Raif dejó que la furia se apoderara de él, y transcurrieron las horas mientras seguía forcejeando en la oscuridad de su celda. Cuando su hombro derecho se convirtió en una masa ensangrentada y magullada, empezó a golpear la puerta con el izquierdo. Al ver que la puerta se mantenía firme, y que la barra o los cerrojos que la inmovilizaban en el otro lado no se partían o saltaban de sus sujeciones, se encaramó al banco y empezó a asestar puñetazos a la reja de hierro. Las barras de la rejilla eran gruesas como brazos y estaban encajadas profundamente en agujeros hechos con escoplos y rellenos de cal quemada: no se movieron un ápice bajo su bombardeo.
Gritó hasta quedarse ronco, pero no vino nadie para que pudiera matarlo. Se abalanzó contra los muros, luego los pateó, y cuando aquello no funcionó, arañó la verde piedra de río con las manos desnudas. La sangre manaba de debajo de sus uñas, corriendo por las palmas para gotear desde las muñecas al río que corría a sus pies. El sudor hizo que le escocieran los ojos y convirtió las ropas de su espalda en vendajes empapados llenos de sal. Quería que alguien viniera…, cualquier persona. El deseo de matar lo dominaba, e imaginó que golpeaba guerreros Bludd contra las paredes de piedra hasta dejarlos inconscientes, para a continuación usar sus espadas para extraerles los corazones. «Vigilante de los muertos», le llamaban. Pues bien, que vinieran y vieran por sí mismos con qué rapidez podía acabar con una vida.
Transcurrieron las horas y seguía hecho una furia. Terribles estremecimientos lo sacudían, haciendo que sus piernas se doblaran exhaustas y sus ojos vieran cosas que no podían estar allí. Tem se encontraba en la celda con él, tumbado sobre el banco de piedra, con los brazos carbonizados, y la boca abierta y llena de gusanos. Cuando Raif volvió a mirar era su madre quien estaba allí, con la carne toda amarillenta y fláccida, y los ojos cerrados herméticamente con pasta de azufre. Pronto sus piernas ya no pudieron sostenerlo, y se dejó caer en el agua y empezó a agujerear la podrida argamasa con su amuleto. Cendra era todo lo que importaba; llegar hasta Cendra.
Nebulosamente, en algún recóndito lugar de su mente que todavía podía mirar más allá, sabía que la mejor línea de conducta sería mantenerse quieto hasta la mañana, aguardar a que un hombre de Bludd entrara en la celda —con una mano ocupada con el cerrojo, la otra sosteniendo un odre de agua y un cuenco de avena remojada— y capturarlo cuando entrara. Aplastarle la puerta contra el rostro, coger su arma y salir huyendo. Sin embargo, la idea de no hacer nada hasta la mañana resultaba impensable. De algún modo, todo estaba relacionado con Drey… No podía romper otro juramento.
A medida que la noche transcurría, se esforzó por no dormir. Su mente erraba unos segundos de vez en cuando, haciendo que pestañeara en la oscuridad, aferrado a su amuleto, y llegó un momento en que su cuello ya no pudo soportar el peso de la cabeza y apoyó la barbilla en el pecho mientras trabajaba. Sus ojos se cerraron, pero continuó clavando dedos ensangrentados en la piedra, utilizando el dolor para mantenerse despierto.
Finalmente, el dolor dejó de sentirse, y la línea que separa el estado de vigilia del sueño empezó a desvanecerse. Perdió segundos, luego minutos, después horas; sin dejar de luchar contra ello, se durmió.
Unos sonidos metálicos, como el ruido de espadas de madera de adiestramiento golpeando entre sí, ocuparon sus sueños. Vio a Shor Gormalin intercambiando estocadas con Banron Lye en el patio, hombres muertos enfrentados en un duelo a espadas. ¡Clac! ¡Clac! ¡Clac!
El muchacho se dio la vuelta en sueños. El ruido metálico lo siguió, sólo que entonces sonaba diferente, más fuerte, más agudo, como metal chocando con metal. Alguien chilló. Se escuchó el retumbo de pasos en la distancia. Gimotearon perros, sus gritos creciendo en volumen y desesperación, hasta que dejaron de sonar como algo criado por el hombre y aullaron como lobos.
Un poderoso estampido estremeció la torre. El brazo derecho de Raif resbaló del banco de piedra y fue a caer en el agua del suelo. El joven abrió los ojos. La pálida luz del amanecer invernal llenaba la celda como humo gris, y algo rojo y sanguinolento se hallaba justo frente a su rostro, algo que el muchacho contempló con fijeza durante un buen rato, antes de darse cuenta de que se trataba de su propia mano izquierda. Mientras sacaba la derecha del agua, escuchó una andanada de órdenes dadas a gritos, y el metal de las espadas tintineó contra la piedra. Se acercaron unos pasos. Una respiración estalló con un violento siseo, y algo, con toda probabilidad un cuerpo, cayó con el golpe sordo de una alfombra arrollada al volcarse sobre el suelo.
Al mismo tiempo que Raif se erguía con un esfuerzo, la puerta de la celda se abrió de golpe.
El metal de una hoja afilada relució como hielo cortado. Un puño, enguantado de negro, sostenía una espada lastrada con plomo cerca de un pecho acorazado con acero plateado, y un rostro, oculto bajo un yelmo en forma de espino de hierro ennegrecido con ácido, surgió de la oscuridad de detrás de la puerta.
«Granizo Negro». El orgullo aguijoneó el corazón de Raif. Su clan había recuperado Ganmiddich.
—En pie.
El joven se quedó helado, y su orgullo se esfumó con la misma rapidez que un aliento expulsado. La voz que sonaba tras el yelmo de espino le era conocida.
—Sácate el casco.
La figura negó con la cabeza, y unos ojos centellearon con frialdad bajo una malla de espinas de hierro. Alcanzó la punta de la espalda.
—Ponte en pie —ordenó.
Raif obedeció y miró a la figura de la puerta. Él temblaba, pero no así el hombre del yelmo, y la mano que empuñaba la espada era firme como una roca. El pecho bajo la armadura ascendía y descendía con una respiración potente y regular.
—¿Drey?
La figura se quedó rígida.
—Hermano.
Fue casi, aunque no del todo, una pregunta. En la figura que tenía delante apenas se reconocía a Drey; su voz era más profunda, las espaldas más amplias. Incluso los atavíos eran diferentes. Vestido para la guerra con acero templado y prendas de cuero negro, Drey se había despojado de las toscas ropas de segunda mano que constituían el equipo de mesnaderos e hijos del clan, y todas sus ropas eran nuevas.
—No somos hermanos, tú y yo. La sangre cesó de fluir entre nosotros el día en que rompiste tu juramento.
Raif controló los músculos de su rostro, pero en el interior la frialdad que sentía en el pecho se contrajo hasta convertirse en un único punto rígido. Drey no estaba allí para salvarlo. Fue un pensamiento infantil, una repentina comprensión de que aquellos en quienes confiabas podían hacerte daño, y el joven sintió el mismo desagradable sobresalto que si su hermano le hubiera abofeteado el rostro. Sabía que no debía sentirse sorprendido, pero el hábito de la lealtad de Drey estaba profundamente arraigado en él; su hermano siempre estaba allí para sacarlo de apuros, para ocultar rodillas ensangrentadas a los ojos de Tem y arbolillos jóvenes partidos a los de Cabezaluenga, y para respaldar cuentos increíbles sobre osos que volaban por encima del hielo quebradizo y sobre un solitario alce que pisoteaba tiendas. Drey siempre aguardaba.
Entrechocaron espadas en la habitación superior, y el techo se estremeció cuando algo pesado y metálico, como un quemador de carbón o un armero, se estrelló contra el suelo. Drey se adelantó, acuchillando el aire situado junto a la garganta de Raif con su espada.
—¡Muévete!
El muchacho maldijo el gesto instintivo que le hizo pestañear, y fijando la mirada en la parte que resultaba visible de los ojos de su hermano a través del yelmo de espino, rodeó el arma.
—Escaleras arriba. Un paso por delante de mí, no más.
Raif ascendió la escalera de caracol en silencio. La luz le hirió los ojos, y el aire fresco y los nuevos sonidos provocaron que la cabeza le diera vueltas. Dio un traspiés en una ocasión y tuvo que apoyar una mano en la pared para sostenerse. La espada de Drey le hizo brotar sangre de la parte central de la columna, y él no volvió a tropezar ni a aminorar el paso.
Dos miembros de los Granizo Negro montaban guardia en el piso superior. Los petos de los dos hombres estaban deformados por los golpes, y el gorjal de uno estaba perforado y brotaba sangre por el agujero. Los filos de sus espadas estaban apelmazados de pedazos de cabello y piel, y a través del alambre de los yelmos, Raif reconoció a Rory Cleet y a Arlec Byce. Al acercarse más, el muchacho vio que el apuesto rostro de Rory estaba entonces desfigurado por una gruesa cicatriz blanca que descendía desde el pliegue del ojo a su boca.
—¡Dioses de la Piedra! —siseó Rory cuando Raif se aproximó—. ¿Qué le han hecho? —No recibió respuesta, ni dijo nada más, pues Drey le dedicó una mirada que lo silenció.
Raif mantuvo el rostro severo. No podía impedir que vieran las heridas de su cuerpo, pero eso era todo lo que verían.
—Al esquife.
Al escuchar cómo su hermano pronunciaba aquellas palabras, el joven se dio cuenta de que Drey había cambiado en algo más que su aspecto, pues Arlec Byce, un miembro del clan por derecho desde hacía cinco inviernos, obedeció sus palabras sin chistar.
Ascendieron por la base de la torre, pasando junto a antorchas apagadas, puertas arrancadas de sus quicios y el cuerpo decapitado de un Bludd. Un humo negro salía de un umbral, retorciéndose sobre sí mismo para formar un cordón umbilical en forma de embudo de vapores y hollín. Raif estudió la faja de oscuridad que creaba, observó cómo Rory Cleet se alzaba el visor para frotarse los irritados ojos y el modo como Arlec Byce se llevaba la mano que empuñaba la espada a su yelmo para cortar el paso al hedor de la carne quemada.
Resultaría tan fácil acabar con ellos.
«Mata un ejército para mí, Raif Sevrance».
El muchacho sacudió la cabeza con silenciosa fuerza. No estaba dispuesto a matar gente de su clan; ni siquiera por Cendra.
Un cuarto Granizo Negro se unió a ellos mientras abandonaban de uno en uno la torre para salir a la gris luz de tormenta que brillaba sobre la Isleta. Raif no le prestó la menor atención; sin embargo, sabía muy bien que se trataba de Bev Shank, equipado con una nueva armadura metálica y cadenas de seguridad. Su espada estaba recubierta de muescas y tendría que ser enviada a Brog Widdie para que la volviera a templar. Aunque también era posible que su padre le comprara una nueva; Orwin Shank se lo podía permitir. El joven se dio cuenta de que la mirada de Bev estaba fija en él, pero mantuvo sus pensamientos y ojos puestos en la espada.
Una lluvia de gotas procedente del río azotó su mejilla mientras esperaba para subir al esquife. Potentes vientos desbastaban la superficie, rebanando las crestas de las olas y lanzando un oscuro oleaje contra la Isleta. El granizo vapuleaba la torre, ahogando el sonido de la batalla que se libraba al norte, y en la orilla opuesta, la casa comunal Ganmiddich relucía naranja y verde, iluminada por un foso de elevadas llamas. «Hogueras distribuidas en franjas», se dijo Raif, para impedir que los hombres de Bludd pudieran formar filas.
El esquife se balanceó cuando subió. Había dos palmos de agua grisácea en el casco, pero el muchacho apenas la notó, pues comparada con el agua de su celda, esta resultaba caliente y fragante. Pedazos de granizo grandes como guisantes flotaban sobre la superficie.
—Ata sus manos. —La voz de Drey era dura, y sus ojos castaños desafiaron a Rory Cleet a contradecirle.
El aludido no era barquero, y cuando se puso en pie para cumplir las órdenes del otro, hizo que la quilla de la embarcación cabeceara violentamente en las aguas barridas por la tormenta. Bev Shank y Arlec Byce se esforzaron por mantener los remos en sus sujeciones.
Raif se mantuvo totalmente inmóvil mientras dejaba que le ataran las muñecas. Pensó que se estaba volviendo loco, pues veía muerte allí donde posaba los ojos. Resultaría tan fácil empujar a Rory contra la borda y volcar el bote; todos caerían al agua, y algunos morirían. Bev Shank sabía nadar, pero su nueva armadura debía pesar doce kilos y medio, y se hundiría directamente hasta el fondo. Los cuatro miembros de los Granizo Negro llevaban yelmos y corazas. El agua estaba fría, helada. La resaca y las corrientes provocadas por la tormenta tirarían de ellos hacia el fondo en un instante; los lanzarían violentamente contra la Isleta. Raif sabía que él podía sobrevivir. El agua fría no era nada para él… y no había acero en su espalda, sólo harapos.
El joven se sentó y no se movió. La sal del río le abrasaba la carne. Observó a Drey, aunque sin que pareciera que lo hacía; tuvo pensamientos mortales pero no actuó.
Fue un largo viaje hasta la orilla. Los cuatro hombres tomaron los remos, pero en lugar de luchar contra la corriente, Drey la usó para dirigir el esquife río abajo. Figuras a caballo se apiñaban sobre la ribera, ondeando bajo el calor de los fuegos como demonios. Eran hombres de los Granizo Negro y de los Bludd. A Raif le pareció ver el enorme pecho fornido y las trenzas castañas de Corbie Méese en medio de una refriega de sesenta guerreros, y oyó los alaridos de caballos heridos y el furioso tintineo de las cadenas de los hombres que esgrimían mazos.
—Levantad los remos.
Drey lanzó la orden a pesar de que se hallaban todavía a cierta distancia de la orilla norte, y el esquife los llevó aún más lejos corriente abajo. Cuando la embarcación arañó por fin los guijarros, estaban lejos de la casa comunal y de la pelea. Raif paseó la mirada de un rostro a otro mientras los cuatro guerreros arrastraban el bote hasta la orilla, pero nadie quiso devolvérsela.
«Maza Granizo Negro». El pensamiento le llegó con la fuerza y la velocidad de una acción refleja. Maza Granizo Negro quería que se lo llevaran sin hacer ruido, lejos de la lucha y de los otros miembros del clan. Era mejor acabar con el traidor a solas, que todo se acabara de una vez, sin interferencias por parte del clan. Raif miró más allá de la orilla, pasando los ojos por las arboladas laderas y húmedos prados de los Ganmiddich, mientras esperaba ver aparecer en cualquier momento a Maza Granizo Negro sobre su ruano.
Drey aseguró los cabos del esquife y luego se irguió para dirigirse a sus hombres.
—Rory, Arlec. Dirigíos corriente arriba a pie, encontrad a Corbie y a Hugh Bannering, y decidles que la Isleta ha sido tomada.
Desenvainó la espada mientras hablaba. Era la misma arma que siempre llevaba a la espalda junto con su mazo; sin embargo, la empuñadura era de piel de ante nueva y la hoja había sido engrasada y afilada hasta obtener un brillo deslumbrante. El metal centelleaba con los colores de la tormenta.
—Bev, ve con ellos. Trae mi caballo y consigue un poni para el prisionero. Tráelos aquí a toda velocidad.
Arlec Byce y Rory Cleet intercambiaron una mirada. Drey apuntó a la rótula de Raif con la punta de la espada.
—Marchad —murmuró golpeando el hueso—. Me ocuparé del prisionero hasta que regreséis.
Bev Shank fue el primero en partir hacia el este. Rory Cleet y Arlec Byce fueron más lentos en ponerse en marcha, y Arlec volvió la cabeza en repetidas ocasiones mientras avanzaba por la orilla. Raif se preguntó que había sucedido con el gemelo del hachero; los dos casi nunca se separaban.
Drey mantuvo su posición mientras observaba cómo los tres hombres trepaban por los guijarros mojados y las rocas engrasadas por la tormenta que había a lo largo de la orilla. El granizo que rebotaba en su peto tintineaba marcando el paso de los segundos.
Raif tenía la boca seca. Notaba la punta de la espada sobre la rodilla, pero no bajó los ojos para ver si brotaba sangre. Tenía los ojos fijos en su hermano. El rostro de este estaba oculto en la sombra, y el guante que sujetaba la espada tenía las costuras blancas de tan tensado como estaba. «Yo respaldaré su juramento». Las palabras de Drey aparecieron de improviso en la mente del joven, al igual que la imagen de este espoleando su negro corcel al frente en el patio. El único hombre, entre veintinueve, dispuesto a respaldar su juramento.
Casi no sintió cómo le cortaba la soga. La espada de Drey centelleó mientras este cortaba la cuerda de crin de la muñeca de Raif; sin embargo, ninguna luminosidad se manifestó en su rostro. El muchacho vio cómo lanzaba una veloz mirada al este, al bosque de viejos robles de agua que habían ocultado a Rory, Arlec y Bev. Despacio, sin mirar los ojos de su hermano, Drey cambió el sentido de la espada.
—Tómala.
Raif parpadeó, y él otro le tendió la empuñadura del arma.
—He dicho que la cojas.
Desconcertado, Raif sacudió la cabeza.
Drey aspiró con fuerza, y sus ojos se movieron velozmente a la izquierda y luego a la derecha. Con un repentino movimiento, agarró el filo de la hoja y hundió el pomo en el pecho de su hermano.
—¡Hiéreme!
«No». El joven retrocedió un paso. Contempló el lugar donde el filo de la espada había atravesado el guante de Drey y había dejado una línea ensangrentada. Mientras lo miraba, el acero se tornó rojo, y su hermano se adelantó sujetando su mano y obligándolo a cerrarla sobre la empuñadura. Raif intentó impedirlo, pero el otro siempre había sido más fuerte, y antes de que pudiera echarse atrás, Drey fue al encuentro de la punta de la espada.
El metal se abrió paso con un apagado siseo. Drey se quedó rígido. Sus ojos se oscurecieron y los labios se crisparon mientras luchaba por aceptar el dolor en silencio…, tal y como Tem le había enseñado. Horrorizado, el muchacho retiró la espada. Sangre, brillante y casi negra, rezumó de una hendidura desigual en el peto de Drey, y Raif soltó el arma, que fue a chocar contra las rocas, produciendo un sonido que pareció demasiado fuerte.
—Márchate —ordenó el herido mientras sus dedos se movían para soltar las tiras de cuero del peto—. Luchamos. Me quitaste el arma, me heriste y luego huiste.
Raif se adelantó para ayudar a Drey con las correas, pero este lo mantuvo a distancia con una sola mirada. Tenía el rostro gris, y la sangre que corría por su armadura se acumulaba en el amuleto de cuervo del pliegue de la cintura y goteaba en forma de riachuelos. La herida estaba en la parte alta del vientre, justo debajo de las costillas. ¿Hasta dónde había penetrado la hoja? ¿Habría perforado el estómago o los pulmones?
—¡Márchate!
El cuerpo del muchacho se balanceó ante la fuerza de la palabra. «¿Cómo puedes esperar que me vaya mientras te desangras? —quiso gritarle—. Somos hermanos tú y yo».
Drey succionó aire mientras se retiraba el peto del pecho. Brotó más sangre de la herida, y apretó los nudillos contra la humedad, dejando que transcurrieran unos segundos mientras luchaba con el dolor.
Raif se obligó a mirar. No podía creer lo que su hermano había hecho. Drey Sevrance no era la clase de persona que cometería traición a la ligera. Vivía para el clan, igual que Tem antes que él, y su amuleto de oso lo impelía a ser fuerte y leal.
Cuando el guerrero volvió a alzar los ojos, estos estaban empañados. Con manos ensangrentadas por la herida, indicó los bultos que colgaban de su cinturón.
—Toma —dijo arrancando el cuerno que contenía su porción de piedra-guía de su gancho de latón—, coge esto, Inigar ha tallado tu memoria de la piedra-guía. Cortó un pedazo de piedra del tamaño y forma de un corazón humano, y se lo dio a Cabezaluenga para que se lo llevara lejos. Maza hizo que lo triturara hasta convertirlo en polvo.
Raif tomó una bocanada de aire y la retuvo. Extirpado de la piedra-guía, como Ayan Granizo Negro, segundo hijo de Ornfel Granizo Negro, que mató al último de los reyes de los Clanes, Roddie Dhoone. Ayan Granizo Negro había creído que su padre le daría las gracias por atravesar la garganta de Roddie con una flecha, pero este se había vuelto contra su hijo y le había cortado ambas manos: «Una flecha no es manera de matar a un rey —había dicho—. Deberías haber usado tu espada, o no haber hecho nada».
—Ya no eres mi hermano ni parte de mi clan —manifestó Drey en voz baja, apartándose de Raif de un empujón—. Nos despedimos aquí. Para siempre. Toma mi porción de piedra-guía… No quiero que estés sin protección.
Sus ojos se encontraron. El joven miró a su hermano y vio a un hombre que podía ser caudillo. No dijo nada; no había lugar para preguntas sobre Angus y Effie, y el clan. Sólo había tiempo suficiente para mirar a Drey y grabar su rostro y su presencia en su memoria.
Y al final, ni siquiera hubo tiempo suficiente para aquello.
Se escuchó un grito río abajo, y una figura a caballo coronó el elevado terraplén por encima del río, impeliendo su imagen en forma de humo de leña ante él. Una cabeza de lobo tallada en su peto había sido frotada con ácido hasta fundirla; luego, había sido recubierta con carbón puro, hasta que su negrura fue la de unas cuencas vacías, bocas abiertas y madera carbonizada. Era Maza Granizo Negro, y no los había descubierto aún.
Por un breve instante, Raif se permitió imaginar que Drey se marchaba con él, que cabalgarían por los Territorios del Norte, espadas en mano, guerreros y miembros del clan exiliados por igual. Pero no podía ser. Estaba Effie y el clan…, y Cendra. Y les esperaban días más oscuros que la noche.
Raif tomó la punta de asta que le tendía su hermano. Tenía que marcharse entonces, antes de que Maza Granizo Negro los viera juntos. Al joven le importaba muy poco su propia persona …y había algo en él que se alegraba de la posibilidad de acercarse lo suficiente para matar a Maza…, pero no estaba dispuesto a poner en peligro a su hermano. No, después de eso. Jamás lo haría.
Los dedos de Drey estaban pegajosos debido a la sangre que se secaba; por un instante, cuando los tocó, Raif sintió cómo se clavaban en los suyos.
—Márchate, Raif —indicó su hermano—. Yo cuidaré del clan.
El tono de voz era el más suave que el joven había oído utilizar al otro desde que este penetrara en su celda, algo que entonces parecía que hubiera ocurrido hacía una eternidad. El muchacho miró a su hermano a los ojos una última vez; luego, se dio la vuelta.
Cuando daba el primer paso, sintió cómo la mano de Drey capturaba su puño que colgaba al costado, y algo pequeño y frío fue a parar a su palma. Al palparlo, Raif creyó que el corazón se le partía.
La piedra de jura. Drey la había mantenido a salvo hasta ese día.
Inclinando la cabeza para protegerse de la tormenta, Raif se encaminó al oeste.