió mi idiotez al colocar dos copas de vino frente a nosotras.

—Cortesía de ese Brad Pitt de ahí —dijo con un movimiento de cabeza hacia Joe, que saludó alegremente.

Hablamos de cosas normales como el trabajo y la familia, y no queríamos marcharnos. Yo sentía el cerebro espeso por el vino, a pesar del hecho de haber dejado de beber hacía tiempo.

—¿Sabes qué, Katie? —dije—. Creo que debemos llamar a alguien para que nos lleve. Normalmente no tomo más de una cerveza o dos, y no creo que deba conducir.

—Muy bien —respondió ella—. Joe nos llevaría, estoy segura.

—No —dije yo—. Joe no. Joe disfrutó del placer de mi compañía anoche y deberá esperar antes de volver a disfrutarlo. El shecreto de me écshito —en aquel momento Joe era casi invisible, rodeado de un grupo de mujeres. Me miró y sonrió. Era un encanto y yo me sonrojé de placer.

—Entonces bebamos otra copa mientras decidimos quién será el afortunado que nos recoja —sugirió Katie, y llamó a nuestra camarera una vez más—. ¿Nos podrías traer dos pezones resbaladizos? —preguntó con su voz más dulce. Yo no pude contener la risa—. No te reirás tanto cuando lo pruebes, Mil. Son bastante asquerosos, pero es divertido pedirlos. ¿Llamo a mis padres? Mi padre vendría a recogernos.

—No, porque pensarán que soy una mala influencia —razoné yo—. Y no querrán quedarse cuidando a tus hijos la próxima vez que hagamos esto. Llamaré yo a mi padre.

—Sí, claro. Puedo imaginarme lo contento que se pondría el gran señor Barnes al ver a su princesita borracha.

—Tienes razón. Mi padre sigue siendo un poco protector.

—¿Qué te parece Trevor? —sugirió Katie. Trevor era su hermano mellizo, ocho minutos mayor que ella.

—No. A Trevor no le caigo bien.

—¡Oh, venga! ¡Claro que le caes bien!

—No. Trevor no. ¿Qué te parece Steve? —era otro de los hermanos de Katie.

—Acaba de casarse, ¿recuerdas? No creo que a Sheila le hiciese gracia que tuviera que salir a las once de la noche a buscar a su hermana —la camarera nos trajo los pezones y, como había prometido Katie, estaban asquerosos.

—Sam vendrá a recogernos —dije al ver a Katie tomarse su bebida—. ¿Qué te parece?

Katie entornó los ojos con desconfianza.

—Millie... —me advirtió.

—No, no, no es por eso. Ya he aprendido la lección. Pero Sam es dulce y no se mostrará paternalista. Además, nunca va a ninguna parte. Le encantará venir a recogernos.

—¿Me juras que no estás intentando emparejarnos otra vez?

—No, a no ser que quieras que lo haga —dije inocentemente.

—No quiero.

—De acuerdo, de acuerdo, pero vamos a llamar a Sam. Sam es maravilloso —saqué el móvil del bolso y marqué el número de Sam. Respondió mi sobrino.

—Hola, Danny, ¿cómo estás?

—Hola, tía Mil. ¿Qué pasa?

No quería que Danny supiese que había estado bebiendo, así que hablé con cuidado.

—Estoy buscando a tu padre, Dan. ¿Está disponible?

—Claro. Espera. ¡Papá! —gritó—. ¡Es la tía Millie! ¡Parece que está borracha!

—¡Danny! —grité yo, irritada y sorprendida a la vez—. El chico sabe que he estado bebiendo —le dije a Katie.

—Me lo puedo imaginar —respondió ella antes de beber un trago de agua.

—¿Te rindes con el pezón? —pregunté, y las dos nos echamos a reír de nuevo cuando Sam se puso al teléfono. Accedió a recogernos en el restaurante, y aunque a mí me habría costado mucho estimar el tiempo transcurrido, apareció en nuestra mesa poco después.

—Hola, Millie, Katie —dijo con una sonrisa antes de sentarse. Nuestra fiel camarera, que nos había aguantado durante horas, le tomó nota de su cerveza—. Según creo, necesitáis que os lleve a casa, chicas.

Yo suspiré.

—¿Quién te lo ha dicho? ¿Danny? Es sólo un crío.

Sam se rió suavemente.

—Espero estar aquí para ser tu chófer, Millie, porque de ninguna manera pienso dejar que te pongas al volante.

—¿Y qué pasa con Katie? —me quejé yo—. ¡Ella también ha estado bebiendo!

—Sí, pero no está tan borracha —dijo Sam, y le dirigió una sonrisa a Katie.

—Sí, bueno, ella puede ganar bebiendo a un bombero irlandés. Y yo que pensaba que te alegrarías por no tener que pasar otra noche solo en casa —dije.

—Oh, me alegro, claro que me alegro —respondió él—. No todas las noches puedo estar con las dos mujeres más guapas de Cabo Cod.

Katie puso los ojos en blanco, pero a mí me entraron ganas de llorar.

—Sam, eres el mejor —dije balbuceando—. Te queremos.

—Hola, chicas —Joe Carpenter estaba de pie junto a la mesa—. ¿Qué tal, Sam?

—Muy bien, Joe. ¿Y tú?

—Nunca he estado mejor. ¿Juegas la semana que viene? —sin duda se refería a la sagrada liga de softball.

—Sí. ¿Y vosotros?

—Así es. El jueves, creo.

—Danny pinta bien. Es bueno interceptando la pelota —comentó Joe amablemente. Yo bostecé cuando se volvió hacia mí—. Ey, chicas, ¿por qué Sam puede estar con vosotras? Creí que era una noche de chicas. Sin chicos.

Katie dio un golpe de melena.

—Sam no es un chico, Peter Pan. Es un hombre.

Joe pareció asustado un segundo, pero entonces intervino Sam.

—Sólo he venido como funcionario público, Joe —me sonrió y yo le devolví una sonrisa ebria. Cuánto quería a Sam.

—Entiendo —dijo Joe—. Bueno, entonces os dejaré solos. Pasadlo bien. Nos vemos mañana, Millie —se inclinó y me dio un beso rápido en la boca antes de regresar a su taburete.

Sam nos llevó a su coche poco tiempo después y después a casa. Nos dio un beso en la mejilla, me aconsejó que me tomara una aspirina con un vaso de agua y se marchó.

—¡Eres un príncipe, Sam! —grité yo al despedirme.

—Sí que lo es —murmuró Katie—. No me mires así. Simplemente estoy recalcando un hecho.