Vamos, ponte el abrigo y el impermeable de hule. Vienes conmigo.

Raina Granizo Negro agarró la esquina de la manta de Effie y la levantó del jergón.

Effie Sevrance parpadeó. La luz de la lámpara le lastimaba los ojos, y no le agradaba demasiado la idea de salir al exterior. El terreno fuera de la casa comunal era extenso, despejado y helado, y uno podía perderse en los brezales y no ser hallado jamás.

—Por favor, Raina, no quiero…

—No, criatura —repuso ella, interrumpiéndola—. No me importa lo que digas. Necesitas aire fresco en ese rostro tan pálido, y tan seguro como que los Dioses de la Piedra crearon a los clanes que pienso ocuparme de que lo obtengas. —Dio una palmada en el muslo de la niña—. Vamos, ya. Iremos al Bosque Viejo a comprobar mis trampas, y quiero ir allí y regresar antes de que finalice la mañana.

Moviéndose por la pequeña celda donde Effie dormía sola, Raina Granizo Negro tomó el impermeable de hule, los mitones de piel de perro y un abrigo de lana de la silla y el gancho donde habían sido pulcramente colgados o doblados. Effie se dijo que no le importaba que Raina estuviera allí, no en realidad, ya que no era como algunas personas que sólo querían ser entrometidas y divertirse. Letty Shank siempre estaba allí, robando piedras, desperdigándolas por la habitación, arrebatándole a Effie el amuleto del cuello para ponérselo ella.

—Miradme —decía a Mog Wiley y a las otras—. Tan estúpida como la piedra que el guía del clan me dio.

Effie se mordió el labio. Todas se reían como si fuera la cosa más divertida que hubieran oído jamás, y, apelotonándose alrededor de Letty Shank, intentaban arrebatarle el amuleto, ansiosas por lucirlo también ellas.

Levantándose del jergón, Effie miró a Raina con el entrecejo fruncido; la mujer quería ponerle el abrigo y los mitones, pero ella prefería hacerlo por sí misma, lo que hizo sonreír a Raina.

—Hay algunas rocas bonitas en el lado oeste del Bosque Viejo, sabes, junto a la vivienda de Hissip Gluff. Tal vez encuentres algo nuevo para tu colección.

—Son de arenisca —repuso Effie—, como la casa comunal.

—¡Oh!, no estoy muy segura de eso, Effie Sevrance. Cuando estuve allí arriba la última vez juraría que vi algo brillando debajo de mi trampa para zorros.

—¿Lo viste? —La niña se mostró interesada al instante, pues sabía que Raina Granizo Negro no era el tipo de mujer que mentiría sobre nada, y muy especialmente sobre rocas.

—Sí. —La mujer se inclinó y besó la coronilla de la niña—. Date prisa ahora. Si no llevas puesto el impermeable y las botas dentro de un minuto, haré que Cabezaluenga baje y plante champiñones en tu cama. Te aseguro que aquí hay humedad suficiente para que crezcan. —Se estremeció—. Te lo digo en serio.

Effie casi se echó a reír ante la idea de tener champiñones creciendo en su cama, pero no le gustó el modo como Raina había aumentado la intensidad de la lámpara de brea y paseaba la mirada por la pequeña celda de piedra con expresión desaprobadora.

—No quiero ir a dormir con las otras niñas —dijo para desviar la atención de Raina—. Por favor. Anwyn me ha dado su mejor manta de piel de cabra. Y tengo una antorcha encendida casi toda la noche.

La expresión preocupada que siempre hacía que Effie se sintiera mal apareció en el rostro de Raina.

—Átate bien los mitones —fue todo lo que dijo—. Está todo blanco en el exterior.

A Effie le gustaba más la casa comunal a primeras horas de la mañana porque había poca gente por allí, flotaban olores apetitosos a tocino y cebollas asadas procedentes de la cocina, y la luz que se filtraba a raudales por las elevadas ventanas prometía cosas buenas. Era como si lo que fuera que hubiera sucedido el día anterior quedara totalmente anulado. Mientras ascendían por la rampa de entrada, a la única persona a la que encontraron fue a Nellie Verdín, la hachera. La piel de las manos de Nellie estaba roja y brillante por antiguas cicatrices dejadas por quemaduras de antorchas, y todas las otras niñas, incluidas Letty Shank y Mog Wiley, le tenían miedo. No sucedía lo mismo con Effie…, no del todo. Nellie Verdín conseguía moverse por toda la casa comunal sin que nadie le prestara atención y hacía la mayor parte de su trabajo en la oscuridad, y a la niña le gustaba hasta cierto punto aquello.

Raina Granizo Negro impidió que Nellie pasara junto a ellas sin detenerse posando una mano en su brazo.

—¿Alguna señal de su regreso?

—No. —La mujer negó con la cabeza—. Ninguno ha vuelto esta noche.

Raina asintió con la cabeza, y la expresión preocupada volvió a aparecer en su rostro.

—Si regresan, asegúrate de decirles que estoy en el Bosque Viejo con mis trampas. Regresaré antes del mediodía.

—En el Bosque Viejo con tus trampas —repitió Nellie con su ronca voz hombruna.

Effie creyó ver algo desagradable en el rostro de Nellie Verdín, pero cuando pestañeó ya había desaparecido. Por un instante, la niña recordó al pequeño hachero Wennil Drook, que había encendido las antorchas antes que Nellie. La pequeña no creía lo que los demás decían sobre que había robado el cuchillo de Corbie Méese; Wennil había sabido cosas sobre piedras y, en verano, apenas pasaba una semana sin que le trajera alguna pieza nueva para su colección.

—Effie, súbete la capucha.

La niña hizo lo que Raina indicaba, y juntas abandonaron el edificio por la puerta lateral, que conducía al exterior pasando por la casa-guía y los establos. Todo —los establos, el pastizal, el patio de arcilla y el techo de piedra gris de la casa-guía— estaba cubierto de una gruesa capa de nieve. Incluso el pequeño arroyo que discurría detrás de los abedules, al que Orwin Shank llamaba la Filtración debido a sus aguas de un color amarillo verdoso, corría entonces bajo una capa de hielo cubierta de nieve. Había estado nevando intermitentemente durante siete días ya, desde el día en que Bron Halcón regresó del territorio de los Dhoone.

El clan se había dividido a la mañana siguiente. Maza Granizo Negro y los hombres que le habían jurado lealtad habían cabalgado al este para efectuar un reconocimiento de las tierras del clan Dhoone. Drey había partido con el grupo…, y Effie se sentía preocupada. Raif se había marchado con Shor Gormalin y otros a ver al clan Estridor, para averiguar lo que pudieran de su jefe, que compartía fronteras con los Granizo Negro y los Dhoone. También se habían colocado más hombres en las guardias de los límites este y sur, y a todos los miembros coaligados del clan se les había ordenado ir a la casa comunal para defenderla en caso de ataque. Se esperaba el regreso de los grupos de Maza y Shor en cualquier momento, y entonces se celebraría una gran reunión, en la que sólo se admitiría a los miembros del clan que hubiesen jurado lealtad.

Effie suponía que, finalmente, nombrarían a Maza Granizo Negro caudillo.

—No te quedes ahí parada, Effie Sevrance —dijo Rain a, siguiendo el muy pisoteado sendero que conducía a los establos—. Tienes que ayudarme a equipar y ensillar a Cari.

Echando una mirada más allá del pastizal, hacia la baja cordillera de piedra arenisca que se alzaba a lo lejos, la niña se mordió el labio inferior. La nieve hacía que todo pareciera muy al descubierto. Inmenso. El paisaje dejaba de tener zonas identificables, como los pastos de las ovejas y las vacas, y el huerto de manzanos de Cabezaluenga y la Cuña, y se convertía en un todo único.

El corazón de la chiquilla empezó a latir un poco más deprisa en su pecho. El terreno era una enorme nada blanca, como los espacios en los sueños que se extendían sin fin…

—¡Oh, no!, no lo harás, Effie Sevrance —indicó Raina, tirando de su brazo—. No vas a escapar de mí esta vez. No hay nada de lo que tener miedo, sólo aire fresco y nieve. No te dejaré, lo prometo.

La pequeña dejó que la arrastraran a los establos. Le gustaban los establos, pero no tanto como los recintos de los perros. Los establos estaban rodeados por gruesas paredes de piedra, pero eran grandes y de techo alto, y existía demasiado espacio por encima de la cabeza de una persona; no sucedía lo mismo con las perreras. El pequeño recinto para los perros era tan bajo que ningún adulto podía permanecer en pie en su interior, y Effie sonrió al recordar cómo Shor Gormalin tuvo que agacharse para sacarla de allí dos semanas atrás. Shor Gormalin era una persona agradable que además la había comprendido cuando le contó que, en realidad, no se había escapado.

—Sólo buscabas un lugar agradable para pensar —le había dicho él con un pensativo movimiento de cabeza—. Ya entiendo. También lo hago yo de vez en cuando. Aunque yo diría que prefiero escoger un lugar más cálido y menos arriesgado que las perreras. Esos podencos de Shank podrían arrancarle la cabeza a un hombre.

«Podencos de Shank». La sonrisa de la niña se amplió. Los perros de Orwin Shank eran tan dulces como cachorros con ella.

—Será agradable, ¿sabes? —Raina sonrió al ver sonreír a su compañera—. He asado unas rodajas de manzana envueltas en tocino.

Sintiéndose repentinamente mucho mejor, Effie empezó a abrochar la brida de Cari. Le encantaba ver sonreír a Rain a.

Cuando la jaca estuvo ensillada y con dos alforjas de cuero vacías echadas sobre la grupa, la mujer la sacó al patio. El Bosque Viejo se encontraba al oeste de la casa comunal, más allá de los pastos y pasado el cerro situado al norte. Elevadas agujas de abedules de papel y abetos negros rompían la línea del horizonte, y en lo alto, una fila de gansos volaba hacia el sur. Nieve virgen crujió bajo las botas de Effie; la superficie estaba endurecida por la helada nocturna. Hacía un frío terrible, y la niña notó cómo sus mejillas ardían bajo la capucha de piel de zorro. Cristales de hielo relucían en las ramas de los arbolillos de Cabeza-luenga.

Effie cruzó los brazos sobre el pecho y avanzó con las manos cubiertas por los mitones introducidas bajo las axilas. El invierno siempre llegaba deprisa al clan Granizo Negro, y su padre decía que se debía a que…

La niña se detuvo en seco.

Su padre ya no estaba.

Su padre se había ido.

—Effie —Raina hablaba con suavidad, y su voz sonaba muy lejana—. Todo va bien, pequeña. Estarás a salvo conmigo. Lo juro.

Algo escoció a la niña detrás de los ojos. Parpadeó, pero aquello no desaparecía. La mujer le decía cosas y oprimía sus hombros, pero Effie apenas lo sentía o la escuchaba, y el amuleto se le clavaba en la clavícula como un dedo que hurgara en ella. Su padre se había ido. Y ella había sabido que algo no iba bien desde el mismo instante en que él había partido; su amuleto se lo había dicho.

—Vamos, Effie Sevrance. Sube a Cari.

La pequeña sintió cómo las manos de la mujer se deslizaban bajo sus brazos y la levantaban del suelo; vio cómo el cielo se acercaba, blanco y cubierto de nubes de nieve; luego notó cómo su trasero descendía sobre la dura silla de cuero.

—Ya está. Toma las tiendas. Cari te tratará bien. ¿No es cierto, Cari? —dijo Raina, que palmeó el cuello de la jaca.

Effie tomó las riendas, y Raina ajustó los estribos a sus pies. Debajo de su impermeable y su abrigo de lana, la niña notaba cómo el amuleto se clavaba contra su carne. Quería decirle algo…, como el día en que su padre había cabalgado al norte en dirección a las Tierras Yermas.

Effie sacudió la cabeza. No quería saberlo. Su amuleto contaba cosas malas, y la hacía sentirse inquieta por dentro. Sujetando las riendas con la mano izquierda, introdujo la otra dentro del impermeable y sacó la pequeña roca que le había entregado el guía del clan al nacer. Un buen tirón era todo lo que hacía falta para romper el bramante, pero incluso a través de sus mitones de piel de perro la piedra parecía viva. No estaba caliente y no se movía, pero de algún modo empujaba.

—¿Qué sucede, Effie? ¿La piedra te ha arañado la piel?

Raina caminaba junto a Cari, y había levantado la vista, con el rostro arrugado y pálido, para mirar a la chiquilla.

Inclinándose en la silla de montar, la niña alargó una mano atrás para palpar una de las alforjas, y cuando su mitón se deslizó debajo de la tapa de cuero, soltó el amuleto y lo dejó caer al fondo de la bolsa. Una fuerte quemazón recorrió su estómago mientras la piedra caía, pero ella aspiró con fuerza y se dijo que resultaba una tontería tener miedo de una cosa que no era más grande que su nariz.

—Estoy bien, Raina. Sólo… era frío. Notaba la roca fría sobre mi piel.

La mujer asintió con la cabeza de un modo que provocó que la chiquilla se sintiera mal; odiaba decir mentiras.

Avanzaron en silencio después de eso. La mujer condujo a la jaca cerro arriba, y luego a la hondonada del otro lado. Viejos olmos, tilos, robles y cerezos silvestres empezaron a aparecer en el sendero; las desnudas ramas se aferraban al cielo con cada ráfaga de viento. Gotas de savia congelada brillaban como ojos en los lugares donde las ramas se dividían en ramas más pequeñas, y en lo más profundo de sus ahuecados troncos, el hielo húmedo brillaba como si fueran dientes.

Effie se estremeció. Por lo general, le gustaban los árboles viejos; sin embargo, ese día no hacía más que ver las cosas malas: los hongos de la madera que se comían la corteza, el viscoso moho verde que crecía en los troncos que daban al sur y las raíces que asomaban a través de la tierra alrededor de los pies de los viejos robles. Sin duda, las raíces no estaban pensadas para dejarse ver. El solo hecho de contemplarlas hacía que Effie se sintiera rara, como si estuviera vislumbrando cosas ocultas, como los pálidos insectos sin alas que habitaban bajo las tablas del suelo de la casa comunal y en las profundidades de sus muros.

Sintiendo que el corazón le volvía a repiquetear, la niña desvió la mirada y la fijó en un punto situado entre las orejas de Cari, al mismo tiempo que intentaba no pensar en el amuleto que descansaba en el fondo de la alforja de Raina ni en las raíces de los viejos robles. Deseó no tener puestos los mitones y poder acariciar el cuello de Cari, que sabía sería cálido, suave y agradable al tacto.

—Buena chica —musitó, pues necesitaba escuchar el simple sonido de su propia voz—. Buena chica, Cari.

El Bosque Viejo se acercaba a uno con sigilo. Primero se producía un simple ablandamiento del suelo, unos cuantos abedules y alisos tupidos, y una hilera de viejos olmos; a continuación, la nieve del suelo se tornaba más fina, mostrando las anchas hojas de los helechos de invierno y brotes desnudos de algodoncillos. Un poco más tarde, aparecían rocas redondeadas, salpicadas de blanco por los excrementos de las aves, y de amarillo, por el musgo marchito, y luego cada vez que se daba un paso, años de materia muerta y congelada crujían bajo los pies. La luz descendía entonces, y más adelante, el viento y el olor a tierra húmeda y a cosas que se descomponían despacio se agudizaban. Y finalmente, después de andar un poco más junto a tocones podridos y arroyos finos como alfileres, uno estaba ya allí, rodeado por un estremecido y chirriante bosque de tilos, olmos y robles; era el Bosque Viejo.

Effie se alegró de abandonar los espacios abiertos del valle, contenta de no tener que ver más que un pequeño trecho de camino ante ella. No obstante, todo estaba muy silencioso, y el viento no soplaba exactamente entre los árboles, sino que más bien siseaba. La niña dirigió una veloz mirada a Raina, deseando que esta hablara; pero la mujer permaneció callada, con el rostro inclinado sobre el sendero. Había un círculo de barro y nieve derretida alrededor del repulgo de su falda de lana, y se habían formado cristales de hielo a lo largo del borde exterior de la capucha.

Effie deseaba intensamente decirle algo a la mujer; algo que fuera divertido, interesante o inteligente, pero no era demasiado buena hablando, no tanto como Letty Shank y Mog Wiley.

En silencio, Raina condujo la jaca por la esquina norte del Bosque Viejo y hasta el borde oeste. La temperatura se había elevado ligeramente, y la nieve que pisaban no era ya tan quebradiza como lo había sido. Unas cuantas aves invernales, en su mayoría petirrojos y urogallos, se llamaban entre sí desde lugares que Effie no podía ver, y de vez en cuando la chiquilla sentía algo que se clavaba en la base de su espalda. Era una hebilla de metal o un grumo de cuero duro de la silla. Tenía que serlo, pues su amuleto no podía clavarse a través de las alforjas y de la grupa de Cari; no podía.

El borde oeste del Bosque Viejo era el mejor lugar para colocar trampas, y muchas mujeres del clan atrapaban animales allí, y todas tenían sus propios territorios y lugares secretos. Effie conocía a la perfección los lugares de Raina. La mujer tenía el derecho en exclusiva al arroyo situado entre los dos sauces gemelos y el risco, y al risco en sí, donde crecían gayubas y moras en lo alto de la elevación. La niña no sabía mucho sobre poner trampas para animales, pero sabía que los matorrales de bayas eran algo bueno, pues toda clase de criaturas iban a comer sus frutos.

Llegaron al territorio de trampas de la mujer mientras el sol se alzaba aún, y Effie saltó del lomo de la jaca al mismo tiempo que Raina ascendía al risco. Al llegar a lo alto del terraplén, la mujer se agachó bajo un matorral de gayubas para inspeccionar una de las trampas, y al cabo de un momento emitió un sonido de satisfacción.

—Tengo uno, Effie. Es un zorro, uno grande con un hermoso pelaje. Todavía está caliente.

Effie ascendió un poco, poniendo deliberadamente una cierta distancia entre ella y la alforja que contenía el amuleto. Deseó que el zorro no hubiera estado caliente, ya que eso significaba que Raina se detendría a despellejarlo antes de que se congelara. No se podía despellejar un zorro congelado.

La mujer emergió del matorral sujetando un zorro azul por el cogote; el animal tenía los ojos amarillos abiertos aún, pero no brillaba en ellos la astucia zorruna.

—Effie tráeme el cuchillo de desollar que está en la alforja izquierda.

La chiquilla no diferenciaba aún muy bien la izquierda de la derecha, y necesitaba tener las dos manos frente a ella para averiguar cuál era cuál. Realizando un pequeño movimiento basculante con los dedos enguantados, la pequeña frunció el entrecejo; la alforja izquierda era la que contenía el amuleto. Con el corazón latiendo un poco más deprisa que momentos antes, volvió a comprobar dónde estaban la izquierda y la derecha.

—¡Effie! ¡Date prisa! Quiero estar de vuelta al mediodía.

La voz de Raina sonó más seca de lo normal, y la chiquilla corrió la corta distancia que la separaba de Cari. Con los ojos cerrados y los labios bien apretados, introdujo una mano cubierta por un mitón en el interior de la alforja, y en el mismo instante en que sus dedos encontraban y se cerraban alrededor del frío metal del cuchillo de desollar, el amuleto se le clavó en el dorso de la mano. Effie dio un salto. El amuleto quería que lo cogieran y lo sostuvieran…, como aquella vez en la perrera pequeña, justo antes de que Shor Gormalin llegara.

—No —musitó la niña—, por favor. No quiero saberlo.

—Effie, el cuchillo.

Agarrando el arma con fuerza, Effie extrajo el brazo de la alforja con un violento tirón, y permaneció un instante totalmente inmóvil, con el rostro contraído y sosteniendo el cuchillo separado del cuerpo, para ver si algo sucedía. Pero nada sucedió. Los árboles crujieron, y un búho que no sabía qué hora era ululó. Con un suspiro de alivio, Effie corrió ladera arriba y se reunió con Raina.

La mujer ya había cortado el alambre de la trampa del hocico del zorro y estaba ocupada desprendiendo pedazos de hojas y nieve de su pelaje. La niña le entregó el arma, pero al hacerlo la tentación de inclinarse junto a ella y abrazar a Raina fue irresistible, y rodeó su cintura con los brazos.

—Pequeña, pequeña. —La mujer echó hacia atrás la capucha de la chiquilla y le acarició los cabellos—. No debería haberte traído hasta aquí. No ha estado bien por mi parte.

A Effie no le importó demasiado que la otra hubiera interpretado mal las cosas, ya que el sonido de la voz de la mujer, dulce, amable y totalmente familiar, era lo único que importaba. Con sólo escucharlo, Effie se sintió mejor; así que la abrazó un rato más y luego se apartó. Raina la dejó ir. El zorro colgaba de su mano libre, junto al arbusto, y la niña se dio cuenta de que la mujer se sentía ansiosa por desollarlo y marcharse.

—Ya sé —dijo Raina, realizando un leve gesto que indicó a la niña que se subiera la capucha para protegerse del frío—, ¿por qué no vas a mirar en el otro lado de los arbustos a ver si encuentras esas piedras brillantes de las que estuvimos hablando? Justo entre los dos robles, bajo la gayuba.

Mientras Effie asentía, nieve y tierra crujieron en los matorrales situados más abajo. Unas ramas se movieron, y una chova alzó el vuelo, chillando al aire mientras lo hacía. Se escuchó el suave tintineo del metal.

Raina hizo una seña a la niña para que fuera hacia ella; ya había realizado la primera incisión en el hocico del zorro y había una capa de sangre en la hoja. Al acercarse, Raina dejó caer el animal al suelo.

Maza Granizo Negro surgió de entre los matorrales situados debajo de donde ellas se encontraban, conduciendo a su ruano azul por las riendas. El animal estaba sudoroso, el pelaje humeaba bajo el frío aire, y los ollares escupían espumarajos. Tenía el vientre y las patas salpicados de barro, y la piel alrededor de la silla estaba manchada y apelmazada. Maza Granizo Negro no presentaba un aspecto mucho mejor; la capucha de piel de zorro estaba manchada de barro y hielo, y tenía las mejillas enrojecidas por el reflejo de la nieve.

—¡Madre adoptiva! —llamó—. Llegué a la casa comunal un cuarto de hora después de que te marcharas.

Raina no respondió, y sus dedos se clavaron en los hombros de Effie.

Maza Granizo Negro se encogió de hombros y, tras detenerse, ató las riendas del ruano a un abedul delgado como un látigo. Effie escuchó cosas metálicas —armas, supuso— tintineando bajo las ropas de hule.

—Tú y yo hemos de hablar, madre adoptiva. —Maza dirigió una veloz mirada a la niña—. A solas y en privado.

Sin soltar el hombro de Effie ni el cuchillo de desollar, Raina inició el descenso por la ladera.

—Effie no es más que una criatura. No…

—Es una Sevrance —interpuso él—. Irá corriendo a ese hermano suyo de ojos negros, gimoteando y contando cuentos.

—¿Te refieres a Raif, no? —La voz de la mujer se quebró de un modo que Effie no comprendió—. Al parecer, tú y Drey os entendéis muy bien: parecía muy ansioso por poner su mazo a tu servicio la noche en que Bron regresó de los Dhoone.

Maza Granizo Negro echó hacia atrás su capucha, y su rostro apareció sombrío y delgado debido a los largos días sobre la silla de montar.

—Deshazte de la criatura, Raina.

Effie se quedó muy quieta, imaginando que todavía sentía el amuleto presionando contra su mano enguantada.

La mujer aspiró ligeramente y palmeó a la niña en el hombro; luego, inclinó la cabeza y dijo unas palabras que sólo ella pudo escuchar.

—Ve y busca esas piedras detrás de los matorrales tal y como hablamos. Yo vigilaré. No me iré sin ti. Lo prometo.

Effie giró la cabeza para mirar el rostro de su compañera, y lo que vio la asustó.

—¿Raina?

—Ve, Effie —dijo la mujer, que volvió a palmearle el hombro con más fuerza esa vez—. Ve. Todo irá bien aquí. No hay nada de lo que preocuparse. Somos sólo yo y Maza.

Effie gateó ladera abajo, y Maza Granizo Negro observó su descenso. Cuando llegó a la altura de los caballos, Cari relinchó, y ella alargó una mano para tocarle el cuello.

Sintió un pinchazo.

Retirando la mano al instante, la niña se mordió el labio con fuerza para impedir que ningún ruido surgiera de su boca. No podía ser su amuleto. Era imposible. Giró sobre los talones, y se encontró cara a cara con Maza Granizo Negro, y antes de que pudiera apartarse, este la sujetó por la barbilla con una mano enguantada.

Los cabellos del hombre gotearon nieve fundida sobre sus propias mejillas mientras hacía girar el rostro de la niña a un lado y luego al otro. Olía a animales despellejados, y su voz, cuando surgió, era suave y fría como el hielo.

—Por lo que veo no serás una gran belleza, aunque podrías acabar mucho peor si vas por ahí contando cuentos.

—¡Déjala en paz! —Era Raina, que descendía por la ladera, y Effie observó que seguía sujetando el cuchillo de desollar en la mano.

Maza Granizo Negro golpeó el trasero de la niña.

—No regreses hasta que me haya ido.

Effie desapareció entre los matorrales sin apenas importarle adónde se dirigía. Oyó a Raina que le gritaba algo, una especie de advertencia sobre no ir demasiado lejos, pero Effie apenas pudo oírlo por encima de los violentos latidos de su corazón. Una rama de roble le arañó la mejilla, y los helechos le golpearon las botas y la falda mientras la nieve y las ramas partidas chasqueaban bajo sus pies. No siquiera sabía si huía de Maza Granizo Negro o de su amuleto.

Cuando el terreno empezó a volverse más empinado por fin, la niña aminoró el paso. Tenía la capucha caída hacia atrás, pero su rostro no sentía nada de frío, y el aliento formaba una neblina al abandonar su boca. Miró por encima del hombro, pero todo lo que vio fueron robles y olmos que le cerraban el paso. Raíces de roble sobresalían por encima de la nieve, lívidas y rechonchas como gusanos.

Effie desvió la mirada. Ladera arriba y hacia la izquierda estaba la parte posterior de los matorrales de gayubas donde Raina ponía sus trampas. La niña frunció el entrecejo; ir en esa dirección sería casi lo mismo que volver al claro. Sin embargo, Raina le había dicho que no se alejara mucho. No muy segura de qué debía hacer, vaciló; su mano se deslizó hacia el cuello, en busca del amuleto que no estaba allí. Era curioso que siempre lo sostuviera cuando tenía decisiones que tomar. En su lugar posó la palma enguantada de la mano sobre el pecho e intentó tranquilizar su corazón. Deseó que Raina estuviera allí.

Un ligero viento sopló por entre los árboles y pendiente arriba, haciendo que la capa superficial de nieve se agitara como el pelaje de un animal. Se mordisqueó el labio. No le gustaba Maza Granizo Negro y le provocaba un nudo en el estómago pensar que él estaba a solas con Raina.

Con un ligero movimiento de cabeza, empezó a ascender por el talud. No necesitaba que un pedazo de roca tomara las decisiones por ella; era lo bastante mayor como para tomarlas por sí sola.

La parte trasera del risco era más difícil de subir que la delantera. Cubierta de piedras sueltas y troncos caídos, todos resbaladizos y llenos de verdín, la ladera sur era utilizada generalmente por los zorros y las cabras de Hissip Gluff, y la nieve lo empeoraba todo aún más entonces, ocultando zarzas, sumideros y troncos podridos. Effie se levantó la falda y la sostuvo por encima de las rodillas; en alguna parte, más abajo de donde estaba, oía el arroyo de los sauces discurriendo sobre piedra arenisca, pero no miró hacia allí. Cuando llegó a lo alto de la ladera, tenía la falda ennegrecida por el lodo y la nieve. Más adelante, distinguió la hilera de gayubas y los dos robles que Raina había mencionado, y aunque no tenía muchas ganas de hacerlo, dedicó sus pensamientos a las piedras. «Piedras brillantes», había dicho Raina; debajo de los arbustos.

—¡Apártate de mí!

Effie se detuvo en seco al escuchar la voz de la mujer, y se preguntó si la nieve no se habría introducido por el interior del cuello de su vestido, ya que algo líquido y helado se deslizaba por su espalda. «Raina».

Abriéndose paso por entre la nieve y los helechos, la niña se precipitó al otro extremo del cerro, donde crecían los matorrales. Una de las trampas de Raina resultaba claramente visible sobre el suelo, bajo la mata más tupida, con el labio abierto, a la espera de que algo la hiciera funcionar; pero Effie viró para apartarse de ella y se dejó caer de rodillas, arrastrándose el resto del camino.

De abajo no le llegaron más palabras, pero oía el ruido de ramas que se partían y el crujir de ropas de hule. Uno de los caballos pateó el suelo. Se escuchó aspirar con fuerza; luego, el nítido sonido de una hebilla de cinturón al abrirse tintineó en el aire como una campanilla.

Tendida sobre el vientre en la nieve, Effie se arrastró sobre las piernas y los pies. Su corazón retumbaba contra el suelo y escuchaba con tanta atención que le dolía la mandíbula.

Más sonidos. Ruido de hules, en su mayoría, y el crujir de nieve. Alguien o algo gruñó; Effie no supo si había sido Maza Granizo Negro o uno de los caballos.

Introduciendo la cabeza en la maraña de tallos y hojas que marcaba el borde del cerro, la chiquilla atisbó el claro situado a sus pies, y vio primero el ruano de Maza Granizo Negro y luego a Cari. Gayubas rojas, frías y casi congeladas, tamborilearon sobre sus mejillas como cuentas de cristal, y diminutas espinas tiraron de sus mangas mientras se aproximaba más al borde.

Se escucharon respiraciones jadeantes, y la mirada de Effie descubrió la espalda de Maza Granizo Negro, que se movía arriba y abajo. La niña frunció el entrecejo. ¿Dónde estaba Raina? Fue entonces cuando reparó en la mano del hombre, que estaba apretada con fuerza sobre la boca de la mujer. Raina se encontraba debajo de él, en el suelo, sobre la nieve. Tenía el impermeable de hule abierto y extendido a su alrededor.

Effie sintió una opresión en el pecho. ¿Qué le estaba haciendo a su amiga? Mientras observaba, vio cómo Maza Granizo Negro se inclinaba al frente y besaba el rostro de la mujer, y como esta apartaba violentamente el rostro. Maza continuó moviéndose arriba y abajo, y entonces jadeaba muy fuerte.

Un destello plateado en el suelo, cerca de los caballos, llamó la atención de la niña; era el cuchillo de Raina, y desde donde ella estaba consiguió distinguir tres manchas de sangre muy enterradas en la nieve circundante. Su mirada fue atraída de nuevo hacia Maza Granizo Negro, que se estremeció, profirió un fuerte grito parecido a una tos ronca, y luego se desplomó sobre el pecho de la mujer. Los ojos de esta estaban cerrados, y aunque Maza ya no tenía la mano sobre su boca, ella no hizo ningún intento de gritar; se limitó a yacer allí, con los ojos cerrados, totalmente inmóvil.

El hombre dijo algo a la mujer que Effie no captó; luego, rodó a un lado y se incorporó. Raina siguió sin moverse; tenía la falda levantada a la altura de la cintura y la túnica abierta, mostrando el cubrecorsé de hilo que llevaba debajo. Effie apartó los ojos; como en el caso de las raíces de robles, eran cosas de las que se suponía que no debían verse.

Maza Granizo Negro se ató el cinturón y se abrochó las ropas. La espada se le balanceó en la cintura, sostenida por una vaina de piel de gamo teñida de negro. Mientras regresaba al caballo, Effie vio una línea de brillante sangre sobre la mejilla y una segunda en el cuello. Al acercarse al cuchillo de desollar de Raina, el hombre le asestó una fuerte patada, que lanzó el arma de plata contra una maraña de nevadas aulagas. Escupió, se alisó los cabellos y luego montó en el ruano azul; el animal sacudió las crines y agitó la cola, pero él tiró con fuerza del bocado, tomando el mando de su cabeza.

Mientras hacía girar la montura, Maza Granizo Negro dedicó un instante a contemplar a Raina, que seguía tumbada en el suelo. La mujer aún no se había movido, y Effie apenas consiguió distinguir el movimiento ascendente y descendente de su pecho. Raina tenía los ojos cerrados, pero justo en el momento en que él la miró los abrió.

—Arréglate antes de regresar —dijo él con una mueca—. Si nos hemos de casar, como esto sin duda significa, no pienso permitir que mi esposa aparezca ante todos con el aspecto de una mujerzuela. —Concluyó, y espoleó al ruano para ponerlo al trote y abandonar el claro. Effie lo observó mientras se alejaba. Tenía el lado izquierdo del rostro entumecido, y todo su cuerpo estaba más helado de lo que recordaba haberlo tenido nunca antes. Incluso sentía frío en el corazón, y por un motivo que no comprendía, empezó a nombrar a los Dioses de la Piedra. Inigar Corcovado decía que eran dioses severos y que no respondían a ruegos insignificantes. «Jamás pidas nada para ti, Effie Sevrance —le recordó la anciana y dura voz de Inigar—. Pide tan sólo que cuiden del clan». Para la niña, Raina Granizo Negro era el clan, de modo que pronunció los nueve nombres sagrados de los dioses.

Cuando estaba nombrando a Behathmus, al que llamaban Dios Oscuro y de quien se decía que poseía ojos de hierro negro, Raina empezó a moverse en el claro a sus pies. Sus piernas se levantaron, sus brazos se deslizaron hacia dentro y su barbilla descendió sobre el pecho; se encogió mientras la niña observaba: el cuerpo se cerró sobre sí mismo como una hoja muerta y enrollada. Ningún sonido abandonó sus labios, ni se derramaron lágrimas de sus ojos, sencillamente se fue haciendo más y más pequeña, hasta que Effie creyó que su espalda acabaría partiéndose.

La chiquilla lloró por ella, aunque no supo que lloraba hasta que la humedad llegó a su boca y notó un sabor salado. Algo malo había tenido lugar, y aunque Effie no estaba segura de lo que era, dos cosas sí sabía sin lugar a dudas: Raina había sido lastimada, y ella, Effie Sevrance, podría haberlo impedido.

Su amuleto lo había sabido y había querido decírselo. Había intentado contárselo. Había apretado y apretado contra su cuerpo, pero ella se había negado a escuchar.

Gateando fuera de los arbustos, se limpió la nieve y el hielo del impermeable, la capucha y la falda. No sabía si seguía llorando; tenía las mejillas demasiado entumecidas para sentir las lágrimas.

Podría haber evitado que Maza Granizo Negro hubiese hecho daño a Raina, ya que podría haber tomado el amuleto en su mano y haberlo sostenido hasta ver la cosa mala. Había sucedido así con su padre…

Un profundo escalofrío le ascendió por la columna vertebral y, repentinamente ansiosa por marcharse de allí, por estar de vuelta en el interior del pequeño espacio cerrado de su celda, corrió por el cerro y ladera abajo.

No supo cuánto tardó en regresar junto a la mujer tal vez un cuarto de hora, no más, pero cuando llegó al claro Raina volvía a ser ella. Tenía los cabellos recién alisados, la falda libre de hielo y el impermeable de hule bien abrochado hasta las rodillas. Sonrió brevemente cuando la niña se acercó.

—Ahora iba a buscarte. Es hora de que regresemos a casa. Vamos, le subiré a la grupa de Cari. —Su voz era uniforme, con apenas un leve deje de tensión en ella, pero sus ojos habían perdido el brillo.

Effie no dijo nada, pues se le había hecho un nudo en la garganta.