Capítulo 21

El verano fue estirándose como un gato perezoso. Día tras día el sol brillaba, el aire era limpio y seco. A finales de julio las hojas de los árboles tenían un tono verde grisáceo, el océano estaba a diecisiete grados y Joe y yo éramos una pareja. Una pareja oficial. Nos veíamos tres o cuatro veces a la semana, y cada vez que veía esa cara sonriéndome, me estremecía por dentro. Era real. Lo había conseguido.

Curtis y Mitch vinieron desde Provincetown y le dieron una puntuación de cuatro estrellas. Flirtearon sin piedad con él, pero a Joe no pareció importarle. Pero cuando llamé a Curtis y a Mitch más tarde para que me dieran el veredicto más profundo, no hicieron más que hablar poéticamente sobre la belleza de Joe, lo que me dejó con una ligera sensación de vacío en el estómago.

Otra noche fuimos a cenar a casa de mis padres. Ellos conocían a Joe, claro, y Joe y mi padre habían jugado al póquer algunas veces, así que no fue tan incómodo como casi todas esas situaciones en las que se conoce a los padres. Joe se sirvió tres rodajas de jamón con patatas, para deleite de mi madre. Mi padre y él hablaron sobre los baches y el tráfico.

—Ayer estuvo a punto de darme una maldita furgoneta en el aparcamiento del Ben & Jerry’s —comentó mi padre mientras comía judías verdes.

—¿Qué estabas haciendo en el Ben & Jerry’s? —preguntó mi madre.

—Dime, Joe —dijo mi padre, fingiendo no haber oído a mi madre—. Están aceptando ofertas para la renovación de la biblioteca. ¿Vas a hacerles una?

—Oh, gracias, señor Barnes, ya lo había oído —contestó Joe—. Pero no, no voy a hacerles una oferta.

—¿Por qué no? —preguntó mi padre.

—Bueno, ya estoy muy ocupado —dijo Joe—. Además estoy trabajando en mi propia casa.

—La cual nunca he visto —murmuré.

—La verás, la verás —contestó Joe—. Pero de todas formas el proyecto de la biblioteca es muy... Quiero decir que tienes que dar explicaciones a toda la junta, y hay toneladas de papeleo que rellenar, estimar los costes, los plazos y esas cosas, así que pensé en pasar. El jamón está delicioso, señora Barnes.

—Llámame Nancy —dijo mi madre.

—Aun así, Joe, te garantizaría un trabajo de interior durante el invierno —insistió mi padre—. Dinero garantizado, y además trabajarías para el pueblo. Me parece absurdo dejar pasar esa oportunidad.

—Supongo —dijo Joe, y le guiñó un ojo a mi madre, que suspiró entusiasmada.

Yo no quería confabularme contra Joe, pero mi padre tenía razón. La carpintería era un trabajo de temporada en el Cabo, y me parecía que Joe estaba siendo un poco negligente al no hacer una oferta para el trabajo de la biblioteca. Aun así, tal vez tuviera otros proyectos a la vista.

Mientras mi madre y yo recogíamos los platos, los chicos salieron al jardín para admirar la nueva pila de mantillo que mi padre había pedido.

—Bueno, mamá —dije mientras metíamos los platos en el lavavajillas—. ¿Qué te parece?

—¿Joe? Las copas de vino no, cariño. Ésas se lavan a mano. Millie, es encantador.

—¿Verdad?

—Desde luego. Y siempre fue un chico tan amable —sacó una cacerola con fondo de cobre que yo había metido en el lavavajillas y le metió un poco de jabón en polvo—. Perderás el brillo del cobre si dejas que el lavavajillas haga todo el trabajo —dijo.

—Entiendo.

—¿Millie, cariño, las cosas van en serio entre vosotros?

—Bueno... nos vemos mucho.

—Mmm.

—Y nos llevamos bien.

—¿De verdad, cielo? Maravilloso, porque eso es lo importante. Cuando se pasa la novedad, es importante tener cosas que decirse.

—¿Papá y tú sois así? —pregunté.

—Oh, sí —contestó con una sonrisa rápida—. Tenemos muchas cosas que decirnos. Y aún nos los pasamos bien juntos.

Me dispuse a meter una cuchara de madera en el lavavajillas, pero mi madre me chistó.

—Nada de madera, cielo. Y menos los cuchillos con el mango de madera.

—De acuerdo —yo me pregunté para qué diablos tendrían el electrodoméstico.

—Millie...

—¿Sí, mamá?

—Bueno, cariño. No me gusta decir nada, pero...

—¿Qué pasa, mamá?

—Es que... Joe es un chico muy dulce y tal... pero no puedo evitar preguntarme si... si es suficiente para ti.

Me sentí dividida entre el amor y el enfado.

—Oh, mamá. ¡Joe es fantástico! ¿No te parece que todos los padres se preguntan si un hombre es suficientemente bueno para su hija?

—No, no siempre. Siempre pensamos que Trish fue muy afortunada de tener a Sam.

La cacerola que estaba frotando se me resbaló de las manos y cayó al suelo. Miré fijamente a mi madre, pero ella estaba limpiando el fregadero, ajena a mi sorpresa.

—Bueno, estaba el pequeño asunto de Danny —dije mientras me agachaba a por la cacerola.

—Sí, por supuesto, pero aun así... ésa no es la cuestión. Estamos hablando de Joe y de ti.

—Es un buen hombre, mamá.

—Lo sé, cielo. ¿Pero es lo suficientemente bueno para ti? Yo no sabía qué decir. Mi madre preguntándose si un hombre era lo suficientemente bueno para mí... y yo que había pensado que ya estaría planeando mi boda. Pero era dulce por su parte, más o menos.

Después llegó el turno de mi padre. Joe y mi madre retiraron las tazas del café y los platos del postre. Desde el jardín, mi padre y yo oímos a mi madre y a Joe riéndose en la cocina.

—¿Cariño, te trata bien? —preguntó mi padre. Estábamos sentados el uno junto al otro, y él me estrechó la mano.

—Claro, papá. Es fantástico.

—¿Hay algo que quieras contarle a tu viejo?

—¿Cómo qué, papá? —«¿que ya no soy virgen?», pensé. «¿Que todavía no es fantástico, pero va mejorando?».

—Oh, no sé, calabacita. ¿Eres feliz?

—Claro, papá —le apreté la mano con fuerza.

—¿Estás segura?

—Sí, papá. ¿Por qué?

—Oh, no sé. Si Joe es bueno contigo, entonces ya está. Puedo preguntar, ¿no?

¿Por qué se mostraban mis padres tan... poco entusiasmados? Joe era encantador, guapo, educado, de buen corazón, trabajador. ¿Qué más podrían desear?

Su falta de entusiasmo se me quedó en la cabeza. ¿Habría algo malo en Joe que yo no supiera? No, claro que no. Yo tenía matrícula de honor en la asignatura de Joe. Y tal vez fuese normal preguntarse esas cosas cuando pasaba la primera parte de la relación.

Un sábado, Joe y yo fuimos juntos de pesca. Fuimos hasta Provincetown al amanecer para tomar prestada la barca de su amigo Sal. Por supuesto, tuve que levantarme cuando aún era de noche para ponerme guapa antes de que Joe fuese a buscarme. Por el camino me quedé dormida contra la ventanilla mientras Joe silbaba suavemente, con su perro de tres patas acurrucado entre ambos. Aparcamos en el muelle Macmillan, compramos una taza de café en una tienda cercana y caminamos hacia la lancha motora de Sal. Subí a bordo intentando no derramar mi preciado café, pero no advertí la humedad de los asientos hasta que la sentí filtrándose por mis pantalones cortos. Trípode se sentó a mi lado, me acarició el brazo con el hocico y yo dejé caer un poco de café en el suelo de la barca.

—Perro malo —dije acariciándole la cabeza mientras Joe ponía en marcha el motor.

—¿Estás preparada? —preguntó con una sonrisa. Realmente era adorable. El consejo de turismo de Cabo Cod debería ponerlo en sus anuncios. Nos sacó del puerto de Provincetown hasta llegar a la bahía. Yo me volví y observé como los pintorescos edificios del pueblo se hacían más pequeños.

No hablamos mientras la barca bordeaba Race Point y se adentraba en aguas más profundas. La embarcación de Sal no tenía un gran equipo de navegación, o eso me parecía a mí. ¿Cómo encontraríamos el camino de vuelta? ¿Dando un giro de ciento ochenta grados sin más? Como muchos otros habitantes de Cabo Cod, yo apenas salía a navegar. Eso era para los pescadores y los turistas, no algo que se me hubiera ocurrido hacer.

Mientras la barca avanzaba por las aguas picadas, comencé a saber por qué. Si me caía por la borda, ¿podría nadar hasta la orilla? ¿Cómo de fría estaría el agua? ¿Habría tiburones bajo la superficie? ¿O un calamar gigante? Cuando pasamos por encima de la estela de un barco más grande, el estómago se me revolvió y me aferré al asiento.

—¿No te parece genial? —preguntó Joe.

—¡Desde luego! —grité yo, y apreté la mandíbula para contener la bilis. «Mira al horizonte», me ordené a mí misma. El estómago me dio otro vuelco y me sentí agradecida de no haber desayunado. Respiré por la boca y miré a mi alrededor en busca de elementos de flotación.

Transcurrida más o menos una hora, nos detuvimos y Joe empezó a revolverlo todo.

—¿Preparada para pescar? —preguntó.

—Oh —murmuré, imaginando el efecto que tendría el cebo en mi estómago revuelto—. Oye, ¿por qué no nos quedamos sentados un minuto observando la vista? —la barca se mecía vigorosamente. ¿Sería seguro? Trípode y Joe no parecían preocupados. Joe se acercó y me envolvió con sus brazos fuertes. Era sólido y cálido, y mi mareo pareció darme una tregua.

—Túmbate, Trípode —ordenó Joe, y el perro obedeció al instante—. ¿Estás bien? —me preguntó antes de darme un beso en la cabeza.

—Estoy genial.

Los únicos sonidos eran el viento y las olas golpeando contra la barca.

—¿Sabes qué? —preguntó Joe.

—¿Qué?

—Éste es el mayor tiempo que he salido con alguien.

—¿De verdad? —pregunté haciéndome la sorprendida.

—Es la verdad —me besó en el cuello y el corazón se me aceleró. No podía equivocarme con él. Pronto estaríamos perfectamente. Pronto aquel lado oculto y heroico de Joe saldría a la luz una vez más y yo sabría que todos esos años había estado en lo cierto. Pronto me diría que me quería, me compraría un anillo y seríamos felices juntos—. ¿Qué me dices de ti, Millie? ¿Alguna vez has salido en serio con alguien?

—Bueno... —fingí estar pensando. La verdad sobre mi historial de citas nunca saldría de mis labios, no delante de Joe Carpenter—. No. Supongo que no muy en serio. Estando en la escuela de medicina y después con la residencia...

—Claro —no dijo nada más sobre nuestra relación y yo decidí no presionarlo. Nos quedamos callados durante un minuto, Joe parecía haber saciado su curiosidad sobre mi vida amorosa. Y entonces hice una pregunta que mis años de acecho no habían logrado responder.

—¿Joe, cómo perdió Trípode la pata? —al oír su nombre, el perro agitó el rabo con fuerza.

—Ah, eso —Joe se incorporó y rebuscó en una de las neveras—. Bueno... yo lo atropellé.

—¿Qué?

—Sí, lo sé. Fue muy triste. Era un perro vagabundo e iba por ahí comiendo basura. Yo volvía a casa con la furgoneta y supongo que no presté atención. Había bebido un par de cervezas y... lo atropellé. Lo llevé al veterinario y me sentí tan culpable que lo adopté.

—¡Joe! ¡No puedes beber y después conducir! Podrías matar a alguien.

—Lo sé —dijo, y comenzó a clavar un pequeño pez al anzuelo. Yo saboreé la bilis y miré hacia otra parte.

—Así es como murieron los padres de Sam, ¿sabes? —el recuerdo de Sam, destrozado en el funeral de sus padres, me produjo un vuelco en el corazón. Aquel fin de semana yo había llorado sin parar, y apenas los conocía.

—¿De verdad? —preguntó Joe.

—¡Sí! ¿No te acuerdas? Estábamos en el instituto y Sam acababa de regresar de Notre Dame... Salió en las noticias y todo, Joe. Medio pueblo fue al funeral.

Obviamente no se acordaba. Aun así asintió.

—Eso es una mierda —dijo.

—¡Es más que eso, Joe!

—De acuerdo, de acuerdo, Millie. Relájate, ¿quieres? —sonrió y yo aparté la mirada—. Millie —continuó en tono más serio—, no te preocupes. Aprendí la lección, ¿de acuerdo? ¿Me perdonas?

«Déjalo correr, Millie», me dije. «No eches a perder el día. Fue hace mucho tiempo». Tomé aliento y miré hacia el mar.

—No vuelvas a hacerlo, ¿de acuerdo?

—Claro que no. Como ya he dicho, aprendí la lección —me estrechó la mano y mi ansiedad disminuyó un poco. Conseguí sonreír y él me dio un beso en la punta de la nariz—. Allá vamos —lanzó el sedal al agua y me entregó la caña.

No dijimos nada más durante largo rato, sólo observamos el agua.

—No se me ocurre una manera mejor de pasar el día —dijo Joe—. Estar en el mar con mi chica —se giró y me miró con esa sonrisa devastadora y aquellos ojos increíblemente verdes. Su chica. Me había llamado su chica. Era la chica de Joe. Aunque hubiera hecho estupideces en el pasado, me llamaba su chica.

Durante una hora más o menos me obligué a mí misma a divertirme, a disfrutar de aquel día tan maravilloso con Joe. Por desgracia seguía mareada y, por supuesto, me había olvidado la crema solar. Aunque estaba nublado al empezar, en mitad del mar hacía sol. Joe no tenía crema solar, pero encontró una gorra apestosa de los Red Sox que yo me puse con reticencias.

Pasamos el rato sin pescar nada. Yo había ido a pescar algunas veces con mi padre y la verdad era que no me interesaba mucho. De vez en cuando, Joe comprobaba si el cebo seguía en su lugar, luego volvía a lanzar las cañas. Yo intentaba no levantarme porque, cada vez que lo hacía, me tambaleaba como si estuviera borracha.

—¿Joe, qué profundidad tiene el agua aquí?

—Oh, no lo sé.

—¿Y si nos cayéramos por la borda? —pregunté—. ¿Hay chalecos salvavidas?

—No vamos a caernos, tonta —dijo mientras me bajaba la visera de la gorra para taparme la cara—. Y aunque lo hicieras, yo saltaría al agua para salvarte.

—Gracias, amable caballero. ¿Pero dónde están los chalecos salvavidas?

—Por aquí, en alguna parte. Tal vez bajo los asientos —de pronto levantó la cabeza, miró hacia el horizonte y se apresuró a apagar el motor.

—¿Qué pasa? ¿Un maremoto? —pregunté yo. Me levanté junto a él y me agarré a la cintura de sus vaqueros para no caerme.

—Shhh.

Trípode comenzó a gimotear.

—Mierda, Joe —susurré—. ¿Qué pasa?

La respuesta se reveló cuando una columna de agua explotó en el agua. Yo grité y me aferré a Joe.

A menos de quince metros de nuestra barca emergió una ballena. Vimos su lomo rugoso y brillante y su enorme cola cuando volvió a sumergirse. A nuestra izquierda asomó otra ballena con otro chorro de agua y aire. Trípode ladraba sin parar con el lomo erizado.

—¡Larguémonos de aquí! —grité tirando de la camisa de Joe—. ¡Vamos!

—¡Millie, cálmate! ¡Mira! ¡Es genial! —una de las ballenas salpicó con la cola justo delante de nosotros. Estábamos tan cerca que las gotas de agua nos mojaron la cara.

—¡Joe, van a hacer que volquemos! ¡Por favor! —los ojos se me llenaron de lágrimas debido al miedo.

—No nos van a volcar. Tú observa —Joe se reía mientras las miraba, ignorando mi miedo. Trípode dio un salto y se subió a la proa de la barca.

—¡Joe, Trípode se va a caer! ¡Agárralo! ¡Trípode!

—Bájate, Trípode. Y, Millie, cálmate —Trípode obedeció. Yo no.

Estábamos rodeados de ballenas, muchas ballenas. Cada vez que veía u oía un chorro de agua, pensaba en Moby Dick embistiendo contra el Pequod. ¡Maldito mi profesor de Literatura por hacerme leer ese libro! Estábamos en mitad del Atlántico y yo ni siquiera tenía un chaleco salvavidas. Unos mamíferos enormes nos rodeaban, cualquiera de los cuales podría hacer volcar nuestra estúpida barca. Trípode se ahogaría. Yo me ahogaría. Joe sería rescatado por unas sirenas cautivadas por su belleza.

Cuando una de las ballenas dio un salto y cayó después al agua, lo que hizo que nuestra barca se tambalease con fuerza, comencé a llorar.

—Ey, vamos, Millie —dijo Joe—. Estamos a salvo. No llores.

—Joe —dije yo temblando—. Quiero irme a casa.

—De acuerdo. Muy bien. Nos iremos.

Finalmente puso en marcha el motor y, tras una última mirada hacia el grupo de ballenas, dio la vuelta.

—Una pena —no pudo evitar decir.

Temblando, yo me senté sin dejar de llorar. ¡Maldito Joe! ¿No se daba cuenta de que estaba aterrorizada? ¿Por qué tenía que esperar a que nos saltaran por encima para marcharnos?

—¿Estás bien? —preguntó mirando hacia atrás mientras gobernaba la barca.

«Vete a la mierda», pensé yo frotándome los ojos con el brazo. Hizo algo en el motor y después vino a sentarse junto a mí.

—Millie, no llores. Vamos. ¿No ha sido fantástico?

—¡No, Joe, no lo ha sido! ¡Ha sido terrorífico!

—No iban a hacernos daño.

—¿Cómo lo sabes? ¿Eres biólogo marino? ¿Un experto en cetáceos? Vamos en esta pequeña barca...

—De acuerdo, Millie, cálmate. No pasa nada. Las enormes ballenas malvadas ya han quedado atrás.

—Vete a la mierda —dije dándole un empujón. Él sonrió—. Eres idiota.

—Y tú estás muy mona cuando te enfadas.

—Además estoy mareada.

—Muy mona.

—No cuando vomite.

—Supongo que tendré que esperar a ver.

Oh, maldita sea. Esa sonrisa podía poner fin a una guerra.

—Lo siento —dijo mientras me colocaba el pelo detrás de las orejas.

—Mmm —murmuré yo.

—Te llevaré a mi casa cuando lleguemos —agregó—. Sé que quieres verla. Incluso te prepararé la cena. ¿De acuerdo? No te enfades, Millie.

¿Cómo podía resistirme? No podía.

De vuelta en tierra comencé a sentirme mejor. Tomamos la carretera 6 sin hablar mucho. Yo quería pasar por casa a ducharme, pero la curiosidad por ver la casa de Joe superó a mi necesidad de limpieza. Digger estaría bien, puesto que le había pedido a Danny que se pasase y lo sacase a pasear.

Recorrimos el camino de Joe, donde las ramas de las acacias y de los arrayanes golpeaban los laterales de la furgoneta. Finalmente aparcamos frente a su casa. En cuanto nos detuvimos, Trípode saltó por la ventanilla y desapareció en el jardín. Joe se volvió hacia mí jugueteando con sus llaves.

—Millie, sé que no has pasado un buen rato en el agua, pero yo me lo he pasado muy bien contigo hoy. Ha sido divertido.

Yo me derretí por dentro.

—Oh, Joe, yo también me lo he pasado bien. Estando contigo, quiero decir.

—Bien —se deslizó por el asiento y me besó lentamente. Sabía cómo besar.

Me bajé de la furgoneta con piernas temblorosas.

Por supuesto, yo había visto la casa de Joe desde fuera, pero tenía que fingir que no. Comenté la forma tan curiosa de la casa mientras lo seguía por el camino hacia la puerta de atrás.

—En realidad no esperaba que vinieras, así que puede que esté todo un poco desordenado —me advirtió—. Pero me alegro de que hayas venido.

Otro beso. Deslizó las manos por mi espalda y un calor intenso recorrió mi cuerpo. Tenía la sensación de que nuestra vida sexual iba a pasar de mediocre a increíble en unos treinta minutos, y ya era hora.

Abrió la puerta y me dejó entrar. Me quedé blanca.

«Puede que esté todo un poco desordenado. Un poco desordenado». Las palabras se repitieron en mi cabeza.

La habitación en la que me encontraba estaba en construcción. Estaba básicamente la estructura, como si alguien hubiera empezado a hacer la obra años atrás y la hubiera dejado así. Los tablones de madera eran de color marrón grisáceo, no de ese color cremoso que tenía la madera nueva. El aislante rosa se había combado entre ellos. El suelo, al menos la parte que se veía, consistía en láminas combadas de contrachapado. Un pedazo de moqueta manchada y gris, con los bordes levantados, cubría la zona del salón. Había un sofá con una raja en el respaldo del que salía un desagradable olor a humedad. Me obligué a no quedarme con la boca abierta.

—Aún me queda mucho trabajo por hacer —explicó Joe lanzando las llaves sobre una... ¿mesa? No, una especie de carrete gigante de madera, de ésos en los que se enrolla el cable o el alambre. Estaba cubierto por dos cajas de pizza, un par de botellas de cerveza y periódicos viejos. Ajeno a mi horror, Joe entró en la cocina, una zona rudimentaria con un frigorífico, unos fogones cubiertos de cazuelas sucias y un cubo de basura negro lleno hasta el borde. Había dos borriquetas que sujetaban otra lámina de contrachapado. La mesa de la cocina, imaginé. Estaba cubierta de cajas de cereales y algunas latas, dado que parecía que Joe no tenía armarios. Una bombilla desnuda colgaba de un cable en mitad de la sala. Colocado precariamente sobre una pila de placas de yeso había un enorme microondas antiguo.

—No tengo mucho tiempo para trabajar en ella, pero ahí voy. Poco a poco. ¿Quieres una cerveza o algo?

—Eh... no. Estoy bien —asombrada, intenté asimilarlo. A través de una puerta entreabierta divisé el dormitorio de Joe: un colchón en el suelo, sábanas revueltas y mantas a los pies, ropa tirada por el suelo. Ropa interior. Calcetines. Vaqueros manchados de pintura.

Se oyó un ruido metálico y yo sentí un intenso dolor en el pie; había golpeado sin darme cuenta una caja de herramientas que había tirada en mitad del suelo.

—¿Qué te apetece? —preguntó Joe—. Bueno, antes de contestar, deja que vea lo que tengo —abrió el frigorífico y yo hice lo posible por no gritar. Cajas de comida china cubiertas de moho. Una naranja, tan vieja que ya no era redonda, se había hundido con su propio peso. Había bolsas de papel manchadas de grasa que contenían quién sabe qué—. Algunas de estas cosas no tienen muy buen aspecto —murmuró mientras tiraba la comida china a la basura. Yo me quité de en medio. Me dolía la vejiga después de todo el día en la barca, pero me moriría antes de entrar a su baño.

—¿Vives solo, Joe? —me preguntaba si habría alguien más a quien culpar de aquel horror.

—Oh, claro. En realidad ésta es la casa de mi madre, pero se fue del Cabo cuando volvió a casarse hace un par de años, así que sólo estoy yo —cerró el frigorífico y me rodeó con los brazos—. Sí, es un poco desastroso, ¿pero qué te parece?

Asquerosa. Repelente. Insalubre.

—Oh, bueno. Creo que tiene potencial —tragué saliva y me obligué a sonreír.

—Eso es. ¡Tiene potencial! Algún día de éstos la terminaré. Pero ahora, ¿sabes lo que me gustaría hacer?

—¿Mudarte?

Echó la cabeza hacia atrás y se rió.

—No. Mudarme no. Estar con mi Millie —me besó, y yo estaba tan asombrada que no pude resistirme ni reaccionar. Me dio la mano y se dispuso a llevarme al dormitorio. Yo clavé los pies en el suelo y me detuve. De ninguna manera iba a tumbarme en su colchón.

—¿Sabes una cosa? —dije en busca de una distracción—. Me gustaría ver la parte de atrás. ¿Tienes terraza?

—Sí. Claro, vamos fuera.

«Muy bien, Millie», me dije a mí misma. Al menos el olor no era tan penetrante en la terraza. Aspiré el aroma de los pinos y miré a mi alrededor. El pequeño jardín de Joe estaba rodeado de arrayanes, cedros y robles enanos. Me quedé mirando ese jardín como si fuera un bote salvavidas y yo estuviera de pie en la cubierta del Titanic.

—Muy bien, Millie —susurró Joe antes de darme un beso en el cuello por detrás—. ¿Has visto suficiente? ¿Quieres entrar?

—¡No! —grité, y me di la vuelta entre sus brazos—. Me gustaría bajar al jardín. Es muy acogedor —Joe pareció confuso, pero me siguió escaleras abajo. «Dile que no te apetece tontear. Dile que quieres irte a casa a ducharte. Dile que su casa es asquerosa». Pero no logré decir ninguna de esas cosas.

En la relativa intimidad del jardín, podíamos oír los sonidos de los vecinos, pero en realidad no veíamos nada. Y nadie podía vernos.

—Vamos a la cama, cariño —dijo mientras me rodeaba con los brazos. Me dio otro beso; un beso que yo habría disfrutado enormemente de no haber estado concentrada en la manera de escapar de allí.

—Joe —murmuré contra sus labios.

—¿Mmm?

—Nunca he... ya sabes —estaba besándome el cuello.

—¿Nunca qué?

—Nunca he hecho el amor en el exterior.

Se apartó para mirarme y sonrió.

—Eso se puede arreglar.

«Pues arréglalo rápido», pensé. Quería estar en mi casa, en mi cuarto de baño limpio, duchándome para quitarme la sal de encima.

Joe deslizó las manos bajo mi camisa y me la quitó. Sorprendentemente, por mucho que sus manos supieran lo que hacían, por muy guapo que fuera, por mucho que lo hubiera deseado, no pude evitar fingir. Pocos minutos después, estábamos tirados sobre la hierba bajo un cedro, y lo único en lo que yo podía pensar era en que se diera prisa. Finalmente gimió contra mi cuello y se derrumbó encima de mí. Después se echó a un lado y me acurruqué junto a él. «Muy bien, vámonos a casa», pensé.

—Dios, Millie, ha sido fantástico —murmuró.

—Mmm —preguntándome cuánto tiempo tardaría en llevarme a casa, le acaricié el pelo durante un minuto, después giré la cabeza... y grité. Joe dio un brinco.

—¿Qué? ¿Qué?

—¡Dios, Joe! —grité mientras me ponía en pie y me tapaba con la camisa—. ¡Mierda!

Claramente visible en nuestro lecho postcoital había un enorme brote de hiedra venenosa.