–¿Así que el Mediohombre se ha ido?

—Sí, y que la divinidad y el diablo lo ayuden si regresa alguna vez.

—¿Estás seguro de que asesinó a Capuz?

—No me interrogues como a uno de tus lacayos, surlord. Sé lo que vi. Siete hombres muertos no pueden rebanarle el cuello a uno que está vivo.

Penthero Iss estudió al protector general de la Guardia Rive cuidadosamente mientras andaban uno junto al otro por la cripta de negra piedra caliza situada bajo el Tonel. Habría que hacer algo respecto a su ojo. Hacía sólo un día que había regresado, y sin embargo ya habían empezado las murmuraciones. Marafice Un Ojo lo llamaban entonces. No era una visión agradable para el corazón de una madre; la espuela sobre la que había caído había perforado el globo ocular izquierdo y había originado enormes ronchas en forma de sol alrededor de la cuenca. No se le habían prestado demasiados cuidados, e Iss sospechaba que Cuchillo se había limitado a arrancarse el desinflado globo ocular, introducir el puño en la cavidad para restañar la hemorragia, empapar toda la zona con alcohol, para a continuación emborracharse como un cerdo. Sonrió levemente al penetrar en una zona en sombras. Eso, desde luego, aumentaría la reputación de Cuchillo. El protector general de la Guardia Rive aún acabaría convirtiéndose en una leyenda.

Marafice Ocelo había regresado de Ganmiddich solo, contando una historia sobre cómo Asarhia había hecho pedazos a su septeto mediante hechicería en los campos de pizarra situados bajo el paso Ganmiddich. Todo el septeto había muerto, con las columnas vertebrales partidas como si fueran palillos, las costillas hechas pedazos y clavadas como clavos en sus corazones. Marafice Ocelo afirmaba que, si bien él fue arrojado por los aires con igual fuerza que los otros, el blando cuerpo de uno de sus camaradas de la guardia amortiguó su caída. Por desgracia, las botas de aquel camarada estaban equipadas con espuelas.

—No me vas a enviar a ningún otro de tus insignificantes recados, surlord. Si quieres que te traigan de vuelta a esa maldita hija tuya busca a otro idiota para que lo haga.

Penthero Iss asintió. Resultaba evidente entonces que nadie podía acercarse a Asarhia hasta que esta hubiera actuado como Enlace. Sería mejor aguardar hasta que lo hubiera hecho y recuperarla en ese momento. Además, necesitaba a Cuchillo allí, con él.

—¿Sabes que el señor de Ille Espadón ha doblado el número de su Guardia de las Lágrimas, y no ha expulsado a ningún apóstata de sus puertas en todo el invierno?

—Engrosa sus efectivos, como los hacen todas las Ciudades de las Montañas —gruñó Cuchillo—. Los territorios de los clanes en guerra son un blanco tentador para cualquiera.

—Sin duda. Pero si alguien va a ser el primero en reclamar los clanes meridionales, serán los ejércitos y hacendados de Espira Vanis, no el señor de la Ciudad del Lago.

—Hay buenas tierras más allá de las colinas de la Amargura, ríos veloces, buenos pastos, casas comunales con almenas y defensas excelentes, no como esos montones de piedra que construyen más al norte.

Así pues, a Cuchillo le había gustado lo que había visto de Ganmiddich. Tal vez el viaje al norte no había sido un total fracaso, después de todo. Penthero Iss se detuvo junto a una columna de piedra caliza en la que estaba esculpida la imagen de un caballo de guerra de tres cabezas empalado en una espira, y se volvió para mirar al ojo que le quedaba a su compañero.

—Una docena de hacendados están reuniendo ejércitos mientras hablamos. El lord de las Haciendas de Paja, el lord de la Puerta de la Caridad y la señora de las Haciendas Orientales y su hijo el Verraco Blanco son sólo unos pocos entre los que han estado llamando a sus sicarios a las armas. Ven que se acerca el día en que cabalgarán al norte y reclamarán porciones de los territorios de los clanes para sí.

—¡El lord de las Haciendas de Paja! Ese idiota sería incapaz de salir solo de su propia cama, y mucho menos de conducir un ejército al norte. —Marafice Ocelo asestó un puñetazo a la columna con la parte inferior de la palma de su mano—. Y en cuanto a ese barreño de manteca de Ballon Troak, que ahora se denomina a sí mismo lord de la Puerta de la Caridad… —Se quedó sin palabras para expresarse, y volvió a golpear la columna—. Antes seguiría a esa zorra de las Haciendas Orientales al combate. Al menos, sabe cómo utilizar a un hombre y luego abandonarlo a su suerte.

Penthero Iss sonrió levemente. La evaluación que su compañero había hecho de los tres hacendados podía resultar tosca, pero era totalmente cierta. Cuchillo era inteligente para las cosas mundanas. Resultaba fácil olvidarlo.

—Cualesquiera que sean sus defectos, la docilidad no es uno de ellos. Quieren tierra. Todos los hacendados la quieren. Tienen hijos e hijos adoptivos, y también bastardos y sobrinos, y la ciudad de Espira Vanis está encerrada entre montañas y rocas yermas. Marchar al norte es el único modo de ampliar territorio. Al norte, al interior de esos fértiles clanes fronterizos.

Dándose cuenta de que su voz se iba elevando por momentos, Iss se esforzó por controlarla. Los gruesos muros de la Cripta Negra creaban ecos, y partes entrecortadas de sus propias palabras regresaron flotando hasta él.

—El mundo está a punto de cambiar, Cuchillo. Se obtendrán y perderán territorios. Hace mil años Haldor Talas salió con una tropa y se apoderó del terreno que se extendía al sur del Rebosadero y toda la tierra al oeste de la senda Skag. Mil años antes de eso Theron Pengaron marchó al norte a través de las cordilleras y fundó la ciudad en la que nos encontramos hoy. Ahora han pasado otros mil años, y es hora de tomar más. Se acerca una guerra, tenlo bien presente. Se crearan casas y reputaciones. Se forjarán hombres. Se traerán fortunas al hogar y se dividirán entre hermanos y parientes. Y la única cosa que realmente importa es: ¿se moverá Espira Vanis la primera para reclamar su parte, o aguardaremos hasta que sea demasiado tarde y dejaremos que Espadón, Lucero y Vor se lo queden todo?

»¿Qué dices tú, Cuchillo? —Los ojos de Iss se posaron en Marafice Ocelo—. Han transcurrido cien años desde la última vez que un ejército salió de Espira Vanis. Los hacendados reclutarán sus propios ejércitos y harán ondear sus propios estandartes, pero sólo un hombre debe conducirlos. —Se detuvo ahí, sabiendo que había dicho suficiente; siempre era mejor dejar a un hombre espacio bastante para razonar las cosas por sí mismo.

El rostro de Marafice Ocelo resultaba espantoso a la luz de las velas. El ojo que le faltaba necesitaba que lo cosieran, y semanas de viaje bajo temporales de nieve habían dejado correosa su piel. Un poco antes Iss había detectado una cojera, e incluso entonces, mientras permanecía silencioso e inmóvil, Cuchillo apoyaba claramente casi todo su peso en la pierna izquierda. Cuando habló, su voz sonó áspera.

—¿De modo que me entregarías un ejército, surlord? ¿Me enviarías a amamantar a los hacendados y sus ejércitos, y a reclamar territorios en nombre de sus hijos de trasero fofo?

Iss meneó la cabeza negativamente.

—Tú cabalgarías a la cabeza de todos los ejércitos. Tú serás el primero en elegir territorio y botín.

—No es suficiente, surlord. Si quisiera tierra, ¿no crees que ya me habría armado y apoderado de alguna a estas alturas?

—Pero ¿qué pasa con tus camaradas de la guardia? ¿Rechazarían una oferta así? Las tierras y las riquezas de los clanes significarían una fortuna para ellos.

Aquello le hizo pensar. No resultaba tan fácil rechazar riquezas para sus camaradas como hacerlo para sí mismo, ya que era profundamente leal a sus hombres. Justo esa misma mañana, lo primero que había hecho nada más penetrar en la fortaleza había sido dirigirse a la Fragua Roja y contar a sus camaradas de la guardia cómo había perdido a ocho de sus hombres. Como un estúpido, había traído de vuelta con él todas las armas de los muertos, y entre todos, habían avivado la forja inmediatamente. El metal tratado con mercurio se enfriaba ya mientras ellos hablaban, tras haberse forjado las nuevas espadas. La nueva fundición agudizaba el tinte rojizo y fijaba el recuerdo de los camaradas difuntos en acero. Era lo más cerca que la Guardia Rive llegaba a lo que se podía denominar un credo.

—Ganmiddich es un buen territorio —murmuró Iss, haciéndose eco de las propias palabras de Cuchillo—. Dicen que en primavera la caza es tan buena que uno sólo tiene que cabalgar con la lanza sobresaliendo al frente, y los alces y ciervos sencillamente se clavan solos en la punta.

Marafice Ocelo lanzó un resoplido. Con todo, Iss pudo ver el destello de interés en su único ojo azul.

—¿Quién vigilaría la ciudad si la Guardia Rive marchara a la guerra?

«Hay que tener cuidado ahora», se recordó el surlord.

—Aquel que encabeza un ejército también debe crear uno. Hay que destruir la Ciudad de los Mendigos. Aquellos que estén sanos deberán ser reclutados y adiestrados. Todo hombre de esta ciudad que pueda luchar deberá hacerlo. Los hacendados sólo pueden hacer una parte. Se les conoce y teme únicamente en sus haciendas. Tú, Cuchillo, eres conocido desde la Puerta de la Ira hasta la Puerta de la Vanidad y las haciendas situadas más allá. Tú podrías alzar un ejército y una fuerza de defensa sin ayuda.

—La Guardia Rive ha defendido la ciudad y al surlord durante mil doscientos años.

—La Guardia Rive nació en una guerra. Tomás Estragar forjó las primeras espadas rojas con la sangre de sus compañeros de armas. Cuando él y los doce hombres que le quedaban las empuñaron, le arrebataron el paso septentrional a Ille Espadón.

Marafice Ocelo no podía negarlo. Tampoco podía negar que había sido la Guardia Rive la que había aplastado la ciudad de Aspa Alta y había asesinado a los colonos y canteros que habían venido de las Tierras Templadas para construir una ciudad rival de Espira Vanis a cien leguas al este. La Guardia Rive se ponía en marcha cuando le convenía; tanto Iss como Cuchillo lo sabían. Y la única cuestión que se planteaba entonces era: ¿marcharían con Marafice Ocelo al llegar la primavera?

Iss los necesitaba. Los hacendados y sus sicarios no eran suficientes para apoderarse de los clanes. Claro estaba que ellos pensaban que lo eran, con sus espadas de acero estampado y sus caballos criados para ser tan resistentes y feos como alces machos, pero el surlord pensaba otra cosa. Sin un hombre duro respaldándolos, se desintegrarían igual que tortas de avena en manos de un niño.

—¿Qué dices, Cuchillo? ¿Conducirás tú el ejército al norte para aplastar a los clanes?

—¿Se dará a mis hombres el derecho a ser los primeros en reivindicar territorios?

—Y títulos de hacendados en cuanto se hayan alzado techos sobre las tierras ocupadas en su nombre.

El otro acarició la daga que llevaba al cinto, mientras sus pequeños labios permanecían tan apretados entre sí que apenas parecía que tuviera una boca.

—Existen riesgos, surlord.

—Dime qué más quieres.

—Tu título cuando estés muerto y enterrado.

Si el brazo lleno de velas que iluminaba la Cripta Negra hubiera estado más cerca de los dos hombres, Cuchillo habría visto cómo las pupilas de su señor se encogían hasta convertirse en puntos diminutos. Siempre existía alguien que deseaba su puesto. No era suficiente ser surlord, no cuando cualquier hombre con tierras y poder podía armarse y acabar con uno. Allí, en esta misma estancia, Connad Talas había estado prisionero durante treinta días de su mandato de cien días. Su hermano Rannock había asaltado la fortaleza para liberarlo, pero había llegado con siete horas de retraso, pues Trant Grifo ya le había atravesado el corazón con un espadón. Talas, el de los Cien Días, lo llamaban entonces, y Penthero Iss podía nombrar a una docena de otros surlores que habían gobernado menos de un año.

Era un pensamiento que no lo dejaba tranquilo.

—Ningún surlord puede nombrar a su sucesor —respondió con suma calma—; lo sabes tan bien como cualquiera. Yo tuve que arrebatarle el poder a Borhis Horgo. Si quieres poder, debes apoderarte de él tú mismo.

—No creas que no he pensado en ello, surlord. —El hombre se hallaba entonces repentinamente próximo, con la cuenca vacía a pocos centímetros del rostro de Iss—. He perdido tres septetos por culpa de tu hija; tres septetos y un ojo. Y se me ha caído la piel del tobillo y el pie. Aquí hay brujería, y habrá más… Puedo olería como un perro huele a una perra. Te conozco, Penthero Iss, y sé que eres lo bastante listo como para apoderarte de los territorios de los clanes conmigo o sin mí; pero también sé que tu interés no acaba en los clanes. Tienes metidas esas pálidas manos de ahogado en asuntos más sustanciosos que los clanes. Y no quiero encontrarme en una posición donde yo y mis hombres seamos enviados a la batalla sólo para ser abandonados cuando un trofeo más prometedor llame tu atención.

Estaba tan cerca de la verdad que Iss se preguntó si la pérdida de un ojo no le habría conferido el don de ver más allá. Los territorios de los clanes primero, los sull después: ese había sido siempre el plan. Golpear fuerte mientras su atención estuviera distraída. Dar un buen golpe, reclamar tierras para Espira Vanis… y una corona para sí. Ser surlord no era suficiente. No había llegado hasta ese punto, izándose en la escala social desde hijo de granjero a gobernante, pasado diez años como hijo adoptivo de un hacendado, que lo había puesto a trabajar como si fuera un criado en lugar del pariente que era, luego otros doce años en la guardia, ascendiendo poco a poco, siempre más alto, hasta que Borhis Horgo lo nombró protector general y lo convirtió en su mano derecha, para que entonces se lo arrebatase todo algún usurpador que empuñara una espada. Había trabajado demasiado duro y había hecho planes durante demasiado tiempo para eso.

—Eres crucial para mí en todo, Cuchillo —dijo manteniendo el rostro impasible—. A medida que yo asciendo, tú también lo haces.

—Nómbrame tu sucesor.

—Si lo hiciera, no significaría nada. Un surlord debe tener el respaldo de la Guardia Rive y de los hacendados. Si te nombrara mi sucesor, los hacendados se reirían de los dos. «¿Quiénes se creen Iss y Cuchillo que son? —dirían—, ¿el rey de Espira y su hijo?».

—Dicen que el señor de Trance Vor ha empezado a llamarse a sí mismo el rey de Vor.

—Sí, y también dicen que su cerebro está podrido por el ivysh y que disfruta con la compañía de jovencitos.

—Quiero que se me nombre, surlord. —Marafice Ocelo hizo una mueca despectiva—. Es cosa mía si los hacendados se ríen o traman mi muerte a mi espalda. Hoy me consideran sólo tu criatura, tu Cuchillo. Nómbrame como tu sucesor, y antes de que finalice esta guerra haré que cambien de opinión.

Iss se apartó de su subordinado; este apestaba a carne y a caballos, y de repente parecía peligroso del mismo modo en que lo son los animales heridos. El viaje de vuelta a casa le había llevado once días; once días solo, con un ojo ciego y apestoso, y el recuerdo de la muerte de ocho hombres. Se estremeció. No le gustaba ese nuevo y perspicaz Cuchillo. Lo que proponía era algo sin precedentes —un surlord nombrando a su sucesor—, pero Iss podía comprender los motivos del otro e incluso reconocer el sentido común que se ocultaba tras esos.

Marafice Ocelo no era nada para los hacendados, un asesino con una espada de color rojo. No había nacido con tierras como ellos; era el hijo de un tocinero de puercos que hablaba con el vocabulario y el acento de la Puerta de la Escarcha. Mientras que los hijos de los hacendados aprendían esgrima en sus patios resguardados del viento, Marafice Ocelo aprendía a rebanar las manos de cualquiera que robara salchichas o tripa de cerdo del mostrador de la tienda de su padre. Se había unido a la Guardia Rive cuando tenía catorce años, después de que su padre empezara a sospechar que no todos los ladrones que su hijo mutilaba eran realmente ladrones, pues el muchacho les cortaba las manos sólo por mirar.

Hasta donde sabía Iss, Cuchillo había pasado sus primeros tres años en la guardia siendo tiranizado con la brutalidad acostumbrada, y tal vez le había hecho algún bien: Iss no lo sabía. Lo que sí sabía era que cuando Cuchillo cumplió los diecisiete ya se había ganado el derecho a llevar la espada roja. Marafice Ocelo, hijo de un tocinero de la Puerta de la Escarcha, lucía el arma roja junto con los bastardos e hijos terceros de los hacendados.

Iss siempre había supuesto que Cuchillo se había alistado en la Guardia Rive pensando que se convertiría en un miembro de la Guardia Inferior: aquellos hombres que estaban constreñidos sin juramentos y no podían ceñirse el arma roja y patrullaban aquellas partes de la ciudad donde no vivían más que los pobres y los que no tenían para comer. Entonces, el surlord empezó a pensar si la ambición no habría anidado en el interior de aquel hombre desde el principio.

Como protector general había ascendido tan alto como podía hacerlo cualquiera de humilde cuna, y en ese momento, al declarar públicamente su intención de convertirse en surlord, buscaba dar el paso definitivo. Desde luego, sabía que los hacendados se encolerizarían —agitarían sus bien arreglados puños y jurarían que jamás aceptarían a un plebeyo como surlord—, pero eso no era lo importante en realidad. Poco a poco, haría que empezaran a acostumbrarse a la idea. Al cabo de cinco años, lo que en un principio parecía tan escandaloso se habría suavizado hasta convertirse en una simple realidad: «De modo que Marafice Ocelo quiere convertirse en surlord… Bueno, incluso Iss mismo lo considera capacitado para serlo».

Iss suspiró disimuladamente. Podía resultar provechoso, pero también peligroso. «Tu título cuando estés muerto y enterrado», había dicho Cuchillo. Sin embargo, ¿se contentaría con esperar tanto tiempo? Resultaba fácil imaginarlo haciéndose con el control de la Fortaleza de la Máscara, para a continuación sellar el Tonel y acabar con la vida del surlord. La Guardia Rive era suya y de nadie más; si les ordenaba avanzar por la Gran Penuria en pleno invierno, lo harían. Y no obstante… Cuchillo no era un estúpido. Necesitaba legitimidad, y no la obtendría asesinando a su surlord; necesitaba tiempo para rehacerse a sí mismo como hacendado y señor de la guerra, y conducir a Espira Vanis a la victoria contra los clanes le proporcionaría la mitad de ese reconocimiento. La resolución de Iss se fortaleció. Era mucho mejor tener cerca a Marafice Ocelo, dejar que tuviera un interés personal en esa guerra —combatiría mejor y durante más tiempo por ello— y más adelante, cuando todo hubiera terminado…, bien, ¿quién podía decir lo que podría ocurrirle a un general durante su larga marcha de regreso a casa? Los Territorios del Norte estaban a punto de convertirse en un lugar sumamente peligroso.

Se sintió reconfortado por ese pensamiento.

—¿Ya sabes que tendrás que conseguir una hacienda por medios honrados o ilícitos? —indicó.

—Hay una gran cantidad de feas hijas de hacendados por ahí —repuso él, encogiéndose de hombros. Su boca era demasiado estrecha para reír abiertamente, pero consiguió mostrar algo muy parecido a una expresión lasciva—. O podría suceder que encontrara a algún viejo cascarrabias dispuesto a adoptarme, igual que sucedió contigo cuando llegaste a la zona de Vanis. Oí decir que la tierra donde naciste era una especie de fangoso terreno de labrantío en la zona pobre del territorio Vor, no un estado refinado con un castillo.

Iss hizo caso omiso de la mofa. La tierra era tierra, y su padre podría haber sido un labrador, pero su bisabuelo había nacido lord de las Haciendas Divididas. Existía una diferencia enorme entre Marafice Ocelo y él, y si Cuchillo no sabía eso, entonces era un estúpido. Ningún plebeyo había gobernado jamás Espira Vanis. Jamás había sucedido, y jamás sucedería.

Acercándose al candelabro, Iss se volvió de modo que la luz delineó sus hombros y brilló entre las puntas de sus dedos y sus cabellos.

—Mañana empezaré a extender la información de que te veo como mi sucesor natural. Mi palabra por sí sola no puede convertirte en surlord, pero haré lo que pueda para que se acepte la idea. A cambio, tú construirás un ejército para mí y conducirás a la Guardia Rive y a los hacendados al norte.

—De acuerdo. —Marafice Ocelo asintió con la cabeza.

Iss contempló el rostro desfigurado de Cuchillo y se estremeció ante lo que había hecho.

• • •

La Doncella Acechante se agazapó en las sombras de la parte posterior de la casa. Era un edificio agradable, con la deslucida sillería amarilla brillando cálidamente bajo el sol del mediodía. El tubo de la chimenea dañado por el viento dejaba escapar humo cerca de la base, y toda la nieve de la zona circundante del tejado se había vuelto negra debido al hollín y las cenizas.

La puerta y las ventanas resultaban especialmente interesantes para la Doncella Acechante, pues si bien a primera vista mostraban los acostumbrados marcos de roble y tilo, y oxidados pestillos de hierro, una segunda y una tercera ojeada revelaron otros detalles a sus ojos. Las ventanas estaban equipadas con dos juegos de postigos, y aunque los interiores habían sido pintados con el mismo color oscuro de la madera embetunada y desde luego parecían de madera desde lejos, tenían la suave textura del hierro forjado. Del mismo modo, la puerta en sí era un enorme trozo de roble deteriorado y descortezado por efectos del clima; al parecer, colgaba de dos goznes recubiertos por una capa de orín negro. Magdalena había estado estudiando la puerta durante un buen rato y había llegado a admirar la sutil falsedad de esta. Se necesitarían mucho más que dos oxidadas bisagras de hierro de cazuela para sostener un bloque de madera de roble de treinta centímetros de grosor.

El grosor de la puerta no era algo que pudiera ponerse en duda. Una hora antes, una jovencita de cabellos rubios había salido por ella, revelando la auténtica anchura de la madera. La muchacha, que, según Magdalena consideró, tendría unos siete inviernos, no había ido más allá del peldaño de la entrada.

—Hace un frío espantoso —había gritado a alguien del interior—, pero luce el sol como si fuera primavera.

Una voz femenina había respondido, diciéndole que cerrara y atrancara la puerta antes de que el calor se esfumara.

Magdalena apretó unos labios que pocos seres vivos habían besado jamás. Cerrar y atrancar la puerta. La granja Lok estaba construida como un fuerte. Claro que no lo parecía, y la doncella se sentía llena de admiración por la persona que había modificado la estructura original de tal forma que engañara a una mirada superficial, pero lo cierto era que todas las entradas y salidas se podían sellar. Era aquel dato más que cualquier cosa que hubiera dicho Thurlo Aguijón lo que convencía a la mujer de que había encontrado el lugar correcto.

—La familia Lok vivirá aislada —había dicho Iss—. Angus Lok no confía a nadie su paradero, ni siquiera a sus reservados camaradas phages.

Magdalena conocía a varios asesinos que se negaban a aceptar encargos contra cualquier hombre o mujer que se creyera que estaba asociado con una casa empinada, como los phages denominaban a sus logias secretas. Pero ella había escudriñado en su interior y había hallado muy poco temor a la hechicería o a aquellos que la utilizaban. Había nacido en la Torre de las Enclaustradas, erigida por las hermanas de túnicas verdes que allí vivían, y había conocido a un hombre en una ocasión que había jurado que ella manejaba una clase de magia propia. Magdalena desnudó los dientes. Había matado al hombre, desde luego, pero su acusación todavía tiraba de ella desde la tumba. Ella era la Doncella Acechante; todo el poder que necesitaba se encontraba en sus manos.

Repentinamente incómoda con su posición en el bosque de cornejos que crecía bajo el desnudo dosel de árboles viejos situado detrás de la casa, la mujer se puso en pie y desentumeció las piernas. Las sombras la siguieron como criaturas, y aunque no temía que la descubriera cualquier cosa más molesta que conejos y aves, siguió sin acercarse más a la casa.

Obtener acceso resultaría un problema. Era evidente que las mujeres dedicaban el cuidado debido a su seguridad, y por la noche, la puerta y las ventanas estarían atrancadas. Romper cerrojos y goznes era ruidoso y problemático, y no era el estilo de la Doncella Acechante. Además, si existían defensas dispuestas en el exterior, era justo asumir que habría armas a mano en el interior. Iss no había ofrecido ninguna idea sobre los caracteres de las mujeres Lok, pero Magdalena sospechaba que la madre y la hija mayor sabrían cómo manejar un cuchillo. A decir de todos, Angus Lok era un espadachín de primera, y habría que ser un idiota para no comprender lo sensato de transmitir alguna pequeña parte de tales habilidades a sus hijas y esposa.

«No». La asesina meneó la cabeza. Resultaría demasiado peligroso forzar la entrada en la casa y arriesgarse a ser atrapada en la oscuridad por gente que podría estar armada; era un riesgo que la Doncella Acechante no pensaba correr.

En un asesinato, lo principal era reducir riesgos. Aquellos que no sabían de tales cosas suponían que todo lo que un asesino hacía era seguir los pasos de su víctima por un callejón oscuro, rebanarle el cuello y luego huir por alguna ruta secreta. Lo cierto era que Magdalena sólo había matado a un hombre en un callejón, y había sido una de las misiones más peligrosas que había aceptado jamás. Era joven en aquella época; su tarifa, el peso de un gorrión en oro, y no se había dado cuenta de lo difícil que era acercarse a un desconocido y simplemente matarlo. Ese hombre, en particular, había sobrevivido a otros cuatro intentos de asesinato, y aunque la Doncella Acechante se había acercado en silencio por detrás, había descubierto sus intenciones incluso antes de que la luz de la luna cayera sobre la hoja de su cuchillo. Era un hombre corpulento y brutal, y le había roto dos dedos antes de que ella localizara, por fin, su tráquea con el arma. Su sangre se derramó por los brazos y el rostro de la mujer, y sus gritos habían alertado a la gente de las calles cercanas, por lo que la asesina había necesitado de todas sus habilidades virginales para regresar a su escondrijo sin ser descubierta.

Desde entonces, había aprendido a preparar las cosas con más cuidado, a usar cebos y accesorios como medios para infiltrarse en las vidas de otros y crear pequeñas «representaciones mortales», en las que ella era autora, actriz y tramoyista a la vez. Por ejemplo Thurlo Aguijón: el hombre había estado tan entusiasmado con la idea de una droga que dejara sin sentido a las mujeres que él mismo había cavado su propia fosa.

Y esa era otra cosa que la gente no tomaba en la debida consideración: la disposición de los cuerpos más tarde. No todos los asesinatos necesitaban que hubiera un cadáver con los miembros extendidos sobre una cama. La mayoría requería mayor sutileza que eso; los clientes solicitaban que la forma de la muerte se disfrazara de muerte natural por enfermedad, un ataque casual por parte de ladrones, una caída accidental en agua helada, un suicidio o un asesinato a manos de terceros. Y un buen número de clientes pedían que el cuerpo desapareciera permanentemente, de modo que no quedara registro de su muerte.

Magdalena se despojó de sus finos guantes de piel y se dio un masaje para eliminar el helor cada vez mayor de sus manos. Tal y como había dicho la niña Lok, hacía un frío terrible; sin embargo, el sol brillaba con toda la absurdidad de un rey en un banquete de mendigos. La doncella era sensible al frío, y se preocupaba por sus manos, aunque no era capaz de obligarse a llevar gruesos mitones de lana. El tacto lo era todo para un asesino.

Con un débil sonido animal, la mujer volvió su atención de nuevo a la casa. Iss había dejado todas las decisiones respecto a la muerte de las mujeres Lok a ella, como era lo correcto en tales casos, y sólo había pedido «discreción». Esto convenía perfectamente a la Doncella Acechante. Siempre que se molestaba en instalarse en una comunidad muy cerrada como aquella de Tres Aldeas, prefería partir libre de toda culpa una vez que el encargo había sido cumplido. La muerte de Thurlo Aguijón, en realidad, le sería de ayuda a ese respecto, ya que era bastante posible que la culpa recayera en él, si había alguna culpa que repartir.

Magdalena aún no había tomado una decisión, pues incluso podría hacer que las muertes parecieran un accidente.

Lentamente, empezó a doblar la esquina de la casa, moviéndose en un amplio círculo alrededor de edificios de la granja, corrales de piedra, oxidadas herramientas de arar, un pozo tapado, un huerto de manzanos que invernaban y un muro de contención construido en un pliegue de terreno donde la ladera de una colina cercana se unía al terreno llano.

La entrada principal no era muy utilizada; lo comprendió al instante. No había ni un solo par de pisadas marcado en el sendero, y un montón de nieve acumulada descansaba intacto contra la puerta. Nadie entraba ni salía nunca por allí, y sospechó que la puerta estaba sellada de modo permanente. No vio ninguna prueba que lo sugiriera, pero había visto bastante de las defensas de la granja para que su mente funcionara del mismo modo que la de la persona que las había construido. Una segunda puerta era un riesgo innecesario; era mucho mejor tapiarla con tablas y tal vez también las ventanas delanteras, y de ese modo dejar sólo la parte trasera de la casa vulnerable a una invasión.

Magdalena reprimió la fría oleada de curiosidad que la embargó. Por qué Angus Lok había decidido mantener a su familia en un aislamiento protegido no era asunto suyo. El hombre temía algo, eso lo sabía, y el hecho de que ella estuviera allí ahora, una asesina agazapada en las sombras a un lado de su casa, era prueba de que sus temores eran fundados… y mucho más de lo que él creía.

Estudió la puerta, el marco, el quicio y la capa de brea que la impermeabilizaba sólo un minuto más antes de encaminarse de vuelta al bosque. Era su última noche en la taberna Juan el Boyero, y no veía motivos para llegar tarde. Había trabajado para muchos patrones en su vida, y Gull Moler era más amable que la mayoría; pero el hecho de que este se hubiera enamorado un poco de ella era razón suficiente para que se marchara.

Al día siguiente, abandonaría Tres Aldeas al amparo de la oscuridad, una vez que hubiera cumplido su misión. Había tomado su decisión respecto a las muertes: para cuando hubiera acabado con los cuerpos, parecería como si hubiera acaecido una terrible tragedia.

El fuego siempre era muy útil en esos casos.