Capítulo 6

El uno de abril empecé a trabajar en el ambulatorio de Cabo Cod. Era un pequeño local en Wellfleet, situado justo en la carretera 6, en un pequeño centro comercial con amplio espacio de aparcamiento. Nuestros vecinos eran una tienda de regalos y camisetas, una licorería y videoclub y un local de marisco para llevar. Tendría que tener cuidado con aquél último.

Trabajaría en el ambulatorio a jornada completa, aunque mi horario variaría. Dependía del otro doctor y de mí dividir el tiempo como quisiéramos; cada uno cubriríamos un turno. El ambulatorio estaba abierto desde las ocho de la mañana hasta las diez de la noche, así que ni siquiera el turno de tarde era demasiado malo. Tendríamos una enfermera y un ayudante administrativo durante el turno de mañana; después de las seis, sólo estaría el doctor y un empleado temporal que se encargara del papeleo y de los teléfonos. Habría una enfermera disponible por teléfono si las cosas se complicaban. Con cualquier emergencia o caso grave, enviaríamos a los pacientes a Hyannis. Aparte de los clásicos rayos X y el equipo de ultrasonido, junto con el electrocardiógrafo, no teníamos mucho más.

Aún no había conocido al otro doctor, pero estaba deseándolo. Había hecho muy buenos amigos durante la residencia, pero la más cercana estaba en Dorchester, donde trabajaba en un hospital. Con suerte, mi nuevo compañero en el ambulatorio llegaría a ser amigo también.

El ambulatorio de Cabo Cod estaba amueblado con el mismo diseño genérico y sin alma que otras miles de consultas. La sala de espera tenía sillas azules, seis en total, recubiertas de un tejido incómodo. La moqueta era de color arena. Había dibujos florales en las paredes para calmar los nervios de nuestros pacientes. Y horribles luces fluorescentes para agitar esos mismos nervios. Una mesa para el café con una planta de plástico encima. Un rincón para los niños, con una caja de cartón llena de juguetes olvidados. Un mostrador donde el paciente debía esperar y ser ignorado por la recepcionista durante al menos tres minutos antes de ser atendido. (Aquello no es exactamente protocolo, es simplemente algo de lo que me he dado cuenta). Y más allá del mostrador, dos consultas, la zona de rayos X y un despacho. Podría haber sido el Cabo, podría haber sido Arizona.

Aquel día no estábamos abiertos; era más bien una sesión de orientación. Como el ambulatorio pertenecía al hospital de Cabo Cod, había allí una representante del mismo para informarnos sobre el papeleo, sobre el procedimiento y sobre el protocolo. Las tres «Pes», como ella había dicho alegremente por teléfono. Los demás empleados ya estaban sentados.

—Usted debe de ser la doctora Barnes —dijo una mujer atractiva de unos cuarenta y tantos años mientras me ofrecía la mano—. Yo soy Juanita Ortiz, del hospital. Hablamos por teléfono.

—Es un placer conocerla —respondí yo. Llevaba un traje gris y la falda corta, que dejaba ver unas piernas largas y en forma. Llevaba también un pañuelo rosa y gris anudado al cuello, y pensé que tendría que probar aquello. Yo llevaba unos pantalones tostados bastante genéricos y una camisa color crema, que había sacado un poco de la cintura del pantalón para camuflar mi ausencia de cintura.

—Éste es el doctor Balamassarhinarhajhi —dijo sin aparente esfuerzo mientras señalaba a un hombre calvo, bajito e hindú de edad indeterminada. Bala... Bala... Balasin...

—Doctor —dije yo extendiendo la mano automáticamente. Él me dio la mano y la agitó con determinación.

—He oído que la señora Doyle y usted se conocen —continuó Juanita, y señaló a una mujer rechoncha y sonriente situada junto al doctor B. Yo sonreí y me agaché para darle un beso en la mejilla. Jill Doyle era una de las amigas más antiguas de mi madre, y me había sentido entusiasmada al saber que Jill trabajaría allí. Era habladora y simpática, organizada y enérgica... la enfermera perfecta, diría yo.

—Y ésta es Sienna —concluyó Juanita, señalando a una joven que no parecía tener más de quince años. Sienna llevaba mechas rosas en el pelo castaño, la línea del ojo pintada de negro y los labios de un rojo sangre que yo no había visto desde mi transformación en el salón de belleza. Llevaba las orejas llenas de aros y trozos de metal, aunque ninguno podría ser descrito como un pendiente. Sonrió y golpeó suavemente sus Doc Martens contra la silla—. ¡Pues bien! —agregó Juanita—. Vamos a empezar.

Durante las dos horas siguientes, Juanita nos explicó cómo gestionar las tres Ps. Aquélla era la parte más aburrida de cualquier trabajo, y la medicina no era una excepción. Formularios de seguros, recetas, volantes, documentación, regulación de confidencialidad, negligencias... por desgracia aquellas cosas nos llevaron mucho más tiempo de lo que había esperado. En realidad el doctor B y yo confiaríamos en nuestro personal para que se encargara de esas cosas mientras nosotros nos encargábamos del tratamiento real. Al parecer, Sienna tenía un título en procesamiento de información sanitaria.

Tras unas pocas horas, Juanita y Sienna se fueron a por la comida y yo me quedé a solas con Jill y con el doctor B.

—Creo que echaré un vistazo por aquí —dijo Jill mientras se dirigía hacia las consultas. Yo la seguí, fantaseando.

Yo estoy trabajando en la clínica, llevo ropa mucho mejor y más sofisticada que la que he llevado últimamente. Tengo cintura. Mi corte de pelo es simétrico. De pronto una furgoneta marrón destartalada entra en el aparcamiento. De dentro sale Joe, con la mano ensangrentada a causa del objeto extraño que le sale de la palma.

—¿Millie, estás ahí? —grita. Es adorable, porque se marea sólo con ver su propia sangre. (Esto es verdad. Lo sé gracias a la vez en la que se cortó en clase).

Yo salgo de la consulta y le paso un brazo firme por la cintura para que se apoye en mí.

—He tenido un accidente con la pistola de clavos —murmura. Yo lo acompaño dentro mientras lo tranquilizo. Después le anestesio y le esterilizo la mano. Él me mira con esos ojos verdes y de pronto me ve de otra manera...

—¿Dónde hizo su residencia, doctora Barnes?

Era la primera vez que oía hablar al doctor B. Me giré hacia él con una sonrisa.

—En el Brigham de Boston —respondí—. Y usted, doctor... Lo siento, pero creo que aún no sé decir su apellido.

—Balamassarhinarhajhi —contestó él con su acento cantarín—. Hice la residencia en el hospital St. Vincent de Nueva York. Aunque me parece que de eso ha pasado mucho tiempo.

—Entonces esto debe de ser un gran cambio. Es mucho más tranquilo —obviamente iba a tener que escribir su apellido y estudiármelo antes del día siguiente.

—Desde luego. Un cambio agradable.

—¿Lleva mucho tiempo viviendo en Cabo Cod? —pregunté.

—No, no mucho —respondió él.

—¿Le gusta esto?

—Por supuesto —se quedó mirándome expectante, así que seguí hablando.

—¿Está casado? ¿Tiene hijos?

—Sí —respondió, mirándome fijamente, sin duda preguntándose por qué estaría acribillándolo a preguntas. De acuerdo. No era un tipo hablador. Lo del nuevo amigo me llevaría un tiempo.

Las semanas siguientes fueron bien. Aunque el trabajo era lento, resultaba divertido estar con Jill, que le daba a la lengua mientras esperábamos a que entrase la gente. Los amigos de mis padres eran gente maravillosa, y Jill era una de mis favoritas. Tenía varios nietos a los que adoraba, y yo escuchaba alegremente mientras me relataba todos sus talentos. Sienna era muy graciosa y nos informaba siempre de sus hazañas de juventud. De hecho sólo era cinco años menor que yo, pero yo no hacía cosas como ir a Boston a las once de la noche para escuchar a una banda, ni me quedaba a dormir en casa de desconocidos ni salía con múltiples hombres. Sienna hacía todas esas cosas y parecía feliz de contárnoslas.

El doctor Balamassarhinarhajhi (sólo me costó unos veinte intentos aprendérmelo) accedió a que lo llamásemos doctor Bala cuando Sienna le dijo directamente que decir su apellido completo llevaba demasiado tiempo. Nos veíamos brevemente durante la media hora en la que se solapaban nuestros turnos y nos poníamos al corriente de los sucesos del día. Por lo demás, permanecía distante y educado. Sienna había logrado descubrir que el suyo era un matrimonio concertado. Era un misterio cómo lo había averiguado, pero eso no nos impidió a las tres mujeres hablar mucho de ello.

Y sí, había algún paciente ocasional. Un chef de Provincetown que se había cortado el dedo y necesitó tres puntos. Un niño que se pilló el dedo con la puerta del coche y necesitó rayos X y un entablillado. Las urgencias del día a día... No teníamos amenazas de bomba, ni gas venenoso que se colaba por el sistema de ventilación, ni miembros de bandas armadas, ni perros feroces, ni helicópteros que se estrellasen contra nuestro tejado. Así que no se parecía en nada a la televisión.

El turno de tarde era aún más tranquilo. Normalmente el doctor Bala se encargaba de ese turno por razones misteriosas que yo no cuestionaba. Nuestro empleado temporal era un estudiante universitario, un joven muy agradable llamado Jeff que abría sus libros y estudiaba diligentemente en el absoluto silencio que caracterizaba el periodo de tiempo entre las cinco y las diez. Cuando yo cubría el turno de tarde, me llevaba el Diario médico de Nueva Inglaterra o el portátil, y pasaba las horas leyendo las últimas noticias en medicina.

En el ambulatorio resultaba fácil ayudar a los pacientes que acudían. Podía pasar mucho tiempo con los pocos a los que atendía, hablando con ellos y prestándoles atención, y aquello era lo que más me gustaba. Mi sueño de ser médico de familia parecía más cerca cuando hablaba con la señora Kowalski, que sufría un sarpullido tras haber comido comida china, o cuando le daba pegatinas de Barbie a Kylie McIntyre, cuyo hermano mayor le había metido el dedo en el ojo. Y disfrutaba siendo la doctora al mando, porque como residente siempre había estado supervisada. Llamaba al doctor Whitaker cada semana para ponerle al día, tanto sobre el ambulatorio como sobre el asilo, y él parecía satisfecho con lo que estaba haciendo.

Cuando no estaba trabajando, me dedicaba por completo a la otra misión de mi vida: acechar a Joe. Cada jueves durante mis horas en el asilo, orquestaba un inocente cruce de caminos entre ambos. En una ocasión, Trípode, que acompañaba a Joe en todos sus trabajos, se acercó cojeando hasta mí y yo pude acariciarle la cabeza y decirle a Joe el perro tan dulce que tenía.

Seguí corriendo y, tras varias semanas, la carrera no me provocaba tanto dolor, aunque seguía jadeando como un pez fuera del agua. Perdí algunos kilos más e intenté cocinar al menos una comida decente a la semana, lo que me llevó a descubrir que en casi todas las recetas había que descongelar la carne antes de cocinarla.

Por otra parte, la casa era cada vez más mía. Pinté el suelo del sótano y limpié enérgicamente. A veces encontraba un marco o un jarrón o cualquier otro objeto y me debatía sobre dónde colocarlo. Digger y yo estábamos muy satisfechos.

Un sábado por la tarde a finales de abril, cuando el perro y yo regresábamos a casa, vi la furgoneta de Sam aparcada frente a la puerta. Danny y él estaban sacando algo del maletero.

—¡Hola, Mil! —gritó Sam.

—¡Hola, tía Mil! —repitió Danny.

—Hola, chicos —dije yo, y solté a Digger. El perro se olvidó de que debía protegerme de los desconocidos y corrió dando saltos de alegría hacia ellos para que lo acariciaran. Yo aproveché la oportunidad para recuperar el aliento y lograr que dejasen de temblarme las rodillas.

—¿Qué tal van las carreras? —preguntó Sam con la sonrisita molesta de un atleta natural.

—¡Genial! —respondí con entusiasmo fingido.

—¿Has llegado ya a los tres kilómetros?

—Que te den —susurré para que mi sobrino no pudiera oírme.

Sam se rió.

—Tienes buen aspecto, tía Mil —dijo Danny tras librarse de los lametones maníacos de Digger. Miró mi camiseta—. «La gente mala da asco». Es verdad.

Yo le dirigí una sonrisa a mi sobrino.

—¿Qué estáis haciendo aquí?

—Pensé que te vendrían bien algunas plantas —dijo Sam—. Tengo algunas lilas y hortensias para ti —como empleado a tiempo parcial de la empresa de paisajismo, Sam obtenía material con grandes descuentos.

—¡Oh, gracias, Sam! —exclamé yo. Qué conmovedor que pensara en mí y en mi jardín desnudo. Era el hombre más dulce que conocía. Digger pareció compartir mi estima y se pegó a su pierna.

—Aparta, chico. Aparta —dijo Sam intentando quitarse al perro de encima.

—Lo mismo me ocurrió a mí en el asilo —dije yo—. Salvo que no se trataba de un perro —Sam sonrió y le lanzó un palo a Digger, lo que puso fin a su romance. Tendría que probar eso con el señor Glover.

—¿Podemos ver la casa? —preguntó Danny.

—¡Por supuesto! —respondí yo. Me había olvidado de que no habían ido desde la reforma, y me sentí mal de inmediato. Al fin y al cabo había sido la casa de la bisabuela de Danny.

—¿Por qué no plantamos primero esto, Dan, y le damos a Millie la oportunidad de ducharse? —sugirió Sam.

—Genial —dije yo, y agarré a Digger—. ¿Queréis quedaros a comer?

—¡Claro! —respondió Danny, que siempre estaba hambriento.

Contenta con su presencia, entre en la casa, preguntándome si tendría algo de comida que ofrecerles.

Me duché deprisa, me puse una cinta en el pelo, unos vaqueros y una sudadera. Una vez en la cocina, observé a través de la ventana como plantaban las lilas y las hortensias en mi pequeño jardín. Sus voces llegaban amortiguadas mientras hablaban y se reían. Sam dejó que Danny cavara y se apoyó en su pala mientras su hijo se encargaba del trabajo duro. Se parecían mucho; el mismo color de pelo (salvo por las canas de Sam), la misma constitución larguirucha y esbelta, la misma sonrisa, los mismos ojos. Danny era casi tan alto como Sam, y al darme cuenta se me llenaron los ojos de lágrimas. Danny estaba creciendo. En pocos meses habría terminado el instituto y se iría a la universidad en alguna parte. Me preguntaba qué haría Sam sin él.

Salí de mi ensimismamiento y rebusqué en los armarios. Una lata de atún fue lo mejor que pude encontrar. Tenía una pequeña barra de pan bajo en carbohidratos y me dispuse a preparar bocadillos. ¿Mayonesa? ¡No en mi casa! Impregné las rebanadas de pan con un poco de aceite y vinagre para darle sabor y puse la mesa con los platos de la abuela y las copas con grabados dorados. Lo único que tenía para beber era agua, así que llené una jarra y llamé a los chicos. Se quitaron las botas antes de entrar en casa.

—¡Vaya, tía Mil! —exclamó Danny al entrar al salón—. ¡Esto es genial!

—Sí, es fantástico —convino Sam.

Yo estaba encantada.

—Bueno, gracias, chicos. Me alegro de que os guste. Katie me ayudó mucho. Se le da muy bien la decoración —era el momento de meter a mi amiga en el subconsciente de Sam.

—Está muy bien, Mil —dijo Danny mientras se dirigía por el pasillo hacia el cuarto de baño para lavarse—. ¡Genial! —imaginé que había visto los flamencos.

—¿Te gusta vivir aquí? —preguntó Sam mientras se lavaba las manos en el fregadero de la cocina.

—Oh, es muy divertido, Sam —respondí yo—. Ya sabes que nunca había tenido una casa propia. Es maravilloso —agregué con una sonrisa.

—Me alegro por ti, niña —dijo él, y me pasó un brazo por los hombros como si fuera un hermano mayor.

Nos sentamos a la mesa de la cocina, donde Danny agarró un bocadillo y se metió unas tres cuartas partes del mismo en la boca.

—Me gustan esos tiradores —dijo señalando con la cabeza hacia mis armarios.

—Fueron idea de Katie —dije yo, y volví a mirar a Sam—. Es genial con la decoración.

—Ya lo has dicho —respondió Sam.

Danny había terminado. ¡Yo ni siquiera había dado el primer mordisco!

—¿Tienes algo más? —preguntó—. Me muero de hambre.

—Danny —le dijo su padre—, no seas un salvaje.

—Pero si es la tía Millie —se excusó Danny.

Cierto. Sólo la tía Millie. La generosa tía Millie, que le ofreció su bocadillo a su sobrino.

—No pasa nada, Sam —dije mientras Danny devoraba mi comida—. Yo no tengo hambre. Ya sabes como es después de correr.

Sam sonrió. Yo apreté los dientes y decidí hablar directamente de Katie. Era hora de que Sam siguiese adelante y hora de que Katie encontrase a un hombre decente.

—¿Quieres salir con Katie y conmigo alguna vez? —pregunté con sutileza.

—¡Claro! ¡Está buena! —respondió Danny.

—Tú no, jovencito —dije yo, y le pellizqué la mejilla—. Me refería al viejo de tu padre.

—Claro —respondió Sam antes de terminarse el bocadillo.

¡Misión cumplida!

—Genial. Te llamaré para decirte cuándo.

Se marcharon poco después, llenos de mi agradecimiento y mi afecto, pero aparentemente con hambre.

—No te preocupes —oí que decía Sam mientras se subían a la furgoneta—. Pararemos en un Box Lunch para comprar un bocadillo de verdad.

Yo me rasqué la nariz con el dedo corazón al oír eso, y Sam sonrió mientras daba marcha atrás con la furgoneta. Su sonrisa me hizo sentir bien. Hacía mucho tiempo que Sam no era feliz, y se lo merecía después del sufrimiento que le había hecho pasar Trish.

Pasar tiempo con Sam y con Danny era muy distinto sin mi hermana. Aunque conocía a Sam desde siempre, siempre había sido propiedad de Trish, y a ella nunca le había gustado compartir. Recordé una ocasión en la que yo había vuelto a casa por Acción de Gracias y estábamos todos en casa de mis padres, esperando la cena y con el fútbol en la televisión; la clásica escena americana. Danny estaba jugando a las damas con mi padre mientras veían la tele, mamá y Trish estaban ocupadas en la cocina, charlando y riéndose. Todo el mundo parecía feliz. Sam comenzó a hablar conmigo sobre la universidad, y estábamos charlando sobre las clases y la vida universitaria cuando levanté la mirada y vi que Trish me estaba mirando con odio desde la puerta de la cocina.

—Sam —dijo tras cambiar de cara como sólo mi hermana sabía hacer—, ¿puedo verte arriba un momento?

Unos veinte minutos después bajaron y, a juzgar por la expresión de bobalicón de Sam, era evidente que mi hermana acababa de hacer el amor con él. Sólo para reforzar el hecho de que ella era la importante, la interesante y la guapa, por si acaso la atención de Sam se alejaba de ella aunque fuera un instante.

Pero las cosas habían cambiado. Y gracias a Trish y a su nuevo novio, Sam estaba soltero. Katie estaba soltera. El amor flotaba en el aire, aunque ninguno de ellos pudiese olerlo todavía.