Capítulo 14

Incluso el clima parecía alegrarse de que estuviera con Joe. Durante los siguientes días, los turistas sacaron partido a su dinero. El sol brillaba con fuerza y el cielo estaba despejado y de un azul puro y limpio. El viento cantaba suavemente entre los pinos y los pájaros respondían alegremente, mirlos de alas rojas que reían y tórtolas rabudas que arrullaban. El martes tuve que trabajar en el turno de tarde, así que tuve la mañana entera para mí. Me gustaban esos días, ya que tenía tiempo para hacer la compra, limpiar, pasarme por el centro de ancianos y visitar a mis pacientes. A veces iba a ver a mi madre o les llevaba café y donuts a Katie y a mis ahijados, pero aquel martes decidí quedarme en casa.

Digger y yo habíamos salido a correr y mi perro se encontraba en aquel momento jadeando satisfecho en la terraza. Yo estaba refrescándome un poco antes de ducharme, regando las plantas que había plantado por recomendación de Sam, mi jardinero particular. Me había aconsejado bien y las plantas habían florecido; petunias moradas que asomaban entre la hiedra. El bueno de Sam. Siempre sabía lo que estaba haciendo.

Digger se levantó del suelo y gruñó cuando un descapotable elegante aparcó frente a la casa. Yo me quedé con la boca abierta y con el agua de la regadera cayéndome en los pies al ver a mi hermana salir del coche.

¡Trish! No la había visto desde abril. Como era habitual en ella, parecía... rica. Llevaba una falda de seda blanca por debajo de la rodilla y una camiseta sin mangas a juego que dejaba ver sus brazos tonificados y una discreta marca en el vientre. Miró a su alrededor como si acabase de llegar a un planeta desconocido.

—¿Millie? —dijo mientras se ponía las gafas de sol en lo alto de la cabeza.

—¡Hola, Trish! —grité yo, y agarré a Digger del collar—. No pasa nada, chico —intenté calmarlo. Volví a mirar el atuendo de Trish, que debía de costar una fortuna, y me lo imaginé cubierto de pelo de perro y babas—. Pasa —añadí—. Meteré a Digger en el dormitorio.

Encerré a Digger, aunque pensé que tal vez debiera dejarlo fuera para que me diese apoyo moral. Eché un vistazo a la cocina y comprobé que estaba impoluta gracias a mi limpieza matutina. Sólo había una taza de café en el fregadero. Nada grave.

—Entra, Trish.

Mi hermana se dignó a entrar, sin hablar, con una postura perfecta y el pelo cayéndole en ondas sobre los hombros.

—¿Cómo estás? —pregunté pasándome una mano por el pelo sudoroso.

—Muy bien —respondió ella. Me miró de arriba abajo, juzgando mi apariencia, y después pasó a otro tema más agradable—. Esto ha cambiado mucho.

—¿Te gusta? —pregunté, y acto seguido deseé no haberlo hecho. Sabía que no debía buscar cumplidos por parte de mi hermana.

—Bueno... —respondió ella estoicamente—. Es muy... acogedor.

—Echa un vistazo —dije resignada. Ya estaba en el salón, contemplando las fotos familiares que había colgado en la pared.

—¿Quiénes son estos niños? —preguntó señalando una de las fotos.

—¡Son los hijos de Katie! Mis ahijados.

—Ah, claro.

No pronunció ningún cumplido mientras caminaba por mi pequeño domicilio. Aunque tampoco se mostraba hostil, así que eso era algo. Una parte de mí quería alardear delante de ella, porque aunque no lo dijera, yo creía que se quedaría impresionada. La vi caminar de habitación en habitación. Oía a Digger golpear con el rabo la puerta del dormitorio, y le prometí en silencio rascarle la tripa cuando Trish se hubiera marchado.

—¿Quieres un té? —pregunté, más por decir algo que otra cosa.

—Claro —respondió ella. Estuve a punto de agarrarme a la encimera para no caerme al suelo de la sorpresa. Era un comienzo. Yo haciendo de anfitriona para Trish. Muy extraño—. Bueno —dijo al regresar a la cocina—. Supongo que es mejor que lo que tenía la abuela.

—Vaya, gracias —respondí yo mientras ponía el agua a hervir.

—De nada —dijo Trish, y pasó la mano por el asiento para quitarle el polvo antes de sentarse.

Intenté no apretar los dientes y saqué las dos últimas tazas de porcelana de la boda de la abuela. Las coloqué sobre sus platitos y puse una bolsita de té en cada una. No para impresionar a Trish, claro, porque eso era imposible. No, simplemente para demostrarle que los habitantes del Cabo teníamos algo de clase. Saqué el azucarero. Por supuesto, Trish no tomaba azúcar: (¡calorías vacías!), pero yo sí, y me eché una cucharadita colmada en mi taza.

—Podrías hacer muchas cosas con este lugar —comentó golpeando la mesa con una uña perfectamente arreglada.

—Ya las he hecho —contesté yo mientras me sentaba frente a ella. Trish pareció sobresaltada.

—Ah, claro —dijo—. ¿Lo has hecho todo tú sola?

—Bueno, Katie me ayudó un poco. Y Curtis y Mitch me hicieron alguna sugerencia. Pero la mayor parte la he hecho yo. Lijé los suelos y pinté y todas esas cosas.

—Mmm —dijo ella—. Bueno, espero que sepas lo mucho que vale.

—Sí, Trish, lo sé —contesté yo con un suspiro.

—No tendríamos que preocuparnos por la matrícula de la universidad de Danny si la abuela hubiera dividido su casa entre nosotras —dijo Trish mientras se ajustaba una pulsera dorada en la muñeca.

Su carta ganadora. Danny. Yo no podía decir nada. Sí, me sentía un poco culpable por haber heredado la casa y que Trish sólo se hubiera llevado varios miles de dólares, pero no era yo la que había tomado esa decisión. La abuela me había dado su casa, y yo la cuidaba como ella sabía que lo haría. Cuando nuestra abuela había hecho el testamento, Trish tenía su propio hogar. Estoy segura de que la abuela había dado por hecho que Sam y mi hermana estaban bien. Claro, a Trish jamás se le pasaría por la cabeza conseguir un trabajo para ayudar a pagar la universidad de Danny... Tomé aliento e intenté controlar mi enfado.

Estuvimos allí sentadas durante un minuto, sin decir nada, mientras Digger lloraba en el dormitorio.

—¿Qué tal en Nueva Jersey? —pregunté.

—Muy bien —respondió ella inmediatamente—. Avery es fantástico y hay muchas cosas que hacer en la ciudad. Y su casa... bueno, no hay nada parecido en el Cabo.

Fue mi turno para murmurar:

—Mmm.

Avery. Qué nombre tan estúpido.

—¿Y tú Avery se lleva bien con Danny?

—¡Por supuesto! —pareció ofendida por la pregunta—. Lo quiere como a un hijo.

«Bueno, entonces tal vez debería pagar él la universidad», pensé yo. Avery era increíblemente rico, ¿no?

—Qué bien —logré decir. Por suerte el agua ya estaba hirviendo, así que me levanté y le hice una mueca a sus espaldas. Serví el agua en las tazas y las coloqué sobre la mesa.

—Y bien, Trish, dime. ¿Qué haces exactamente durante el día? —pregunté—. Quiero decir que Avery pasa muchas horas en Wall Street. ¿Qué haces cuando no está?

Trish agitó su bolsita de té dentro de la bolsa una y otra vez. Cuando quedó satisfecha con la fuerza de su infusión, levantó la bolsita en el aire y me miró con las cejas arqueadas. Maldición. Me había olvidado de las cucharas. Irritada, agarré la bolsita caliente con la mano y la tiré al fregadero sin levantarme de la silla.

—Bueno —dijo mi hermana con frialdad—, tenemos muchas visitas. Siempre hay miles de cosas que hacer. Hacer reservas, buscar los últimos restaurantes, asegurarse de que tenemos entradas para cualquier cosa que pongan en Broadway por si acaso Avery tiene que impresionar a algún cliente. Además trabajo todos los días en nuestro club. Y tengo que supervisar cosas como el servicio doméstico.

—Vaya. Debes de estar muy ocupada.

—Lo estoy, Millie —respondió—. No tienes ni idea de lo que exige ese tipo de estilo de vida. Y me gusta. Me gusta no ser la esposa de un policía ni tener que aspirar la arena de mi coche cada semana. Me gusta ir a la ciudad, visitar museos y ver obras de teatro. Hay más cosas en el mundo además de Cabo Cod, ¿sabes?

—Claro que lo sé. Pero no hay nada mejor que Cabo Cod. ¡Y nadie mejor que Sam! ¿Cómo puedes no echarlo de menos? ¿Nunca añoras tu antigua vida, Trish?

—La verdad es que no. Quiero decir, claro que echo de menos a Danny, y a mamá y a papá. Pero espera a haber vivido aquí diez años más —dijo con amargura en la voz—. Veremos lo que piensas entonces.

—Bueno, si el Cabo es tan asqueroso, ¿entonces por qué tiene Avery una casa en Wellfleet?

Avery poseía una de esas monstruosidades que daban al puerto de Wellfleet. Una casa moderna de cristal y cromo. De hecho así era como mi hermana lo había conocido; Trish estaba organizando una visita guiada a algunos hogares y al parecer el dormitorio de Avery le había parecido de lo más interesante.

—Ah, eso —dijo antes de dar un trago al té—. Lo vendimos.

Digger comenzó a lloriquear de nuevo.

—No puedo creer que tengas un perro.

—¿Trish, para qué has venido? —pregunté sin más rodeos.

—¿Qué?

—¿Por qué has venido aquí? ¿Sólo para una conversación entre hermanas?

—Ah —respondió—. La verdad es que no. He venido a recoger a Danny, pero Sam y él no están. Mamá no estaba en casa, así que he venido aquí para matar el tiempo.

Los llantos de Digger se volvieron más profundos hasta convertirse casi en gemidos. A mí me apetecía hacer lo mismo.

—Trish... —comencé. Pero en ese momento me interrumpió el teléfono. Agradecida por la distracción, me levanté para contestar. Digger comenzó a arañar la puerta al oír mis pisadas—. Tranquilo, chico —dije antes de descolgar—. ¿Sí?

—Hola, Millie.

¡Joe! ¡Era Joe!

—Hola, Joe —dije, y me dirigí al salón para que Trish no viera la sonrisa de tonta que se me ponía en la cara.

—¿Cómo estás? —preguntó él.

—Genial —mentí—. ¿Qué sucede?

—Oh, tenía unos minutos libres y pensé en llamarte.

¡Lo amaba!

—¿Cómo estás? —pregunté, sonrojada por el recién descubierto placer de hablar sin más.

—Bien, ahora estoy bien —dijo.

—Oh —no pude evitar decir. En la cocina, Trish golpeó la taza contra su plato, por si acaso pasaban más de treinta segundos sin que fuese el centro de atención—. Escucha, Joe, lo siento, pero no me pillas en un buen momento... Mi hermana está aquí, así que no debería ponerme a hablar por teléfono. Te llamaré mañana, ¿de acuerdo?

—Muy bien —dijo Joe—. Que tengas un buen día. Hablamos.

—Adiós —sonreí y colgué el teléfono. Me quedé allí de pie durante un minuto, saboreando el sonido de su voz y el calor que me producía.

—¿Quién era? —preguntó Trish cuando regresé a la cocina.

Tomé aliento.

—Oh, sólo un amigo. Joe Carpenter.

Trish se quedó con la boca abierta. Ni siquiera la guapa de mi hermana era inmune a la belleza de Joe.

—¿Por qué iba llamarte a ti Joe Carpenter?

No pude contenerme más y di una patada al suelo.

—¡Por el amor de Dios, Trish! Llevas aquí media hora y ni siquiera te has dado cuenta de que he adelgazado como diez kilos desde Navidad. Llevo el pelo veinte centímetros más corto y tres tonos más claro. ¡Ya no soy el patito feo de tu hermana! ¡Puede que Joe me llame porque es mi novio!

—¿Joe Carpenter es tu novio? —preguntó ella tras ignorar todo lo demás.

—Más o menos —murmuré mientras recogía las tazas para ponerlas en el fregadero.

—Bueno. Eso es... eso es genial —dijo—. Y sí que tienes mucho mejor aspecto —me ofreció una pequeña sonrisa y sentí que mi ira disminuía, pues era una hermana pequeña muy bien entrenada.

—Gracias —dije.

—¿Qué te quedan? ¿Cinco kilos por adelgazar?

Me dirigí hacia la puerta del dormitorio y liberé a la bestia, que salió disparada en dirección a la entrepierna de mi hermana.

Buen perro.