Una serie de retortijones revolvían con violencia el estómago de Cendra mientras ella y Katia descendían las escaleras en dirección al patio cuadrangular. La muchacha estaba harta de sentirse enferma a todas horas, cansada de permanecer enjaulada en su habitación y de estar atendida día y noche. También odiaba sus sueños, que entonces aparecían cada noche. Cada noche. No podía recordar cuándo había sido la última vez en que había cerrado los ojos y sencillamente había dormido, ni tampoco rememorar la última en que había despertado por la mañana sintiéndose descansada. En lugar de ello, despertaba en plena noche, en aquellas horas oscuras y estáticas en que sólo estaban despiertos los ladrones y la guardia nocturna, sintiéndose como si hubiera estado corriendo por las calles. Siempre despertaba exhausta y temblando, con el sudor corriéndole por el cuello, el corazón latiendo enloquecido en el pecho, y las sábanas arrolladas con tanta fuerza a su garganta que le dejaban marcas que permanecían durante horas. Últimamente había habido cardenales…

Cendra meneó la cabeza y dejó aquello a un lado.

—¿Qué sucede, señorita? ¿Tiene frío ya?

—No; quiero decir… sí. Eso es. Frío, simplemente frío. —La muchacha se maldijo interiormente, sonaba tan estúpida—. Dame los guantes. Deprisa.

Katia carraspeó. Tal vez habría dicho algo, pero se acercaban a la rotonda inferior y hombres armados cubiertos con las negras capas de cuero de la Guardia Rive, con sus armas rojas sujetas a la cintura y a la espalda, atravesaban el pasillo en dirección a la Fragua Roja. A nadie, ni siquiera a una sirvienta malhumorada como Katia, le gustaba atraer sobre su persona la atención de la Guardia Rive. Sólo la visión de las armas podía hacer que doncellas y amas de casa se desmayaran. Se decía que el pigmento rojo que se había fundido junto con el acero de los largos cuchillos y espadones procedía de una mezcla de mercurio y sangre humana.

Repentinamente nerviosa, Cendra arrebató a Katia los guantes de piel de becerro y se los colocó con bastante más energía de la que era necesaria. Los nudillos crujieron.

—¿No está nevando, verdad? —preguntó entrando en el pasillo.

Tal vez a una docena de peldaños más arriba, Marafice Ocelo, protector general de Espira Vanis y lord de la Guardia Rive, la seguía de cerca como un podenco terrible y silencioso. Realmente, resultaba bastante ridículo. ¿Acaso no tenía él otra cosa mejor que hacer? ¿Atrapar contrabandistas, abrasar las manos de los ladrones, cortar los dedos de las prostitutas que se demoraban en el pago del patrimonio del protector?

—Dije que hacía frío pero que el tiempo era seco en el exterior.

Cendra dio un respingo al escuchar la voz alzada de la doncella.

—Te oí la primera vez —mintió.

¿Por qué se sentía tan débil? ¿Por qué le acobardaban cada sonido agudo y cualquier crujido de las tablas del suelo?

Al llegar a la elevada verja de hierro que conducía del Tonel al patio cuadrado, Cendra se ató las últimas cintas de la capa por si acaso. Penthero Iss no le había permitido salir durante semanas, y la última vez que había cabalgado en el cerrado espacio del patio había sido a finales de otoño. El tiempo se había vuelto bastante más frío desde entonces, así que, preparándose para lo peor, cruzó el umbral. Realmente hacía mucho más frío.

El patio de losas de piedra integraba el núcleo protegido de la Fortaleza de la Máscara, y cada una de sus esquinas estaba ocupada por una de las cuatro grandes torres, mientras que los muros los formaban las murallas de la fortaleza y enormes salas. El patio era lo bastante largo como para que pudieran correr los caballos y con una anchura suficiente para montar lizas y organizar torneos cada primavera. En verano, los hacendados celebraban audiencias allí, y en los oscuros meses que conducían al invierno, Penthero Iss supervisaba los juicios por alta traición desde la repisa de obsidiana situada frente a la Traba.

Un fino manto de nieve cubría todo el patio, y las fuertes heladas de la semana anterior habían congelado la capa superior, haciendo que crujiera bajo los pies, por lo que cada vez que la muchacha daba un paso le parecía como si rompiese algo. La mayor parte del cuadrángulo estaba enlosado, pero la pista para caballos situada a lo largo del muro exterior hacía tiempo que había quedado recubierta de los resistentes pastos amarillos que crecían en el monte Tundido. Espesos hierbajos atisbaban por entre las grietas de las piedras, y grasos musgos verdes cubrían las losas alrededor de tres de las cuatro torres. Nada crecía cerca de la Astilla, ni siquiera una brizna de hierba ni cojín de musgo. Nada. La torre rodeada de hielo poseía cimientos como las raíces de un nogal negro, que hundían sus venenos profundamente en la tierra para matar cualquier cosa que creciera y amenazara con robarle la luz.

Cendra se estremeció. ¿Cómo se le había metido tal tontería en la cabeza? La tierra del suelo estaba empapada, eso era todo. Demasiada agua corriendo por las paredes. Consciente de que sus pensamientos empezaban a acercarse peligrosamente a la noche en que había atravesado la puerta revestida de hierro y había paseado por la abandonada ala este, la muchacha dijo lo primero que le vino a la cabeza.

—No tienes por qué andar a mi lado mientras monto, Katia. Puedes quedarte en los establos, y así no pasarás frío.

La doncella refunfuñó algo. Su brillante cabellera negra estaba en aquellos momentos sosteniendo una batalla con una gorra de lana, y por lo que se veía, los cabellos iban saliendo triunfantes. Enormes rizos elásticos habían conseguido ladear la gorra en un ángulo que no resistiría una corriente ascendente: en cuanto soplara una fuerte ráfaga de aire caería al suelo. Cendra observó a la muchacha por el rabillo del ojo. Incluso a una temperatura lo bastante fría como para helar la salmuera en las tinas de salar, la joven seguía siendo hermosa, con la piel reluciendo como una tostada untada con mantequilla y los labios bien rojos. Cendra sabía que sus propias mejillas y labios debían estar en aquellos momentos tan pálidos y exangües como pan del día anterior, y que la fuerte luz que producía el reflejo de la nieve no le haría ningún favor a las bolsas que circundaban sus ojos. La visión de su propio rostro había empezado a asustarla, pues parecía medio consumida.

Sin darse cuenta de que la joven la observaba, Katia miró por encima del hombro en dirección a Cuchillo. Intercambiaron algún mensaje —Cendra no supo qué—, pero al cabo de un instante la expresión del rostro de la menuda doncella cambió, y esta se estremeció exageradamente.

—¡Ooh! Realmente hace mucho frío, señorita. Juro que me moriré ahí fuera. Yo no soy como usted: nacida en los hielos. La señora Wence dice que a juzgar por el color de mi piel y la cantidad de pelos que tengo que arrancarme de las piernas antes de que resulten decentes, mi familia debía de provenir del lejano sur, de modo que, como usted dice, tal vez estaré mejor en los establos. Me siento un poco destemplada.

«Nacida en los hielos». A la joven no le gustó nada cómo sonó aquello, pero mientras pasaba por encima de un montón de humeantes excrementos de caballo, obligó a su mente a regresar al asunto que llevaba entre manos. Katia deseaba estar con Marafice Ocelo, de eso estaba segura, y los establos eran un lugar más que normal para tales encuentros románticos; además, por tan poca cosa como un pastel de carne o una cuña de buen queso, maese Almiar haría la vista gorda a lo que sucediera en cualquiera de sus caballerizas vacías. Había quien sostenía que no era precisamente cerrar los ojos lo que hacía, y que en realidad abría mirillas en las puertas, que alquilaba por una buena cantidad de dinero. Cendra pensaba a veces en las mirillas antes de dormirse por las noches. Sería interesante averiguar qué hacía la gente.

—Descansa en los establos, Katia. Yo estaré perfectamente ahí fuera. No galoparé, lo prometo. —Dedicó una ojeada a las almenas de piedra caliza coronadas con barandillas de hierro, nidos de arqueros y agujeros asesinos. Desde luego, no iría a ninguna parte.

—Me quedaré en los establos si usted lo dice —repuso la doncella, frunciendo los labios con coquetería.

Cendra echó una veloz mirada por encima del hombro de la doncella hacia dónde Marafice Ocelo permanecía observando desde la sombras junto a la pared oeste del Tonel. Había encontrado algo enterrado en la nieve —un canto rodado, el cuerpo congelado de una liebre o un pedazo de leño— y lo trituraba con el tacón de la bota para romperlo. Cuando se dio cuenta de que la joven lo observaba, sonrió. Fue un espectáculo horrible contemplar cómo se distendía una boca tan pequeña, pues daba la impresión de que la carne iba a desgarrarse y sangrar. Cendra volvió los ojos.

—¿A qué esperas? —espetó a la sirvienta—. Vamos, márchate a los establos. Di a maese Almiar que ensille y saque a Jaca.

Algo parecido a la ira cruzó el rostro de Katia cuando dio media vuelta y se encaminó a los establos, y Cendra lamentó su aspereza de inmediato, aunque no llamó a la muchacha para que regresara. Pasándose una mano cubierta por un mitón por el rostro, aspiró varias veces para tranquilizarse. Salir al aire libre no había sido una buena idea, aunque, curiosamente, había sido su padre adoptivo quien lo había sugerido la noche anterior, al visitar sus aposentos después de oscurecer. «Estás tan pálida, casi-hija, como una azucena atrapada bajo el hielo. Debes salir al exterior mañana. Cabalga un poco por el patio, estira las piernas, respira un poco de aire fresco de la montaña. Tu habitación está llena de humo de lámparas y polvo añejo. Me preocupas tanto».

Cendra pateó la nieve helada. Iss estaba continuamente preocupado por ella.

Maese Almiar salió del edificio del establo, haciendo trotar a su vieja jaca tras él. El encargado de las cuadras vestía un abrigo cosido a base de viejas mantas de caballo y pedazos de cuero de arneses, llevaba la enorme cabeza cubierta por un casquete tejido con crines y sus estribos habían sido anteriormente bocados de caballos. Nada se desperdiciaba en los establos de maese Almiar. Una vez al día enviaba mozos a recoger con palas los excrementos del patio.

—Buenos días, señorita —saludó, inclinando la cabeza—. La vieja Jaca está lista. Tenga cuidado con el bocado; tiene la boca llena de arañazos. Ha vuelto a morder la puerta de la caballeriza. —Sacudió la cabeza—. Tiene unos desgarrones terribles.

La joven tomó las riendas que le tendía, y aunque no le gustaba demasiado maese Almiar, sí le gustaba el modo tan natural con que la trataba. Había sido el encargado de las cuadras de la Fortaleza de la Máscara desde antes de que ella naciera, cuando Boris Horgo era surlord y Penthero Iss ostentaba el mismo puesto que Marafice Ocelo tenía en ese momento. Maese Almiar recordaba quién era ella; sabía que no era más que una hospiciana.

—Deme el pie, señorita.

El hombre ahuecó las manos y se agachó en el suelo. Ash le entregó el pie, y él la izó sobre el animal.

Una vez instalada en la silla de montar, la joven miró a su espalda en dirección al Tonel. Marafice Ocelo había desaparecido, y unas huellas de pisadas muy hundidas en la nieve conducían directamente a los establos. La muchacha lanzó un cauteloso suspiro de alivio; era una alegría verse libre de Cuchillo.

—Vamos, jaca —dijo espoleando el flanco de la vieja yegua de tiro—. Demos una vuelta o dos por el patio.

Maese Almiar observó a Cendra con mirada crítica, convenciéndose de que su manejo de las riendas no provocaba una tensión excesiva en la boca de la yegua, antes de escupir sobre la nieve y volverse por donde había venido.

Cendra sólo se sintió capaz de relajarse cuando él hubo desaparecido, jaca era simplemente el corcel más manso que había conocido jamás, y en todos los años que llevaba montando en ella, la joven nunca había conseguido arrancar de la vieja yegua algo más veloz que un trote. El animal no tenía nombre, y maese Almiar la llamaba Jaca porque eso era lo que era. Durante el año anterior había empezado a llamarla Vieja Jaca, lo que significaba que al caballo no le quedaba mucho tiempo de vida.

Dirigiéndose hacia la pista de carreras, Cendra dejó de lado todo pensamiento desagradable. Ahora que estaba situada por encima del nivel del suelo, podía ver algo de la ciudad más allá del muro septentrional. Agujas, tejados puntiagudos y torreones de hierro colado se alzaban por encima de la pared como armas en una funda, y si escuchaba con atención podía oír el traqueteo de carretas en la calle, y el tumulto y la agitación del mercado de la Puerta de la Escarcha.

Cendra siempre había querido ver la Puerta de la Escarcha, pues de todas las puertas de la ciudad, esa era la que se consideraba más hermosa. Su gran arco estaba construido a partir de un árbol de madera de secuoya de mil años de edad, talado y transportado en carreta desde el lejano linde de las Tormentas, en la costa oeste. La Puerta de la Escarcha miraba al oeste; ese era el motivo. Cada una de las cuatro puertas había sido construida con materiales provenientes de la dirección en la que miraban. La Puerta de la Vanidad estaba erigida con la sencilla piedra caliza color crema del monte Tundido; la Puerta de la Ira, que miraba al este, estaba tallada de una enorme losa de granito extraído de los campos de piedras de Trance Vor, y la Puerta de la Caridad estaba forjada con el hierro azul que se sacaba de debajo de los territorios de los clanes.

La Puerta de la Escarcha era la única puerta construida de madera. Sin embargo, según decía Katia, que la había visto varias veces, a duras penas parecía madera, sino que más bien tenía aspecto de reluciente piedra negra. Los albañiles habían inyectado endurecedores y conservantes en la madera, convirtiendo en acero su interior; pero a pesar de ello, su trabajado revestimiento se las arreglaba de todos modos para atraer una gruesa capa de escarcha en pleno invierno, y era debido a eso que recibía su nombre: Puerta de la Escarcha.

Luego estaba la Puerta de la Vanidad, la puerta muerta, construida con sencilla piedra caliza, esculpida con una pareja de mata-podencos con su único huevo azul plateado. Era la puerta donde la habían encontrado a ella.

Bruscamente, la joven apartó la mirada de la ciudad. No valía la pena pensar en ella, pues su padre adoptivo jamás le había permitido salir de la Fortaleza de la Máscara. Lo más que había logrado contemplar de Espira Vanis había sido cuando era lo bastante pequeña como para trepar a las almenas del Tonel y escurrirse a través de la galería de los arqueros de la parte superior. Desde allí arriba, se podía contemplar toda la ciudad: proyectando nubes de vapor y humo, con la nieve ennegrecida por el aceite de las carretas, las calles atestadas de vendedores de fruta ambulantes, coches de dos ruedas y caballos, y con las esquinas de sus calles ardiendo merced a los rojos ojos de un millar de braseros de carbón vegetal.

Debajo de todo ello, debajo de la oscura y enferma masa de la Ciudad de los Mendigos, de las elegantes mansiones y alojamientos de los hacendados, y de los mercados continuamente en expansión, con sus toldos de pieles y sus postes de hueso de alce, podían verse con claridad las manos de los albañiles originales. Las paredes eran tan anchas y rectas como lomos de bueyes, la sillería primitiva estaba tallada con la misma precisión que las piezas de un reloj y las calzadas eran lo bastante lisas como para patinar sobre ellas en pleno invierno, aplastadas con piedras más que suficientes para impedir incluso que se alzaran los muertos.

La gente decía que Robb Zarpa había hecho pedazos la parte de atrás de una montaña para construir Espira Vanis, y Cendra se preguntaba si la montaña se vengaría algún día.

Al dirigir la mirada al frente, descubrió que Jaca se encaminaba despacio hacia la Astilla. Incluso desde esa distancia, las volutas de humo helado que se elevaban de sus muros resultaban claramente visibles, y Cendra se estremeció. Al igual que un círculo de pinos negros a lo largo de un límite de vegetación arbórea, la torre más alta de la Fortaleza de la Máscara creaba un clima propio. Hacía tanto frío. El aire gélido se introdujo en el interior del pecho de la muchacha, arrollando largos dedos azulados a su corazón.

«No es más que una torre —se dijo—. Piedra, argamasa y madera».

Frío o no, a Jaca parecía gustarle la idea de ir allí. Cendra reafirmó su control de las riendas, dispuesta a tirar de la yegua para cambiar la dirección, pero entonces recordó las heridas en la boca del animal y dejó flojas las riendas. ¿Qué mal había en acercarse? Echó una ojeada al cielo. Era pleno día, tenía a la vista la Fragua Roja y el Tonel, y resultaba imposible penetrar en la torre desde el exterior, pues la puerta que daba allí había estado sellada a cal y canto durante años.

Por muy racional que todo ello sonara, la muchacha siguió sintiéndose cada vez más agarrotada en la silla a medida que se aproximaba, y sus muslos apretaron con fuerza el vientre de la yegua.

No le sorprendió demasiado cuando Jaca decidió por su cuenta abandonar la pista para los caballos y trotar hacia el sendero que conducía detrás de la torre. La vieja yegua estaba decidida a hacer su voluntad, así que, alargando el cuello, Cendra arriesgó una mirada en dirección a los establos. Seguía sin verse ni rastro de Katia o de Cuchillo. La doncella había contado una vez a la muchacha que cuando un hombre y una mujer deciden darse un revolcón, tardan más en desatar y desabrochar sus ropas que en la realización del acto en sí. Cendra frunció el entrecejo. Su vestido podía quitarse en un minuto.

Mientras se devanaba los sesos al respecto, la montura dobló una esquina y penetró en el corto camino situado entre la muralla exterior y la torre. La expresión concentrada desapareció del rostro al descubrir huellas en la nieve. Pisadas, dos pares de ellas, y dos gruesas líneas dejadas por algo que arrastraba por el suelo que conducían directamente a la puerta no utilizada de la torre. Era huellas recientes, a juzgar por su aspecto, que entraban pero no salían.

—Con cuidado ahora —dijo Cendra, tanto para sí misma como para la yegua.

Al mirar al frente, vio que las pisadas habían venido desde la dirección en que se hallaba la puerta sur, y Cendra sabía por experiencia que si se dirigía hacia allí, la detendrían antes de que llegara al muro del fondo. La puerta la patrullaba una docena de camaradas de la guardia.

—¡So! —murmuró tirando brevemente de las riendas.

A la vieja yegua no pareció importarle detenerse y no tardó en hallar algo que olfatear junto a la muralla exterior. Cendra saltó al suelo, y las botas que cubrían sus pies golpearon sordamente el duro suelo. Tras dirigir una veloz mirada a derecha e izquierda, se aproximó a la puerta de la construcción.

Se habían arrancado las tablas de madera del marco, dejando un contorno de clavos doblados alrededor de la puerta. Candelas de hielo pendían del dintel en gruesos pedazos, y la joven notó cómo gotas de agua caían en su capucha. El ojo de la cerradura estaba colocado en una placa de cobre tan grande como la cabeza de Jaca, y alguien había pasado muchos minutos arrancando la capa de hielo. La muchacha vaciló, retrocedió un paso, pero luego se sorprendió a sí misma alargando el brazo y empujando la puerta, que no se movió.

Debería haberse sentido aliviada, pero los nervios de su mano siguieron registrando el contacto segundos después de haberla retirado, y contra su voluntad, el recuerdo de la noche en que había recorrido la galería este volvió a su mente. Apenas sabía qué había sentido. Había intentado convencerse a sí misma muchas veces de que todo aquello había sido producto de su imaginación, debido al frío extremo, el miedo y la oscuridad; sin embargo, la sensación de deseo regresó con tanta intensidad que llevó un sabor metálico a su boca.

Algo en la Astilla quería lo que ella tenía.

Una parte situada en lo más profundo de su mente lo había sabido desde siempre, desde el primer instante en que percibió la presencia de la cosa en la torre; no obstante, lo había arrojado al fondo de su cerebro con tal fuerza que todo se había tornado confuso y revuelto. Pero en ese momento resultaba muy claro, perfectamente claro.

Despacio, avanzando con el cuidado que lo haría un niño, Cendra se apartó de la Astilla, acariciándose la mano mientras retrocedía; los dedos que habían tocado la puerta parecían de hielo.

—Vamos, Jaca —dijo, y odió lo débil que sonaba su voz—. Regresemos a los establos.

El animal no le hizo caso, lo que obligó a la joven a darse la vuelta e ir en busca de la yegua. No le gustaba dar la espalda a la puerta, y el deseo de echar a correr era tan fuerte que tuvo que morderse los labios para combatirlo. Sin embargo, no podía abandonar un caballo en el patio. Maese Almiar tendría un buen surtido de cosas que decirle si lo hacía.

Jaca seguía olisqueando junto al muro, y cuando la muchacha se inclinó para agarrar las riendas, descubrió el objeto de la atención de la yegua, y todo el calor desapareció de su rostro. Había una cinta azul incrustada en la nieve como una vena bajo una mano. Lo reconoció al instante: era un lazo de un camisón que había entregado a Katia para que lo remendara; el tejido estaba desgastado, y algunos de los lazos estaban sueltos, incluso uno o dos se habían caído. Cendra recogió la cinta de la nieve. La doncella le había preguntado si tenía ropas que necesitaran arreglos antes del invierno, y ella le había entregado un montón de capas, vestidos y camisones. No se los había devuelto, pero aquello no era nada extraño; la costura no era uno de los fuertes de la doncella, que necesitaba toda una mañana sólo para hacer el dobladillo de una falda.

La cinta estaba fría y fláccida como una lengua de hielo azul. Girando para mirar a la puerta de la torre, Cendra estudió las dos líneas rectas marcadas en la nieve que discurrían paralelas a las huellas de pisadas. Habían arrastrado algo largo y pesado al interior, como una cama. La joven arrugó el entrecejo. ¿De dónde había salido aquella idea? Toda una suerte de objetos podían haber dejado rastros similares en la nieve, y de hecho, las cosas empezaban a tener más sentido entonces. La puerta interior tenía sólo la mitad de tamaño que esa, tallada estrecha para corresponderse con la escala de la galería este, y nada de mayor tamaño que un hombre podía atravesarla. Así pues, si Iss necesitaba meter en la Astilla algo grande, ese era el único modo de hacerlo.

Cendra hizo girar la cinta entre los dedos. ¿Qué tenían que ver sus viejas ropas con nada de eso?

«… y desde luego habrá una nueva habitación…».

No. Meneó la cabeza, desechando las palabras de Katia. Era una locura. Su padre adoptivo no podía estar planeando trasladarla allí; no a la Astilla. Ella quería y se preocupaba por ella, y justo la noche anterior le había dicho lo pálida que estaba y la había animado a cabalgar por la nieve. La joven arrugó la cinta en su puño. Necesitaba regresar a su dormitorio. De improviso, nada parecía estar bien.

Andando junto a Jaca, ganó tiempo. Marafice Ocelo y Katia todavía no habían abandonado los establos, e incluso maese Almiar no había enviado a ningún mozo en busca del caballo. La joven estaba sin aliento cuando llegó a la puerta del establo y sentía violentos calambres en el estómago. Apenas sabía qué hacer, no sabía qué pensar, no podía creer en las ideas que no cesaban de cruzar por su cabeza.

—¡Eh, señora! ¿Qué hace aquí dentro?

Cendra giró en redondo. Sin darse cuenta había penetrado directamente en las cuadras.

Un mozo joven, con la piel llena de granos y la cabeza achatada, salió de detrás de un montón de heno.

—Será mejor que vaya fuera, señora. A Almiar no le gusta que los señoritos se paseen por aquí cuando él no está. —El mozo se adelantó—. Vamos, yo me llevaré a Vieja Jaca.

Sintiéndose como una estúpida, Cendra le tendió las riendas. ¿En qué había estado pensando al entrar la montura en los establos como si fuera un trabajador? Justo cuando el mozo se hacía cargo de las riendas, un gran retumbo sacudió el edificio, y ya con los nervios en punta, la joven se encogió sobre sí misma. De pronto, el extremo opuesto del edificio de las cuadras quedó inundado de luz, al mismo tiempo que toda una parte de la pared del fondo giraba hacia atrás. «Claro —se dijo tranquilizándose al instante—, el establo tiene una segunda entrada para atender la puerta por la que pasan los mercaderes».

Marafice Ocelo eligió aquel momento para salir de la caballeriza más próxima; tenía las enormes manos de perro ocupadas con la hebilla de su cinturón. En cuanto vio a Cendra, le dedicó una sonrisa burlona y convirtió la simple operación de abrocharse el cinturón en algo que ella no soportó contemplar. Sintiéndose enrojecer, la joven se dio la vuelta y abandonó los establos corriendo, seguida por unas sonoras carcajadas.

Una vez que abandonó el edificio, la muchacha arrojó la cinta al suelo y la hundió en la nieve con el pie. Estaba harta de estar allí fuera. Odiaba a Marafice Ocelo y al mozo con el rostro lleno de espinillas y a maese Almiar; odiaba todas las cosas que ocurrían a su espalda. ¿Dónde estaba Katia?

—¡Aah, señorita! ¿Vamos a regresar tan pronto?

Cendra giró en redondo. La sirviente, sin la gorra de lana y con los gruesos rizos despeinados, estaba recostada en la puerta del establo y sonreía perezosamente a su señora.

—Estoy toda sofocada. Juro que necesitaré rodar sobre la nieve para enfriar mi sangre.

Tres pasos, y la joven cayó sobre la doncella, la agarró por el brazo y la sacó de las cuadras.

—¡Me hace daño! —Katia se debatió para soltarse.

Cendra le torció el brazo y se lo giró a la espalda. Estaba enfurecida, enojada con todos y con todo, con el estómago revuelto de tanto sentir miedo.

—No me importa. Ahora sigue adelante.

Katia hizo lo que le decía, pero no estaba en su naturaleza hacerlo en silencio.

—¡Me dijo que fuera a los establos! Dijo que no me quería a su lado. No es culpa mía si siente celos de mí y de Cuchillo. No es culpa mía que sea más plana que una placa de hielo y que ningún hombre la mire dos veces. Lo que necesita es…

—¡Cállate!

La joven retorció el brazo de la doncella un poco más; su propia cólera la sorprendía. Temblaba, pero por primera vez en meses no era de miedo. Era una sensación agradable poseer el control sobre alguien, aunque no fuera más que una sirvienta.

—Abre la puerta. Y hazlo deprisa.

En los catorce meses que hacía que conocía a Katia, Cendra no había visto jamás a la doncella moverse con tal rapidez. Esta abrió el pestillo de la puerta más rápidamente de lo que se guardaba los pastelillos de rosas. Dos camaradas de la guardia recorrían el enorme pasillo circular del Tonel, con sus capas de cuero sujetas a las túnicas mediante broches de plomo del tamaño de gorriones. Los dos hombres llevaban unos yelmos que proyectaban sombras sobre los ojos, y resultó revelador que ninguno de ellos sonriera o reaccionara de modo alguno ante lo que veían: a esas alturas toda la fortaleza sabía que donde quiera que estuviera la expósita, Cuchillo se hallaba a sólo unos pasos de distancia. Cendra cerró de un portazo la puerta con el tacón de la bota; luego empujó a Katia directamente hacia los dos camaradas, que tuvieron que apartarse para dejar pasar a dueña y sirvienta.

Mientras ascendía por las escaleras en dirección a su dormitorio, la muchacha notaba cómo el corazón le latía apresuradamente en el pecho. ¡Sólo un roce! Un roce y la cosa, la presencia de la Astilla, había sabido que ella estaba allí. En toda su vida jamás había percibido tal necesidad; aquello tiraba de algo, de alguna parte de la joven para la que ella no tenía nombre.

Alargad la mano, señora. Os olemos. Olemos sangre, y carne, y luz.

—¡Uy! ¡Señorita! Me va a romper el brazo.

Cendra se sobresaltó, y al bajar la mirada comprobó que sujetaba a Katia con tanta fuerza que la sangre había cesado de fluir a la mano. La soltó bruscamente, y la sirvienta dio un traspié al frente y empezó a frotarse el brazo. Las palabras no tardaron en fluir por su boca —todo un torrente de ellas—, pero Cendra las apartó de su mente, y como si Katia estuviera totalmente silenciosa, no en pleno proceso de ponerse a sollozar y proferir amenazas, se dirigió a la doncella con calma.

—Sígueme.

Cendra ascendió los últimos peldaños hasta su habitación, segura de que la otra la seguiría. La puerta estaba entornada, y al empujarla se encontró cara a cara con el criado de Penthero Iss, Caydis Zerbina. El alto sirviente de piel oscura se detuvo en seco donde estaba; los largos y elegantes brazos transportaban toda una variedad de las pertenencias de la joven: la alfombra de lana verde, un grueso abrigo de invierno, una de las lámparas de ámbar y un cepillo de pelo de plata.

La joven supuso que debería sentirse sorprendida de verlo allí, pero no lo estaba. La tranquilidad la seguía embargando. Realizó un pequeño balanceo con la barbilla, indicando los artículos que sostenía.

—Está bien, Caydis. Por favor, continúa. Me doy cuenta de que no me esperabas de regreso de mi paseo a caballo. La culpa es toda mía. Mis disculpas. Por favor, termina tu tarea.

Caydis Zerbina llevaba sangre del lejano sur, al igual que Katia, pero al contrario que esta tenía el hablar dulce y las maneras suaves. Rendía culto con los sacerdotes del Templo del Hueso y jamás vestía telas más gruesas que el lino, incluso en los días más fríos. El común no era su idioma materno.

—Lo siento tanto, señorita. Yo paro ahora. No ofendo más.

Caydis realizó una profunda reverencia, y los brazaletes de hueso de su muñeca tintinaron como gotas de lluvia al caer. Empezó a retroceder despacio.

—No —dijo Cendra, que alzó la mano— insisto en que sigas con tu trabajo. Tus acciones no me causan la menor ofensa.

Y lo extraño era que no lo hacían. Caydis Zerbina no hacía más que cumplir órdenes, como Katia y Marafice Ocelo. Una persona gobernaba la Fortaleza de la Máscara, una persona tenía acceso a la Astilla, una persona había sugerido que abandonara sus aposentos esa mañana para salir a cabalgar al patio: Penthero Iss. Su padre adoptivo la había querido fuera de allí para poder recoger más cosas para su mudanza, y lo más probable era que no hubiera echado nada en falta, a excepción de la alfombra y la lámpara, y ambas cosas necesitaban limpiarse o repararse, por lo que su ausencia podía justificarse tranquilamente.

Estaba claro que al hombre no le hacía ninguna gracia verse obligado a seguir con su tarea. Sus ojos oscuros, con el blanco de un tono almendrado y sus gruesos párpados, parpadearon nerviosos mientras se movía por la estancia, y Cendra sospechó que recogía cosas solamente para satisfacerla, en lugar de por una necesidad real de llevarse algo más. Le sostuvo la puerta abierta cuando se marchó, inclinando la cabeza en una graciosa despedida.

—Caydis —dijo una vez que el otro hubo dado unos cuantos pasos por el pasillo—, no contaré a mi padre adoptivo nuestro imprevisto encuentro. Confío en que tú harás lo mismo. No será provechoso para ninguno de los dos admitir nuestros errores.

—Señora —respondió él, inclinando el largo cuello de gacela.

Ya antes de que el otro llegara a la escalera, la joven devolvió su atención a Katia. La sirvienta estaba de pie contra la pared del pasillo, con el rostro enrojecido y sin aliento, frotándose el brazo como si no pudiera acabar de creerse que estuviera dolorido. Un paso al frente era todo lo que necesitaba para acobardarla, y aunque Cendra supuso que debería avergonzarse por provocar que alguien la temiera, una diminuta parte de su ser más bien disfrutaba con ello.

—Adentro. Ahora.

Los ojos de la sirvienta estaban desorbitados, con una mezcla de indignación y recelo; pero se movió lo bastante rápido como para desalojar las últimas horquillas de sus rizos, que golpearon la piedra con musicales notas mientras Cendra cerraba la puerta a su espalda.

—Siéntate —ordenó indicando la cama con la cabeza.

Katia se sentó.

—Bien. —La joven le dio la espalda—. Voy a hacer algunas preguntas, y tienes dos elecciones; una, puedes responderlas con honestidad y estar fuera de aquí en un cuarto de hora, o dos, puedes mentir y engañarme, y salir herida. —Giró en redondo—. ¿Qué va a ser?

—No se atreverá a hacerme daño. Chillaré. Ya lo creo que lo haré.

Cendra se inclinó al frente, de modo que su rostro quedó a pocos centímetros del de Katia.

—Adelante. Chilla. Cuchillo está ahí fuera. Te oirá si haces suficiente ruido. Pero antes de que lo hagas, piensa sólo por un momento. Puede ser que lo conozcas y te acuestes con él, pero es a mí a quien le han encargado proteger. A mí, no a una insignificante pinche de cocina que no sabe lo que le conviene. ¡A mí! —Cendra vio dolor en los ojos de la otra, pero se obligó a seguir con más rudeza que antes—. Pregúntate esto: si tu chillas y yo chillo, ¿a quién es más probable que ayude primero?

Katia no respondió, y sus dientes mordisquearon los labios.

—De acuerdo. —La joven irguió la espalda—. ¿Por qué ha puesto mi padre adoptivo a Marafice Ocelo a vigilarme?

—No lo sé. —Katia sonó resentida—. Cuchillo mismo lo considera una locura. Dice que está harto de vos, y que tiene cosas mejores que hacer que vigilar una delgada tira de tocino sin la menor grasa en ella.

—¿Así que él no sabe el motivo? —siguió Cendra, sin hacer caso del sarcasmo.

—No. Dice que acabará pronto, de todos modos. Pellejo de Ternera prometió que sería cualquier día de estos.

Cendra frunció el entrecejo. Marafice Ocelo era protector general; como tal no estaría muy dispuesto a actuar como guardián de una expósita sin un buen motivo. Sabía algo; la muchacha estaba segura de ello. Y no obstante lo que le decía a Katia, disfrutaba como un gato vigilándola y provocándola; aunque, desde luego, no admitiría eso ante cualquier chica con la que se acostara. Sintiéndose repentinamente incómoda con el giro que iban tomando sus pensamientos y sabiendo que si se detenía más tiempo en ellos perdería el valor y se debilitaría, cambió de tema.

—¿Qué sucedió con las ropas que te di para remendar la semana pasada?

—Iss se las llevó.

—¿Adónde?

Katia se encogió de hombros.

—No lo sé. Dijo que quería empezar a recoger unas cuantas cosas aquí y allí para facilitar el traslado cuando tuviera lugar. Dijo que quería sorprenderla, y que le dijera que las quería para zurcirlas.

—¿Qué otras instrucciones especiales te dio mi padre adoptivo?

No obtuvo respuesta.

—He dicho, ¿qué más?

—Nada. —Katia arrastró los pies por el suelo.

Mentía, y Cendra aspiró con fuerza, pensativa. Al cabo de un instante, empezó a menear la cabeza.

—Sabes, Katia, mi padre adoptivo no es el único que tiene poder sobre ti. No tengo por qué llevarte cuando me traslade a mis nuevos aposentos. Podría decir a mi padre adoptivo que ya no quiero tus servicios, que te acuestas con cualquier hombre que se cruza en tu camino y que robaste uno de mis…

—¡Yo no he robado nunca nada! —Katia se puso en pie, apretando los puños—. Mentiría si lo dijera. ¡Mentiría!

—Calla, muchacha —replicó ella en un tono de voz que esperó que sonara aburrido—. Puedo declarar lo que quiera y salirme con la mía. ¿Realmente crees que mi padre adoptivo aceptaría tu palabra por encima de la mía? ¿Lo crees?

Eso hizo que Katia se detuviera y meditara. Toda la energía y la luz de su rostro se desvaneció, y la dejó con un aspecto tan juvenil y vulnerable como la jovencita que en realidad era. Quince años, eso era todo. Cendra sintió que su determinación flaqueaba. Todo lo que deseaba era ir hacia la sirvienta, rodearla con los brazos y decirle que jamás diría una cosa tan mala sobre ella; ni siquiera aunque realmente hubiera robado algo. Katia era casi un año más joven que ella; sin embargo, hasta entonces, hasta ese mismo minuto, Cendra siempre se había sentido la más joven de las dos. Era extraño, pero justo aquello que la atemorizaba la estaba haciendo más fuerte. Tenía que saber. Y haría cualquier cosa, ¡cualquier cosa!, para averiguarlo.

—Creo que las dos conocemos la respuesta a esa pregunta, Katia —siguió mientras sacaba fuerzas de flaqueza—. Regresarías a las cocinas el mismo día en que yo lo dijera; no importa con qué diligencia cumplas las órdenes de mi padre adoptivo. Soy la pupila de Penthero Iss, su casi-hija. Ahora dime lo que quiero saber, y te juro que él no oirá más que cosas buenas sobre ti de mis labios.

Aunque seguía de pie, la doncella parecía más pequeña que de costumbre; tenía los hombros caídos y la espalda doblada, e incluso sus rizos parecían más lacios.

—Prométame que me llevará con usted cuando se marche.

La joven cerró los ojos. Un dolor, como el de un músculo irritado, llameó sordamente en su pecho.

—Si me marcho a una habitación espléndida, con ventanas de mica y una chimenea toda para mí, entonces prometo que te llevaré conmigo. —Percibió la mentira mientras lo decía; no importaba que fuera la verdad, también era una mentira.

Katia, que era asimismo una mentirosa terrible, escuchó sólo la verdad, y su rostro se iluminó al instante.

—Bien, entonces está decidido, ¿no es cierto?

Cendra asintió sin saber cómo conseguía impedir que sus mejillas se sonrojaran.

—Bien, señorita, es algo muy extraño. Yo casi no lo entiendo tampoco…, a menos claro que tenga que ver con su lo que ya sabe. —Al ver la expresión perpleja de la joven, la doncella se volvió más expansiva; su amor por compartir secretos estaba totalmente despierto entonces—. Su fertilidad; ya sabe cuando finalmente sea mujer y se pueda casar y retozar con hombres. Bien, pues desde que su señoría me contrató, pero muy especialmente en estos últimos tres meses, siempre me ha pedido que compruebe su orinal y las sábanas cada mañana en busca de sangre. Ya sabe, sangre de mujer. Dice que hay que avisarle en cuanto tenga la menstruación. Se toma el asunto muy en serio, además. Me altera sólo pensar en ello.

—¿Sábanas? ¿El orinal?

—Sí, y también el camisón y la ropa interior.

Cendra soltó aire despacio; toda su energía se desvanecía con la misma rapidez con que había aparecido. «No puedes ser una niña eternamente, Asarhia. La vieja sangre no tardará en aparecer». Las palabras de su padre adoptivo regresaron a su memoria, y cada una de ellas era una gota helada sobre su rostro. Iss vigilaba el momento en que tuviera la primera menstruación, y todos sus pellizcos, toqueteos y vigilancias tenían un solo motivo. ¿Por qué? ¿Qué quería de ella? ¿Qué haría cuando la sangre apareciera por fin? La idea provocó violentos calambres en el estómago de la joven.

—Márchate, Katia. Quiero estar sola —dijo apoyando una mano en la pared para mantenerse firme.

La menuda doncella apretó los labios, dio un paso al frente, vaciló, y luego dio un paso atrás.

—¿No le contará a Iss lo que le he dicho, verdad? Se enfurecería más que un felino en una trampa si lo supiera. Si enfurecerse es la palabra correcta para alguien que jamás alza la voz; sólo te clava una fría mirada y…

—Prometo que no diré una palabra —le interrumpió Cendra, que lo último que deseaba entonces era un recordatorio de hasta qué punto podía ser despiadado su padre adoptivo. Cuando Katia abrió la puerta, le dijo por último—: Siento haberte hecho daño antes. De veras, lo siento. No volverá a suceder.

—No fue nada en realidad, señorita —repuso ella, volviéndose con una sonrisa—. Acostumbraba a recibir un peor trato de la señora Wence, mucho peor.

Cendra intentó sonreír, pero no lo consiguió. Cuando, por fin, se le ocurrió una respuesta, Katia ya se había ido, y la muchacha se quedó mirando fijamente la puerta cerrada. ¿Por qué no había mencionado nunca que la habían pegado?

Pareció como si transcurriera mucho tiempo antes de que consiguiera llegar a la cama. Los calambres se volvieron más fuertes, rodando por su abdomen en repugnantes oleadas, y todo lo que deseó fue dormir. Más tarde; decidiría qué hacer más tarde. Sus ojos se cerraron trayendo oscuridad y paz, y antes de que pudiera formar otro pensamiento se sumió en un profundo y paralizador sueño.

Hace tanto frío, señora. Está tan oscuro. Alargad la mano.

Cendra se revolvió en su lecho, dando la espalda a sus sueños; pero estos la persiguieron, sombras líquidas que crujían y sangraban. Sus formas se agrupaban y cambiaban, y la oscuridad rezumaba de ellas como agua derramándose del hielo.

Alargad la mano, señora, hermosa señora. Alargad la mano.

Cendra volvió a retorcerse, y vio la caverna de hielo negro ante ella. No, ahí no. Volvió a girar, y notó cómo unas sombras se deslizaban por su rostro, frías como agua procedente del pozo más oscuro y profundo. Había cosas que se movían en la periferia, húmedas y convulsionadas como bestias desolladas. El suelo se movió bajo sus pies, y de improviso la caverna se encontraba bajo ella; la entrada era un enorme agujero perforado en hielo marino, con un océano de negra brea revolviéndose debajo. La joven retrocedió. No pensaba ir allí; no iba a dar aquel último paso.

Alargad la mano, señora. Alargad la mano.

Unos dedos húmedos agarraron sus brazos, tirando de ellos hacia arriba, arriba y arriba. La muchacha se esforzó por impedir que se alzaran, pero era como intentar doblar las rodillas hacia atrás: las articulaciones sólo funcionaban en un sentido.

¡Alargad la mano! ¡Alargad la mano!

No. Sacudió la cabeza e intentó escabullirse. Nada se movió, a excepción de sus brazos, que siguieron alzándose hasta llegar a la altura de sus hombros. Las sombras empujaban por todas partes, unos ojos se movían veloces como lenguas de serpientes.

¡Alargad la mano!

Pero la joven no alargó la mano, sino que empujó. Colocando las palmas planas contra algo que brillaba pálido como si fuera hielo, se impulsó lejos de aquel lugar. Un candente aguijonazo de dolor corrió por sus brazos en dirección a su corazón, y sintió cómo algo en lo más profundo de su ser se desgarraba, escuchó cómo un gran peso de hielo se hacía añicos al estrellarse contra el duro suelo; luego retrocedió y retrocedió, tambaleante.

Abrió los ojos a un mundo embotado por el dolor. Boca abajo sobre el lecho, con las sábanas arracimadas alrededor de la cintura, permaneció tumbada durante un buen rato sin moverse. Tenía las manos estiradas por encima de la cabeza, en dirección a la pared más próxima, pero incluso mientras movía los músculos para hacerlas retroceder, supo que algo no iba bien. El ardiente e insoportable dolor que producían las quemaduras de la piel llameó en su palmas, provocándole una mueca de dolor; una de las palmas estaba abierta, los dedos y la almohadilla del pulgar, enrojecidos. Quemados. Cendra arrastró la otra mano hacia sus ojos. Estaba cerrada, y los dedos, tiesos y firmes. La abrió despacio, consciente de que algo duro tiraba de su carne. Cuando los dedos se hubieron abierto un poco, una gota de un líquido transparente se deslizó por su muñeca, y ella, temblando, les obligó a abrirse por completo.

Hielo. Un pedazo de hielo resbaló de la palma de la mano y fue a parar a la cama.

«Nacida en los hielos». Las palabras de Katia fueron el primer pensamiento que acudió a su cabeza, antes de que el sobresalto, el temor o la necesidad de una explicación hicieran su aparición. Las quemaduras las había provocado el hielo, no el fuego.

El trozo de hielo tenía forma de cuña, era azul como la escarcha y estaba punteado con la clase de líneas de presión que Cendra había visto en rocas excavadas de la base del monte Tundido. Mientras observaba, la mancha de humedad bajo él se extendió. Desvió la mirada con brusquedad. ¿Qué hora era? ¿Cuánto tiempo había dormido? La luz de media tarde hacía que todo en la habitación pareciera gris. No se había encendido ninguna lámpara, pero el pequeño brasero de carbón vegetal seguía ardiendo, despidiendo una especie de vacilante luz agonizante. Cendra se llevó las abrasadas manos al rostro y sopló sobre ellas. Tras un instante, tomó ánimos y empezó a levantarse de la cama.

Fue entonces cuando lo notó. Deteniéndose en seco, sin acabar de alzarse del lecho, con el peso soportado por un codo y una rodilla, bajó la mano derecha, abriéndose paso a través de la tela de la falda y la ropa interior. Transcurrieron unos segundos antes de que sus dedos localizaran el lugar correcto. Cendra se quedó muy tiesa; había una humedad, caliente esa vez, entre sus piernas. Despacio, como si se moviera por el agua y no el aire, retiró la mano. No quería mirar, no quería ver, pero las cosas habían ido muy lejos ya, y de todos los cambios que tenía ante sí, sin duda ese sería el más fácil de soportar.

Sangre oscura corrió por los dedos como si fuera melaza. La menstruación. La muchacha aspiró con fuerza, intentando recuperar la tranquilidad que había sentido antes, cuando se había enfrentado a Katia y a Caydis Zerbina. La necesitaba entonces más que nunca. Transcurrió el tiempo, y su mano siguió temblando, por lo que comprendió que esa sería toda la calma que conseguiría.

Con movimientos lentos, juntos los muslos para impedir que más sangre manchara sus ropas, mantuvo la mano mojada lejos del lecho, y se puso en pie con dificultad. Una vez se hubo cerciorado de que no había manchas de sangre en las sábanas, se desnudó, aislando las enaguas y los calzones, que eran las únicas prendas manchadas; luego tomó el pequeño cuchillo de fruta de su tocador y empezó a romper la tela. Tardó bastante tiempo porque el cuchillo carecía casi de filo, y sus manos insistían en seguir temblando; además, la ropa era tejido invernal, con lo que era el doble de gruesa. Durante todo ese tiempo, mantuvo los muslos bien apretados, y algo situado en lo más profundo de su interior, bien presionado.

Bastante antes de quedar satisfecha con la pequeñez de los pedazos de tela, empezó a echarlos al brasero. El carbón vegetal necesitó que lo atizaran y soplaran sobre él un buen rato antes de ofrecer una llama decente, pero finalmente se encendió, y los trozos de ropa interior ardieron rápidamente, carbonizándose hasta desaparecer en cuestión de segundos. Había gran cantidad de humo, y la joven se dijo que tal vez debería abrir los postigos y expulsarlo al exterior, pero tenía otras muchas cosas que hacer e incluso muchas más en las que pensar, y ya lo haría un poco después.

Atándose una tira de lino entre los muslos, regresó a la cama. El hielo había desaparecido, derretido en un oscuro charco en forma de ojo. Al cabo de una hora, incluso eso habría desaparecido, y pronto no quedaría nada que demostrara que hubiera existido jamás. Cendra contempló la mancha que se secaba. Aquello era lo que ella necesitaba hacer: desvanecerse sin dejar rastro.