Effie permaneció despierta hasta que le dolieron los ojos, pero seguía sin haber señales de Drey. Anwyn Ave había jurado que este regresaría de Ganmiddich ese día, pero ya era pasada la medianoche y la casa comunal estaba oscura y llena de crujidos, y Bitty Shank estaba corriendo la barra de hierro a lo largo de la puerta principal y asegurando la piedra corredera en su puesto.

—¡Eh!, pequeña, deberías irte a la cama. La tormenta ha retrasado a Drey, eso es todo. Estará aquí por la mañana, lo prometo. —Bitty Shank ató una soga engrasada tan gruesa como su muñeca alrededor de los garfios de cobre profundamente hundidos en la sillería a ambos lados de la puerta—. Yo mismo hablé con él hace sólo diez días. Dijo que en cuanto el caudillo Cámbaro reclamara esa alta casa comunal suya de color verde, él regresaría a restregarte la cara y tirarte de los cabellos.

Muy a pesar suyo, la niña sonrió. Bitty Shank era divertido, y como todos los Shank, tenía un brillante rostro rojizo y cabellos claros. Y quería a Drey. Todos los miembros de su familia querían a Drey.

Terminada la tarea de precintar la enorme puerta de la casa comunal, el joven se volvió para mirar a Effie, que estaba sentada al pie de las escaleras. Bitty era el segundo más joven de los chicos Shank, un mesnadero desde hacía dos inviernos, que había perdido un oído por culpa de una espada Bludd, y la punta de dos dedos, debido a la congelación. Sus cabellos rubios empezaban a escasear, si bien él juraba que desde que había perdido la oreja este había empezado a volver a crecer por su cuenta. Effie no lo veía así, pero jamás ofrecía opiniones que no le habían pedido.

—Así pues, ¿le gustaría a mi señora que la escoltara hasta su habitación? —Bitty hizo una floritura en el aire con el brazo y luego realizó una reverencia con exagerada elegancia—. Aunque me esté mal decido, tengo una espada forjada para proteger doncellas y la clase de andares que hacen huir a las ratas.

La chiquilla rio por lo bajo. Una parte de ella se sentía mal por hacerlo, pero el joven era tan divertido y ella se sentía tan atenazada por la preocupación y el miedo que la reacción casi se le escapó por sí sola, igual que una flatulencia. Aquel pensamiento hizo que Effie riera aún más. Durante todo ese tiempo, Bitty permaneció junto a la puerta, sonriendo y por fin riendo a carcajadas. Era agradable reír. Desterraba la ceguera durante un rato.

—Vamos, pequeña. Será mejor que te lleve a la cama antes de que despiertes a Anwyn y consigas que nos sangre con el cucharón y azote con la tetera.

Effie no creía que existiera tal cosa como sangrar con un cucharón, y sabía a ciencia cierta que todas las risas del mundo en el vestíbulo de entrada no conseguirían despertar a Anwyn, pues la voluminosa matrona dormía en la habitación donde se guardaba la caza, en la parte posterior del edificio, custodiando sus piezas de carne. No obstante, dejó de reír y se puso en pie. Bitty Shank era un mesnadero, herido en batalla, y merecía su respeto.

El joven extendió la mano sana para que ella la tomara, pero la niña hizo caso omiso y le cogió la que había sido afectada por la congelación. Effie Sevrance no era quisquillosa. Los dos muñones, con su reluciente piel rosada y suaves extremos sin uñas, eran algo que provocaba su asombro. Bitty, en un principio turbado y luego complacido con su interés, demostró su variedad de movimientos mientras la conducía escaleras abajo.

—Mira —dijo deteniéndose cuando llevaban recorrida una tercera parte de la escalera para agitar los dedos a la luz de una antorcha encendida—. Todavía puedo sujetar una espada corta y tensar un arco.

La niña asintió muy seria. Ella era del clan y sabía que no importaba lo despreocupada que sonara la voz de su compañero; nada era más importante para este.

Bitty era uno entre una docena de mesnaderos y miembros juramentados del clan que se ocupaban de cuidar de la hermana pequeña de Drey Sevrance mientras este estaba lejos de casa. Effie sabía lo que hacían y adivinaba que Drey le pedía a todo aquel que cabalgaba con él que estuviera pendiente de ella cuando él se marchaba. Desde luego, creían que eran tan listos como sólo podían serlo los adultos, apañándoselas siempre para tropezarse con ella a altas horas de la noche, cuando hacía rato que debería haberse acostado, o echarle una ojeada cuando creían que dormía. En ocasiones, incluso, dormían frente a su puerta y afirmaban que había sido una borrachera la culpable de que hubieran perdido el sentido allí en ese momento.

La parte orgullosa de la niña sabía que debería ofenderse por ello; entonces ya era casi una mujer, con sus ocho años cumplidos, y desde luego no necesitaba que ningún viejo miembro del clan cuidara de ella. Pero desde que había perdido su amuleto, sólo la visión de hombres como Bitty, Corbie Méese, Rory Cleet y Granmazo podía hacer que se sintiera a salvo en su interior.

Estaba ciega sin su amuleto; ciega.

Nadie lo había visto ni sabía dónde estaba. Anwyn Ave había ordenado a algunos de los niños de más edad que registraran la casa comunal desde la celda húmeda al palomar. Raina Granizo Negro se había dirigido al clan y había ordenado a la persona que lo hubiera cogido que lo dejara caer frente a su puerta; no se harían preguntas. Incluso Inigar Corcovado se había dejado caer a cuatro patas y había rastrillado las cenizas, el polvo de roca y la gravilla que se había acumulado en el suelo de la casa-guía. Perder el amuleto significaba mala suerte de la peor especie. Effie lo sabía. Inigar lo sabía, y era por eso por lo que cuando el guía no encontró nada la primera vez que buscó, dio la vuelta y volvió a buscar.

El problema era que la niña no había sabido lo mucho que dependía del pequeño pedazo de granito en forma de oreja hasta que este desapareció. Siempre que se había sentido preocupada o asustada, había alzado la mano y había acariciado su amuleto. La piedra no siempre le había mostrado cosas —no cosas concretas, no cosas que ella pudiera entender—, pero siempre le había hecho sentir algo. En el pasado, cuando Drey regresaba con retraso de sus exploraciones o ataques, todo lo que ella tenía que hacer era apretar el amuleto en su puño y pensar en él. Si la piedra no empujaba, significaba que el muchacho estaba bien. Las cosas malas sólo sucedían con su conocimiento…, como lo de su padre, como lo de Raina, como lo de Cutty Verdín; pero entonces las cosas malas podían suceder y ella no se enteraría.

Tres fuertes golpes sordos interrumpieron los pensamientos de Effie.

—¡Abrid! ¡Abrid! ¡Hay miembros del clan heridos! —Era la llamada de los grupos de combate que regresaban.

Effie miró a su compañero, y en un santiamén, el rubio mesnadero ya la había agarrado por la cintura y se la había echado a la espalda. Por primera vez en su vida, la niña vio de cerca el techo que había sobre la escalera. Crecía moho verde y gris allí, en los trozos blandos que había entre las piedras.

—¡Drey y los once que fueron a Ganmiddich han regresado! —gritaba Bitty mientras corría escaleras arriba, con Effie rebotando como una piel de animal sobre sus hombros—. ¡Han vuelto! ¡Han vuelto!

Effie no estaba segura sobre lo que sentía respecto a las alturas, pero en aquel momento supuso que no le habría importado si toda la familia Shank se hubiera colocado hombro sobre hombro y la hubieran columpiado justo en lo más alto. Drey había regresado. Drey.

El griterío en la puerta despertó a la casa comunal, y todos aquellos miembros del clan que habían aguardado con Effie gran parte de la noche pero habían acabado dándose por vencidos y se había marchado a dormir antes que ella, de repente, penetraron en tropel en el vestíbulo. La chiquilla apenas prestó atención a la corriente humana que descendía de la Gran Lumbre, con sus armaduras de cuero y metal traqueteando sueltas contra sus pechos, ni a la milagrosa aparición de Anwyn Ave, que de improviso se hallaba allí, en lo alto de las escaleras, con una bandeja de pan frito en las manos y un tonel de cerveza calentada ante la chimenea a sus pies.

La mente de la niña estaba puesta en la puerta. Bitty la había colocado en el suelo de pie, y luego le asignó la tarea más importante: desatar las tiras de soga que aseguraban la barra en su soporte de hierro. El corazón de Effie se hinchó de orgullo, ayudaba a un mesnadero a abrir la puerta. Incluso cuando Orwin Shank, el padre de Bitty, fue a ayudar con la piedra corredera, Bitty hizo espacio para que la mano de la niña se posara sobre esta, y, juntos, los tres arrastraron el cuarto de tonelada de peso de piedra arenisca sobre sus engrasados carriles a lo largo del suelo.

A continuación, se levantó la barra, y la puerta se abrió de par en par, mostrando su cara exterior encerada y tachonada de metal al interior del vestíbulo, y allí, de pie en el umbral, como dioses oscuros, con los cuerpos humeando, la armadura de hierro azul por culpa de la escarcha y los rostros cubiertos de barro con expresiones torvas, se encontraban los primeros miembros del grupo de once que había ido a Ganmiddich. Eran los hombres que habían guardado la casa comunal Ganmiddich mientras Maza Granizo Negro iba a tratar con el jefe Cámbaro en el territorio Croser. Entonces Cámbaro había jurado lealtad a los Granizo Negro y acababa de regresar a su casa comunal, y Drey y los once estaban de vuelta.

Como todos en el clan, Effie había escuchado el relato de cómo habían cogido a Raif en la torre, aunque este había escapado esa misma noche hiriendo a Drey tan profundamente con la propia espada de Drey que la hemorragia había persistido durante dos días. Pero la chiquilla no malgastó ni un instante en creerlo. No necesitaba el amuleto para saber que Raif jamás levantaría una mano contra Drey; jamás.

Corbie Méese fue el primero en cruzar la puerta, y Effie le gritó: «¿Dónde está Drey?». Pero su voz era débil y los ojos del guerrero estaban puestos en su esposa, Sarolyn, que estaba embarazada y demasiado pálida para el gusto de Anwyn y Raina, y el enorme macero de cabeza mellada se abrió paso junto a Effie sin bajar la mirada ni una sola vez. Mull Shank fue el siguiente, y la niña quiso hacerle su pregunta, pero Orwin Shank se colocó justo enfrente de ella, envolviendo a su hijo mayor en un abrazo tan brutal que casi pareció como si pelearan.

La chiquilla salió al gélido exterior. Divisó a Cleg Trotter, hijo del colono Paille Trotter, y se encaminó hacia él, aclarándose la garganta. Cuerpos que olían a caballos, cuero y escarcha chocaron contra ella, apartándola a un lado, y luego hacia atrás. Perdió de vista a Cleg Trotter, y cuando volvió a verlo, su padre le pasaba el brazo por los hombros, y los dos hombretones, grandes como osos, conversaban con las cabezas juntas, y no había sitio para que se colara entre ellos una niña de ocho años.

A su alrededor, hombres y mujeres del clan salían en tropel al patio. Caía una ligera nevada, y aparte de la cuña de luz anaranjada que se derramaba desde el umbral, todo estaba tan oscuro como podía estarlo una noche. El ruido de risas y susurros privados inundó los oídos de Effie; promesas amorosas, de pociones especiales para aliviar los sabañones y de comidas predilectas calentándose en la lumbre. A ambos lados de ella, los cuerpos se juntaban con violencia, y lodo y hielo procedente de botas y extremos de capas caían al suelo en forma de gruesos terrones. Los caballos agitaban las cabezas y resoplaban lanzando chorros de vapor blanco al aire. Se acercaron hombres procedentes de los establos para ocuparse de las monturas, y muy pronto resultó imposible distinguir a los once que habían vuelto de Ganmiddich de cualquiera de las docenas de guerreros que habían invadido el patio.

—¿Drey? —preguntaba Effie una y otra vez—. ¿Drey? —Nadie la oía o, si lo hacían, no tardaban en olvidarla cuando un ser amado aparecía ante sus ojos.

La niña se alejó cada vez más de la casa comunal. Más allá distinguió a un guerrero solo, ocupándose de un caballo. Era lo bastante alto como para ser su hermano… Resultaba tan difícil averiguarlo en la oscuridad. Tiritando, se encaminó hacia él, pero cuando se encontró lo bastante cerca como para ver su rostro, supo que no se trataba de Drey. Iba vestido con el cuero color gris y el fieltro de ante de los Bannen, y llevaba las trenzas muy pegadas a la cabeza. Temblando, la chiquilla cambió de rumbo. Ni siquiera era un miembro de los Granizo Negro, y no sabría siquiera quién era Drey.

El frío se fue apoderando de Effie poco a poco, elevándose desde sus pies como el agua de una marea. Cruzando las manos sobre la caja torácica, miró más allá del pastizal, y el corazón le dio un vuelco en el pecho. Allí. En la ladera, una sombra se movía entre las sombras, una figura del tamaño de un hombre que montaba guardia. Drey.

Echó a correr. El aire helado rugió contra sus mejillas mientras trepaba por un terreno que la helada había vuelto duro como una piedra, y su respiración surgía entrecortada; el pecho estaba demasiado tirante para aspirar profundamente. La figura aguardó, y siguió aguardando. Tenía que ser Drey.

Cuando llegó al pie de la ladera, la figura se estremeció, y de improviso la niña se dio cuenta de que iba vestida de blanco.

—¿Drey? —inquirió deteniéndose.

Incluso a sus propios oídos su voz sonó débil e indecisa. En respuesta, el viento transportó el olor a resina a su nariz, y con un helado sobresalto comprendió su error. La figura no era un hombre; se trataba de un fantasma de la nieve, un pino joven totalmente cubierto con la nieve caída.

«Debería haberlo sabido —se reprendió con dureza—. Cualquier idiota puede ver la diferencia entre un fantasma de la nieve y un hombre adulto».

La nevada figura se balanceó y crujió impelida por el viento mientras sus ramas medias parecían hacerle obscenas indicaciones para que se acercara. Effie sintió cómo diminutos pinchazos de miedo tensaban la piel que rodeaba su rostro. Rápidamente se dio la vuelta…, y vio lo lejos que había llegado.

La casa comunal era una monstruosa cúpula negra que se recortaba contra un cielo oscuro como el carbón, y el cuadrado de luz naranja que indicaba la puerta no era más grande que un punto desde donde estaba ella. Mientras permanecía allí, inmóvil, y observaba, la luz se redujo a una fina línea, para a continuación desaparecer por completo. Cerrada. Los latidos de la niña se incrementaron. Deliberadamente mantuvo la mirada fija en la casa comunal, buscando con los ojos la masa del establo y más luz. Pero las puertas de las cuadras miraban en dirección a la casa comunal, no hacia terreno abierto, y todo lo que vio fue una pálida aureola de luz que brillaba alrededor de la entrada.

Effie empezó a andar hacia allí. Intentaba no mirar las oscuras curvas de la casa comunal ni al terreno que se extendía en todas direcciones alrededor de esta, pero resultaba difícil, pues no había muros que impidiesen la vista. La sombras la rodeaban; no eran sombras pequeñas, sombras de personas, sino sombras de las laderas y colinas, y de enormes masas oscuras de árboles. Y hacía frío; hacía tanto frío.

—¡Ah!

La niña inspiró con fuerza cuando algo le golpeó la mejilla, y saltó a un lado, escudriñando la oscuridad en busca de monstruos. Su mente conjuró enormes gusanos grises del tamaño de hombres, con dientes como púas de cristal y extremidades hechas de la misma sustancia húmeda que había en los ojos. Pero lo que vio fue una delgada rama de abedul que ascendía desde la nieve, con una banderola de fieltro rojo ondeando en la punta. Era uno de los postes de pastoreo de Cabeza-luenga; una vez que la nieve alcanzaba cierto grosor era el único modo de saber dónde finalizaba el pastizal y empezaba el patio.

Estremecida, Effie prosiguió el camino.

Apenas escuchó las primeras pisadas. La fina película de luz que indicaba la posición del establo se iba difuminando, y toda la atención de la chiquilla estaba puesta en ella. No podían haber cerrado las puertas de los establos también. Aún no. El pánico se arremolinó como espesa niebla en su cabeza. ¿Conseguiría llegar antes de que cerraran las puertas si corría? ¿Y si se caía en la nieve? ¿Y si había cosas ocultas bajo la nieve, raíces de árboles que se enroscaran alrededor de sus tobillos y la atraparan? Su corazón latía a tal velocidad que transcurrieron muchos segundos antes de que comprendiera que los apagados crujidos que no dejaba de escuchar en medio de sus pasos no eran el sonido de su sangre corriendo enloquecida por sus venas.

Poco a poco, se fue dando cuenta de lo que era. Alguien andaba detrás de ella. Toda la piel del rostro que la pequeña tenía al descubierto se heló. No era Drey, pues él no haría nada para asustarla. No; se trataba de un monstruo, o de un encapuchado, o de Maza Granizo Negro, que había venido a…

Crac, crac, crac. Las pisadas aumentaron la velocidad. Effie miró al frente, en dirección a la casa comunal, pero entonces la luz del establo se había extinguido y ya no tenía ningún lugar al que dirigirse. Con un gritito, echó a correr.

Crac, crac, crac. Las pisadas estaban justo detrás de ella, y la niña imaginó un monstruo vestido con las ropas de un encapuchado, con raíces de árbol por dedos y los ojos amarillos de Maza Granizo Negro. Corrió más deprisa; cada vez más deprisa.

Tenía nieve por todas partes: en los cabellos, en el vestido, en las betas. Notaba el ardiente aliento del monstruo en su cuero cabelludo, y los pasos de este lo bastante cerca como para ser los suyos propios. Effie se sentía mareada por el miedo, y ya no le importaba por dónde corría. Escuchó cómo las pisadas alteraban su ritmo, y luego una mano tiró con furia de sus cabellos. Un dolor llameante estalló en la cabeza de la chiquilla. La noche se tornó día y luego volvió a ser noche al mismo tiempo que sentía cómo tiraban de ella para arrojarla a la nieve. De improviso, ya no supo si estaba de pie o en el suelo. La cabeza le dolía terriblemente.

—… te enseñaré, pequeña zorra. Correr gritando hasta la casa comunal…

Effie tardó un instante en darse cuenta de que el monstruo hablaba… con la misma voz de un miembro del clan. Retorció la cabeza a un lado y se encontró cara a cara con Cutty Verdín. No era un monstruo, tan sólo un miembro del clan con un ojo azul y el otro color avellana.

—Zorra.

Ella intentó desasirse, pero él había arrollado un grueso mechón de sus cabellos alrededor de su muñeca y sujetaba aquel trozo de pelo con todas sus fuerzas. Al notar que la niña se resistía, dio un tirón hacia atrás. El dolor hizo que puntos de luz blanca bailaran ante los ojos de la criatura.

—¿Ahora no llevas tu pequeña piedra de bruja, eh? —Cutty Verdín se palmeó la garganta, y aunque la visión de Effie era borrosa, veía lo suficiente como para darse cuenta de que el cordón que partía de ella era exactamente el mismo bramante trenzado a la inversa que ella había tejido para sujetar el amuleto—. ¿Esto no lo viste venir, verdad?

La chiquilla no se movió. Los labios de Cutty estaban mojados de saliva; sus ojos eran dos piedras grasientas que relucían en su rostro. Los lazos que sujetaban sus trenzas se habían soltado, y sus cabellos ondeaban sin trabas alrededor de la cara en asquerosos rizos. El hombre sacó un cuchillo con toda tranquilidad.

—Me parece que un encapuchado va a acabar contigo. Aquí mismo, en la nieve. —Acuchilló la blanca superficie con la punta.

Veloz como un rayo, la hoja fue a parar junto a la garganta de la niña. Effie vio la estela de luz azul que dibujó en el aire, sintió un leve soplo sobre su piel y, luego, algo cálido mordió músculo en el cuello. No sintió dolor, sólo un pinchazo; después un calorcillo. Se echó hacia atrás violentamente, apartando la cabeza del arma, y Cutty lanzó un juramento. Tirando con fuerza de los cabellos de su presa, volvió a arrojarla violentamente sobre la nieve. Effie olió el agrio dulzor de su aliento y el hedor a orina y a hombre de las ropas. Un líquido caliente discurrió por su garganta. Asustada más por el líquido y lo que significaba que por Cutty Verdín, se retorció y forcejeó contra el hombre, pateando y lanzando al aire nubes de nieve.

—Bruja Sevrance.

Cutty Verdín siguió atacándola con el cuchillo, y la niña sintió cómo la punta penetraba en su mejilla, en su brazo, en su pecho. Por todas partes, corría sangre caliente, deslizándose sobre sus dientes y el blanco de sus ojos; pero ella siguió debatiéndose. No quería ni pensar en lo que podría suceder si paraba.

El hombre cambió de posición el cuchillo, de modo que entonces lo sujetaba sólo con un dedo y el pulgar, y a continuación le abofeteó el rostro con el resto de la mano.

—¡Zorra!

En ese instante los pies de Effie encontraron tierra firme bajo la nieve, y bajando con fuerza las manos contra la apelmazada superficie blanca, dio un salto al aire. Por un asombroso momento, la niña pensó que el cabello iría con ella, pues Cutty había estado tan concentrado en golpearla que había aflojado la mano que sujetaba sus rizos. La chiquilla notó cómo sus cabellos se desenrollaban de la muñeca como lana de un ovillo, pero entonces él volvió a tirar, y ella se revolvió esa vez, arrojando todo el peso de su cuerpo en dirección opuesta. El dolor fue como si un millar de cuchillas al rojo se hundieran en su cuero cabelludo, y su piel se desgarró con un húmedo chupeteo que recordó el producido por la piel de un pollo al ser arrancada. Perdió el sentido de la visión, pero no el del equilibrio. Perdió todo sentido de la orientación, pero no la determinación.

Con la sangre fluyendo a chorros por su cuero cabelludo, echó a correr. Y corrió, y corrió.

Cutty se hallaba sólo unos segundos detrás de ella, pero la niña era más ligera en la nieve que él y ardía presa de terror animal. Lo oyó maldecir e intentar agarrarla, pero entonces tenía el instinto de mantenerse sobre nieve espesa, donde ella podía correr y él se hundía. No se le ocurrió gritar; gritar no era algo que Effie Sevrance hiciera, y necesitaba todo su aliento para correr y pensar.

En dos ocasiones, sintió cómo las manos de su perseguidor atrapaban sus cabellos y ropas, pero en ambas fue despiadada con cabellos y tela, y lo ayudó a arrancar ambas cosas tirando con fuerza para desasirse. La cabeza le ardía; la carne viva le escocía, expuesta a un aire tan helado que era capaz de congelar el aliento. Las heridas de otras partes del cuerpo apenas importaban; la sangre que rezumaba de los cortes calentaba su piel.

Al dar la vuelta a la esquina más exterior del establo, vio una figura que surgía de las sombras. Antes incluso de que sus ojos pudieran enfocarla con claridad, una parte situada en las profundidades de su cerebro respondió a la forma de la figura: el pecho hundido, los hombros huesudos, la prominente mandíbula masculina, era Nellie Verdín. La encargada de las antorchas corrió hacia ella, gritando palabras en algún grosero idioma maternal a su hijo. Effie comprendió pocas palabras, pero sintió la sensación de rabia de la mujer hacia un hijo que no había conseguido llevar a cabo la tarea encomendada con rapidez y sin demasiado alboroto.

Effie se mantuvo bien alejada de Nellie Verdín y sus codiciosos dedos ennegrecidos por la brea, teniendo buen cuidado de permanecer sobre nieve espesa. Mientras echaba una ojeada al paisaje de sombras y espacios abiertos, un escalofrío de reconocimiento recorrió su columna; ella conocía los contornos de aquellas coníferas y el montículo de tierra amontonado situado tras ellos. Los reconoció, y de repente la oscuridad tomó sentido. Hundiendo con más ímpetu los talones en la nieve, cambió de rumbo, pues entonces tenía un lugar al que correr.

Nellie Verdín pesaba menos que su hijo, y la niña escuchó cómo ganaba terreno. Una mano intentó aferrar el cuello de sus ropas, pero los cabellos y el vestido de la chiquilla estaban resbaladizos debido a la sangre, y le resultó fácil alejarse de una mano que no había llegado a cerrarse. Demasiado agotada para sentir alivio, siguió corriendo. Las piernas se debilitaban bajo su peso, y empezaba a resultar difícil pensar. Estaba tan cansada… Los párpados le pesaban como piedras… Sabía que tenía que correr…, pero le costaba tanto pensar…

Los aullidos y el estrépito de los podencos de Shank se abrieron paso por entre los nebulosos pensamientos de Effie como una luz a través de una tempestad. Sacudiéndose, vio la pequeña perrera justo al frente. Los perros sabían que venía. Lo sabían, y la guiaban a casa.

Las lágrimas inundaron los ojos de la niña. Escuchó el ronco retumbo bajo de Hocico Negro, los aullidos excitados de Cally y Colmillos, la furia de Cat, el rugido sordo de Viejo Pulgoso y el gruñido espeluznante de Lady Abeja… Lady Abeja, que creía que Effie era uno de sus cachorros.

A su espalda, Effie oyó cómo Nellie Verdín y su hijo vacilaban. El ritmo de sus pasos flaqueó, y se intercambiaron frases enojadas. La mujer llamó a su hijo cosas repugnantes. La niña intentó no escucharlas, pero el viento las condujo directamente a sus oídos, y escocían como el aire más gélido en plena noche. Hocico Negro empezó a aullar con furia, y de improviso ya no pudo escuchar a la madre y al hijo. Las pisadas se aceleraron, y dos pares de manos intentaron agarrar su vestido y sus cabellos.

Los podencos chillaron y gimieron como dementes atrapados en una casa en llamas. La tabla de la puerta de la perrera pequeña traqueteó y se deformó cuando el peso de los seis perros chocó contra ella. Lágrimas y sangre corrían en rosados riachuelos por el rostro de Effie mientras unas manos la derribaban sobre la nieve. Sintió el sabor del hielo en la boca cuando Nellie Verdín empezó a arrastrarla hacia atrás. La puerta estaba tan cerca que la chiquilla veía el grano del duramen y el óxido anaranjado del pestillo. Si tan sólo pudiera conseguir que su brazo funcionara bien…, si al menos no le doliera tanto. Había un agujero en la parte superior de su hombro, un hoyo rojo oscuro allí donde Cutty Verdín había hundido su cuchillo.

Lanzó el brazo inútil hacia la puerta, y el dolor provocó que sus dientes se le cerraran sobre la lengua. Las manos de la mujer sujetaban su cintura, tirando, tirando. La mano de Effie resbaló por las tablas, y sus dedos se engancharon en el pestillo. Cutty Verdín la sujetó por los muslos. La niña cerró con más fuerza los dedos alrededor del pestillo, y mientras el hombre arrastraba su cuerpo por la nieve, la barra de metal saltó del soporte.

Y empezó la noche de los perros.

Bestias oscuras surgieron como un estallido de la perrera, como lustrosas figuras de pesadilla, todo ellas hocico, dientes y cuello. Sus gruñidos estremecieron el aire como truenos, erizando los cabellos de la espalda y cuello de Effie. La pequeña escuchó alaridos terribles, espantosos, y la palabra no alargándose durante segundos, hasta que dejó de tener sentido y se convirtió en el sonido del terror en estado puro. Un cuello se partió con el húmedo crujido de un tronco podrido, unos dedos arañaron la nieve, algo se desgarró con un sonido que recordaba a una cosa que se retorcía y deformaba, y luego Effie ya no supo nada más.

Más tarde, cuando todo terminó, Corbie Méese y otros la encontraron tumbada en el centro de un campo de batalla lleno de sangre, huesos, vísceras y cabellos humanos, protegida por un círculo de perros. Los animales le habían limpiado la sangre con la lengua y mantenían caliente su cuerpo herido apretando sus vientres contra él. Tuvieron que despertar a Orwin Shank que dormía en la Gran Lumbre, ya que los perros no la entregarían a nadie que no fuera él, pero no fue hasta muchas horas después que se escuchó susurrar por primera vez la palabra bruja.