Capítulo 5
Llevada por la necesidad de ocultarme de las miradas que despertarían mis cejas desnudas, me quedé en casa todo lo posible durante el resto de la semana y me dediqué a lijar el suelo de la terraza. Mi dulce, aunque no muy brillante perro me seguía a todas partes meneando su cola. Se había acostumbrado de inmediato a la casa y al jardín, y acudía cuando lo llamaba. Su único defecto parecía ser un estómago nervioso. Defecaba al menos cinco veces al día, a veces en la casa. Por suerte yo estaba bien equipada con múltiples productos de limpieza.
Yo disfrutaba mucho en mi nuevo hogar con el chiflado de Digger. Desde luego que sí. El problema era que no había nadie que admirase mi casa, nadie a quien preguntarle: «¿Te gusta esta silla aquí?» o «¿Qué te apetece cenar?». No había nadie que me preguntara cómo había ido el día, nadie que me priorizara. Deseaba que me adorasen. Deseaba acurrucarme. Deseaba acostarme con alguien.
Había salido con algunos hombres. En la universidad, salir no era realmente salir. Era más bien como ir a una fiesta, flirtear con alguien, volver a su habitación y liarse. No había cenas en un restaurante, ni llamadas de teléfono, ni regalos. Tal vez un correo electrónico. Tal vez regresabais juntos del comedor. Veíais la película del sábado por la noche junto con otros diez o doce amigos. Puede que hubiera tenido un novio en la universidad, pero era difícil saberlo.
La vez que más deseada me había sentido fue el semestre que pasé en Escocia, la segunda mitad de mi primer año. Me fui a una escuela apartada, me apunté a cuatro clases fáciles y desarrollé unas pantorrillas musculosas de subir colinas. Por alguna razón a los escoceses les parecía muy atractivo mi americanismo, y yo no quería defraudar. No les gustaba tanto la belleza esquelética y andrógina más propia de Calvin Klein, y de pronto me encontraba liándome en la parte de atrás de los bares con Ians, Ewans e incluso un Angus, sin entender una sola palabra de lo que salía por sus bocas. ¡Pero a quién le importaba! ¡Era popular! Claro que todos los chicos esperaban que siguiera adelante con la tradición americana del sexo sin compromiso, y tuve que enviar a la mayoría de vuelta a su casa. Cuando se corrió la voz de que yo no era fácil, ya era casi el momento de regresar a Estados Unidos. Mi breve popularidad en Escocia había sido maravillosa. Echaba de menos a aquellos escoceses musculosos.
De vuelta en casa llegó el romance de la escuela de medicina. ¿Qué romance de la escuela de medicina, os estaréis preguntando? Excelente pregunta. Estábamos todos tan ocupados aprendiendo tanto en tan poco tiempo que resultaba imposible tener una cita. Una vez, completamente desesperada debido a la fatiga, al terror y a la cafeína, acabé en la cama con un compañero de clase, y al día siguiente fingimos que nada había ocurrido. Y estábamos tan estresados y cansados que prácticamente no ocurrió.
Después pasé al erotismo de la residencia. Si algún residente que yo conocía hubiera tenido tiempo para flirtear o besarse, habría preferido pasar ese tiempo llorando en un armario o estudiando sin parar la pregunta que había fallado durante las rondas. Pasábamos el rato allí, aprendiendo, observando, ayudando, adivinando, diciéndonos a nosotros mismos que algún día todo aquello habría merecido la pena.
Cuando llegó el tercer año de residencia, tuve un poco más de tiempo para salir. Incluso tuve una relación de seis semanas con un neurólogo muy agradable. Pero entonces aceptó un puesto en una clínica de Cleveland y ahí terminó todo. A decir verdad, a mí no me importó realmente. Nos gustábamos, y él era divertido y mono, pero no se parecía en nada a lo que sentía por Joe.
Pero ahora estaba preparada para comenzar mi vida con el hombre que representaba todos mis sueños románticos. Gracias a mis años de investigación, estaba convencida de que Joe también encontraría lo que había deseado toda su vida: el amor de una buena mujer. Yo. El atractivo de Joe podía distraer a cualquiera. Sería como salir con Brad Pitt. Pero gracias a mis años de acecho, yo conocía el corazón de Joe Carpenter.
Yo sabía que en una ocasión, Joe había arreglado de manera anónima y desinteresada la verja de la anciana señora Garrison, después de que ésta se cayese y se rompiese la cadera. Gracias a una conversación que oí en la oficina de correos hace unos años, sabía que daba dinero a su hermana regularmente para ayudarla a llegar a fin de mes. Sabía lo de su perro de tres patas, que lo seguía cojeando a todas partes. ¿Cuántas veces había revivido en mi cabeza aquel gesto bondadoso y tierno que había tenido en el autobús del colegio hacía tantos años? ¡Claro que lo amaba!
Y pronto él también me amaría.
Como parte de mi relación laboral con el doctor Whitaker, visitaría a sus pacientes del asilo una vez por semana. En centro de ancianos del Cabo se encontraba a un kilómetro y medio de mi casa. Cada jueves visitaría a los pacientes del doctor Whitaker y los trataría si fuera necesario. Y lo mejor era que, además del beneficio de obtener experiencia laboral, también podría ver a Joe Carpenter, que había sido contratado para construir una nueva ala.
Pasé una hora entera duchándome, maquillándome y arreglándome el pelo para que se pareciera al peinado por el que había pagado un dineral. Vestida con unos pantalones negros, un jersey ancho de color rosa y unos pendientes del mismo color, me despedí de Digger, ignoré sus lamentos y me subí al coche con la esperanza de que no volviera a abonar el suelo de casa.
El despiadado viento de marzo intentaba sacar mi coche de la carretera mientras yo repasaba mentalmente lo que diría cuando me encontrara con Joe. Algo informal, pero encantador. Algo que se le quedara en la cabeza. Tenía que recordar fingir sorpresa al ver que estaba trabajando allí. «¡Hola, Joe!», diría. «¿Qué estás haciendo aquí? ¿Yo? Voy a pasar consulta para el doctor Whitaker aquí los jueves». Por tanto le impresionaría con mis credenciales y le informaría de que nos veríamos con frecuencia sin necesidad de crear una coincidencia.
Al acercarme al centro de ancianos el corazón me dio un vuelco. La furgoneta de Joe, una Chevy Cheyenne de color marrón con el cartel de Joe Carpenter, el carpintero impreso en blanco sobre ambas puertas, estaba aparcada allí. Intenté controlarme y me preparé para mostrarme divertida, amable y generosa para que Joe se fijara en mí. Nada más salir del coche, el viento comenzó a revolverme el pelo, pero tras haber descubierto los efectos del viento salado y mi nuevo corte de pelo, me llevé las manos a la cabeza y corrí hacia la puerta.
El aroma familiar a institución sanitaria me recibió nada más entrar; comida baja en sal, desinfectante y ese indescriptible olor a médico. Me asomé a los pasillos vacíos que salían del vestíbulo. Ni rastro de Joe. Tampoco había nadie en el mostrador de recepción, así que caminé hacia la sala común situada a la izquierda y advertí las puertas de cierre automático en la entrada, que impedirían que alguien se marchara sin ser visto. Arremolinados en torno a una enorme televisión que mostraba a la juez Judy en alarmante detalle había una docena de ancianos embobados con las estridentes opiniones de su señoría.
Una mujer consiguió desengancharse del programa. Llevaba bata, y supuse que sería algún tipo de ayudante, la persona que hacía todo el trabajo sucio en un lugar así. Se acercó a mí y me miró con frialdad.
—¿Sí? —preguntó con las manos en las caderas. Parecía molesta por la interrupción.
—Hola, soy la doctora Barnes. Paso consulta para el doctor Whitaker —respondí yo con una sonrisa.
—¿Millie Barnes? —preguntó la otra mujer.
—Sí.
—No me reconoces, ¿verdad? —preguntó ella. Una melena rubia a la altura de la barbilla con unas raíces de dos centímetros enmarcaba una cara cansada. Tenía una complexión fuerte; tripa cervecera, brazos fuertes y ojos pintados de rosa.
—Eh, no, lo siento. Me resultas familiar, pero no sé tu nombre —dije yo.
—Stephanie Petrucelli —respondió ella, molesta por no haberla identificado—. Fuimos juntas al instituto.
¡Ah, sí! Una de las chicas más duras de mi clase, tatuada y abusona. Recordé un día en clase de Español. Stephanie se reía con gran estruendo mientras yo intentaba valientemente imitar el acento de nuestra profesora. Recuerdos de ella esperándome en el autobús. Burlándose de mí en el baile de décimo curso. Riéndose cuando vomité en el autobús. Aunque nunca había cumplido su amenaza de darme una paliza, había logrado aterrorizarme. Stephanie había sido una de esas estudiantes menos dotadas que odiaban a todos los que eran más listos que ella. Y ésos eran muchos.
—Ahora me acuerdo —dije mientras me fijaba en su apariencia. Los años no la habían tratado bien.
—Oí que eras doctora —dijo ella con desprecio.
—Así es.
—¿Y qué estás haciendo aquí? Whitaker es nuestro doctor.
—Creo que ya te lo he dicho —respondí yo con insolencia, sorprendida por lo fácilmente que afloraban los viejos resentimientos—. Pasaré consulta por él los jueves.
—Ah. ¿Y qué quieres?
—Los historiales de mis pacientes, para empezar.
—Bien. Ve por ese pasillo hasta la sala de enfermeras. Todos los historiales están allí.
—Gracias —dije yo—. Disfruta del programa —ella frunció el ceño y yo disimulé una sonrisa.
Caminé por el pasillo sabiendo que Joe Carpenter estaría en algún lugar del edificio, y me ahuequé discretamente la parte de mi pelo que siempre estaba plana. En la sala de enfermeras me presenté a las demás, sólo una de las cuales era enfermera, y pasé como una hora revisando los historiales. Casi todos los pacientes sufrían los típicos problemas de la edad: enfermedades cardiovasculares, Alzheimer, apoplejías, diabetes...
El doctor Whitaker examinaba a cada paciente al menos dos veces al mes, a algunos una vez a la semana. Era meticuloso en sus notas y su caligrafía era extrañamente clara. Había dejado una lista de pacientes para examinar aquel día, con algo de información sobre cada uno, lo que yo agradecía inmensamente.
La primera paciente fue la señora Delmonico, que sufría obesidad mórbida y diabetes. Hablé con ella durante unos minutos antes de comenzar con el examen, y le di la enhorabuena por el nacimiento de su último biznieto. Tenía una úlcera en la piel como consecuencia de su pésima circulación. Le cambié el vendaje y le recomendé la hidroterapia. Después llegó la señora Walker, una paciente con demencia que no hablaba, pero que por lo demás parecía gozar de buena salud. Supervisé su dosis de Aricept y le recomendé a la enfermera la terapia artística o con animales, algo que parecía funcionar bien con los pacientes de Alzheimer. El señor Hughes, el padre de una de mis amigas de la infancia, estaba de mal humor y quería irse a casa después de recuperarse de una peritonitis. Le dije que hablaría con el doctor Whitaker sobre el alta y le pregunté por Sandy, su hija. Él se disculpó por su mal humor y me dijo que no podía creer que tuviese edad suficiente para ser doctora.
Era maravilloso. Aquello era justo lo que deseaba hacer con mi vida. Y entonces llegó el señor Glover...
Stephanie lo ayudó a llegar hasta la pequeña consulta. Iba ligeramente encorvado, pero parecía bastante saludable. Más bien elegante, con un bigote blanco y una camisa de algodón bajo la chaqueta azul.
—Hola, señor Glover —dije yo con una sonrisa.
—Ésta es la doctora Barnes —dijo Stephanie—. Está ayudando al doctor Whitaker. ¿Le parece bien que le examine?
El señor Glover me miró, asintió y se subió a la camilla sin demasiada dificultad.
—¡Genial! —Stephanie sonrió y se marchó. Supongo que había sido demasiado dura con ella al principio. Obviamente se le daban bien los ancianos, y en cuanto al trabajo que realizaba, nunca estaba lo suficientemente bien pagado.
—Ahora voy a escuchar cómo va su corazón, ¿de acuerdo, señor Glover? —dije. Él no respondió, simplemente sonrió con dulzura. Presioné el estetoscopio contra su pecho y escuché la sangre recorriendo sus ventrículos. Débil, pero regular. La presión sanguínea era excelente. Después ausculté sus pulmones y comprobé la reactividad de sus pupilas.
—Todo parece estar bien —le dije—. ¿Cómo se siente, señor Glover? ¿Alguna queja?
—Me siento algo duro —dijo él con una sonrisa.
—¿Perdón?
—Estoy duro —repitió el anciano.
Miré hacia su regazo, sin estar segura de si ésa era la dureza a la que se refería. Lo era.
—Eh... —dije yo, sin saber si se trataba de una queja de verdad. Al fin y al cabo, la tumefacción involuntaria era una...
—¿Puede echar un vistazo? —me pidió él. Me miró entonces el pecho y estiró sus dedos artríticos para tocarlo.
—¡No! ¡Nada de eso, señor Glover! —me eché hacia atrás abruptamente y me golpeé contra la báscula—. Creo que tiene que hablar con el doctor Whitaker si cree que... —me recordé a mí misma que a veces la demencia provoca impulsos sexuales inapropiados. Habría sido muy considerado por su parte si el doctor Whitaker hubiera especificado eso en sus meticulosas notas.
De pronto el señor Glover me agarró por la cintura y me acercó a él. Me rodeó con sus piernas esqueléticas, me pegó los brazos a los costados y hundió la cabeza en mi pecho.
—¡No, señor Glover! ¡Por favor, suélteme! —intenté parecer autoritaria. No sirvió de nada. Me retorcí un poco para intentar zafarme. Él gimió feliz y se frotó contra mí.
—¡Oiga! ¡Pare! —grité—. ¡Señor Glover, por favor! —aunque no debía de pesar más de sesenta y cinco kilos, era fuerte—. Señor Glover, por favor, suélteme ahora mismo. Esto es de lo más inapropiado —intenté soltarme, pero aquello pareció excitarle más. Yo era la doctora, así que no podía darle una patada en la entrepierna—. ¡Señor Glover! —la cabeza me daba vueltas mientras intentaba pensar en cómo nos habían enseñado a resolver ese tipo de situaciones en la escuela. Llamar a seguridad fue lo único que se me ocurrió.
Mi paciente comenzó entonces a cantar suavemente una canción de los Rolling Stones.
—«Hoy la vi en la recepción...».
—¡Señor Glover, pare ahora mismo! ¡Hablo en serio! —conseguí liberar el brazo izquierdo y le di un suave empujón para intentar soltarme sin romperle ningún hueso. No hizo caso. Así que le tiré del pelo. El juramento hipocrático resonó en mi cabeza. «Primero, no hagas daño». El señor Glover no hizo caso y siguió cantando.
—«A sus pies tenía a un hombre despreocupado...».
Había empezado a babear sobre mi jersey nuevo. ¡Ya era suficiente!
—¡Perdone! —grité—. ¡Necesito ayuda!
Oí pisadas por el pasillo y enseguida entró Stephanie, que pareció encantada de verme en aquella situación. Y justo detrás de ella apareció Joe Carpenter. Por supuesto.
—¿Hay algún problema, doctora? —preguntó Stephanie inocentemente.
—«No siempre puedes conseguir lo que quieres» —cantaba el señor Glover.
—Échame una mano —dije yo.
—Oh, señor Glover, sabe que no debe hacer eso —dijo Stephanie con calma. Le quitó las manos de encima y desenredó sus piernas de mi cintura. Yo di un paso atrás e intenté no estremecerme. Me recoloqué el jersey sabiendo que tenía la cara roja. Recogí el estetoscopio del suelo y Joe me miró con una sonrisa.
—Hola, Millie. ¿Estás bien? —preguntó.
—Oh, claro. Ya sabes, estoy empezando a conocer a los pacientes. Íntimamente, de hecho —no quedé del todo mal, para ser una mujer que tenía la saliva de un octogenario en el pecho. Joe sonrió.
—Lo siento mucho, doctora Barnes —dijo Stephanie con una sonrisa de suficiencia mientras ayudaba al señor Glover a bajar de la camilla—. ¿Ha terminado ya?
—Eh, sí. Gracias, Stephanie —me dirigió una sonrisa diabólica y sacó al señor Glover de la habitación.
—Adiós, querida —dijo el anciano—. ¡Gracias!
—Eh, adiós, señor Glover —respondí yo. Después me dirigí a Joe—. Y pensar que tendré que hacer esto todas las semanas.
—¿Ah, sí? ¿Trabajas aquí? —preguntó Joe con su sonrisa irresistible. Por fin la realidad de su presencia llegó hasta mi sistema nervioso y sentí un intenso calor por todo el cuerpo.
—Sustituyo al doctor Whitaker —respondí casi sin aliento—. Hoy era mi primer día. Qué situación más absurda. Viejo chiflado —caminamos por el pasillo y entonces me acordé de fingir sorpresa por su presencia allí—. ¿Pero qué estás haciendo tú aquí, Joe?
—Trabajando, ¿no lo sabías? —me dirigió una sonrisa de soslayo.
—No, no lo sabía.
—¿No has visto mi furgoneta en la entrada? Creí verte aparcar detrás de mí —señaló a través de la ventana hacia el aparcamiento, donde mi coche estaba prácticamente pegado a su furgoneta.
—¡Ah, claro! —exclamé yo—. Qué estúpida —murmuré.
—Bueno, entonces supongo que te veré por aquí, Millie —volvió a sonreír y yo me olvidé de mi estupidez.
—Apuesto a que sí, Joe. Cuídate. ¡Y gracias!
Lo vi marchar. La vista era magnífica. Y el plan estaba funcionando.