El viento aullaba mientras los guerreros sull golpeaban el hielo con sus hachas. El fornido Mal Siemprediceno ponía toda la fuerza de su cuerpo detrás de cada golpe, enviando una batería de afiladas esquirlas por los aires, mientras Ark Rompevenas trabajaba en las pequeñas depresiones que su compañero había creado, mellando puntos débiles, bordes que se descongelaban y grietas. El hielo del río olía a lugares bajo tierra, a raíces de coníferas y a mineral de hierro y magma enfriado. Repicó como una enorme y vieja campana cuando el pico de Siemprediceno dio con su corazón.
Raif se encontraba de pie en una orilla alta que estaba profusamente arbolada con píceas negras delgadas como palos. Por encima de él, se alzaba la enorme y congelada cara oeste del monte del Diluvio. Peñascos grandes como graneros se levantaban por encima de la capa de nieve de la base de la montaña, destacándose sobre campos de cascotes y árboles secos hendidos por la escarcha. Todo el terreno circundante descendía en dirección al río en forma de un enorme cuenco deforme, y las paredes de roca se sumergían bajo la superficie, verticales como despeñaderos. Una cascada congelada colgaba como un candelabro monstruoso por encima de un recodo en el curso del río, e innumerables lechos secos de arroyos encauzaban el viento a lo largo del hielo.
El río Hueco en sí discurría por un desfiladero de granito y penetraba en un laberinto de crestas afiladas como cuchillos que formaban la falda de la montaña. Raif se llevó los vendados dedos al rostro y sopló sobre ellos. Desde donde se encontraba junto a los caballos, el río parecía un mar de cristal azul.
Habían necesitado tres días de duro viaje para llegar hasta allí, tal y como Siemprediceno había prometido que sería. Los dos guerreros sull eligieron senderos que el joven jamás se habría atrevido a tomar: por campos de pizarra suelta, junto a prados de filtración llenos de agujeros de deshielo y sobre lagos cubiertos de hielo. Ellos siempre confiaban en sus caballos. Incluso cuando ni Ark ni Siemprediceno montaban, dejaban que el azul y el gris mostraran el camino. Cendra ya había montado en un caballo sull antes, y era fácil para ella ceder las riendas a la montura y dejarle la libertad de elegir su camino; pero Raif se pasó el primer día reteniendo a su caballo, con las riendas sujetas con tal fuerza alrededor de las muñecas que por una vez sus dedos quedaron entumecidos por falta de riego sanguíneo y no por el frío. Él estado de sus manos no ayudaba, pues resultaba difícil guiar con cuidado a un caballo sin poder usar los dedos sobre las riendas.
El dolor era insoportable. Raif tenía pesadillas en las que sus manos habían sido despellejadas, y se revolvía y sudaba entre las mantas mientras su yo dormido observaba cómo la muerte y sus criaturas picoteaban los últimos restos de carne de sus huesos. Raif despertaba tiritando y aterrorizado. En una ocasión, se había arrancado las vendas, sólo para comprobar por sí mismo que había carne viva debajo, e inmediatamente deseó no haberlo hecho. Sí, había carne viva, carne rosada, bajo una gelatina negra y roja de ampollas y piel desprendida, pero la visión resultaba casi tan desagradable como los dedos pelados de sus sueños, y no pudo conseguir que Siemprediceno se las volviera a vendar con toda la rapidez que hubiera deseado.
Mal Siemprediceno no vio nada en la piel llena de ampollas y en proceso de muda que lo alarmara, e hizo uno de los discursos más largos que el joven le había oído en común.
—Volverán a funcionar, te lo prometo. He visto peores en mi vida y sin duda también he provocado peores. Esta mano de aquí será capaz de sostener un arco tensado, y este dedo podrá sujetar y soltar una cuerda en tensión. No tendrán buen aspecto, y la escarcha les afectará a partir de ahora, y habrá que cuidarlas como recién nacidos cuando haga frío, pero ese es el precio que se paga por matar lobos.
No se le ocurrió a Raif hasta mucho más tarde que Mal Siemprediceno no tenía modo de saber que el arco era el arma preferida del joven y que simplemente había supuesto que así era.
Ambos guerreros llevaban magníficos arcos largos de curva invertida construidos en asta y tendón, con alzadores laqueados y cuerdas tejidas estando húmedas. Siemprediceno cazaba a pie mientras viajaba junto al caballo de carga, y consiguió hacer salir de sus madrigueras a unas cuantas perdices blancas y martas. Cada vez que abatía una pieza, arrancaba la flecha laqueada del cuerpo, la devolvía a su funda y luego vertía la sangre en un cuenco laqueado también y la servía, humeante aún, a Cendra.
La muchacha seguía estando débil, pero insistía en andar durante períodos más largos cada día. Siemprediceno le había entregado un abrigo que era tan largo que arrastraba por el suelo tras ella mientras avanzaba pesadamente por la nieve. Era un objeto de extraña belleza, que combinaba la piel de lince con la tela tejida de un modo que Raif no había visto nunca. Cendra se negó a que lo cortaran para adecuarlo a ella y se sujetó un cinturón de cuero a la cintura para elevar el dobladillo de un modo menos destructivo. La joven tenía el mismo aspecto, Raif tuvo que admitirlo, que él imaginaba que debía tener una princesa sull: alta, pálida y cubierta de pies a cabeza con pieles plateadas de depredadores.
Ark Rompevenas había ofrecido regalos a Raif: mitones hechos con piel de ardillas voladoras que tenían el pelaje más suave y espléndido que el joven había tocado jamás, una capucha de piel de glotón que se desprendía incluso del hielo provocado por el aliento con un simple movimiento de cabeza, y un abrigo interior acolchado, tejido con lana de cordero y relleno de seda desmenuzada. Raif los había rechazado. No deseaba tener que estar aún más agradecido a los sull.
El otro había asentido ante su negativa y había dicho algo que el muchacho no había comprendido.
—Para los sull, un regalo se hace al ofrecerlo, no al aceptarlo, y los guardaré para ti hasta el momento en que los necesites, o El que Envía las Tormentas se lleve mi alma.
Raif había pensado mucho sobre aquello en los últimos tres días. En un principio, había supuesto que era sólo un modo de que los sull reclamaran una deuda, incluso cuando el regalo ofrecido había sido rechazado; sin embargo, entonces no pensaba lo mismo. Ark Rompevenas había separado los mitones, la capucha y el abrigo interior de sus otras posesiones y había hecho un paquete con ellos, que depositó en el fondo de la alforja que utilizaba menos. Y el joven creía con creciente certeza que el paquete sería abierto de nuevo sólo con que él lo pidiera.
Los sull eran una raza diferente. Pensaban de modo distinto, y Raif se encontró pensando en las cosas que Angus había dicho respecto a ellos, en cómo Mors Traetormentas había tardado catorce años en criar un caballo para pagar una deuda. Entonces lo entendía. Era más que posible que Ark Rompevenas llevara con él aquel paquete, sin abrir, hasta el día de su muerte.
—¡Lo hemos conseguido!
El grito provenía de Ark, y se abrió paso por entre los pensamientos de Raif como un latigazo contra su mejilla. Tanto él como Cendra bajaron la vista en dirección a la orilla del río donde los dos guerreros sull seguían atacando el hielo. La espalda doblada de Ark Rompevenas estaba vuelta hacia ellos. Aguardaron, pero él no dijo nada más.
—¿Estás lista? —preguntó Raif, dedicando una veloz mirada a su compañera.
—Sí. —Sus ojos grises parpadearon con la luz que reflejaba la nieve al hablar—. Ya es hora de que esto termine.
Él la dejó andar por delante, en dirección a la orilla, contento durante unos instantes de poder concentrar su mente. Aguardó para sentir temor, esperó sentir temor, pero no había nada más que vacío en su interior. Su viaje empezaba a llegar a su fin.
Preparándose mientras andaba, se colocó los guantes y llenó los espacios entre los dedos con musgo seco, como Siemprediceno le había enseñado. No tenía arma ni piedra-guía para lastrar su cinturón; sin embargo, tiró de la hebilla para comprobar si resistía como si estuviera cargado con material. Los rígidos extremos de la capa del hombre muerto que llevaba se arrollaron impelidos por el viento a medida que se acercaba al borde del río.
Los dos guerreros se apartaron; los rostros enrojecidos por el esfuerzo, las hachas centelleando cubiertas de hielo. Nadie habló. Cendra tiritó al mirar al fondo del agujero que habían abierto. El hielo tenía un grosor de casi medio metro, alfombrado por una capa de nieve seca. El agujero era de forma aproximadamente circular, y sus bordes azules y desiguales creaban una trampa para la luz. Las marcas de incisiones dejadas por los golpes de hacha atrajeron la mirada de Raif a través del reborde sin sombras hasta la total oscuridad de su parte central. Resultaba imposible ver el lecho del río ni nada de lo que hubiera más allá.
—¿Qué profundidad tiene? —La voz de Cendra era un susurro.
—Veamos.
Ark Rompevenas desenganchó el rollo de cuerda que llevaba sujeto al cinturón con un gancho de metal blanco, e introdujo rápidamente el extremo lastrado de esta en el agujero, dejando que se deslizara por su puño medio cerrado hasta que se detuvo sola. Sacó casi cuatro metros y medio de soga.
—Será más profundo cerca del centro.
—Yo bajaré primero —anunció Raif, mirando la superficie de hielo.
Los dos guerreros intercambiaron una mirada.
—Hay que verter sangre antes de que entres —indicó Ark—. Este es un lugar de sacrificio para los sull.
Casi al instante, el cuchillo de desangrar del guerrero apareció en su mano, con la cadena de plata que unía la empuñadura a su cinturón tintineando suavemente como si hubieran golpeado cristal. Con la mano libre se echó hacia atrás la manga y desnudó el antebrazo.
—No. —La mano de Raif salió disparada al frente para detenerlo—. Si alguien debe pagar un precio por este viaje, seré yo. —Mordiendo el extremo de su guante, lo sacó de un tirón—. Toma. Corta mi muñeca.
Unos músculos del rostro del otro se tensaron, y cuando habló su voz sonó peligrosamente baja.
—Tu sangre no es sangre sull. No tiene tanto valor.
—Puede ser que así sea, jinete de la Lejanía, pero Cendra y yo seremos los que realizaremos este viaje; no, vosotros.
—No comprendo —dijo la joven—. Pensaba…
—No, Cendra Lindero —repuso Siemprediceno, cuya voz ronca sonó casi afable—. Viajamos con vosotros sólo hasta este punto.
—Pero ¿nos esperaréis? —Cendra dirigió una veloz mirada de Raif a Ark y de allí a Siemprediceno, y el miedo de su voz apenas quedaba disimulado—. ¿Nos esperaréis?
Los ojos azules como el hielo de Siemprediceno sostuvieron su mirada sin un pestañeo.
—No podemos quedarnos aquí, Cendra Lindero. Debemos pagar un precio por el paso que hemos abierto y cabalgar al norte antes de que la luz de la luna caiga sobre el hielo. Nosotros somos jinetes de la Lejanía. El Kith Masso no es lugar para nosotros.
La muchacha lo miró mientras la súplica desaparecía lentamente de su rostro. Al cabo de un largo rato, le devolvió la fija mirada.
—Que así sea.
Raif mantuvo el rostro inmóvil mientras la escuchaba hablar. Aquel lugar hueco que había en su interior la anhelaba, y lo que más habría deseado habría sido poder levantarla del hielo en sus brazos y aplastarla contra su pecho; pero en lugar de ello alargó la muñeca hacia Ark Rompevenas.
Los ojos del guerrero sull se oscurecieron, y Raif se vio reflejado en el negro aceite de sus iris. Lentamente, el hombre se llevó el cuchillo de desangrar a la boca y lanzó el aliento sobre el filo delgado como una cuchilla. Su aliento se condensó sobre el metal; luego, se enfrió para formar un reborde de escarcha. Con una circunferencia de lana teñida de azul noche, limpió el borde, y hecho eso, sujetó el antebrazo del joven y hundió los dedos con fuerza en la carne. Raif notó cómo buscaba y localizaba venas. Con un movimiento tan veloz que el ojo no pudo seguirlo, Ark Rompevenas cortó la muñeca del muchacho.
Raif sintió el violento contacto del frío metal, pero no dolor. La sangre rezumó rápidamente a la superficie, rodando en una amplia faja por la muñeca.
El guerrero sull no lo soltó hasta que las primeras gotas rojas aterrizaron sobre la nieve que cubría la superficie del río.
—Ya está. Se ha derramado sangre de clan sobre el hielo sull. Esperemos por el bien de todos que esto no enoje a ningún dios. —Ark Rompevenas se dio la vuelta y se dirigió a su caballo.
Raif aspiró con fuerza y luego hundió los nudillos en la herida. El dolor en ambas manos resultaba cegador, y le hacía preguntarse si no se habría vuelto loco. ¿En qué había estado pensando al dejar que el otro derramara su sangre? Contó los segundos mientras seguía presionando la vena cortada. Lo cierto era que sabía en qué había estado pensando, sólo que no tenía demasiado sentido; eso era todo. No quería que los sull pagaran por su viaje; no por esa parte, la última parte, después de que él y Cendra hubieran llegado hasta allí.
—Toma.
Raif alzó la mirada. Mal Siemprediceno le tendía algo para que lo cogiera: una hoja ancha, de color verde oscuro y cubierta de ásperos pelos. Reconociendo lo que era y para lo que servía, le dio las gracias al guerrero y la aceptó. Tras tomar ánimo, colocó la hoja plana en la palma de la mano, y luego la presionó sobre la vena cortada. Se trataba de consuelda o, como la denominaban algunos, curaheridas: Los clanes la usaban al igual que los sull para detener las hemorragias de las heridas pequeñas.
Mientras Siemprediceno se alejaba un poco para recuperar el fardo que había dejado sobre la orilla, Cendra se volvió hacia el muchacho.
—Sabías que no nos acompañarían bajo el hielo. —No fue una pregunta.
—Pensé que no lo harían, pero no estuve seguro hasta que vi sus rostros cuando llegamos aquí esta mañana. —Ajustó la mano sobre la hoja de consuelda; un fino hilillo de sangre seguía rezumando de la herida—. Conocen este lugar, Cendra. Creo que… —Se interrumpió antes de que las palabras «incluso lo temen» abandonaran sus labios.
—Crees ¿qué?
—Que significa algo para ellos, eso es todo —repuso él, encogiéndose de hombros.
La muchacha le dedicó una mirada que lo hizo sentir como un mentiroso. Estaba tan pálida y delgada que se preguntó cómo podía aguantar los embates del viento. Tras un instante, ella indicó con la cabeza su muñeca herida.
—Te hizo un corte bastante profundo, ¿verdad? —dijo.
Raif no podía negarlo.
—Se curará —respondió.
Como si se tratara de un acuerdo tácito, los dos guerreros sull eligieron aquel momento para converger sobre el agujero en el hielo. Ambos sostenían fardos en las manos, y Ark Rompevenas sujetaba un trozo de resistente soga tejida con lino que Raif le había visto usar para levantar la tienda de campaña. El guerrero de ojos oscuros entregó su paquete a Siemprediceno. Los dos hombres no intercambiaron palabras, pero el joven sabía y comprendía lo que sucedía, y lo avergonzó.
Siemprediceno tendió ambos bultos a Cendra.
—Toma, Cendra Lindero, expósita, te ofrezco estos obsequios para el viaje. Hay una lámpara de piedra y todo el aceite del que podemos prescindir, comida y mantas, y hierbas para prevenir enfermedades, y otras cosas que alguien que viaja bajo el hielo podría necesitar.
Los ojos de la joven se llenaron de lágrimas mientras el enorme guerrero, grande como un oso, hablaba, y con un leve movimiento se echó atrás la capucha para que él pudiera ver todo su rostro. Cuando habló, sus palabras fueron tan solemnes como las de él, y el viento secó sus lágrimas antes de que se derramaran.
—Te doy las gracias, Mal Siemprediceno, hijo de los sull y elegido jinete de la Lejanía, por estos obsequios que has entregado. Sin ellos, no tendría ni luz ni calor durante el camino. Me has salvado la vida, pero no has exigido ningún pago, y por ello estoy en deuda contigo, y te entrego un trozo de mi corazón. Que todas las lunas bajo las que viajes sean lunas llenas.
El hombre permaneció inmóvil, sin que sus ojos color hielo pestañearan, con la espalda erguida como una pícea negra, la capucha de piel de lince derramando nieve, y estudió a la muchacha sin hablar. Su rostro parecía tallado en piedra, y al cabo de un momento, depositó ambos paquetes sobre la nieve; luego, le dedicó una reverencia tan profunda a Cendra que la parte superior de su capucha rozó el hielo del río. Volvió a inclinarse en dirección a Raif y, a continuación, se alejó, y el joven supo que ya no regresaría.
Ark Rompevenas se arrodilló sobre la superficie del río y clavó una estaca de hierro en el hielo que cubría la orilla a un metro del agujero. Raif contempló su espalda inclinada, sin sentir otra cosa que vergüenza. El sull no había querido que rechazaran sus obsequios una segunda vez, de modo que los había pasado a su hassy que los había entregado a Cendra.
—Bien. Ya está. —El guerrero aseguró la soga a la estaca y luego puso a prueba su resistencia tirando de ella—. Aguantará bien.
Raif se colocó el mitón en la mano, cubriendo el vendaje ensangrentado y la herida de la sangría, y se adelantó. Los ojos de Ark Rompevenas se encontraron con los suyos, y el joven comprendió que no era apropiado que agradeciera al guerrero sull los obsequios que había entregado a otro.
—Gracias por responder a mi llamada en la oscuridad —se limitó a decir.
El otro asintió despacio, y las planas líneas de los músculos de su rostro adquiriendo repentinamente un aspecto cansado.
—Fue Mal quien indicó que fuéramos a ayudaros.
—Puede ser que sea así, pero sólo he oído a Siemprediceno dar una respuesta a cualquier pregunta que se le hace.
Raif mantuvo la mirada firme, y los dos hombres permanecieron silenciosos, a unos centímetros de distancia, con el viento haciendo ondear sus ropas en direcciones distintas. Tras un momento, el muchacho tendió su mano.
—Te doy las gracias, Ark Rompevenas, por hacer la pregunta correcta.
El guerrero sull estrechó el brazo del joven con el rostro serio.
—No me des las gracias por algo que los dos puede que lamentemos más adelante, Raif Sevrance de Ningún Clan. En su lugar, dame las gracias por el uso de mi caballo, y mi tienda, y mi soga. —Sonrió ásperamente—. A lo mejor, los dos podemos vivir con eso.
Raif asintió, pues descubrió que era incapaz de hablar.
Juntos, él y Ark aseguraron la soga alrededor de su pecho. El guerrero sull volvió a comprobar todos los nudos y se aseguró de colocar la cuerda de tal modo que eliminara todo posible esfuerzo de las manos del joven durante la caída. Cuatro metros y medio no eran una gran altura, pero un mal aterrizaje sobre roca sólida podía romper algún hueso. Raif había andado por lechos de ríos anteriormente, pero no tenía ni idea de lo que encontraría debajo de la corteza helada del Kith Masso.
Ark Rompevenas sujetó los brazos de Raif bien planos sobre el hielo mientras el joven introducía las piernas y la parte inferior del cuerpo en el agujero. Los músculos se crisparon bajo el abrigo de piel de lince del guerrero cuando este transfirió el peso de Raif a la soga, y el muchacho se dijo que estaba preparado para el dolor que sentiría cuando sus manos se cerraran alrededor del lino, pero no lo estaba. Llamaradas de un fuego intenso ascendieron por sus brazos en dirección a su corazón; la herida de la sangría de su muñeca pareció, de repente, lo bastante profunda como para seccionar la mano, y mientras sus dedos se soltaban de la cuerda, asustado, su cuerpo cayó al fondo.
El mundo en el que penetró era tan frío e inmóvil como una casa-guía, y el resplandor azul de la luz del hielo envolvió su cuerpo, como agua alrededor de una piedra que se hunde. Todo estaba en silencio, y pudo oír los latidos de su propio corazón. El penetrante olor del aire atrapado bajo el hielo se introdujo en su nariz y en su boca. En lo alto, Ark Rompevenas soltó cuerda, y el lino chasqueó por la tensión, mientras el balanceo libre del cuerpo de Raif hacía que serrara contra el borde del hielo. Con una mueca de dolor, obligó a las manos a cerrarse alrededor de la cuerda y guio el cuerpo hacia abajo.
Sus pies golpearon el fondo con una sacudida, y rápidamente se las arregló para liberarse del improvisado elevador y gritó a Ark que lo recuperara. Mientras la cuerda desaparecía por encima de su cabeza, Raif apretó las manos envueltas en mitones contra su mandíbula. Odiaba sentirse débil. Al escuchar el suave sonido de la voz de Cendra en lo alto, volvió su atención al túnel azul hielo que lo rodeaba, pues no deseaba escuchar las frases que intercambiaran ella y Ark Rompevenas.
A su izquierda, la orilla de granito relucía con lentes de hielo, mientras que motas de mineral de hierro brillaban misteriosas en la pared como pedazos de hueso osificado. Bajo sus pies, el lecho del río era un irregular valle de roca, charcos congelados y un montón desecado de peces y cornamentas de caribús, agujas de pino y algas. Una espuma blanca de minerales congelados lo cubría todo; las sales y el légamo de las rocas se condensaban a medida que el río se secaba. Por encima de todo ello, se extendía el techo de hielo, que no se parecía a nada que el joven hubiera visto jamás: alambeado, doblado, dentado y luego liso como una pared de roca transparente. Luz y color se derramaban desde él, creando una cascada de tonos verde mar, gris plata y azul oscuro como la noche. Raif se sintió como si se hallara en la parte inferior de un glaciar, en el punto donde el hielo y las sombras se encontraban.
Sustancias secas crujieron bajo sus botas cuando se apartó para dejar espacio para que la joven descendiera. A ambos lados, la oscuridad se acumulaba más allá de donde alcanzaba la luz.
Cendra descendió con suavidad, alimentando la cuerda con ambas manos, y Raif la sujetó antes de que golpeara con el lecho del río y la liberó del arnés. La muchacha temblaba. La luz azul que se reflejaba en su rostro parecía luz de luna. Cuando él retiró la mano libre de su cintura, ella realizó un leve movimiento, como si quisiera mantenerla allí. Mientras aguardaban a que Ark Rompevenas bajara los dos fardos, Raif observó a Cendra con atención. Desde la noche de los lobos no había vuelto a sumirse en la inconsciencia, pero él no sabía si seguía luchando contra las voces, pues por un acuerdo tácito, ninguno de los dos las había mencionado delante de los sull.
Cuando por fin descendieron los paquetes, Raif ya percibía un oscurecimiento por encima del hielo. Ese día era el más corto que el invierno le había mostrado hasta el momento, y se preguntó qué estarían haciendo entonces Drey y Effie, pero enseguida apartó el pensamiento de su mente.
—Tendréis que recordar este lugar —les gritó Ark Rompevenas mientras dejaba caer la soga por última vez—. Esta puede que sea vuestra única salida, a menos que abráis un nuevo agujero en el hielo.
Raif asintió; ya lo había pensado.
—Desde aquí marchad río arriba hasta que lleguéis al afluente que se bifurca al oeste. Puede ser que también esté congelado. —El rostro curtido del hombre apareció finalmente por encima de sus cabezas—. Debéis tener mucho cuidado, Raif Sevrance de Ningún Clan y Cendra Lindero, expósita. Siemprediceno afirma que la próxima luna no traerá deshielo, pero que lo que está frío y quebradizo podría desmoronarse.
—En ese caso, bailaremos en el hielo —indicó Cendra, alzando los ojos hacia él—, como hacen todos vuestros caballos.
Raif pensó que tal vez el guerrero sull sonreiría, pero los labios de este apenas se tensaron sobre sus dientes.
—Siemprediceno y yo nos dirigimos al norte. Dejaremos un rastro que pueda seguir un miembro de un clan, por si decidís tomar nuestro camino. —Los dejó sin una palabra de despedida, excepto el sonido de sus pisadas marcando un frío ritmo sobre el hielo.
—Vamos —dijo el muchacho cuando todo quedó en silencio—. Tenemos que usar la última hora de luz lo mejor que podamos.
Recogió los dos fardos del suelo y se los echó a la espalda; uno era mucho más pesado que el otro, y se escuchaba el sordo tintineo de objetos metálicos en su interior.
Cendra no se movió ni habló, sino que permaneció en el círculo cada vez más reducido de luz, justo debajo del agujero en el hielo. A Raif no le gustó la rapidez con que respiraba, de modo que le tocó ligeramente el brazo.
—Marchemos —repitió con la voz más suave de que fue capaz—. Hemos llegado demasiado lejos para detenernos ahora.
Ella volvió la mirada despacio hacia él. Los reflejos del hielo daban brillo a sus ojos, y el muchacho casi no detectó el temor que centelleaba a través de ellos como luz procedente de una segunda fuente más débil.
—Saben que estoy aquí —manifestó la joven—. Lo saben…, y el terror aumenta entre ellos.
Raif iba mirando el techo de hielo mientras andaban. La masa de agua congelada y suspendida pesaba sobre sus pensamientos. Era una rodaja del río, congelada de la superficie al suelo; lisa por arriba, donde él ya no podía ver, y toscamente abovedada por debajo, como el techo de una cueva. El hielo era más espeso cuanto más cerca de la orilla, donde blancos pilotes congelados descansaban contra granito y actuaban de soporte del enorme peso del hielo. Raif ya había decidido que él y Cendra estaban más a salvo cerca de la orilla; no obstante, a medida que oscurecía y el aire a su alrededor se enfriaba, los puntales de hielo empezaron a crujir y tronar como una casa comunal en medio de una tormenta.
Cendra sostenía la lámpara de esteatita que Siemprediceno le había dado, sujetándola entre ambas manos para darse calor. Raif no conocía clase de aceite que la alimentaba, pues ardía con una llama plateada y dejaba una estela de olor dulce, almizclero, de fermento de ballena. La única llama que producía estaba colocada en un dispositivo protector de mica, pero era más que suficiente para iluminar el camino.
—¿Crees que Mal y Ark saben lo que soy?
Al joven le sorprendió oírla hablar, pues había permanecido en silencio desde que encendió la lámpara. Desvió la mirada del cristal azul del techo de hielo para posarla en el rostro de ella.
—Tal vez —contestó—. Tem me contó en una ocasión que los sull saben más que cualquier otra raza. Dijo que transmiten sus conocimientos de generación en generación y que algunos, incluso, heredan recuerdos, al igual que las gentes de los clanes heredan el deseo de combatir.
Cendra apretó la lámpara más cerca de su cuerpo. Por encima del puño de su mitón, el muchacho distinguió el palo blanco de hueso y carne que era su muñeca.
—Creo que Mal me dio algo aquella primera noche para hacer que se marcharan las voces.
—¿Una salvaguarda, como la que colocó Heritas Salmodias?
—No; algo diferente… No puedo explicarlo. —Se encogió de hombros—. Ahora ha desaparecido.
Raif dirigió una ojeada al túnel de sombras que tenían delante. Incluso a lo lejos, la luz de la lámpara creaba una corona de luz azul alrededor del hielo.
—Quizá deberíamos detenernos aquí a pasar la noche. Montar un campamento. Dormir.
La muchacha negó con la cabeza incluso antes de que él hubiera terminado de hablar.
—No; se apoderarían de mí en cuanto cerrara los ojos. Están desesperados ahora. Y tan cerca… —Tragó saliva—. Están tan cerca que los huelo.
Un destello de cólera llameó en el interior de Raif mientras ella hablaba, y de improviso, odió a todo aquel que la había ayudado a llegar tan lejos: Ark Rompevenas y Mal Siemprediceno, Heritas Salmodias, incluso Angus. Ninguno de ellos pertenecía a un clan. Ningún miembro de un clan habría obligado a una joven enferma a viajar al norte en pleno invierno. Tem Sevrance la habría mantenido caliente junto a la estufa y habría golpeado con su mazo cualquier sombra o bestia siniestra que se aproximara a ella.
Bruscamente, el muchacho se detuvo y, vaciando el contenido de ambas bolsas sobre el lecho del río, buscó algo que usar como arma. Entre bolsitas de aceite para la lámpara, salmón en salazón y cera, encontró una delgada estaca de acero, larga como su antebrazo. Era un punzón para romper hielo. Lo sopesó en la mano y forzó los dedos a cerrarse sobre el mango cuadrado. Eso serviría. Era necesario que sirviera.
—No puedes luchar contra lo que no está aquí —manifestó su compañera, frunciendo el entrecejo.
Raif pensó una respuesta, pero no la dijo. En su lugar, empezó a introducir de nuevo en las bolsas los objetos que había sacado. Pedazos de porquería del río se pegaron a sus mitones como escarcha, y por debajo del forro de piel, notó cómo la sangre goteaba por la muñeca a medida que la costra que se había formado sobre la herida de la sangría se tensaba hasta partirse. Cuando hubo terminado, introdujo el punzón en su cinto.
—Viajaremos toda la noche —anunció.
Transcurrieron las horas en silencio. Ningún viento alteraba el aire del túnel, y el único sonido lo producían los movimientos del hielo y el ruido de sus propias botas al triturar agujas secas y congeladas de pino convirtiéndolas en polvo. El cauce se fue elevando sin pausa a medida que ascendían por el río, y el techo de hielo se fue acercando más a cada paso. Raif era consciente en todo momento de la frágil masa situada sobre él. Toneladas y más toneladas de agua congelada estaban suspendidas sobre su cabeza. Al cabo de un rato, resultó imposible andar cerca de la orilla, y el muchacho fijó una ruta próxima a la parte central del río, donde la capa de hielo era más delgada.
De vez en cuando, los oscuros agujeros abismales de los afluentes rompían la pared de granito de la orilla. La mayoría de los canales estaban obstruidos con bloques de hielo gris que se derramaban sobre el lecho del río en montones de escombros de varios centímetros de altura. Charcos de agua congelada totalmente llanos situados bajo los escombros daban fe de los deshielos tardíos y de agua que habían circulado después de que el canal se hubiera congelado por completo. Raif dejaba de lado cada ramal a medida que llegaba ante él; el que buscaba tenía que provenir del oeste y estar lo bastante despejado como para permitir que un hombre y una mujer pasaran.
Resultaba difícil calcular el paso del tiempo, pero Raif notaba que su cuerpo se enfriaba y su mente se movía más despacio de un pensamiento a otro. Obligó a Cendra a comer algunas tiras de salmón curado, pero él no sentía el menor deseo de comer nada. El aire en el cauce seco se iba tornando más enrarecido y condensado. El río mismo encogía, y el joven no tardó en andar con la espalda y el cuello parcialmente inclinados. La costra de hielo estaba tan cerca que podía alzar la mano y tocar su dura superficie vítrea; distinguía las líneas de las imperfecciones y las volutas que la presión creaba en su interior. Diminutas burbujas de aire atrapado brillaban como perlas.
Anduvieron sin pausa, siguiendo los recodos y curvas cerradas del Kith Masso a medida que bordeaba la base de la montaña. Raif vigilaba a la joven constantemente, encontrando una docena de excusas para tocarla ligeramente de un modo discreto. El rostro de la muchacha aparecía gris y muy tenso, y en demasiadas ocasiones sus ojos estaban fijos en un lugar que él intentaba pero no conseguía ver. En un momento dado, se había sacado los mitones, y sus manos desnudas estaban entonces cerradas alrededor de la lámpara con tal fuerza que parecía como si intentara triturarla. Los nudillos de la muchacha aparecían blancos y afilados como dientes.
El muchacho le hablaba poco, y recibía pocas respuestas; sin embargo, temía hacer mucho más. Ella estaba combatiendo a las voces, e incluso el mazo de Tem habría resultado inútil contra aquellas.
Finalmente, penetraron en un trecho del río en el que las paredes de granito estaban dentadas y retorcidas como si les hubieran arrancado algo a la fuerza. Salientes de piedra se abrían paso por entre la costra helada. Enormes embarcaderos de negra roca de mineral de hierro sobresalían de las paredes, y profundas depresiones abiertas en el lecho del río estaban llenas de hielo negro. Raif volvió rápidamente la cabeza cuando un grito que no provenía de nada que fuera humano hendió el túnel como una ráfaga de aire helado. La llama del interior de la lámpara de esteatita osciló, y Cendra inspiró con fuerza. Los ojos de la muchacha se encontraron con los del joven, y ella asintió una vez.
—Se acercan —dijo—. Su mundo toca el nuestro en este lugar.
Raif cerró los ojos. Había usado toda una vida de plegarias la noche que los lobos de los hielos lo atacaron, y sabía muy bien que ya no podía pedir nada más a los Dioses de la Piedra.
Siguieron andando en silencio. Cendra ya no podía mantenerse totalmente erguida, y su compañero se preguntó cuánto tiempo tendría que pasar antes de que se vieran obligados a proseguir a cuatro patas y arrastrarse. Pasó el tiempo. El avance era lento sobre el granito deformado y arrugado que formaba el cauce del río, y el temor fue creciendo en Raif, llenando los espacios huecos de su pecho. Se escuchó un segundo grito agudo y terrible, casi más allá de lo audible. Al escucharlo, el muchacho deseó hallarse de vuelta en las llanuras nevadas, enfrentándose a lobos. Siguieron otros sonidos: siseos y susurros entrecortados, y los húmedos gruñidos de cosas con hocicos. Al doblar un recodo del curso del río, Raif aspiró el tenue olor de carne quemada y pelo chamuscado, pero cuando volvió a aspirar había desaparecido.
Noooooooooo.
Los pelos del cogote del joven se erizaron todos a una. Alguna otra cosa había hablado; sin embargo, le recordaba otro momento y otro lugar, y cuando se dio cuenta de lo que era, se sintió enfermo. La calzada de Bludd. Las mujeres y los niños Bludd. El sonido de la desesperación era el mismo en ambos mundos.
Con la espalda doblada casi por la mitad y sintiendo náuseas, casi pasó por alto la abertura en la orilla opuesta. En un principio, pensó que no eran más que sombras, ya que no existía el revelador destello del hielo sobre el cauce circundante, pero la oscuridad era demasiado profunda, y las rocas de los lados demasiado planas para proyectar sombras con cierta profundidad.
—Cendra, trae la lámpara.
Aguardó hasta que ella llegó a su lado antes de cruzar el lecho del río, que entonces apenas tenía la longitud de tres caballos, y el techo de hielo se hundía hasta la altura del pecho en algunas partes. La luz del túnel se oscureció perceptiblemente cuando Cendra se agachó para colocar la lámpara en el suelo.
La abertura de la roca tenía forma de campana, alta como los hombros de la muchacha, y totalmente desprovista de hielo. Raif entró para comprobar el camino. Allí el aire era distinto: más frío, más seco, bañado con el olor del mineral de hierro; no había un techo de hielo extendiéndose en lo alto, sino una curva abovedada de roca. El corredor conducía en dirección oeste al interior de la montaña, desapareciendo en una oscuridad tan completa que Raif sintió un escalofrío al contemplarla.
—Raif. Aquí.
El joven retrocedió fuera de la abertura. Su compañera estaba acuclillada junto a la lámpara, con el brazo derecho extendido al frente y la mano plana sobre la pared del río.
—Mira.
Raif buscó su amuleto. Un cuervo grabado en la piedra indicaba el camino.