El olor a humo despertó a Cassy. «Beth —fue lo que pensó al momento—. Ya ha estado haciendo pastelillos de miel otra vez y ha olvidado cuántos puso en el fuego». La joven resopló en la almohada, decidida a volver a dormirse. «No pienso salvarla esta vez. No me importa cuántos pastelillos de miel han caído de la rejilla y se han incendiado…, y espero que engorde como un tonel comiéndose los que salgan bien. Gorda y llena de enormes caries en los dientes».

Cassy cerró los ojos tan fuertemente como pudo; luego, arrugó la cara, para completarlo. Aquella misma mañana había pescado a Beth probándose el vestido azul que su padre había traído de vuelta de Ille Espadón. Su vestido. Y a ella no le habría importado mucho —al menos, no tanto—, de no haber sido porque su hermana había estado saltando frente al espejo en aquel momento, fingiendo ser una elegante dama criada en la corte, que mordisqueaba dulces envueltos en pan de oro y sorbía vino a través de una capa de hielo perfumada con aroma de rosas. Como dulces, Beth había utilizado avellanas cubiertas con una capa de canela, y para el vino, había usado zumo de ciruelas. ¡Zumo de ciruelas! Cassy apretó los dientes. Y cuando esta elegante damisela de la corte había sido pescada con las manos en las manos, lo primero que había hecho había sido girar en redondo para mirar a su hermana mayor, ¡sosteniendo la copa de zumo de ciruela en la mano!

Era mejor no pensar en ello. Su madre había dicho que la mancha se iría. Y Beth había pasado el resto del día siguiéndola por la casa con expresión de perro apaleado. Pero de todos modos, su padre le había traído a ella aquel vestido, y le sentaba tan bien, y era un vestido de mujer adulta, sin ninguno de aquellos estúpidos volantes infantiles que su padre sabía que ella odiaba, y realmente no importaba que la joven no tuviera ningún lugar especial en el que lucirlo hasta que llegara la primavera.

—Te llevaré a bailar vestida con él cuando regrese del norte, Casilyn Lok —había dicho su padre mientras le entregaba el paquete—. Y esa es una promesa tan inquebrantable como no he hecho jamás a ningún hombre.

Cassy desarrugó el rostro. Tal vez había sido un poco severa con Beth. El olor a quemado empeoraba, y si no se equivocaba, imaginaba que toda una bandeja de pastelillos de miel había ido a parar al fuego.

La chimenea. La muchacha se sentó muy tiesa en la cama. ¿Y si habían caído más ladrillos al interior y habían obstruido el fuego? Hacía viento suficiente para ello. Y el techador no había venido ese día, como se suponía que iba a hacer, y todo el tubo estaba sostenido únicamente por un par de puntales de madera.

Rápidamente y en plena oscuridad, Cassy localizó sus zapatillas y su chai. Mientras se encaminaba a la puerta, una voz soñolienta le habló desde las profundas sombras del otro extremo de la habitación.

—¿Cassy? ¿Eres tú?

Era Beth.

Se produjo un pequeño movimiento en el pecho de la muchacha: no miedo exactamente, pero sí sus primeros indicios. No había pastelillos de miel en el fuego.

—Beth, ponte el abrigo y las zapatillas. Deprisa.

Se escuchó el susurro de sábanas en la oscuridad.

—¿Ya no estás enfurecida conmigo, Cassy?

La aludida meneó la cabeza. Luego, comprendió que su hermana menor no podía verla.

—No, no mucho —dijo en voz alta.

—¿Qué se quema?

—Creo que la chimenea se ha hundido hacia dentro.

—Pero…

—Sin peros, Beth. Haz lo que te digo.

Cassy se sorprendió ante lo severa que sonó su voz. Unos pies desnudos golpearon el suelo, y siguió más ruido de telas. Al cabo de un momento notó cómo los hombros de Beth chocaban contra su brazo.

—Vamos. Toma mi mano. —La mano de la pequeña estaba caliente y sudorosa, ya que ella siempre se dormía con los puños apretados. Cassy la condujo hacia la puerta—. No dejaste nada cociéndose en el hogar esta noche, ¿verdad?

—No, Cassy.

—Buena chica.

La muchacha levantó el pestillo y abrió la puerta. Una oleada de humo y calor penetró en la habitación, haciendo que los postigos traquetearan a sus espaldas.

—Vamos. Despertemos a mamá y a Pequeña Moo. —Esa vez se aseguró de que su voz sonara tranquila.

—Hace calor.

Cassy avanzaba palpando el camino en la oscuridad, con la mano bien apretada alrededor de su hermana.

—Lo sé. Vayamos a la habitación de mamá y le podrás decir cómo encontraste el camino en la oscuridad.

Incluso mientras lo decía, la joven sintió cómo el calor le golpeaba la cara. En el piso de abajo se escuchaba un sonido crepitante. Beth se encogió sobre sí misma, y la muchacha empujó a su hermana con firmeza en dirección a la habitación de su madre.

Su madre y Pequeña Moo dormían en una habitación situada justo encima de la cocina. El calor del fuego calentaba el suelo durante los meses de invierno, y dos grandes ventanas dejaban penetrar enormes cuadrículas de luz solar en verano y en primavera. Cassy sintió que una oleada de alivio le recorría todo el cuerpo al ver la pálida aureola de luz alrededor de la puerta: su madre había dejado una lámpara encendida. A Pequeña Moo no le gustaba dormir a oscuras, y decía que unas cosas llamadas «bijas» vivían bajo su cama. Nadie excepto la pequeña sabía que eran las bijas, pero Cassy sospechaba que Beth había atemorizado a Pequeña Moo con cuentos de bestias y monstruos, y otras cosas extrañas, y la criatura había tomado esa información y había inventado toda una nueva especie de peligro infantil a partir de ella.

Los dedos de la joven encontraron el pestillo a la primera intentona. El aire caliente se precipitó por delante de ella al abrir la puerta, aplastando su camisón contra la parte posterior de sus piernas. La luz le hirió los ojos. El humo penetró en la habitación, grasiento y casi negro. Cassy sintió unos dedos calientes rodeando sus tobillos, pequeñas manos sin huesos que querían atraparla. Beth empezó a toser.

—¿Cassy?

Darra Lok se sentó en la cama. La hermosa melena color miel que normalmente llevaba sujeta en un sencillo moño se derramaba sobre sus hombros como oscuras llamas, y por primera vez en su vida, Cassy observó hilos plateados mezclados con el oro de los cabellos.

—Madre…

Darra Lok hizo callar a su hija mayor con un movimiento de cabeza, con los ojos fijos en el humo. Alargando los brazos, tomó la figura dormida de Pequeña Moo del otro lado de la cama. La cabeza de la pequeña se recostó sobre el hombro de su madre, y la niña profirió un suave gorgoteo, pero no despertó. Darra le murmuró unas cuantas carantoñas igualmente mientras apartaba las mantas con los pies y se ponía en pie. Beth tiró del brazo de Cassy, queriendo ir con su madre, pero la muchacha la sujetó con firmeza. Darra Lok dirigió a su hija mayor una mirada que decía muchas cosas, y Cassy asintió.

—Vamos, Beth. Vayamos abajo.

Resultaba fácil parecer tranquila entonces que su madre estaba allí, y mientras sacaba a la pequeña de la estancia, oyó cómo Darra tomaba la lámpara del palanganero y la seguía con Pequeña Moo.

Beth tiritaba mientras Cassy la conducía al interior del humo que ascendía por las escaleras como una oleada de espuma negra, y también la joven estuvo a punto de echarse a temblar, pero su madre le había dirigido una mirada que decía: «Sé fuerte ahora, por Beth y por ti misma». Así pues, en lugar de estremecerse tiró de su hermana para que siguiera adelante.

—Esto no es peor que buscar setas en la niebla —dijo—. ¿Recuerdas la vez que encontraste aquellas tan grandes de color marrón bajo el cerezo silvestre, y todos ya habían mirado antes, pero tú fuiste la única que las vio? ¿Lo recuerdas?

La niña asintió. Su pequeño rostro aparecía cansado.

Cassy siguió conduciéndola escaleras abajo, peldaño a peldaño.

—Y tú dijiste que nadie podía localizar setas mejor que tú, e incluso nuestro padre estuvo de acuerdo.

—Dijo que no podíamos comerlas. Dijo que eran veneno para conejos.

La muchacha consiguió esbozar una apagada sonrisa. Entonces escuchaba con claridad el rugido del fuego, procedente de la parte delantera de la casa. La madera chasqueaba y estallaba a medida que ardía, e imaginó unas llamas en forma de colmillos devorando la casa.

—Cassy, vamos a la parte trasera de la casa, a la cocina. —La voz de Darra Lok era firme, pero sosegada—. ¿Puedes ver al frente?

El humo iba penetrando por el corredor que unía la entrada principal con la cocina, y pedazos chamuscados de material flotaban en las cálidas corrientes de aire que revoloteaban por la casa. Ascuas llameantes, que se zambullían y corrían como pececillos rojos, pasaron flotando junto al rostro de Cassy. El fuego sonaba como un largo y persistente trueno, como una tormenta descargando sobre la casa, pero seguía si ver llamas. A lo mejor, el fuego ardía desde el exterior al interior. A lo mejor el tubo de la chimenea se había desplomado y el viento había dejado caer una lluvia de chispas sobre el tejado.

Pequeña Moo despertó mientras Cassy y Beth recorrían el pasillo con el humo hasta la altura de la cintura. La pequeña profirió un asustado resoplido y gritó las palabras: «Mami, mami». Cassy esperó que no le escocieran los ojos. Su madre la acalló, y la niña permaneció en silencio un tiempo, aunque su respiración surgía resollante y entrecortada.

Beth fue la primera en llegar a la cocina. Había menos humo allí que en las escaleras y pasillos, y las ascuas de la madera que relucían en el hogar proporcionaron una segunda fuente de luz. Mientras Darra y Pequeña Moo penetraban en la habitación, un potente crujido sacudió la casa, y el aire caliente golpeó la espalda de Cassy. El olor a madera quemada se agudizó, y cuando aspiró con fuerza, pequeñas motas de quebradizas cenizas se pegaron al interior de su garganta.

—Cassy, Beth; abrid la puerta. —Su madre acunó a Pequeña Moo en la cadera—. Daos prisa.

Las dos muchachas corrieron a la puerta y, sin que mediara una palabra entre ellas, Cassy tiró de los cerrojos superiores en tanto que su hermana se ocupaba de los inferiores. A la mayor le parecía como si sus manos fueran toscos pedazos de arcilla, y de un modo estúpido, se puso a pensar en el vestido azul. Su padre ya no la llevaría a bailar llevándolo puesto.

La pesada puerta necesitaba un buen empujón para que empezara a girar, y cuando el último cerrojo quedó descorrido, las dos hermanas empujaron la madera con el hombro. Esta cedió un poco; luego, rebotó hacia atrás, de repente, con una sacudida, como si algo le cerrara el paso. Volvieron a intentarlo, pero la puerta sólo se abrió un poco. Cassy dirigió una veloz mirada a su madre.

—Está atrancada.

—Pero hay sitio suficiente para abrirse paso fuera —gritó Beth.

—De una en una —añadió Cassy, dubitativa.

Darra Lok paseó la mirada de la puerta a la corriente de humo que iba penetrando a su espalda. Pequeña Moo empezó a llorar.

—Beth, ábrete paso al exterior y mira si puedes descubrir qué la bloquea.

La niña contrajo el pecho mucho más de lo que era necesario, y Cassy distinguió el contorno de sus costillas bajo el camisón mientras se escurría por los treinta centímetros de la abertura. Sus ojos centelleaban; esto era entonces una aventura para ella.

—Está muy oscuro; no veo nada —fue lo último que dijo.

Darra la llamó, pero el rugido y el crepitar del fuego ahogaron cualquier respuesta. Aguardaron, pero Beth no regresó. Cassy hizo intención de seguirla al exterior.

—No —dijo su madre con severidad—. Toma. Sujeta a Moo. Yo iré a por ella.

Pequeña Moo no quería abandonar los brazos de su madre, y sus deditos gordezuelos se aferraron a la tela del vestido de esta, arrancando pequeños trocitos de lana cuando su hermana mayor la apartó por la fuerza. Hacía mucho calor, y una gran cantidad de espeso humo negro empezaba a penetrar en la cocina. Cassy colocó la espalda en dirección a él, para proteger a la pequeña.

Darra dio tres pasos al frente, colgó la lámpara en un clavo hundido en el marco y luego se volvió para mirar a sus hijas. Las líneas que rodeaban su boca estaban más marcadas de lo que Cassy había visto nunca, y sus ojos habían dejado de ser azules y entonces brillaban grises como el acero. A su hija mayor le pareció muy fuerte y exquisitamente hermosa.

—Regresaré enseguida —anunció.

Cassy estuvo a punto de decirle que regresara. Lo recordaría más tarde, y aquello la atormentaría. Estuvo a punto de decirle: «Madre, por favor no vayas». Pero no lo hizo, y Darra Lok se abrió paso por la abertura, y Cassy no volvió a verla.

Se escuchó una aspiración, aguda, como si la mujer hubiera querido chillar; luego, silencio.

—¡Madre! —llamó la muchacha, balanceando a Pequeña Moo contra su pecho—. ¡Madre!

En algún lugar en el interior de la casa, se produjo un estallido de aire caliente que perforó postigos y cristales, y se escuchó un sordo sonido desgarrador, cuando el enlucido, al calentarse, empezó a desprenderse de las paredes del pasillo. De repente, Cassy dejó de ver el resplandor anaranjado que indicaba la posición del hogar. La joven meció a Pequeña Moo contra su pecho, diciéndole carantoñas con voz ronca por el miedo.

Dirigió una veloz mirada a la puerta. La abertura de treinta centímetros estaba llena de sombras, e hilillos de humo penetraban por ella como agua en una zanja.

«De una en una». Cassy se estremeció al recordar sus propias palabras. Sin apenas darse cuenta de lo que hacía o por qué, se trasladó de la puerta a la ventana más próxima. Los dos juegos de postigos estaban atrancados y cerrados con pestillo, y tuvo que depositar a la pequeña en el suelo mientras se ocupaba de ellos. «¿Por qué había tantos cerrojos?». La frustración hizo que se mostrara negligente con los dedos, y se hirió los nudillos en una cabeza de clavo que sobresalía al echar hacia atrás el primer juego de contraventanas. Le resultó muy fácil hacer caso omiso del dolor. El segundo conjunto de postigos resultó más fácil, y los tuvo abiertos en menos de un instante. Aire fresco y limpio le dio en el rostro. Fuera, en el patio, todo estaba oscuro y silencioso. Temblando aliviada, se inclinó para levantar a Pequeña Moo.

Sólo que Pequeña Moo no estaba allí. Volvió la cabeza, y una oleada de náusea y miedo inundó su garganta. «¡No!».

La pequeña había gateado hasta la puerta. Su gordezuela manita estaba en la abertura.

—¿Mamá? ¿Mamá? —llamaba en voz baja.

Cassy se movió más rápido de lo que jamás se había movido en su vida. Alargó las manos para sujetar los pies cubiertos con calcetines azules de su hermana, pero otras manos situadas al otro lado de la puerta la encontraron antes, y Pequeña Moo fue arrastrada al otro lado de la abertura. Cassy cerró las manos…, las cerró con fuerza…, rozó la suave lana de los calcetines de la niña… y luego no encontró más que aire helado.

La joven contempló con fijeza el espacio que su hermana había dejado tras ella, y de un modo estúpido, ridículo, no consiguió dejar de aferrar el aire. Su corazón se había detenido en su pecho.

«Mamá me entregó a la pequeña».

Inspiró aquel pensamiento, lo llevó a su interior, a las profundidades de su ser, donde su corazón había dejado de existir. Y luego, se irguió y se apartó de la puerta. Alguien en el otro lado deseaba que muriera. Alguien había encendido un fuego frente a la casa y luego había arrastrado algo pesado como una piedra o un trozo de madera ante la puerta trasera, de modo que la familia Lok tuviera que escapar de uno en uno.

Como un fantasma, Cassy se movió por el humo, mientras el sudor corría por su rostro, ennegreciendo el cuello de sus ropas y provocando volutas de vapor. La cadena de plata que llevaba colgada al cuello ardía como un alambre al rojo vivo, y tocar la lámpara era como tocar un tizón encendido. El pequeño disco de cobre que cubría la abertura del recipiente del aceite giró hacia atrás con un solo golpecito, y al acercar una silla cercana para colocarla bajo la ventana y subirse a ella, unas gotitas de aceite de pino salpicaron el suelo. La muchacha no hizo el menor esfuerzo por ocultar sus movimientos mientras izaba el cuerpo sobre el alféizar: que las manos que se habían llevado a Pequeña Moo fueran a por ella, porque se quemarían en el infierno.

Vio cómo la sombra se movía hacia ella cuando apartó el cuerpo del marco. Se le aproximó oscura y ágil, moviéndose como tinta derramada. Las manos estaban enguantadas en brillante cuero y sujetaban un cuchillo de lo más vulgar. La hoja estaba inmaculada, pero Cassy no se dejó engañar. Ella había despellejado conejos y corderos antes, y sabía la facilidad con que se limpiaba la sangre. El tiempo aminoró su marcha mientras la hoja hendía el aire. Un segundo se prolongó en una línea tan fina que parecía imposible su existencia mientras la joven balanceaba la lámpara. El cuchillo tocó a la muchacha, y esta se sintió agradecida, agradecida porque la lámpara y su aceite, que corría libremente, chocaron contra aquellas manos enguantadas.

El fuego llameó con un violento siseo, creando un muro de luz cegadora, y de improviso no hubo aire que respirar, sólo gas ardiente y apestoso. Cassy oyó cómo sus cabellos chisporroteaban como ramitas secas cuando el fuego sin llama cayó sobre ellos, pero apenas si le importó. Las manos enguantadas ardían en un caldero de fuego rojo como la sangre.

• • •

Por fin, llegaron a un lugar donde las paredes eran totalmente lisas. El pasillo de roca se ensanchó y adquirió altura, y pudieron alzarse del suelo por el que se habían arrastrado y mantenerse erguidos sobre los dos pies. Raif ayudó a Cendra a incorporarse. El abrigo de lince que esta llevaba había perdido piel en los codos y las rodillas, y estaba cubierto de una grasienta espuma de aceite mineral y hielo. Las palmas de sus dos mitones habían quedado peladas; uno estaba desgarrado, y había sangre alrededor de los deshilachados bordes. También había sangre en su mejilla; un poco antes había tropezado con una protuberancia rocosa que le había arrancado una pulgada de piel del rostro.

Raif había perdido todo sentido del paso del tiempo, y ya no sabía si era de día o de noche. Cuántas horas habían transcurrido desde que habían abandonado el río Hueco era algo que jamás sabría. Si alguien le hubiera dicho que había pasado treinta horas a cuatro patas, arrastrándose por aberturas no mayores que la puerta de una perrera y por pasadizos tan escarpados que habían convertido en jirones la capa cogida al cadáver, habría asentido y aceptado aquello como cierto. Las manos le ardían. En una ocasión, durante el trayecto, había cometido el error de arrancarse los guantes con los dientes y palpar la carne vendada. Fue como palpar un odre de agua; rezumaban fluidos alrededor de sus dedos, tibios y amarillentos como huevos batidos. Se había vuelto a colocar los mitones al instante y no había mirado de nuevo desde entonces; era más fácil vivir sólo con el dolor.

Mientras intentaba librarse del dolor de las piernas, contempló el pasillo de paredes alisadas que se extendía ante ellos. En la roca, había tatuada una imagen del cielo nocturno; estrellas y constelaciones relucían en lo alto, y zumayas y grandes búhos cornudos surcaban las frías corrientes bajo una luna de hielo puro. Criaturas espectrales con dedos de huesos carbonizados y ojos negros como el infierno cabalgaban sobre caballos fantasmales desde una fisura profundamente abierta en la roca. Raif desvió la mirada hacia otra sección de pared, y se encontró con una segunda fisura de la que surgían criaturas que no pertenecían al mundo de los hombres como gusanos de un cadáver putrefacto.

«Mata un ejército para mí, Raif Sevrance».

—Amortigua la luz —indicó el joven a Cendra, en voz baja.

Esta lo hizo, y cuando él tomó su mano entre la suya la encontró caliente por el calor que emanaba el farol. Sabía que la muchacha había visto las mismas cosas que él, y el corazón le dolía ante el valor de su compañera. La joven no se había detenido ni descansado una sola vez durante todo el viaje; ni había hablado de miedo. Él la amaba completamente y ya no podía imaginar un mundo en el que ella no estuviera a su lado. Tenía que protegerla eternamente. Ella era su clan.

En ese liso y nuevo corredor había espacio suficiente para que avanzaran el uno junto al otro, y por un instante, Raif se permitió imaginar un futuro en el que él y Cendra vivieran en una granja en algún lejano rincón de los territorios de los clanes. Effie también estaría allí, y Cendra la querría como a una hermana, y él les enseñaría a ambas a pelear y a cazar, y juntos plantarían un buen macizo de avena y otro de cebollas, y tendrían seis ovejas para que les proporcionaran lana y leche. Y Drey… Drey iría a allí dos veces por semana y sería más que un hermano para todos ellos.

Raif aspiró con fuerza. Poco a poco, despedazó el sueño en su mente hasta que no quedó nada, excepto trozos deshilachados. Se trataba de una fantasía infantil, y era un estúpido al imaginar aquello, y lo único que importaba era la caverna de Hielo Negro.

Noooooooo.

Cendra se sobrecogió cuando el alarido recorrió veloz el pasadizo. Las voces habían permanecido en silencio durante algún tiempo, y Raif había esperado contra toda lógica que hubieran desaparecido; no obstante, al mismo tiempo que la cola del grito se desvanecía en el congelado aire, se dejó oír un segundo alarido, y luego otro. Y a continuación, empezaron los lamentos.

Por favor, señoraaa, no; señoraaa

Hace tanto frío, comparte la luz

La queremos, dádnosla, alargad las manos

A Raif se le puso la carne de gallina. Podía oír el chasquido de uñas sobre piedra y oler el hedor de cosas quemadas. Todo en su interior le decía que ese no era lugar para un miembro de un clan; había visto la luna y el cielo nocturno en la pared: era territorio de los sull.

Y sin embargo, también había un cuervo, y había estado guiando el camino, y debía significar algo.

Apretando los labios hasta formar una sombría línea, cerró con más fuerza su mano sobre la de Cendra y la condujo a través de los fúnebres lamentos de criaturas dementes hasta la cueva que les aguardaba al otro extremo.

En realidad, no había que ir muy lejos. Las voces habían sabido que ella se encontraba cerca. De improviso, ya no hubo más decoraciones en las paredes, sólo símbolos hechos por una mano extranjera. Una arcada tallada en la roca de la montaña marcaba el final del trayecto. Se trataba de otra obra sull, oscura y sombreada con luz de luna, con flores que se abrían por la noche en su base y mariposas nocturnas de alas plateadas suspendidas en la piedra. Una figura toscamente tallada saltaba sobre el borde del arco, con las facciones vueltas hacia la roca, de modo que su rostro quedaba en el anonimato, y con una espada de sombras en la mano.

Al cruzar bajo la arcada, Raif observó que había una pareja de cuervos tallada en la zona más recóndita de la roca; tenían los picos abiertos como paralizados en mitad de un grito, y sus zarpas efectuaban una danza sobre la piedra. De un modo automático, se llevó la mano al cuello y sacó su amuleto. Sujetándolo en la mano, penetró en la caverna de Hielo Negro.

El clan no tenía palabras para ese lugar. El mundo de los clanes era uno de luz diurna, caza y hielo blanco; poseía fronteras y límites, y docenas de modos de separar un clan de otro y las propiedades de un miembro de un clan de las de su vecino. Ese lugar era fino en los bordes, como una espada vuelta sobre su costado, y sus límites se derramaban al interior de otro mundo, por lo que Raif dudó que fueran auténticos límites. Apenas parecía existir ante sus ojos, como algo surgido de la luz de la luna y la lluvia; sin embargo, incluso mientras lo pensaba, se daba cuenta del peso y la enorme masa del lugar.

El hielo humeaba como un gran dragón negro surgiendo de un lago helado, y centelleaba con todos los colores que se pueden ver por la noche. En una ocasión, hacía muchos veranos, Effie había ido a poner trampas con Raina. No era más que una niña muy pequeña entonces, apenas capaz de andar sobre sus dos pies; sin embargo, de un modo u otro, había regresado a casa con un guijarro de granito del tamaño de un huevo en el puño. Estaba muy excitada en comparación con su modo de actuar más bien tranquilo, y para complacerla, Inigar Corcovado lo había pasado por la sierra y lo había partido en dos. Raif recordaba haber observado cómo el agua usada para enfriar el proceso se derramaba sobre el granito a medida que la sierra iba partiendo la piedra, y también recordaba haber fruncido el entrecejo ante el desperdicio de una buena pieza para jugar a cabrillas. Entonces, la piedra se había partido en dos, y en su interior había un núcleo de cuarzo puro. Oscuro y ahumado, y centelleando como la gema más brillante, encajado en un reborde de roca maciza. El joven pensó en aquello mientras contemplaba la caverna, pues era como hallarse en el centro de una piedra así.

No conseguía imaginar qué líquido se había enfriado para formar el hielo. Láminas de este, algunas tan lisas que podía ver su propio rostro reflejado allí, y algunas tan irregulares como una médula espinal, forraban cada porción de la cueva. Anduvo sobre él en cuanto entró; lo escuchó tintinear y agrietarse a medida que su peso descansaba sobre él; sintió cómo toda la estructura se estremecía mientras la tensión se extendía sobre ella como murmullos por una habitación.

La caverna se alzaba hasta una altura de tres pisos y era más amplia que ninguna cueva que hubiera visto jamás. Era inmensa y totalmente helada: una frontera entre mundos. Cuando miró al interior del hielo, vio formas que se movían y ondulaban en el lugar donde debería haber estado la pared de la cueva. Fuego negro ardía en el interior. Distinguió las sombras de criaturas encapuchadas, de bestias con muchas cabezas y lobos con colas chasqueantes, y cosas que no eran hombres; al menos, no del todo. Vio pesadillas y sombras, y cosas siniestras; no obstante, cuando volvió a mirar, el hielo estaba quieto.

Las voces sonaban histéricas entonces. Suplicaban a su señora, le rogaban que diera media vuelta, que huyera de la cueva, que proyectara su energía en otro lugar.

Raif notó cómo Cendra se soltaba de su mano, y odió tener que dejarla ir. Ella percibió su resistencia y se volvió para mirarlo, y él se dio cuenta ya entonces de que la joven estaba cambiando. Sus ojos empezaban a adoptar los colores de los sull, pues ya no eran grises, y brillaban plateados y color azul noche. Su mandíbula estaba apretada, y la barbilla aparecía alzada, pero los labios estaban rojos allí donde los había mordido. Al contemplarla, el muchacho comprendió una cosa: no podía ayudarla en eso.

El punzón de hielo que había sujetado a su cinturón no servía de nada allí. Tem, Drey, Corbie Méese: ningún miembro de un clan podía hacer otra cosa que permanecer allí, inmóvil, y observar. No había nada de carne y hueso contra lo que luchar, no había cuellos o vientres blandos que cedieran al filo de un hacha; simplemente, sombras y hielo negro. Cuando Cendra proyectara su poder lo haría sola.

De un modo espontáneo, apareció en su mente la imagen de las mujeres y niños que huían de los Granizo Negro en la calzada de Bludd. También entonces se había quedado allí inmóvil y observando.

Vigilante de los muertos. Un escalofrío empezó a subir por la base de su columna vertebral, pero se irguió muy rígido y lo detuvo. No demostraría otra cosa más que fuerza ante Cendra.

Ella lo miró durante un largo instante, inmovilizándolo donde estaba. Lentamente, se despojó de sus guantes y los dejó caer al suelo; el abrigo cayó tras un simple encogimiento de hombros, y de pronto, estaba de pie en la cueva, ataviada con un sencillo vestido gris, y con sus cabellos de un dorado casi blanco cayendo libremente por sus hombros. Le sonrió con suavidad.

—Todo va bien —le dijo también con suavidad—. Estoy aquí, y sé lo que debo hacer. Es sólo bailar sobre hielo a partir de ahora.

Él no sonrió, pues el miedo por ella lo consumía. La muchacha sabía que él podía matar animales yendo directo a su corazón —le había visto hacerlo con sus propios ojos—; sin embargo, no sabía que era el vigilante de los muertos, y debería habérselo dicho antes…, ya que entonces no podía contárselo.

—Debes dejarme ir, Raif.

No se había dado cuenta de que le había sujetado el brazo hasta que ella tiró de él para recuperarlo. La muchacha empezó a alejarse de él, y el temor creció en su estómago sólo de pensar en ella allí sola. Tenía que protegerla. Él que había visto morir a las mujeres y niños Bludd en la calzada de Bludd, que había visto como el caballo de Shor Gormalin traía a este a casa y había matado a tres hombres del clan Bludd en la nieve frente al establecimiento de Duff, tenía que impedir que la joven sufriera ningún daño.

En su contrariedad, tiró de la cuerda que sujetaba su amuleto, y el duro pedazo negro de marfil de ave se clavó en sus enguantadas manos. Amuleto de cuervo. Lo sujetó y sopesó en la mano. Lo había protegido a él en todo momento, y tal vez protegía también a los sull. Y a lo mejor los cuervos junto a los que había pasado en la arcada y en la pared del río habían estado protegiendo el camino, y no mostrándolo.

—Cendra —dijo arrancándoselo con un veloz movimiento.

Ella volvió la cabeza hacia él.

—Ponte esto. —Le tendió su amuleto.

—No puedo. Es parte de tu clan.

—Tú eres mi clan. Y no tienes un amuleto que te proteja.

«Y los cuervos siempre sobreviven hasta el final», pensó.

—Tómalo —añadió.

Algo en su voz obligó a la joven a aceptar, y lo tomó de su mano y se lo sujetó al cuello. Parecía siniestro y salvaje allí, en su bramante de cuerda podrida por el sudor; sin embargo, algo en lo más profundo de su ser se tranquilizó al verlo descansar sobre la piel de la muchacha. Entonces podía dejarla marchar.

Se apartó de él en silencio, con el repulgo de la falda arrastrando por el hielo. La caverna se estremecía con cada paso que daba y las voces la acosaron como perros.

Os odiamos, señora; acuchillaremos vuestro hermoso rostro.

Os arrastraremos con nosotros; os haremos arder.

La barbilla de Cendra se mantuvo erguida, a pesar de que las amenazas eran terribles en su violencia y odio, y el hielo negro era más frío que una tumba. Raif sintió cómo el poder se acumulaba en ella; sintió cómo extraía lo que necesitaba del aire. Su vientre se hinchó, y sus pechos ascendían y descendían, y los músculos de sus hombros empezaron a moverse.

La caverna refulgió como un fuego oscuro, con sus extremos y afilados bordes oscilando entre mundos, y a su parte central se dirigió al Enlace. La joven avanzaba con pasos firmes mientras vientos helados alborotaban sus cabellos y agitaban las mangas de su vestido; mordía con fuerza la comisura del labio. El aire a su alrededor se enrareció y deformó, y poco a poco, muy despacio, una delicada aureola de luz azul apareció alrededor de sus hombros y brazos. Raif sintió arder su rostro debido al frío. Había visto una luz parecida con anterioridad, en las hojas de miembros del clan cazando bajo la luz de la luna y en los fríos núcleos interiores de las llamas.

A medida que el negro hielo crujía y se estremecía a su alrededor, Cendra Lindero proyectó su poder. Más tarde, Raif recordaría su belleza mientras permanecía allí pintada en luz azul, con los dedos alzándose primero, luego las manos y a continuación los brazos; mientras proyectaba su ser hacia un lugar que él jamás, en la vida, podría conocer de primera mano. Más tarde recordaría aquello…, pero en esos momentos no sentía otra cosa que miedo.

Los brazos de la muchacha se elevaron, extendiéndose por completo para abarcar todo un mundo situado más allá del mundo del joven; y su boca se abrió y una terrible sustancia negra brotó de su lengua y se estrelló contra el hielo. La caverna se estremeció. La montaña retumbó con una profunda nota sorda que sonó como si los Dioses de la Piedra estuvieran haciendo añicos el mundo. Sin embargo, el hielo negro permaneció intacto. Las paredes se doblaron ante su poder, cediendo como hielo de agua salada, pero no lo dejaron pasar. El hielo se estiró y retorció, formando grotescas protuberancias negras y llagas de presión allí donde el hielo se estiró hasta resultar tan delgado que era casi blanco. La cueva zumbó debido a la tensión. Y las voces chillaron, más y más fuerte, aullando un cántico de terror y condenación que se elevaba de un lugar más profundo que cualquier infierno.

El poder fluyó sin descanso, abandonando el cuerpo de Cendra con la fuerza del vapor surgiendo bajo presión y estallando contra las paredes de la caverna. El hielo negro centelleó bajo el bombardeo, volviéndose tan transparente como un cristal pulido. En su interior, Raif vio cosas que deseó no volver a ver jamás: un paisaje calcinado, un mundo de pesadilla, una masa resbaladiza y convulsionada de almas siniestras.

Cendra se enfrentaba a todas ellas. Lo comprendió con claridad; también vio que el cambio que se había iniciado en el momento en que ella había penetrado en la cueva seguía teniendo lugar en la joven. Se estaba convirtiendo en lo que había sido sólo una palabra para Raif antes. Una Enlace. Aquello jamás terminaría para ella, no realmente, ni siquiera después de abandonar ese lugar. Heritas Salmodias lo había dicho, pero él no había querido comprenderlo; él había deseado creer que la caverna de Hielo Negro marcaría el fin. Entonces, al ver el aire rizándose por el calor provocado por su poder y cómo la lámina de hielo negro se tensaba para contener lo que ella liberaba, comprendió que aquello era sólo el principio.

Los ojos de Cendra estaban fijos en algún punto distante situado más allá del hielo. Por un breve instante, el joven vislumbró un mar de cambiantes aguas grises… ¿O se trataba de nubes o humo? Heritas Salmodias lo había llamado las tierras fronterizas y había dicho que Cendra era la única persona viva que podía andar por ellas sin miedo.

Más calmado, Raif observó el rostro de su compañera. Deseaba que aquello terminara.

Las paredes de la caverna rechinaron entre sí a medida que el poder de Cendra iba surgiendo. El sudor discurría en hilillos por su cuello y las elevadas curvas de sus pechos, y el pelo mojado se pegaba como cadenas a su rostro. Las palabras no habían servido de nada a las voces, y todo lo que les quedaba era el horrible balido de los rebaños encerrados a la espera de ser sacrificados. Raif odió aquel sonido y se dijo que iba a volverlo loco.

Por fin, los sonidos se apagaron hasta convertirse en gruñidos y gañidos; luego, cesaron por completo. El aire se quedó inmóvil. El polvo flotó hacia el suelo a medida que el triturado de las paredes de la cueva se iba deteniendo, y el hielo negro brilló plateado por un instante, y luego se apagó para adoptar un tono negro mate. Se había consumido, y Raif se dijo que un rápido golpe con un zapapico sería suficiente para hacerlo añicos como si fuera cristal.

Cendra se quedó de pie en medio de la caverna, con los brazos extendidos a ambos lados ante ella, mientras la luz que envolvía su cuerpo se iba difuminando hasta desaparecer.

Nada se movió durante un larguísimo instante. Raif se sintió como si estuviera solo allí; apenas parecía que Cendra se hallará en aquel lugar. Su espalda estaba rígida, y sus ojos, fijos en la lejanía, e incluso el trozo de labio que había mordido había palidecido. La única cosa en ella que parecía estar por completo en ese mundo era el feo pedazo de cuervo colgado a su cuello. Aquello era sólido: oscurecido por las grasas de la piel de Raif, desgastado en las zonas que él acariciaba, su marfil resquebrajado y estropeado como la uña de un anciano. Pertenecía a la tierra o a los restos de un fuego consumido. No pertenecía al territorio situado más allá del hielo.

Raif aguardó. Quería hacer añicos el hielo con los puños y llevarse a Cendra de allí como un hombre secuestrando una criatura. Sin embargo, no quería hacerle daño. Estaba tan delgada, casi como Effie; si la trataba con rudeza, podía romperle los huesos.

Poco a poco, inspiración a inspiración, ella regresó a él.

Su boca se cerró, y tras muchos minutos parpadeó, y cuando su mirada volvió a concentrarse fue a posarse en algo que los dos podían ver. Pareció como si le costara relajar los brazos, y realizó unos torpes y cortos movimientos para colocarlos a los costados; luego, tras un instante se llevó la mano a la garganta y tocó el amuleto de cuervo. Lo contempló con sus nuevos ojos azul plateado, se lo llevó a los labios y lo besó.

—Me condujo de vuelta —dijo con una voz que se había quedado sin fuerzas—. Estaba perdida, y él me trajo de regreso.

Raif cerró los ojos. Su corazón llevaba tanto tiempo sin sentir alegría que no supo qué era lo que lo embargaba. Sólo sabía que tenía que ir hasta ella y sacarla de ese lugar.