Conservar la idea era lo más difícil. Podía aguardar en silencio, sin moverse, sin apenas respirar, sin demostrar la más ligera reacción mientras las moscas caul se alimentaban de su carne. Eso era fácil. Así era su vida. Era la acción de proteger el pensamiento lo que se lo arrebataba.

«Cuando se haya ido regresaré al lugar al que lo llevé. Esa vez iré solo».

El Sin Nombre repitió las palabras en su mente, haciendo sonar cada una despacio, poniendo a prueba su significado, temeroso de que en cualquier momento pudiera perder el sentido de una o de todas. Las palabras eran como agua para él. Las tomaba y sostenía, pero todavía seguía sin poder retenerlas en su mente. Había aguardado allí antes, en esa estancia de hierro, fingiendo inconsciencia o fatiga. Sin embargo, aunque su cuerpo le había servido tan bien como un cuerpo destrozado por la rueda podía hacerlo, las palabras siempre lo abandonaban en el último instante, y sin palabras, carecía de intención. Sin intención, se hallaba tan inconsciente como fingía estar.

Esa vez sería distinto, no obstante. «Está vez iré allí solo».

El Portador de Luz lo contemplaba con atención, con una expresión de suspicacia afilada como agujas en los ojos. No le había gustado que lo hiciera regresar violentamente de aquel lugar, y la cólera y el agotamiento lo hacían temblar. El Sin Nombre olió a orina que no era la suya. El Portador de Luz era débil en muchos modos.

El golpe cuando llegó apenas resultó una sorpresa.

—¡Despierta, maldito seas! Sé que puedes verme y escucharme. Sé que me has traído de vuelta demasiado pronto.

El Sin Nombre dejó que su cabeza cayera hacia atrás contra la pared de hierro, y sus oxidadas cadenas tintinearon como palillos resecos.

—¿Quieres jugar conmigo? —El otro vigilaba cada respiración del prisionero—. ¿Tú, que existes sólo porque yo quiero? —La seda resbaló sobre metal cuando se acercó más—. A lo mejor te he dejado tranquilo demasiado tiempo. Tal vez debería hacer que Caydis calentara sus garfios.

El otro no cayó en la trampa del miedo. El miedo le hacía perder palabras. Sin pestañear, fijó la mirada en el hombro izquierdo del Portador de Luz y en la imagen del matapodencos blasonada allí.

Transcurrió el tiempo, y su carcelero lo sintió con más fuerza que él, cambiando el peso de su cuerpo de un pie a otro, respirando con aspereza, y finalmente abandonando de mala gana la estancia. No estaba satisfecho, pero ¿qué más podía hacer? Apenas conseguía soportar a la criatura que era la fuente de todo su poder.

—Regresaré mañana —advirtió mientras recuperaba su lámpara de piedra y se marchaba escaleras arriba—. Y la próxima vez, sacaré dos moscas de tu espalda.

Con esas últimas palabras la luz se desvaneció y la oscuridad regresó a la cámara del ápice, alzándose desde el suelo al techo como siempre.

El Sin Nombre no se movió. Cuando hubo transcurrido una cantidad de tiempo satisfactoria para él, cerró los ojos. «Esta vez iré allí solo».

Era fácil, en realidad. El Portador de Luz le había mostrado el camino. Tenía poder suficiente, pues había aprendido modos de quedarse con una mínima parte, y aunque el otro lo sospechaba, resultaba difícil extraer la verdad a alguien que había perdido el miedo al dolor.

Con el sordo chasquido de huesos arrojados a un puchero, el Sin Nombre abandonó su cuerpo y viajó hacia lo alto a través de capas de piedra y tejas superficiales, ascendiendo por la Aguja Invertida. Empujando su no-sustancia al frente al encuentro del cielo nocturno, puso a prueba su actitud frente a la libertad. Estaba oscuro allí, y reinaba un frío profundo como vapor de hielo, y el horizonte se extendía y se curvaba, se extendía y se curvaba, hasta donde alcanzaba la vista. No podía decir que lo complaciera. Seguía siendo un hombre solo, con un cuerpo destrozado y sin nombre; un firmamento azul sobre su cabeza no cambiaba nada. Huyendo de su desesperación, viajó al lugar al que lo había llevado el Portador de Luz.

«Esa vez iré allí solo».

El paisaje gris de las tierras fronterizas seguía agitado, revolviéndose y humeando como un mar sosegándose tras una tempestad. En su excitación, el Portador de Luz había chupado la mosca caul hasta dejarla seca, deseando ir más allá, más lejos, para ver si podía encontrar la fuente. El Sin Nombre sintió cierto placer al recordar cómo había hecho regresar violentamente a su señor. Había compensado su examen y cólera posteriores. Y entonces…, bien, entonces tenía el poder de examinar ese lugar por sí mismo.

Inmensos continentes de éter flotaban ante sus ojos, con enormes farallones y promontorios de polvo; sin embargo, no les dedicó más que un leve pensamiento. El río Oscuro estaba allí; lo sabía, lo olía, y en su interior habitaba su nombre. Viajó más y más al interior, rozando las heladas cumbres y los agujeros sin fondo, hasta que finalmente lo divisó a lo lejos. Una línea de total oscuridad. Intentó no concederse esperanza, pero se alzó en su garganta como un duro objeto reluciente, y de repente se sintió como un niño.

Estaba ansioso por llegar al río. Frías eran sus aguas y potente su corriente, tan fuerte que lo arrastró río abajo. La información le llegó en atormentadores atisbos; recordó el rostro de un hombre y una noche llena de estrellas, y el calor de las llamas amarillas contra su mejilla; pero no recordó su nombre. Haciendo un esfuerzo, se sumergió más, entregándose por completo a la corriente, y cuando una contracorriente se apoderó de él con mano gélida, no luchó contra ella.

Corazón de la Oscuridad, has venido.

Una voz pronunció un nombre que no era el suyo, pero de todas formas él respondió a ese nombre, y si hubiera poseído un cuerpo en el que estremecerse, lo habría hecho al escuchar la respuesta de la voz.

Hemos esperado tanto tiempo, Corazón de la Oscuridad.

De repente, el Sin Nombre ya no se hallaba en el río, estaba de pie en una orilla, y ante él se alzaba una pared que se extendía hasta los confines del mundo. Había visto ese lugar una vez con anterioridad cuando había viajado allí con el Portador de Luz, y aquella vez, como en esa ocasión, percibió el mismo defecto.

Presiona contra ella. Corazón de la Oscuridad, y a cambio te entregaremos tu nombre.

Era una oferta que no podía rehusar.

La sustancia del muro le quemó al tocarla, le quemó con una frialdad tan profunda y tan impía, que supo que sus manos de carne y hueso pagarían un precio por ello. No importaba. Pues cuando el mundo se estremeció y la pared se resquebrajó y el grito de algo que no era humano surgió por la abertura, el Sin Nombre recibió un pensamiento.

Era su nombre, y lo pronunció en voz alta.

—Baralis.