Gull Moler, poseedor y único propietario de la taberna Juan el Boyero, estaba limpiando la porquería que la pelea de la noche anterior había dejado. Sostenía una buena escoba con las manos, pero incluso las rígidas crines de caballo no eran suficiente para restregar el vómito seco del suelo. Gull sacudió la cabeza, exasperado. Las peleas a puñetazos ya eran bastante malas; pero ¿por qué había siempre algún maldito idiota que pateaba a otro en el bajo vientre? Un golpe en esa parte garantizaba que uno sacara la cena de golpe, lo que era una total falta de respeto hacia el propietario del establecimiento, en especial cuando ese propietario tenía que arrodillarse y rascar esponjosa y medio digerida harina de avena del suelo.
Todo era culpa de Desmi, desde luego. Por lo general, lo era. Si aquella hija suya poseía un talento en la vida, este era sin duda iniciar peleas, ya que la joven era demasiado bonita para su propio bien. ¿Quién podría haber adivinado que la muchacha se volvería tan atractiva, sobre todo con el aspecto que tenía su difunta madre? No era que Pegratty Moler no hubiera sido una buena mujer y una excelente esposa. ¡Cielos, claro que no! Simplemente no era famosa por su belleza, eso era todo.
Sintiendo un leve remordimiento, Gull dejó la escoba y se encaminó a la estufa. Necesitaba un cubo de agua caliente para el suelo y un trago o dos de cerveza para fortalecer su espíritu.
Juan el Boyero era una taberna de una única estancia; cocina, bodega de barriles de cerveza, mesas para comer, mesas de juego, plataforma para los juglares y gran bañera de cobre estaban todas amontonadas en una zona del tamaño de un huerto modesto, y a Gull ya se le había ocurrido que podía tranquilamente eliminar tanto la galería de los músicos como el baño sin que su negocio saliera perjudicado. Situada como estaba a treinta leguas al nordeste de Ille Espadón, a la sombra de las colinas de la Amargura, en el mismo corazón de un territorio dedicado al pastoreo de ovejas, la taberna Juan el Boyero recibía la visita de muy pocos músicos que se detuvieran a tocar a cambio de cena. Y aquellos que lo hacían jamás mostraban interés por actuar en la plataforma, pues preferían sentarse cerca de la estufa o …lo que era aún peor… ¡deambular entre los clientes mientras tocaban! No obstante, incluso a pesar de tan traidor desinterés, el hombre no se resignaba a deshacerse de la galería, ya que la suya era la única taberna de Tres Aldeas que poseía una.
Lo mismo sucedía con la bañera. Juan el Boyero era estrictamente una taberna; despachaba comida, bebida y calor. No suministraba camas para pasar la noche. ¡Ni pensarlo! Aquel era un tipo de negocio que Gull Moler no quería. Los viajeros siempre causaban problemas, pagaban con moneda extranjera, hablaban con acentos que al oído sano que le quedaba le costaba descifrar y siempre iniciaban peleas. La gente del lugar era la gente del lugar; peleaban de modos que él conocía y comprendía, y jamás dañaban la estufa, las espitas de cerveza o al propietario, mientras que los viajeros estropeaban todo lo que veían.
Tales pensamientos llevaron a Gull a la bañera de cobre. Nadie, excepto Radrow Pellejo, la había utilizado en los quince años que llevaba instalada en el rincón más alejado, bajo la carne colgada y las hierbas puestas a secar. E incluso en esa ocasión no fue el hombre el que se había bañado; la había usado para descongelar una oveja. De todos modos, una bañera de cobre era una bañera de cobre, y el tabernero se sentía inclinado a conservarla. No tan sólo relucía como un penique recién acuñado, proyectando una cálida luz reflejada sobre una esquina que en el paso había resultado oscura, sino que le confería el derecho de presumir de algo.
En su establecimiento se podía bañar con agua caliente una extremidad congelada, bañar con agua helada una calentura y dar un baño de azufre a cualquiera afectado de garrapatas, escrófula u otras afecciones. Inundado por sentimientos de afecto y orgullo, Gull se dirigió hacia la bañera y palmeó su redondeado borde. Sus agudos ojos de propietario detectaron reveladores motas azules alrededor del reborde, y el vientre blando y bien alimentado del hombre zangoloteó, consternado.
¡Máculas!
Desmi había jurado que le había dado brillo la semana anterior, pero Gull Moler reconocía todo un mes de abandono cuando lo veía. Aquella muchacha se estaba convirtiendo sólo en una fuente de problemas. La peleas entre sus pretendientes las podía soportar, y también sus berrinches infantiles, pero el tratamiento chapucero del mobiliario y los accesorios del local era algo por lo que él, como propietario, no pasaba. Había que hablar con ella muy en serio, pues ¡su belleza se le había subido a la cabeza!
—¡Desmi! —llamó alzando la cabeza en dirección al techo de roble y yeso—. ¡Baja aquí, hija!
No recibió respuesta, ¡y ya era mediodía! El tabernero desvió la mirada del techo a la bañera. Podía subir la escalera y hacer que bajara, pero mientras lo hacía la taberna seguiría cerrada, y la bañera seguiría sin limpiar, y aquellas odiosas manchas azules permanecerían allí.
Para Gull Moler no fue difícil elegir. De la parte posterior de su valioso mostrador de madera de secuoya, saco un cesto de trapos, suaves y ásperos, tierra de batán, cera de pino, piedra pómez en polvo, vinagre blanco y lejía. Amaba y honraba a su hija, pero valoraba su bañera.
No oyó entrar a la mujer. Estaba arrodillado sobre el suelo de oscuras tablas de roble, con la atención puesta únicamente en la tarea de eliminar el óxido del recipiente.
—Leche impregnada con fósforo daría mejor resultado —dijo una voz—, y unas cuantas gotas de aceite de tung frotadas sobre la superficie cuando hayas terminado impedirán que vuelva a aparecer esa capa azulada.
El hombre volvió la cabeza y se encontró cara a cara con una mujer baja —no, de estatura media—, de una edad que supuso situada en la treintena. Su primera reacción fue de desilusión, pues por el dorado encanto de su voz había esperado a alguien extraordinario. Sin embargo, la mujer era vulgar tanto en sus cabellos como en su rostro y lucía un vestido sin forma, de un color gris tórtola.
—Lamento haberte interrumpido —siguió—. La puerta estaba abierta, de modo que entré.
Gull Moler miró la puerta. Sin duda, no había descorrido los cerrojos aún.
—Pensé en llamar, pero luego me dije: «¿Y si un hombre, un propietario, se halla trabajando en el interior? ¿Qué derecho tengo a apartarlo de sus tareas?».
El tabernero dejó en el suelo la tela suave y se arregló el cuello de la camisa, olvidado todo pensamiento sobre los cerrojos. Se irguió.
—Tal consideración la honra, señorita.
La mujer, cuyos cabellos le habían parecido en un principio oscuros y canosos y que entonces eran de un delicado tono castaño ceniza, asintió cortés.
—Muchas gracias, señor. Ya propósito, no es señorita, sino señora. Soy viuda.
—¡Oh!, lamento mucho oír eso, señora. ¿Puedo ofrecerle una copa de cerveza?
—Nunca bebo…
Gull Moler empezó a fruncir el entrecejo, pues la experiencia le decía que jamás había que confiar en abstemios.
—… nada que sea más fuerte que el vino reconstituyente.
La expresión torva del hombre se transformó en un asentimiento aprobador. Tal moderación era apropiada en una viuda.
Cuando regresó del mostrador con dos jarras de fuerte vino tinto sobre una bandeja de tilo, se encontró con que la mujer, a cuatro patas, había limpiado la bañera de cobre hasta darle un brillo radiante.
—Espero que no le importe —dijo ella mientras seguía pulimentando el metal con un movimiento de muñeca tan suave y firme que, contemplándola, el hombre sintió un culposo rubor de excitación sexual—. Pero me parece que un propietario ocupado como usted debe tener muchas más cosas acuciantes que hacer que dedicar su tiempo a eliminar las manchas azules de una bañera de cobre.
—Mi hija se ocupa, por lo general, del abrillantado, pero…
—Ha llegado a aquella edad en la que prefiere ocuparse más de sí misma que de la taberna.
—Exactamente —suspiró él.
Los ojos de la mujer se oscurecieron. Gull no consiguió saber de qué color eran; sólo supo que se habían oscurecido.
—Lo que le hace falta es alguien que trabaje para usted unos cuantos días a la semana. Quitarles presión a usted y a su hija. A una jovencita no se le puede culpar por actuar como tal, ¿no es cierto? Y un propietario como usted debería concentrarse en las cuestiones más importantes del negocio.
El aludido asintió mientras ella hablaba. No estaba seguro de que una taberna como Juan el Boyero fuera un negocio de grandes vuelos, pero eso no le impidió asentir igualmente.
—Y un poco de ayuda con las mesas por la noche le iría bien tanto a sus pies como a los de su hija.
Captando de improviso el auténtico significado de la conversación, Gull depositó la bandeja sobre la mesa más cercana al mismo tiempo que se sentía como si lo hubieran embaucado.
—No podría contratarla, señora. Hemos estado solos mi hija y yo desde la muerte de mi esposa, y no podría pagar otro par de manos. El negocio no lo justifica.
—He oído tantas cosas buenas sobre Juan el Boyero. —La mujer inclinó la cabeza, desilusionada—. Y ahora que he venido aquí y he visto por mí misma esta hermosa bañera de cobre y la elegante galería para juglares… —La mujer dejó en el suelo de repente el paño de pulir y se puso en pie—. Bien, será mejor que siga mi camino.
Gull desvió la mirada de la mujer a la bañera de cobre. El metal brillaba más que el día en que Rees Tanlow la había traído en su carreta desde Ille Espadón. Incluso se habían limpiado los relieves que rodeaban los aros para levantarla, eliminando todos los restos pegajosos de anteriores ceras y abrillantadores. Gull dirigió una veloz mirada a lo alto. Desmi empezaba a convertirse en un problema; sólo había que considerar lo sucedido la noche anterior: Burdale Ruff había pateado a Clyve Alforfón en el bajo vientre porque pensaba que el otro miraba a Desmi de un modo que no era correcto.
La mirada del tabernero volvió a posarse en la mujer. Era lo bastante poco atractiva como para no provocar peleas, pero al mismo tiempo no tan fea que hiciera huir a los clientes. Y realmente parecía tan honrada y trabajadora.
—Le pagaré cinco monedas de cobre a la semana. —Era una suma irrisoria, tan pequeña que el hombre sintió cómo sus mejillas enrojecían cuando la mencionó.
—Hecho. —La mujer, que en un principio había considerado baja o de talla mediana, repentinamente le pareció alta—. Me pondré a trabajar en las superficies de aquellas mesas; quienquiera que las limpiara la última vez usó demasiada cera. Luego, me sujetaré el delantal, lista para servir a los parroquianos del mediodía. Vuestra clientela procede de toda la zona de Tres Aldeas, ¿verdad?
—Sí, señora —asintió él.
—Magnífico. —Sonrió exhibiendo unos dientes desprovistos de saliva—. No sería apropiado que me siguieras llamando señora. Mi nombre es Maggy; Maggy Mar.
• • •
Cendra cabalgó hacia el norte y luego al noroeste. Cuando llegó a las orillas del río del Lobo, obligó al caballo a penetrar en las negras aguas glaciales e hizo que nadara en ellas. El animal era un corcel peludo, de gruesas patas y orejas como las de una mula, y no sentía el menor cariño por el agua en movimiento, pero a la muchacha no le importaba. Si hubiera tenido una fusta lo habría fustigado. No podía permitirse detenerse y pensar. Si se detenía, a lo mejor daría media vuelta y cabalgaría de regreso al paso y contaría a los que había matado; si pensaba, tal vez sacaría los pies de los estribos, saltaría de la silla y dejaría que las oscuras corrientes del río se la llevaran al infierno.
Lo cierto fue que caballo y jinete flotaron sobre las espesas aguas negras, que los transportaron una legua río abajo con su fuerza. La muchacha dejó que su mano arrastrara por la superficie mientras su montura nadaba bajo ella, observando cómo grasa y luz ondulaban por sus dedos cómo extraños guantes. El vestido flotaba a su alrededor, volviéndose más y más oscuro a medida que absorbía la sustancia del río. Extrañamente, la joven no sentía frío. Tal vez debería haberlo sentido…, pero en tal caso debería haber sentido gran cantidad de cosas, y sin embargo no sentía nada en absoluto.
Cuando alcanzó la orilla norte, Cendra desmontó y le quitó al caballo la silla húmeda. El animal se sacudió, azotándose el cuello con las crines y lanzando las patas traseras al aire. La muchacha echó una mirada al cielo. La tormenta hacía rato que había pasado, y un sol de entrado el día proyectaba sombras que se alargaban. Incluso el viento había amainado, y todo estaba en silencio, a excepción del sonido que producía el hielo quebradizo cuarteándose en lejanas charcas.
El terreno al norte del río era duro, y río arriba, Cendra vio robles y prados verdes, huertos de manzanos y oscura tierra arada. Río abajo, hacia donde se dirigía, se extendía un paisaje de coníferas y rocas, charcas de freza y musgo araña. En el horizonte situado al noroeste, vio el follaje compuesto de agujas rojas y verdes de los pinos de resina, árboles que se aferraban a sus semillas de por vida, aguardando hasta la aparición de un incendio forestal o la muerte para engendrar a su progenie. En el horizonte sudoeste, si volvía la mirada atrás, podía ver el negro dedo de la Torre Ganmiddich. Humo negro como la noche, de la clase que se libera al quemar brea y madera petrificada, brotaba de la estancia más alta.
Los Granizo Negro. La joven lo había sabido desde el momento en que había hecho girar por primera vez a la mula en dirección norte y había huido del campamento. Había pocos lugares desde los que no pudiera avistarse la torre y ningún sitio en el que ocultarse del humo. El fuego rojo de los Bludd había sido apagado, y ahora humeaba una chimenea en su lugar; no existían llamas que ardieran de color negro, de modo que los hombres del clan de los Granizo habían elegido enviar su mensaje mediante humo.
La muchacha no estaba segura de lo que la toma de Ganmiddich podría significar para Raif, y casi ni le afectaba. El joven ya se había marchado, eso lo sabía, y estaba en alguna parte en dirección oeste, esperando para reunirse con ella. No se interrogaba acerca de dónde partía aquella información. Ella era una Enlace. Raif había jurado que se aseguraría de que llegara sana y salva a la caverna de Hielo Negro, y ambos estaban ligados por aquella promesa y el contacto que habían compartido fuera de la Puerta de la Vanidad.
Recordaba haber gritado su nombre mientras…, mientras la tocaban manos y todo estaba nebuloso y no podía pensar, y le había costado mucho mover los brazos, que notaba como de plomo, y había escuchado a alguien decir: «Si está despertando, resultará más emocionante». Cendra se quedó muy rígida. Pensaba que había pronunciado el nombre de Raif en voz alta, pero de algún modo sus labios no querían abrirse y la lengua no se movía, y el grito había sonado dentro. Luego, había abierto los ojos y había visto el rostro del hombre arrodillado sobre ella, con la respiración apresurada y entrecortada; los ojos…, los ojos…
Tragó saliva. No quería pensar en aquello entonces. No quería.
Sujetando la chorreante silla contra su costado, condujo al caballo corriente abajo. La luz se desvaneció lentamente, durante horas, y las primeras estrellas aparecieron antes de que el sol se hubiera puesto por completo. La luna brilló tras ella, pálida y no totalmente llena. El terreno que circundaba el río se volvió más llano cuanto más al oeste viajaba, y, de vez en cuando, distinguía los cuadrados contornos de granjas por entre los árboles y huellas recién estampadas de cascos en la nieve. Cendra comprendió que le preocupaba bien poco la posibilidad de que la descubrieran miembros de clanes o boyeros que deambularan por la zona, y no sabía si era el cansancio o una sensación de su propio poder lo que le impedía sentir miedo. ¿Quién podía hacerle daño? ¿Quién se atrevería?
Cendra irguió rígidamente la espalda mientras andaba. Podían rastrearla los que usaban magia, Sarga Veys, cualquiera que su padre adoptivo enviara en su busca. No obstante, la próxima vez que vinieran se mostrarían cautelosos, estarían preparados. De repente, deseó enormemente haber exigido más respuestas a Heritas Salmodias, pues no sabía nada sobre su propio poder, ni siquiera conseguía adivinar qué había hecho. «Mataste hombres —dijo una vocecita en su interior—. Los mataste con tan sólo un pensamiento».
Raif la vio antes de que ella lo viera a él. Despacio, en el transcurso de una hora, la joven había ido rodeando un lago embalsado que sobresalía del río como algo a punto de estallar, y entonces, mientras regresaba a la masa de agua principal, se dio cuenta de que se iba acercando a él. Sintió que se le ponía la carne de gallina a lo largo de los brazos, y por primera vez desde que abandonara el campamento al amanecer notó el frío. Le dolía el estómago debido a la expectación, y mientras escudriñaba el borde del agua, con la esperanza de verlo en el reflejo que la luz arrancaba a la superficie, escuchó pronunciar su nombre en voz alta. Al volver la cabeza en dirección al sonido, vio una silueta oscura que emergía de un bosquecillo de pinos resinosos cincuenta pasos por delante de ella en dirección norte. Por un instante, sintió miedo. La figura era alta, distorsionada, el objeto más oscuro que se veía, y ella retrocedió con cuidado, acercándose más al caballo para tranquilizarse.
—Cendra, soy yo, Raif —dijo la figura alzando las manos de los costados.
El miedo huyó en cuanto vio su rostro. Sintió un nudo en el pecho, y la silla de montar resbaló de sus manos y golpeó el suelo con un sordo crujido. «¿Qué le han hecho?», pensó, y toda la tranquila energía con la que se había llenado durante la cabalgada se evaporó, y una oleada de agotamiento hizo que las piernas le temblaran como si fueran de paja mientras corría por la nieve a su encuentro.
Raif permaneció en silencio mientras la apretaba contra su pecho. El joven olía a hielo, y duras protuberancias producidas por cicatrices en su cuello y manos arañaron las mejillas de la muchacha, mientras que diminutas motas de sangre seca pasaban de sus cabellos a los de ella. Su cuerpo estaba tan helado que Cendra tuvo que controlarse para no empezar a tiritar.
Él fue el primero en apartarse, manteniendo ambas manos sobre los hombros de la joven mientras la estudiaba. Fue entonces cuando Cendra vio la delgadez de su rostro y su pecho, la falta de grasa o tejido extra en su cuerpo. Parecía más viejo, pero también algo más que más viejo. El amuleto de cuervo de su garganta centelleaba con un color negro azulado bajo la luz de la luna… Era la única cosa en él que parecía recién hecha.
Unos ojos oscuros examinaron el rostro de la joven.
—Busquemos dónde refugiarnos —dijo tras un largo instante.
Su voz sonaba fatigada pero suave, y ella se preguntó qué había sucedido en la Isleta, aunque no se atrevió a hacerlo en voz alta.
El muchacho se ocupó del caballo y la silla, y mientras lo observaba, viendo lo delgado que estaba, cómo se movía igual que un espectro junto al borde del agua, Cendra sintió el sordo fuego de la cólera en su pecho. Podría matar a los hombres que le habían hecho aquello, de buen grado y sin ningún remordimiento.
Cuando él la alcanzó y se colocó a su lado, le ofreció la manta que cubría sus hombros, pero el joven negó con la cabeza. En silencio, la condujo al norte, alejándola del río. La luna se elevó más en el firmamento mientras trepaban por el margen, formando estanques de luz azul sobre la nieve.
—¿Conoces esta zona? —preguntó la joven al cabo de un rato.
—Los Ganmiddich son un clan de la frontera que juró lealtad a los Dhoone —respondió él, negando con la cabeza—. A los Granizo Negro no les es de demasiada utilidad.
Cendra recordó el humo negro que brotaba de la torre.
—¿Hasta ahora?
—Hasta ahora.
Fue el final de la conversación. Raif se movió a través de un terreno de pizarra erosionada, sobre el que más tarde habían crecido matas de hierbas color orina y líquenes. La capa de nieve era ligera, ya que el viento secaba las capas superiores hasta convertirlas en nieve en polvo y luego las arrastraba al sur en dirección a las colinas de la Amargura. El humo que se elevaba del hielo se levantaba de los campos, arremolinándose alrededor de los cañones del caballo a medida que ascendían a terreno alto por encima del río. Cuando alcanzaron lo alto del risco, Cendra descubrió una granja y media docena de edificios desperdigados por el valle situado abajo. Las paredes de la granja habían sido talladas de la misma piedra de río verde que la casa comunal Ganmiddich, y su tejado era de pizarra azul gris. Raif condujo la montura hacia allí, cruzando una serie de cercas alquitranadas erigidas para contener ovejas.
—¿No vivirá alguien ahí? —musitó Cendra.
—No. Los Granizo Negro la habrán desalojado antes de capturar la casa comunal.
—¿Por qué? ¿Qué amenaza puede significar un granjero para un ejército invasor?
—Cuando un clan se apodera de otro, lo hace por completo.
—¿Qué ha sido, entonces, de la gente que vivía allí, de la gente del clan?
—Estarán muertos. —Raif se encogió de hombros—. Los habrán capturado. Puede ser que hayan huido al clan Bannen o al Croser.
—¿Qué sucederá con su ganado?
—Está perdido, en cualquier caso. Si a un granjero lo matan o lo capturan, también cogen a sus animales. Si tiene la suerte de escapar, entonces la mayoría de esos animales irán a parar como fondo de asilo al clan que lo acoja.
—¿Creía que los Croser eran un clan hermano de los Ganmiddich? —Cendra frunció el entrecejo—. ¿No aceptarían acoger a los miembros del clan Ganmiddich por un sentido del honor?
Los ojos de Raif se ensombrecieron ante la palabra honor.
—Es la guerra. Todos los clanes deben hacer lo que deben hacer.
Las palabras recordaron a la muchacha que ella y Raif provenían de mundos distintos. Él era miembro de un clan, criado en las regiones barridas por el viento de los territorios de los clanes, educado para temer a los nueve dioses que vivían en la piedra y se regocijaban cuando había guerra. Su propio dios vivía en la nada y hablaba de paz, aunque nadie en las Ciudades de las Montañas lo había oído jamás. Dirigió una veloz mirada a Raif. Sus dioses significaban algo para él, el suyo no significaba casi nada. Meditó unos instantes.
—Si has de quedarte y luchar por tu clan, no te lo impediré —dijo luego.
—No tengo clan.
Cendra se estremeció ante el tono de su voz. Aguardó, pero él no añadió nada más.
Las dependencias de la granja consistían en una serie de cobertizos de piedra y cercados conectados por amurallados corrales de ovejas parcialmente soterrados. Al edificio principal, le faltaba la puerta, y muchos de los postigos habían quedado sueltos y golpeaban a merced del viento. Cuando se aproximaban a la entrada, Raif se detuvo para arrancar una teja rota del tejado del barro congelado, y Cendra intentó no mirar la desgarrada y ensangrentada piel de sus manos, la uña ennegrecida, los blancuzcos bordes de hueso que asomaban a través de nudillos que parecían medio despellejados. Apoyando la teja contra el pecho, el joven le ordenó que aguardara en el exterior mientras él comprobaba que no había ningún hombre armado en el edificio.
A medida que transcurrían los minutos, la muchacha sintió cada vez más frío. La noche era oscura entonces, fina en sustancia como lo eran siempre las noches frías y secas. Hierbajos helados crujieron bajo sus botas cuando golpeó con los pies en el suelo para entrar en calor.
Hace tanto frío esta noche, tanto frío. Dadnos calor, señora, hermosa señora. Alargad las manos hacia nosotros. Estamos cerca ahora. Os olemos, olemos vuestro calor y vuestra sangre y vuestra luz…
—¡Cendra! ¡Cendra!
Unas manos ásperas la sacudieron hasta despertarla, y se encontró con que ya no estaba de pie junto al caballo de orejas de mula, sino en el umbral enmarcado en madera de la granja. Raif se hallaba de pie ante ella, con los labios apretados como alambre tensado y sosteniendo su peso con los brazos.
—¿Cuánto tiempo?
—Un instante.
La joven desvió la mirada. Se sentía tan mareada como si le hubieran asestado un golpe en la cabeza. Las salvaguardas de Heritas Salmodias habían desaparecido. Lo que fuera que hubiera hecho en el campamento había acabado con ellas por completo, y ya nada se interponía entre ella y lo Oculto.
—Entremos. —La voz del muchacho era tranquila; la mano que la sujetaba, firme—. No hay nadie aquí. Estaremos a salvo esta noche.
Cendra dejó que la guiara hacia dentro del oscuro interior maloliente de la granja. Raif hizo que se sentara mientras rompía un silla con las botas y, a tiras, una roñosa piel de oveja para encender un fuego. La fuerza de sus acciones provocó que la muchacha se echara hacia atrás. Observó mientras él registraba la negra boca de la chimenea, buscando algo que frotar para producir chispas. Encontró un viejo puchero de hierro con una base áspera y construyó una pila de pedazos de lana y trozos de tela a su alrededor, para a continuación golpear la base con fuerza con una cuña de pizarra.
Hizo falta mucha paciencia y muchos soplidos para convertir las veloces chispas de luz en llamas. Cendra se concentró en lo que hacía el otro, temiendo que, si dejaba vagar la mente en la oscuridad, las voces pudieran conducirla a un lugar al que no quería ir. Los músculos de los brazos le dolían mientras los mantenía bien apretados contra los costados.
Cuando el fuego prendió por fin y una llamas amarillas y blancas se derramaron sobre los pedazos de la silla rota, liberando humo que olía a pinas, Raif salió al exterior en busca de comida. La joven no se movió durante un buen rato después de que él se marchó, pues temía alejarse de las llamas. La cocina de la granja era un cascarón roto: vigas carbonizadas allí, mampostería resquebrajada allá. Las sombras danzaban sobre paredes ennegrecidas por el hollín. Cendra se estremeció. Echaba de menos a Angus…, a Raqueta y a Alce. ¿Dónde estaban entonces? ¿Seguían en poder de lord Perro o se había apoderado de ellos el clan Granizo Negro?
Cerró los ojos por un instante; luego, empezó a ocuparse de su vestido. El corpiño estaba desgarrado y sucio, el dobladillo tieso por el hielo, y la muchacha tiró de los trozos de tela rotos, atando nudos y deshaciendo hilos de la manta para atar el corpiño y conseguir que permaneciera cerrado. No deseaba tener que contemplar su pechos durante mucho tiempo…, no hasta que los cardenales hubieran desaparecido. Con la falda tuvo menos problemas; simplemente, se la sacó y la golpeó contra la pared.
Cuando Raif regresó, ella alimentaba el fuego con los últimos restos de madera. El muchacho llevaba con él un cazo lleno de nieve en polvo, una planta de achicoria de largas hojas con las raíces aún presentes y el cuerpo de un animal que estaba caliente pero no sangraba. El animal era del tamaño de un perro pequeño, con zarpas afiladas y opacas, un hocico zorruno y un magnífico pelaje negro y dorado. En un principio, la joven no consiguió adivinar cómo lo había matado su compañero, ya que sabía que este carecía de armas, pero luego vio el coágulo de sangre del tamaño de un puño justo encima del corazón de la criatura. Los ojos de Raif se encontraron con los suyos, y aunque ella intentó sostenerle la mirada, al final tuvo que volver la cabeza.
«Incluso sin un arco puede hacerlo —pensó—. Incluso con un trozo afilado de pizarra».
El joven despellejó y preparó el cuerpo con rapidez. Dijo a la muchacha que la criatura recibía el nombre de «pekán» y que su piel era muy apreciada por las gentes del clan Dhoone, ya que los reyes Dhoone llevaban capas de lana finamente tejida, teñida del mismo color azul de los cardos, con cuellos de piel de pekán. A Cendra le gustaba oír hablar a Raif y se sintió infinitamente agradecida de que no le pidiera su ayuda para preparar el cuerpo para asarlo. De un modo u otro, con tan sólo un delgado trozo de pizarra, el joven consiguió abrir y desangrar el animal, retirar los órganos y partir los huesos. La sangre la guardó para la salsa.
Mientras la carne se doraba sobre la bandeja de hojalata, arrancó hojas de la achicoria y las frotó entre las manos, hasta que se rompieron y rezumaron savia. Hecho eso, dejó caer las hojas en el cazo lleno de nieve derretida y removió el contenido hasta que el líquido se tornó verde; tras unos minutos vació la sangre cocida y los jugos de la carne en el cazo. La grasa chisporroteó y salpicó al caer en el agua, vomitando vapor que olía a carne asada y a regaliz amargo.
—Estás acostumbrado a cocinar, ¿no es cierto? —inquirió Cendra, a quien empezaba a hacérsele la boca agua.
—Es debido a las acampadas —repuso él, encogiéndose de hombros—. Hay que limpiar las piezas cobradas. En los territorios de los clanes, antes de que se pronuncie el primer juramento como mesnadero, un muchacho está a merced de cualquier miembro por derecho del clan. El guerrero caza, lleva las piezas al campamento, y luego deja el aderezo y la cocción a los que no han jurado. Es como ha sido siempre. Los hombres que han jurado morir por su clan merecen respeto.
A Cendra le habría gustado preguntar a Raif si él había hecho un juramento de mesnadero; sin embargo, algo en sus movimientos mientras hablaba le indicó que era mejor cambiar de tema.
—¿Sabes qué le ha sucedido a Angus? —preguntó.
El otro se quedó rígido, y transcurrieron unos segundos antes de que hablara.
—Puede ser que haya sido capturado por los Granizo Negro; no puedo estar seguro. Incluso aunque los Bludd lo retengan aún, debería estar bien. Es más valioso vivo que muerto.
—¿Qué hacemos ahora? —inquirió ella, que deseaba creerle.
—Nos dirigiremos al oeste en cuanto amanezca.
—Pero no podemos marcharnos mañana —protestó Cendra—. ¿Qué pasa con Angus? ¿Y contigo? No estás en condiciones de viajar. Mira tus manos, tu rostro…
Raif empezó a negar con la cabeza ya antes de que la muchacha terminara de hablar.
—No hay tiempo para dedicarse a cuidar heridas o buscar a Angus. Las salvaguardas de Salmodias han desaparecido. Las criaturas de lo Oculto ya han empezado a llamarte, y si hay que creer a Salmodias, entonces ese no es el peor de tus problemas. Dijo que morirías, ¿recuerdas? Dijo que pagas un precio al combatirlas. Ya se han apoderado de ti una vez hoy. ¿Qué sucederá si se apoderan de ti esta noche, o la noche siguiente, o la que viene a continuación? ¿Cuánto tiempo pasará antes de que ya no pueda hacerte regresar?
Cendra no encontró palabras para discutir sus argumentos. Él tenía razón, a pesar de que ella no deseaba que la tuviera. Quería esperar, al menos un día, sólo un día, aguardar y pensar, y dejar los horrores del campamento atrás. Inconscientemente se pasó una mano por la parte delantera del vestido.
—¿Qué pasa con la ropa? ¿Provisiones? Tenemos un caballo, pero nada más.
Raif señaló en dirección a la piel de pekán que colgaba muy alto sobre el fuego, con la parte sin curtir de la carne vuelta hacia las llamas.
—Mañana debería estar ya lo bastante seca como para usarla. Se convertirá en un buen par de mitones o en un cuello una vez que le haya arrancado la grasa. En cuanto haya luz, echaré una ojeada, para ver qué encuentro. Tiene que haber algo aquí que podamos usar.
—¿Y comida?
—Yo podré ocuparme de eso —respondió él con una fría sonrisa.
Cendra se obligó a que su rostro no mostrara la menor reacción, y por un momento, el único sonido fue el bufido de la madera al arder a medida que liberaba pequeñas bolsas de humedad sobre las llamas. Raif ensartó el corazón que se asaba en un palo, y le dio la vuelta, de modo que quedara a la vista el lado en el que estaban todas las venas.
—¿Qué sucedió hoy al amanecer?
—¿Por qué lo preguntas? —inquirió Cendra, alzando los ojos.
—Sentí algo después de abandonar la torre. Fue como el día en que murió mi padre…, sólo que diferente. El río creció y rompió su orilla de hielo, y olí a metal, como cuando se saca el acero caliente de un horno.
—¿Sabías que era yo?
—Sí. —Los ojos del muchacho se alzaron para encontrarse con los de ella—. Si alguien te hizo daño, lo mataré.
Un escalofrío se apoderó de ella. En cualquier otro, aquellas palabras no habrían significado nada; pero al provenir de Raif Sevrance sonaban como una verdad absoluta, de modo que pensó con cuidado antes de responder.
—Creo que me drogaron. No recuerdo haber abandonado la casa comunal. Recuerdo haber sentido frío y un cierto mareo, y que todo lo que quería era tumbarme y dormir. Y luego, tuve todos esos sueños…, y todos se volvieron confusos. Y a continuación, había unas manos que me tocaban… y yo pensé que era parte del sueño. Pero no lo era. —Encontró un pedacito de grava en el suelo en el que concentrar la mirada—. Entonces, sentí pánico. Había todos esos hombres a mi alrededor, y yo simplemente quería que marcharan…, y me enfadé y cada vez estaba más enfadada… —Sacudió la cabeza en dirección al trozo de grava.
—¿Qué sucedió, entonces?
—¿Realmente necesitas saberlo? ¿Realmente necesitas saber todo lo que vi?
—Necesito saber si actuaste como Enlace.
Cendra tragó saliva. De repente, el aroma de la carne asada era suficiente para provocarle náuseas. Cuando habló, su voz era tranquila.
—Sentí cómo las salvaguardas de Salmodias se partían. Y en ese momento, en ese momento, no me importó. Quería que aquellos hombres desaparecieran. Desee su muerte. No pensaba en lo Oculto. No sé si proyecté mi poder hacia él o no; sucedió tan deprisa, y mi mente estaba puesta en una única cosa. —Hizo una pausa, dedicando un instante a echar un vistazo al rostro de Raif—. Luego, sentí que algo se derramaba con el poder. Escuché un ruido, agudo, como el sonido de un cuchillo arañando cristal. Algo se desgarró…, el aire…, no sé. Había cosas aguardando al otro lado, Raif. Cosas terribles. Eran hombres, pero no eran hombres, con ojos que ardían negros y rojos, y cuerpos que no eran más que sombra. Los vi. Supe lo que eran. —Se estremeció—. Y ellos no me temen.
La grasa siseó al empezar a gotear sobre las llamas, despidiendo un delicioso humo oscuro. Raif abandonó su puesto junto al fuego, y al cabo de un instante Cendra sintió cómo un cálido brazo le rodeaba los hombros y otro la cintura. Escuchó cómo el joven murmuraba: «Que los Dioses de la Piedra nos ayuden», e incluso a pesar de que los dioses de los clanes no eran sus dioses, repitió las palabras para sí.
Rápidamente, antes de que la abandonara el valor, le contó el resto: cómo se había dejado llevar por el pánico, cómo el oscuro fuego de los ojos de las criaturas había perdido intensidad, y el modo como habían chillado y chillado mientras ella los enviaba de vuelta donde fuera que estuviera el infierno del que habían surgido.
Mientras hablaba, notó que los cabellos del cuello de Raif se erizaban, y contó los segundos que el joven tardó en apartarse de ella. Pensó que el muchacho le daría la espalda, regresaría junto al fuego y se ocuparía de la carne que se asaba; no esperaba que él se quedara y le devolviera la mirada. Pero lo hizo.
Increíblemente, vio que su compañero sonreía, con aquella clase de dulce sonrisa disparatada que producía el compartir los problemas, que surgía de las malas noticias amontonándose sobre más malas noticias, y de la pregunta no hecha: «¿Y ahora qué?». Los ojos del joven estaban sombríos, pero también destilaban afecto. Y el miedo estaba casi oculto. Tomó las manos de la muchacha en las suyas, envolviéndolas con cuidado en sus palmas hasta cubrir toda la carne.
—¿Me tienes miedo ahora? —preguntó a Raif.
—No, pero ya no falta mucho.
Su risa sonó al borde de la desesperación, pero no era menos alegre por ello. Cuando finalizó, Raif soltó las manos de Cendra y se puso en pie.
—No estás sola en esto, Cendra Lindero. Tenlo por seguro. Llegaremos a la caverna de Hielo Negro, y pondremos fin a esta pesadilla. Lo juro ante los rostros de los nueve dioses.
Ella asintió, y observó mientras el joven se dirigía al fuego, tomaba el caldo de nieve derretida, jugos de la carne y achicoria de las llamas, y lo colocaba en el suelo para que se enfriase. A continuación, sacó la bandeja de hojalata que contenía el cuerpo asado del pekán y sus órganos comestibles de las brasas, y empezó a seccionarlo lo mejor que pudo con su afilado trozo de pizarra. En ese instante, Cendra observó el trozo de asta con la tapa de plata que colgaba de su cintura. Era más grande que el que el joven llevaba normalmente, el hueso más oscuro, la punta abollada por golpes de espada y descascarillándose. Había estado presente cuando Cluff Panduro había arrancado el cuerno del cinto de Raif; sin embargo, entonces colgaba otro en aquel lugar.
Significaba algo; no obstante, Cendra sabía que no era el momento de hacer preguntas.
Era hora de comer, y luego, dormir.