Raif despertó en medio de la gélida oscuridad que precedía al amanecer, y puesto que sabía que ya no volvería a dormirse, se levantó y salió al exterior. Orinó contra la pared del granero; luego, recogió del suelo un puñado de nieve y se lo restregó por la cara. La impresión provocada por el frío contacto desapareció enseguida. En lo alto, el cielo estaba negro, pero a lo lejos, en el horizonte oriental, por encima de la hilera de árboles y los riscos de pizarra del territorio Ganmiddich, la neblina provocada por el hielo brillaba rosa por efectos del amanecer.
El joven se dio la vuelta y se puso a trabajar. Vendó un rasguño de la pata delantera del caballo para, a continuación, ocuparse de su propia carne desgarrada y ensangrentada. Las manos le olían a carne de res cruda, y le ardieron como tizones cuando las introdujo en la nieve para limpiarlas y entumecerlas antes de vendarlas fuertemente para protegerlas del frío. En invierno, el peor peligro para la piel agrietada era la congelación. Gat Murdock había perdido el dedo de tensar el arco por culpa de un mordisco de perro no más profundo que una picadura de viruela sólo porque no pensó en vendárselo una noche que hacía un frío glacial. Y el invierno pasado, Arlec Byce había pasado el festival de los dioses con manteca de cerdo untada por todo el rostro porque había cabalgado al Bosque Viejo cuando aún no hacía una hora que se había afeitado a fondo.
Las heladas fuertes preocupaban a Raif. Cendra necesitaba estar bien protegida, pues pesaba menos de lo normal, y una dieta de liebres de los hielos y pekanes no sería suficiente para ayudarla a combatir el frío, ya que uno podía morir de hambre si sólo comía carne magra. Hacía dos veranos, Drey y Rory Cleet habían regresado de una excursión de caza de diez días a los páramos presas de violentos calambres e indigestión. La caza había resultado mala, y no se habían alimentado de otra cosa que cerveza sin espuma y carne de conejo durante una semana. Raif recordaba haber estado fuera del retrete con Bitty Shank y Tull Mellon, cantando Nada corre más deprisa que un hombre con cagalera de conejo a voz en grito mientras Drey y Rory hacían sus necesidades en el interior.
El recuerdo hizo sonreír al muchacho… Y sin saber cómo, mientras sonreía, el helado viento arrancó lágrimas a sus ojos.
Drey no había esperado.
El día anterior, cuando Raif se había alejado de la orilla del río del Lobo, lo último que había hecho antes de que el sendero torciera al norte y lo ocultara de la vista había sido girarse y mirar a su hermano por última vez. Pero Drey no estaba allí, se había ido ya. El joven pudo distinguir su lenta sombra, que se deslizaba hacia el este entre las rocas para ir al encuentro del Lobo de los Granizo.
Raif se quedó inmóvil en la nieve, respiró profundamente y no pensó. Tras unos instantes se dio la vuelta y regresó a la granja, llenando su mente con las docenas de cosas que había que hacer antes de que él y Cendra pudieran iniciar el viaje al oeste.
La muchacha estaba despierta, sentada ocupándose del fuego mientras volvía a calentar los restos de la comida de la noche anterior. Le sonrió tímidamente cuando entró, y él no tuvo valor para decirle que hubiera preferido que el caldo de la noche anterior siguiera frío para recoger la grasa congelada de la parte superior y usarla para proteger sus rostros del viento. La carne del pekán había sido cortada a tiras y puesta a secar durante la noche, pero Raif se daba cuenta con sólo mirarla que estaba curtida únicamente a medias. Tendría que servir así. El pellejo estaba tieso, pero no había tiempo de ablandarlo con orina, de modo que mostró a Cendra cómo trabajarlo sobre el hogar, como si fuera un largo trozo de masa y quitarle la rigidez con los puños.
La dejó haciéndolo mientras registraba la casa en busca de ropas, cuchillos y comida. Hacía un frío terrible, y las pocas alfombras y mantas que encontró en el refugio contra los ciclones estaban duras y recubiertas de hielo. Tomó las dos mejores mantas y las sacudió hasta dejarlas secas. En el fondo de un viejo baúl de secuoya encontró un par de guantes de piel de cabra; los habían guardado mientras estaban aún mojados y aparecían moteados de moho negro azulado, pero Raif se los puso igualmente. Aunque apenas se podían usar y olían a sarna, le encajaban perfectamente.
Cuando regresó junto a su compañera también había hallado una vieja capa de lana con una quemadura de una tetera cerca del hombro, una capucha infantil de piel de oveja, una taza llena de lanolina y cera de abeja, y un cuchillo con una hoja de hierro oxidada. La granja había sido saqueada con sumo cuidado, posiblemente tanto por los Bludd como por los Granizo Negro, y se habían llevado todo lo que tuviera utilidad o valor. No quedaba ninguna clase de comida.
Raif contempló cómo Cendra se ponía la capa y la capucha. La joven había estado ocupada en su ausencia, envolviendo la carne de pekán con hojas, derritiendo una nueva tanda de nieve y ventilando sus botas y medias sobre el fuego.
—Tú no tienes una capa —indicó.
—Me las arreglaré con una manta. En cuanto le saque filo a este cuchillo, haré una capucha con el pellejo del pekán.
—Debería haber cogido provisiones del campamento —manifestó la muchacha, frunciendo el entrecejo—. Todas las alforjas estaban allí, desperdigadas por la nieve. Podría haber tomado lo que hubiera querido.
—No importa —respondió él, y realmente lo pensaba.
Los ojos grises de la joven lo contemplaron unos momentos y luego se apartaron de su rostro.
Raif quiso decirle: «Si alguien vuelve a tocarte, lo haré pedazos con mis propias manos».
—Vierte la nieve derretida en las llamas y apaga el fuego —dijo en su lugar—. Estaré fuera ensillando el caballo.
Era totalmente de día ya, y el viento que empezaba a soplar olía a glaciares. La nieve bajo sus pies estaba quebradiza en alguna zonas, en parte derretida por un deshielo aparecido a mitad de temporada. Raif echó las mantas sobre el lomo del caballo; luego, sujetó la silla. Notaba las manos grandes y torpes, y cuando sostuvo el mango del cuchillo para afilarlo contra el borde del peldaño, el dolor le hizo morderse la mejilla.
El metal no estaba bien, pues el óxido había penetrado profundamente en el hierro templado, y la hoja no se dejaba afilar. Raif retiró toda la herrumbre visible y afiló la punta lo mejor que pudo.
Cendra salió mientras daba los últimos toques a su capucha de pekán, quitando el pelaje a los dos trozos de piel que se convertirían en las ataduras. El muchacho interrumpió lo que estaba haciendo para mirarla. La capa con la quemadura de la tetera era de un intenso color marrón óxido y su repulgo acariciaba la nieve cuando andaba. El viento no tardó en dar color a sus mejillas, y una brillante película de humedad, a sus ojos, y por si eso fuera poco, mechones de cabellos de un dorado casi plateado se agitaban alrededor del borde de la capucha. El tiempo pasado en el territorio Ganmiddich le había sentado bien, y su rostro mostraba una suavidad que no había visto antes.
—¿Te trató bien lord Perro? —preguntó ayudándola a montar.
—Estaba deseando librarse de mí. —Sus ojos grises se ensombrecieron.
Abandonaron el patio de la granja en silencio. Raif condujo el caballo por el laberinto de rediles, corrales, muros de piedra y dependencias, paladeando el aire mientras andaba. Las nubes estaban llenas de nieve, pero eso no le preocupaba tanto como el hedor a glaciares, pues cuando el aire olía a la Gran Penuria estando tan al sur, eso sólo quería decir una cosa.
El joven impuso un ritmo rápido. Cuanto más al oeste se encontraran cuando descargara la tormenta, mucho mejor. Las colinas de la Amargura capturaban las tempestades, las retenían entre MedioBludd, al este, y Bannen, al oeste, y su mejor posibilidad era conseguir alcanzar el refugio de la taiga occidental lo antes posible, y dejar que las coníferas y las píceas negras soportaran lo más recio de la tormenta por ellos.
Mientras andaba pausadamente junto al caballo, Raif buscaba señales de caza entre abedules y cornejos, pues tenía aquel hábito muy arraigado en él. La noche anterior le había demostrado que no necesitaba una flecha para matar a un animal con un golpe en el corazón. Un trozo grueso de pizarra, pesado como el hierro y azul como el color de los Dhoone había sido todo lo que había necesitado para abatir al pekán. El animal había estado husmeando alrededor de uno de los corrales de ovejas, atraído por el hedor a muerte que flotaba aún allí, y había olido a Raif con su agudo olfato; había oído cómo los tacones de sus botas trituraban nieve congelada con orejas tan sensibles que eran capaces de escuchar la respiración de un ratón de campo de lomo rojo bajo más de medio metro de nieve. Los ojos del joven habían captado su retirada. Había arrancado una piedra del barro, con la mirada fija aún en la criatura mientras esta corría a lo largo de la base de la pared del corral, y había calentado la roca en la mano. Cendra necesitaba comida urgentemente.
No había sido lo mismo que disparar una flecha. Sólo había existido la más cruda de las sensaciones al invocar a la criatura, y ningún momento de quietud lo había unido a su presa, ninguna información sobre el animal le había sido transmitida. De improviso, el corazón estaba allí, un carbón ardiente, en su punto de mira. La velocidad había sido lo único que había importado entonces, pues sin la concentrada disciplina del ojo del arco y la mano trabajando al unísono, no tenía nada con lo que ligar la criatura a él. Raif había arrojado la piedra, y ya en el momento en que esta abandonaba su mano, la sensación del corazón de su presa había empezado a desvanecerse.
No había escuchado el impacto. Una sensación de náusea lo había invadido mientras la mano que había lanzado la piedra caía inerte a su costado. Los jugos gástricos habían borboteado en la garganta, y había caído de rodillas sobre el barro para vomitar y escupir, y limpiarse la boca. Habían transcurrido minutos antes de que tuviera fuerzas suficientes para levantarse e ir en busca de la pieza. La sensación de mareo había desaparecido ya al regresar a la granja; sin embargo, había permanecido una sensación de vergüenza, pues aquel no era modo de matar a un animal.
—¿No vamos a cruzar las colinas y penetrar en el territorio de la ciudad? Creía que Angus pensaba mantenerse bien lejos de los clanes.
La voz de Cendra interrumpió los pensamientos de Raif. El muchacho alzó la cabeza para mirarla. La lanolina que llevaba en el rostro se había vuelto cerosa y opaca bajo el viento helado.
—Iremos más deprisa si seguimos dirigiéndonos al oeste. Perderíamos medio día en esas colinas.
—Pero Angus dijo…
—Angus no está aquí. Yo estoy aquí. Y yo no puedo afirmar que conozco el territorio de Espadón. Conozco el de los clanes hasta tan al oeste como el clan Orrl, y conozco la ruta que debemos usar para entrar en la ribera de las Tormentas.
Lo dijo en tono áspero, pero apenas sabía por qué. No quería explicar a la muchacha que el único motivo por el que Angus había elegido la ruta a través del territorio de Espadón era para evitar a su sobrino encontrarse con hombres del clan Granizo Negro. Diez días atrás, Raif se había sentido agradecido por aquella consideración; pero entonces no le importaba. Los Granizo Negro habían tallado su recuerdo de la piedra, y si su camino se cruzaba con un miembro de aquel clan, tendría que matarlo o morir a sus manos. Y por extraño que pareciera, sentía una especie de consuelo en ello. Entonces sabía dónde se hallaban él y su clan, y todos los sueños de regresar a casa habían muerto.
—¿Cómo escapaste de la torre?
Raif se preguntó por qué había elegido ella ese momento para realizar la pregunta, y no respondió.
—Le arranqué una promesa a lord Perro —siguió ella tras un instante—. Juró que no tomaría ninguna medida contra ti hasta que yo me hubiera ido. —Sus facciones se movieron en una sonrisa mientras rememoraba el pasado—. Es un hombre cruel. No obstante, creo que me tenía más miedo él a mí que yo a él.
—No tomó Dhoone solo.
—¿Qué quieres decir? —Cendra frunció el entrecejo.
—La casa Dhoone es la fortaleza de piedra más defendible de los territorios de los clanes, construida por el primer rey de los clanes, Thornie Dhoone, con muros de un grosor de cinco metros y un tejado construido de mineral de hierro. La noche que Vaylo Bludd la conquistó, había quinientos guerreros Dhoone entre sus paredes, y muchos más estaban apostados en las fronteras y las fortificaciones. Sin embargo, de algún modo, lord Perro consiguió abrir una brecha en las defensas de los Dhoone, alzar la Puerta del Cardo y masacrar a trescientos hombres.
—Eso no significa que recibiera ayuda.
—Ya lo creo que sí, pues cada guerrero que recibió una estocada Bludd ni siquiera sangró lo suficiente como para oxidar su armadura.
—No entiendo.
—Se usó magia con los guerreros Dhoone. Hizo que sus corazones fueran más despacio; consiguió que no pudieran alzar las armas para defenderse. Lord Perro cabalgó hasta Dhoone sabiendo que sus habitantes no presentarían batalla. Obtuvo la victoria, pero ningún honor.
Raif endureció su voz. Vio el modo como Cendra se sentaba inclinada al frente en su caballo, lista para defender al caudillo Bludd; lo vio y no le gustó.
La muchacha lo miró como si estuviera mintiendo.
—Si utilizó magia, como tú dices, entonces, ¿cómo puedes estar seguro de que vino del exterior? Pudo contar con la ayuda de alguien de su propio clan.
—El clan no utiliza hechicería.
—¿Qué intentas decir?
—La misma persona que ayudó a lord Perro a tomar Dhoone mató a mi padre, a mi caudillo y a otros diez miembros de mi clan.
Una exclamación ahogada escapó de los labios de la joven.
—Éramos quince en total —siguió diciendo Raif, afianzando la verdad en su mente—. Estábamos acampados en las Tierras Yermas, junto a las viejas sendas de alces. Cada año, durante el primer mes del invierno, cuando los alces se trasladan al sudeste, vamos allí a obtener la parte de los Granizo Negro. El invierno pasado mi hermano y yo fuimos elegidos para formar parte del grupo. Era un gran honor. Dagro Granizo Negro en persona encabezaba la caza; era la primera vez que recorría las sendas de los alces en cinco años. La caza no fue buena. Tem dijo que los animales sabían que se aproximaba un duro invierno y se habían ido al sur un mes antes para adelantarse.
—¿Quién es Tem? —inquirió Cendra.
—Mi padre. —Casi no le dolió decirlo—. Él y Dagro Granizo Negro eran muy amigos. Maza Granizo Negro no había dejado de ir detrás de su padre adoptivo durante semanas, intentando convencer a Dagro para que cabalgara al norte con él, pero fue finalmente mi padre quien lo persuadió.
«Cabalguemos al norte por última vez, Dagro Granizo Negro. Permanezcamos sobre nuestras sillas hasta tener el trasero dolorido, bebamos cerveza hasta que la cabeza no lo aguante más y matemos alces hasta quedar bañados en sangre».
Escuchando la voz de su padre en la mente, el muchacho habló apresuradamente para acallarla.
—El día antes de que iniciáramos el regreso, Drey y yo nos escapamos del campamento para ir a cazar liebres. Celebrábamos una competición para averiguar quién podía disparar más lejos y abatir más piezas cuando…, cuando sentí algo.
—¿Magia?
Raif asintió. De improviso, le costaba hablar.
—Regresamos a toda prisa, pero ya estaban muertos cuando llegamos allí. Todos. No había sangre en sus armas, ni una gota. Doce hombres muertos, y ni uno había desenvainado una espada para defenderse.
Cendra no hizo el menor intento de mostrar compasión; el muchacho se lo agradeció. No siguieron hablando sobre el pasado, y aquello pareció otra cosa por la que sentirse agradecido, pues había algunos recuerdos del campamento de las Tierras Yermas que no deseaba compartir. En silencio viajaron al oeste por el valle fluvial y al interior del territorio de otro clan.
Al mediodía, llegaron ante un mojón de piedra, profundamente hundido en la nieve y tallado con los espadones entrecruzados de los Bannen. El clan Bannen era pequeño pero rico, con muchos lagos bien provistos de truchas, una serie de prados elevados apropiados para el pastoreo de ovejas y un conjunto de minas de hierro hundidas cientos de metros bajo las colinas de la Amargura. Era vasallo de los Dhoone, pero no era un juramento de lealtad muy duradero el suyo, pues caudillos anteriores se habían declarado a favor de los Granizo Negro cuando les convenía, y Hawder Bannen había combatido junto a Ornfel Granizo Negro contra el rey Dhoone en el peñasco de la Yegua. Bannen era famoso por sus espadachines, y Tem había contado a Raif en una ocasión que los hombres de aquel clan adiestraban a sus guerreros moviéndose entre sus posiciones mientras se hallaban con el agua hasta el cuello en medio de un río.
El joven dirigió una ojeada en dirección norte. La casa del clan estaba construida en terreno bajo, con la parte posterior apoyada contra pared vertical de arenisca, y no se podía distinguir desde el río. Raif supuso que se hallaba unas diez leguas al norte, ya que distinguía humo elevándose por encima de las copas de los árboles. Más allá del humo, en el extremo más alejado del horizonte, nubes de tormenta corrían hacia el sur desde la Gran Penuria.
Repentinamente ansioso por marcharse de allí, Raif tocó la bota de Cendra.
—¿Estás lista para hacer correr a Orejas de Mula?
—¿Y tú?
—Yo echaré una carrera. Quiero llegar hasta aquellos árboles —señaló hacia el noroeste, donde el promontorio descendía para ir al encuentro de un bosque de viejas coníferas— en una hora. Necesitaremos estar a cubierto cuando la tormenta descargue. —Dio una fuerte palmada en la grupa del caballo—. ¡Vamos!
Cendra no tuvo otra elección que aflojar las riendas de la montura. Una cortina de nieve salpicó el pecho de Raif cuando el animal emprendió un vivo galope, y el joven lo contempló unos instantes, para convencerse de que la muchacha era capaz de cabalgar por la nieve a toda velocidad; luego echó a correr él. Su cuerpo no estaba preparado para el esfuerzo de un movimiento veloz, y las piernas le temblaron al tener que soportar su peso, mientras costillas partidas y luego soldadas en parte proferían crujidos en tanto avanzaba a bandazos. Su propia debilidad lo encolerizó y se abrió paso por la nieve, pateando al aire una lluvia de cristales azules y terrones de tierra congelada.
Cendra y el caballo le tomaron una buena delantera. Los vientos se dedicaban ya a trasladar la nieve suelta en dirección sur, y de los riscos y terrenos altos descendían lenguas de nieve. El ruido en el aire aumentó, y el aullido en forma de mugido desgarrador de la tormenta azotó los oídos de Raif mientras corría. El río del Lobo serpenteaba en dirección norte allí, donde discurría con poco caudal, alimentando una docena de estanques de salmones, al mismo tiempo que trituraba la piedra del río para convertirla en arena verde y formaba una barrera defendible alrededor de los lindes occidentales del territorio Bannen. En cierto modo, Raif se alegró de la presencia de la tormenta. De haber hecho otra clase de día, hombres del clan, mineros y tramperos habrían estado deambulando de un lado a otro entre la casa Bannen y las colinas.
Las manos y el rostro del joven ardían mientras corría, y bajo los guantes de piel de cabra, los dedos se le hinchaban en medio de un baño de vapor de sudor atrapado. Cuando alcanzó a Cendra ya se había arrancado los guantes con los dientes y los había guardado bajo el cinturón. Cada vez que inspiraba, el aire chocaba contra sus costillas en proceso de curación como si fuera a partirlas en dos.
Cendra había desmontado y estaba apoyada contra el tronco de una pícea de treinta años. Había llegado a los árboles un cuarto de hora antes que él y había tenido tiempo suficiente para cepillar la montura, sacudirse la nieve de la capa y colgar la capucha para orearla en la rama más baja del árbol. Le dirigió una sonrisa mientras él se acercaba.
—Me encontraron en un día como este —dijo—. Las nevadas me sientan bien.
No podía discrepar al respecto, pues los ojos de la joven centelleaban como hielo marino. Acuclillándose en la nieve, se esforzó por recuperar el aliento. Cendra había cogido uno de los cuencos de hojalata de la granja y lo había llenado con nieve recién caída. La nieve estaba medio derretida, y él se preguntó si no la habría sostenido entre sus brazos durante los últimos quince minutos para conseguir calentarla tan deprisa.
—¿Ahora qué? —preguntó ella.
Raif echó un vistazo entre las elevadas agujas de las píceas negras, en dirección al cielo.
—Seguiremos dirigiéndonos al oeste. No podemos permitirnos perder medio día por culpa de la tormenta.
—Necesitas cabalgar durante un rato —indicó ella, asintiendo con viveza.
Al muchacho le habría gustado protestar, decirle que él, Raif Sevrance, era un miembro de un clan y que un guerrero jamás monta a caballo cuando una mujer va andando, pero sus costillas crujían y le ardían las manos, y tan sólo la mera idea de permanecer erguido le provocaba un terrible dolor en los muslos. Para salvar su orgullo le dio una orden.
—Saca un poco de carne de pekán del saco. Hemos de comer antes de seguir adelante.
—No tengo hambre.
—No me importa. No puedes confiar en lo que te diga tu estómago a partir de ahora. Cada vez que descansemos, comerás. Morirías de hambre dos veces más deprisa aquí, en los territorios de los clanes, de lo que lo harías en el amurallado y resguardado refugio de Espira Vanis.
La joven le dedicó una aguda mirada, pero hizo lo que le había dicho. Tomó una tira de carne del animal y la masticó con inquina.
Raif casi se echó a reír, pero una mancha de sangre fresca en el vendaje del caballo captó su atención y la dejó para ir a ocuparse de ella.
Orejas de Mula aguantó los cuidados del joven con el letargo de un caballo viejo que ya lo ha hecho y visto todo antes. Mientras limpiaba la herida y la palpaba en busca de señales de congelación, Raif se encontró pensando en Alce. Deseó que el corcel gris se hallara de camino a casa con los Granizo Negro y Orwin Shank, y no viajando al norte en dirección a Dhoone con lord Perro. No quería que aquel hombre poseyera nada suyo.
Cendra se le acercó para observarlo mientras volvía a vendar la pata del caballo, y el viento tiró de su capa, haciendo que la lana de color óxido ondeara a su espalda como un estandarte. «Un estandarte del clan Frees», pensó él insensatamente.
—Antes, cuando estábamos en campo abierto, dijiste que Maza Granizo Negro cabalgó hasta las Tierras Yermas con su padre. En ese caso, ¿por qué no lo mataron junto con el resto?
La joven no había tardado demasiado en llegar al fondo del asunto. Raif ató el último nudo del vendaje del caballo con el doble de la fuerza necesaria.
—Maza afirmó que se hallaba fuera disparando contra un oso negro cuando llegaron los atacantes —contestó—. Dijo que no se los encontró por cuestión de segundos, y que en cuanto vio el cadáver de su padre adoptivo caído en la nieve, en lo único en lo que pudo pensar fue en cabalgar de vuelta a casa para advertir al clan. —Se sorprendió ante lo fácil que resultaba contarlo—. Cuando Drey y yo regresamos a la casa comunal, ya había conseguido que todos creyeran que el clan Bludd había llevado a cabo el ataque. Mentiras; todo mentiras. No sabía nada sobre los cuerpos: ni dónde yacían, ni qué heridas habían sufrido. Se marchó antes incluso de que se iniciara el ataque. Cabalgó a casa en el caballo de su padre adoptivo.
—Pero tú y Drey, hicisteis que el clan comprendiera la verdad.
—Tú no conoces al Lobo de los Granizo. —Raif sonrió amargamente, y la piel de su rostro se tensó con violencia—. Nació en el clan Scarpe. Su lengua se mueve más deprisa que su espada.
—Si los Bludd no llevaron a cabo el ataque, entonces, ¿por qué lord Perro no lo negó simplemente?
—Tú lo has visto. ¿Qué piensas?
Cendra se pasó una mano por los cabellos, pensativa.
—Orgullo. Le gustó la idea de atribuirse el mérito de algo así.
—Lo has dicho como el mismo lord Perro. —Raif notó un sabor amargo en la boca.
—¿Te dijo eso?
—Sí. —El muchacho se irguió—. ¿Qué te dijo sobre mí?
La joven no pestañeó, si bien el color plateado de sus ojos se agudizó.
—Dijo que masacraste mujeres y niños en la calzada de Bludd. Te llamó asesino.
Raif no respondió; no podía hablar en contra de su hermano o de su clan.
Cuando le quedó claro que él no iba a negar la acusación, Cendra se envolvió con la capa y empezó a andar en dirección oeste entre los árboles.
El joven observó cómo se alejaba. Había empezado a nevar de nuevo, y el viento enviaba gruesos copos a arremolinarse entre los árboles. Al cabo de unos minutos, la figura de la muchacha se perdió en la tormenta, y Raif montó en el caballo y avanzó entre las píceas para alcanzarla.
La tormenta los siguió hasta las profundidades de la taiga, desalojando montones de nieve de las ramas, doblando los arbolillos jóvenes y rugiendo como un río sobre las rocas. Cabalgar necesitaba más concentración que andar, ya que los surcos y sumideros bajo la nieve resultaban un peligro constante para el caballo. Era imposible predecir los ventisqueros en la nieve inestable, y ello obligaba a innumerables paradas mientras Cendra se adelantaba para comprobar el grosor de la nieve con un palo de pícea delgado como una fusta. Al final, tanto él como Cendra decidieron andar, con las cabezas gachas para protegerse de los embates del viento.
La luz se desvaneció con rapidez, y la taiga relució azul y gris a medida que se oscurecía. Raif notó que la punta de asta de Drey golpeaba contra su cadera con cada paso; el objeto parecía pesar más de lo debido, y pronto ya no pudo pensar en otra cosa que no fuera el pedazo de cuerno y la piedra-guía triturada en su interior. «Por favor dioses, permitid que Drey esté bien —pensó—. Que la herida cicatrice bien, y que no le cause dolor».
Resultaba difícil poner la mente a pensar en encontrar un refugio para pasar la noche. Parte de él deseaba andar y andar, y no detenerse jamás, pero sólo el pensar en un fuego reconfortante, en sostener las manos sobre llamas amarillentas y sentir su calor sobre su rostro era suficiente para tentarlo lejos de la tormenta.
No vivía nadie en la taiga en invierno. Tramperos, leñadores y taladores pasaban la primavera y el verano en los bosques, pero se retiraban al refugio de las casas de piedra en los meses fríos. A menudo, construían cabañas para pasar el verano, pero Raif no albergaba demasiadas esperanzas de encontrar una en medio de una nevada. Se decidió por un bosquecillo de coníferas jóvenes que ocupaba una estrecha cuenca de aluvión y empezó a descortezar las blandas ramas más bajas de los árboles circundantes para usarlas como techumbre de su guarida. Cendra se ocupó de Orejas de Mula; luego fue a ayudarlo para colocar el tosco techo de ramas sobre la estructura de plantas jóvenes dobladas que el joven había creado. El viento los golpeaba mientras trabajaban, arrancando ramas enteras de sus manos, y cada vez que Raif cerraba las manos sobre un retoño para pelarlo, el dolor le obligaba a contener el aliento.
La tormenta amainaba ya cuando, por fin, consiguieron que el refugio se mantuviera firme. Los mitones del joven estaban cubiertos de resina blanca, y bajo los guantes de piel de cabra tenía los dedos despellejados. La capucha de Cendra ya no protegía la cabeza de la muchacha y yacía sobre su espalda, llena de nieve. Respiraba de un modo veloz y entrecortado, de manera que Raif le ordenó que descansara mientras encendía un largo fuego ante la entrada de la madriguera. Que ella no protestara, sino que se limitara a sentarse sobre el suelo de agujas de conífera sin decir una palabra, lo preocupó. La piel alrededor de los ojos de la muchacha se veía de color morado.
En su apresuramiento, la hoguera no quedó muy compacta. Bien cargado, un fuego de troncos podía arder durante toda la noche, con los leños amontonados sobre estacas de modo que cayeran sobre las llamas a medida que las estacas se consumían. Sin embargo, Raif estaba más preocupado por Cendra que por obtener calor durante toda la noche, y encendió el fuego rápidamente, soplando para que prendiera.
Cortando a tiras la carne de pekán con el cuchillo sin filo, se dispuso a convertir la nieve derretida en caldo. Habló con Cendra mientras trabajaba, ansioso por conseguir que se mantuviera despierta el tiempo suficiente para comer y beber. Era invierno y hacía frío, de modo que habló de la primavera, contándole cosas sobre el territorio Granizo Negro tras el primer deshielo, sobre las alfombras de brezo blanco que aparecían de la noche a la mañana y los anillos de violetas que florecían en medio de la nieve que se fundía. Le habló de los pájaros, de las garzas azules que eran tan altas como los hombres, de los búhos cornudos que podían alzar el vuelo con conejos adultos en sus picos y de los pequeños vencejos de color pardo que colgaban debajo de las ramas como murciélagos.
No sabía durante cuánto tiempo había hablado, sólo que una vez que había empezado no había dejado de recordar otras cosas que parecían importantes. Cendra escuchó en silencio, y al cabo de un rato su respiración se tornó más superficial y sus ojos empezaron a parpadear, hasta que se cerraron. Raif tomó el caldo del fuego e, inclinándose sobre ella, le tocó el brazo.
—Toma. Bebe esto antes de dormirte.
La joven tomó el cuenco que le tendía y lo apretó contra el pecho, dejando que el vapor corriera por su rostro.
—No creo lo que lord Perro dijo sobre lo sucedido en la calzada de Bludd —dijo tras lo que pareció una eternidad—. No creo que mataras a nadie a sangre fría.
Raif asintió, y aunque se dijo que no se sentía mejor por oírle decir aquello, no era exactamente cierto.
No hablaron más, y comieron y bebieron en silencio, con las llamas de la larga fogata danzando ante ellos y la cola de la tormenta lanzando ráfagas de viento para zarandear el refugio. Cendra se quedó dormida mientras su compañero sostenía los últimos restos del caldo en las doloridas y agrietadas manos. El joven la tapó lo mejor que pudo, asegurándose de que ninguna parte de su piel entraba en contacto con la nieve, y luego se acomodó ante el fuego.
No podía dormir. Estaba agotado hasta lo indecible, pero podía ver el cielo nocturno entre las llamas. Una noche sin luna y sin estrellas en pleno invierno; no era la clase de noche que un hombre cuerdo elegiría para estar al aire libre. Entonces, tal vez él no estuviera cuerdo, pues Raif se encontró alzándose de su lugar junto al fuego, para a continuación ponerse los guantes de piel de cabra y las botas de cuero, y abandonar el calor y la sequedad del refugio. Necesitó menos de un minuto para encontrar una piedra verde en forma de cuña de su agrado: serrada y veteada de plomo. Tras quitarle la nieve, penetró en la oscura catedral del bosque. La tormenta había cesado y los animales nocturnos se alimentaban, y él era el vigilante de los muertos.
• • •
El oyente despertó con el siseo de los patines. El corazón le latía como un ganso de las nieves, la vieja boca estaba tan reseca como piel curtida, y sus ojos, en el pasado de un color castaño oscuro y entonces de un tono azulado debido a la ceguera producida por la nieve, tardaron un buen rato en permitirle siquiera la más borrosa contemplación del mundo que lo rodeaba. El cielo por encima del trineo estaba oscuro y lleno de estrellas: la larga noche invernal había comenzado.
Había estado teniendo otra vez aquel viejo sueño, aquel en el que Harannaqua lo guiaba hasta un lugar oscuro donde aguardaban los reyes sull. Lyan Sigueveranos, Thay Dragonnegro y Lann Rompespadas estaban allí, junto con la reina sull Isane Ruñe. «No son mis reyes», se recordó el oyente; sin embargo, lo perseguían igualmente. No estaban muertos, en realidad, pues todavía colgaba carne de sus huesos en ciertos lugares, y se movían como hombres, no como espectros. La sonrisa de Isane había sido hermosa a sus ojos hasta el momento en que sus extendidos labios se separaron para mostrar una boca de dientes sanguinolentos. Lyan Sigueveranos, que había sido en una ocasión el más glorioso y radiante de todos los reyes, había posado una mano despellejada sobre el hombro del oyente y había musitado una única palabra en su oído: «Pronto».
—Nolo —dijo Sadaluk, estremeciéndose al mismo tiempo que se volvía para llamar al hombre que conducía el trineo—. Debemos detenernos y dar la vuelta. Esta no es una buena noche para pedir la bendición del dios que vive bajo el hielo marino.
El rostro tostado del otro no reflejó ni una pizca de sorpresa; tal vez, también él había percibido la maldad. Llamando a su tiro de perros, hizo fuerza sobre los soportes y empezó a describir con el trineo un enorme círculo en redondo sobre el hielo gris pegado a la orilla. Sadaluk, sentado en la parte delantera del vehículo, envuelto en pieles de oso y con un gorro de piel de ardilla, contempló cómo los perros aminoraban la marcha y cambiaban su ruta. Eran perros gordos —Nolo les daba demasiada comida—, pero el oyente se sentía menos inclinado a la crítica entonces que cuando él y Nolo se pusieron en marcha. Los perros sobrealimentados eran señal de buen corazón, y tras las tinieblas de su sueño no solicitado, el anciano apreciaba la bondad de un hombre que amaba a sus perros como si fueran de familia.
El trineo, construido a partir de una escalera de mano que el mar había arrojado a la orilla y de trozos de asta, y sujeto con tendón de foca, se detuvo con un patinazo al finalizar la vuelta. Los perros, enjaezados juntos en una hilera, rompieron la formación y empezaron a mordisquear sus tirantes; sin embargo, puesto que les habían limado el filo de los dientes, no podían hacer otra cosa que succionar y roer.
Nolo se sacó los gruesos guantes de conducir trineos y se encaminó hacia donde el oyente estaba sentado. Se encontraba sin aliento y su pecho se agitaba con violencia.
—¿Te encuentras mal, Sadaluk? Estuviste callado mucho rato.
—Soñaba —respondió el aludido, negando con la cabeza.
Siguió un silencio. Nolo mostraba una expresión culpable, como si hubiera que culpar a su trineo por el sueño, y el oyente no vio motivo para afirmar lo contrario. A lo mejor si el trineo no hubiera corrido con tanta suavidad y quietud, podría haberse mantenido despierto.
—En una ocasión —dijo el anciano—, hace muchas existencias, cuando el invierno duraba muchas estaciones y las Luces de los Dioses ardían rojas, nuestro pueblo tuvo que comerse sus pieles y tiendas para sobrevivir. Se sacrificaron todos los perros. Las madres mataban a sus hijos para librarlos del hambre que los corroía desde el interior, y ancianos como yo marchaban a los hielos marinos para no regresar jamás. Las parejas recién casadas, se encerraban a cal y canto en sus casas de hielo y morían de hambre el uno en brazos del otro.
»Cuando llegaron los vientos cálidos y el hielo marino se rompió, sólo doce quedaban vivos. Un hombre, Harannaqua, que había perdido a su esposa y sus tres hijos, estaba enfurecido con los dioses por no haber enviado un aviso: “Podríamos haber almacenado más comida si lo hubiéramos sabido —exclamaba—. Podríamos haber comido menos al final del verano”.
»Los dioses lo escucharon, pues a pesar de que odian que los hombres de carne y hueso señalen sus defectos, sabían que tenía razón. “A partir de este día existirá una advertencia, Harannaqua-que-ha-perdido-a-cuatro”, —respondieron—. “Te despojaremos de tu cuerpo y nos llevaremos tu alma con nosotros, y cada vez que se aproximen tiempos duros para los tramperos de los hielos te enviaremos para advertirles en sus sueños”. Y así pues, los dioses se lo llevaron y cuidaron de él, y se ocuparon de que pudiera llevar a cabo esta tarea.
El oyente dirigió una aguda mirada a Nolo. Una nube de aliento congelado ocupaba el espacio entre ellos como un tercer hombre.
—Sí, Nolo, el del Trineo Silencioso, hoy soñé con Harannaqua, con él y con cuatro reyes.
El otro asintió despacio, y meditó un largo rato antes de hablar.
—¿Qué debemos hacer, Sadaluk?
—Vigilarnos a nosotros mismos —respondió este haciendo un gesto de impaciencia con la mano—. Ser vigilantes. Alimentar menos a nuestros gordos perros. —Las palabras hicieron enrojecer a Nolo, pero Sadaluk no encontró demasiada satisfacción en la angustia de su joven amigo; estaba asustado y el sueño lo preocupaba, y había hablado movido por el temor y el rencor—. Pon en marcha el trineo.
Hicieron falta muchos latigazos y maldiciones antes de conseguir que los perros volvieran a formar una línea. Nolo tuvo que colocarse un arnés y tirar como si fuera uno de ellos para recordar a los animales lo que debían hacer. Sadaluk se envolvió más en su piel de oso cuando el trineo se puso en marcha con una sacudida.
Cuatro reyes sull. «No son mis reyes», volvió a decirse, como si aquello pudiera conseguir que así fuera. Compartían sangre, pero aquella sangre era antigua, muy antigua, pues la sangre podía diluirse hasta convertirse en agua en el espacio de trece mil años. Ciertamente, los tramperos de los hielos y los sull provenían del mismo lugar situado más allá del mar Nocturno, pero aquello estaba muy perdido en el pasado. Los grandes glaciares habían retrocedido, los desiertos se habían cocido hasta cristalizar y montañas de hierro se habían elevado de semillas de roca y piedra. Todo eso y más había sucedido desde la época en que aquellas gentes y los tramperos de los hielos se consideraban emparentados. ¿Por qué, pues, debían verse unidos aún sus destinos?
El oyente contempló las estrellas, la nieve y el reluciente paisaje azulado del hielo marino con el entrecejo fruncido. ¿Dónde estaban los jinetes de la Lejanía? Hacía dos lunas que se había enviado un cuervo; ya deberían estar allí.
Era el destino de aquel pueblo el que se dilucidaba, y no, el de él.
—Azota los perros, Nolo. ¡Azótalos!
El anciano intentó dejar a un lado sus sueños mientras contemplaba cómo el otro castigaba a su tiro. Eloko había prometido mostrarle el tercer uso secreto de la grasa de ballena a su regreso y había colocado su puchero de piedra a calentar sobre la lámpara ya mientras él y Nolo cargaban el trineo. A Sadaluk le habían gustado mucho los dos primeros usos secretos, y no podía pensar en nada más agradable que verse iniciado en el tercero. Sin embargo, en el mismo instante en que intentaba conjurar el rostro amplio y suave de Eloko en su mente, fue el rostro de otro el que apareció.
Thay Dragonnegro, el Rey de la Noche, lo contempló con ojos que tenían el azul perfecto de los sull: oscuros como el cielo de medianoche y con vetas color hielo. Tiras de carne colgaban de sus mejillas, y el oyente pudo ver blancas estrías de hueso debajo. Cabalgaba sobre un caballo que estaba todo hecho de sombras, una bestia oscura formada de músculo y aceite negro, que se estremecía a cada contacto de la mano de su jinete. Thay Dragonnegro tiró de las riendas, y la bestia abrió la boca, dejando al descubierto un bocado de acero afilado. El Rey de la Noche sonrió igual que Isane Ruñe antes que él.
Pronto —siseó—. Nuestros milanos apenas acaban de transcurrir.
Por primera vez en sus cien años de vida, el oyente no supo si soñaba o estaba totalmente despierto.