–¿Estás seguro de que comprobaste la parte trasera de los corrales de los caballos?
El gélido viento obligó a Drey Sevrance a entrecerrar los ojos mientras hablaba; cristales de hielo centelleaban en la piel de zorro de la capucha, y agujas de pino se aferraban como mechones enmarañados a los hombros, los brazos y la espalda.
Raif se dijo que su hermano se veía cansado y mayor de lo que había parecido jamás. La luz del alba lucía amarilla en el horizonte y proyectaba hoyuelos de sombras amarillentas en su rostro.
—Lo comprobé —repuso Raif—. Ni rastro de Maza.
—¿Y qué hay de la ciénaga de alisos y del arroyo?
—La ciénaga está congelada, y recorrí la orilla del río. Nada.
Drey se quitó los guantes y se pasó las manos desnudas por el rostro.
—La corriente podría haber arrastrado el cuerpo río abajo.
—No hay agua suficiente para transportar un zorro abotargado de un recodo a otro —replicó su hermano, sacudiendo la cabeza—, y mucho menos para alejar a un hombre adulto del campamento.
—Discurriría más veloz ayer al mediodía.
Raif tomó aire para hablar, pero cambió de idea. El único momento en que aquel río tendría un caudal suficiente para arrastrar un cadáver sería durante la segunda semana del deshielo primaveral, cuando el aflujo de aguas procedentes de las tierras peladas y las Cordilleras Costeras llegaba a su punto álgido, y Drey lo sabía. Repentinamente inquieto, aunque no muy seguro del motivo, Raif alargó la mano y tocó la manga de su hermano.
—Vamos. Regresemos a la fogata.
—Maza Granizo Negro está ahí fuera en alguna parte, Raif. —Drey hundió una mano en el aire helado—. Sé que es más que probable que esté muerto, pero ¿y si no lo está? ¿Y si está herido e inconsciente?
—Aquellas huellas…
—No quiero volver a oír hablar de las huellas. ¿Queda claro? Podría haberlas dejado cualquiera en cualquier momento. Maza montaba media guardia, y vete a saber dónde estaba cuando ocurrió el ataque. Ahora bien, o los atacantes acabaron con él en primer lugar y yace congelado en algún arroyo del terreno de aluvión, o consiguió regresar al campamento, advirtió a los otros y sencillamente no lo hemos encontrado todavía.
Raif inclinó la cabeza hacia el frente. No sabía cómo responder. ¿Cómo podía decirle a Drey que tenía la sensación de que no importaba cuánto tiempo y con cuánta meticulosidad buscaran, que seguirían sin encontrar ni rastro de Maza Granizo Negro? Encogiéndose violentamente de hombros, decidió no decir nada. Estaba agotado y no quería discutir con su hermano.
El rostro de Drey se suavizó un poco, y la hierba congelada crujió bajo sus pies cuando cambió el peso del cuerpo del lado izquierdo al derecho.
—De acuerdo. Regresaremos a la fogata. Ampliaremos la búsqueda de Maza cuando sea totalmente de día.
Demasiado exhausto para ocultar su alivio, Raif siguió a Drey de vuelta al círculo de tiendas. Cicutas retorcidas por el viento y pinos negros se zarandeaban contra el cielo como animales encadenados; mientras, en algún punto no muy lejano, el agua chorreaba sobre esquisto suelto y, más allá de la línea del horizonte, un cuervo chillaba al amanecer. Al escuchar el ronco y enojado grito del ave que el clan llamaba «vigilante de los muertos», Raif se llevó una mano a la garganta. Con los gruesos guantes de piel de perro apenas podía percibir el duro gancho del pico del cuervo que llevaba colgado de un trozo de lino enriado. El cuervo era su amuleto; había sido elegido para él al nacer por el guía del clan.
El guía que había dado al joven el amuleto de cuervo llevaba ya cinco años muerto, y nadie había sido honrado más profundamente en el clan. Era muy anciano y olía a cerdos, y Raif lo había odiado con toda el alma, pues había reservado el peor de los amuletos posibles para el segundo hijo de Tem Sevrance. Nadie, ni antes ni después, había recibido jamás el cuervo. Los cuervos eran carroñeros, se alimentaban de seres muertos; podían matar, pero preferían robar. Raif había visto cómo seguían a un lobo solitario durante días, con la esperanza de hacerse con un banquete gracias a un cadáver destripado. Todos los demás miembros del clan, tanto hombres como mujeres, habían tenido mejor suerte con sus amuletos. Drey había recibido una zarpa de oso, al igual que Tem antes que él. El amuleto de Dagro Granizo Negro fue un alce; el de Jorry Shank, un lucio; el de Mallon Cuerno Arcilloso, un tejón. El de Shor Gormalin era un águila, como el de Raina Granizo Negro. En cuanto al hijo adoptivo de Dagro, Maza… Raif meditó un momento. ¿Cuál era su amuleto? Entonces, le vino a la mente: Maza Granizo Negro era un lobo.
La única persona en todo el clan que tenía un amuleto más raro que un cuervo era Effie. El guía no le había dado más que un trozo de piedra con forma de oreja. Raif se enojó sólo de pensar en ello. ¿Qué le habían hecho los Sevrance al viejo bastardo para merecer aquello?
El joven tiró de su amuleto de cuervo, poniendo a prueba su engrasada sujeción. Cuando era más joven había tirado el objeto más veces de las que podía recordar; sin embargo, de un modo u otro, el guía siempre lo encontraba y se lo devolvía.
—Es tuyo, Raif Sevrance —decía alargándole el negro pedazo de cuerno en su sucia palma cubierta de cicatrices—. Y algún día te alegrarás de ello.
Todo pensamiento sobre cuervos desapareció de la mente de Raif mientras él y Drey se acercaban al círculo de tiendas. Los primeros rayos de la luz solar resbalaban sobre la congelada tundra, iluminando el campamento con largas hebras de luz matinal, y las seis tiendas de piel y fieltro de alce, los postes de los caballos, la fogata, los secaderos y el tocón para trocear mostraban ya un aspecto ruinoso. Tem había contado a Raif en una ocasión una historia sobre un enorme y siniestro barco de la muerte, que, según los marineros juraban, custodiaba la entrada al mar del Fin, alejando a todos excepto a los ciegos y a los dementes. Eso era lo que las tiendas parecían entonces: las velas de un barco muerto.
El muchacho se estremeció, y su mano descendió del cuello a la punta de asta vaciada sujeta a su cinturón de utensilios por un aro de latón ennegrecido con brea. Sellada en el interior de la púa había tierra sagrada: polvo triturado de la piedra-guía que formaba el Corazón del Clan. Cada clan tenía una piedra-guía, y los miembros llevaban consigo una parte de ella hasta que morían.
La piedra-guía del clan Granizo Negro era un enorme bloque de granito curvo, grande como un establo, veteado de grafito negro y cubierto con una película de grasa. La piedra-guía del clan Bludd era también de granito curvo, pero estaba tachonada de estrías de granates rojos, que brillaban como la sangre cuando empieza a secarse. Raif no había visto nunca el polvo procedente de la piedra de los Bludd, pero se decía que debía ser hermoso, tal y como lo era el que provenía de su piedra: un fino polvo gris, que resbalaba por la mano como humo líquido.
Mientras se acercaba a la fogata, se arrancó la punta del cinturón y rompió el aro de latón. El recipiente estaba sellado con una tapa de plata batida, y Raif pasó el pulgar a lo largo de la púa, buscando el borde. Doce hombres habían muerto allí, y sólo quedaban dos; y los dos hombres, sin caballos, carretas ni trineos, no tenían la menor esperanza de llevar a los muertos de vuelta. La casa comunal se hallaba a cinco días de duro viaje en dirección sur, y aquello era tiempo más que suficiente para que los carroñeros hicieran pedazos los cuerpos.
Raif no pensaba permitirlo. Revoloteaban cuervos ya en el cielo, describiendo círculos de una legua de longitud, y pronto los lobos, los coyotes, los osos y los felinos de la tundra acudirían al escuchar los graznidos. Todas aquellas bestias que se alimentaban de criaturas muertas se verían atraídas al campamento en busca de una última comida con la que atiborrarse antes de que el invierno diera comienzo por fin.
Sacudiendo la cabeza con un único y violento gesto, el joven hizo saltar el tapón del recipiente, que se abrió con un leve siseo. El fino polvo de la piedra-guía corrió por el viento como la cola de un cometa, llevando el sabor del granito a los labios de Raif. Tras un momento de completo silencio, el muchacho empezó a recorrer el círculo, tallando una senda de aire y polvo. El polvillo gris voló durante un buen rato, transportado por el aliento invernal; cabalgó sobre los helados remolinos y quedó suspendido en las corrientes ascendentes antes de descender a su congelado lecho.
Nada se iba a llevar jamás a Tem Sevrance; jamás. Ningún cuervo le picotearía los ojos y los labios; ningún lobo le hundiría los colmillos en el vientre y el trasero; ningún oso sorbería el tuétano de sus huesos, y ningún perro pelearía por las sobras. Que el joven se viera condenado a los fosos más negros del infierno si eso sucedía.
—¿Raif?
Volviendo la mirada, descubrió a Drey de pie en la entrada de la tienda de su padre. Su hermano transportaba un fardo de provisiones apretado contra el pecho.
—¿Qué haces?
—Dibujo un círculo-guía. Vamos a quemar el campamento.
Apenas reconoció su propia voz al hablar; sonaba fría, y en sus palabras había un tono de desafío que no había pretendido en un principio.
Drey lo contempló durante un largo instante. Sus ojos, por lo general de un tono castaño claro, aparecían tan oscuros como las paredes del hoyo donde se encendía la hoguera. Comprendía los motivos de Raif —estaban demasiado unidos como hermanos para no saber lo que pensaba el otro—, pero el joven se dio cuenta de que no estaba contento; sin duda, tenía sus propios planes para los cuerpos.
Finalmente, los músculos del cuello de Drey empezaron a moverse.
—Termina el círculo —dijo tras unos instantes con voz dura—. Amontonaré estas provisiones junto a las estacas de los caballos; luego, buscaré todo el aceite y la brea que pueda.
Una profunda faja muscular en el pecho de Raif se relajó, aunque su boca estaba seca, demasiado seca para hablar. Así pues, asintió con la cabeza una vez y siguió andando, sintiendo la mirada de Drey fija sobre su espalda hasta que completó el círculo. Y comprendió con total certeza que le había quitado algo precioso a su hermano, pues él, siendo el mayor, era quien debería haber dicho la última palabra con respecto a los muertos.
Drey Sevrance hizo lo que era necesario para encender un buen fuego. Trabajó intensamente y sin descanso; astilló y cortó leña, y despojó también de agujas los árboles cercanos para encender el pelado suelo entre las tiendas y el hoyo; distribuyó grandes montones de musgo alrededor de los cadáveres, y lo roció todo con tacos de grasa de alce y jirones de aceite y brea. Las pieles de las tiendas las mojó con el fuerte licor que siempre podía hallarse en la alforja de Meth Ganlow.
Durante todos los preparativos, Raif hizo sólo aquellas cosas que su hermano le pidió; nada más. No hizo sugerencias ni dijo nada, dando a Drey lo que en justicia era suyo.
Los cuervos fueron describiendo círculos más cerrados mientras ellos trabajaban. Las largas alas negras proyectaban sombras afiladas como cuchillos sobre la nieve, en tanto los roncos graznidos de carroñeros se convertían en un constante recordatorio para Raif de aquello que llevaba colgado al cuello: el vigilante de los muertos.
Cuando todo estuvo dispuesto y los dos hermanos se hallaron fuera del círculo-guía contemplando la bien cebada trampa de fuego que habían preparado, Drey sacó el pedernal y el percutor. El círculo dibujado por su hermano menor no resultaba visible, pues el polvo era fino y la hierba espesa, y el viento se había llevado gran parte de él; pero estaba allí. Tanto Raif como Drey sabían que estaba allí. Un círculo-guía contenía todo el poder de la piedra guía con el que había sido trazado. Era el Corazón del Clan, allí, en la helada tundra de los páramos, y todos los que se encontraban en el interior descansaban en terreno sagrado.
Tem había contado a Raif en una ocasión que muy al sur, en las Tierras Templadas, en ciudades de tejados planos, llanuras cubiertas de pastos y mares cálidos, había otros que usaban círculos-guía para protegerse. «Caballeros» los llamaban. Y Tem decía que quemaban los círculos en sus carnes.
Raif no sabía nada de todo aquello, pero sí sabía que un miembro del clan antes abandonaría la casa comunal sin la espada que sin el frasco, la bolsa, la punta de cornamenta o el cuerno que contenía la parte de piedra-guía pulverizada. Con una espada, un hombre sólo podía combatir; pero en el interior del terreno sagrado de un círculo-guía, podía hablar con los Dioses de la Piedra, solicitar redención, absolución o una muerte rápida y piadosa.
Un lobo aulló a lo lejos, y como si su llamada los hubiera sacado de un trance, Drey echó hacia atrás su capucha y se quitó los guantes. Raif hizo lo mismo. Todo estaba quieto y silencioso. El viento había parado, los cuervos se habían posado, el lobo permanecía callado, tal vez olfateando la presa. Ninguno de los dos hermanos habló. Los Sevrance no se habían distinguido jamás por su facilidad de palabra.
Drey golpeó el pedernal, y las astillas prendieron, llameando con fiereza en su mano. Se adelantó, hincó una rodilla en el suelo y encendió el pasillo de musgo empapado de alcohol que había colocado.
Raif se obligó a observar. Era duro, pero él era miembro del clan, y el jefe y su padre yacían allí, y él no iba a volver la mirada. Las llamas corrieron en dirección a Tem Sevrance como ansiosos dedos amarillos, como afiladas zarpas rojas. Fuego del infierno. Y lo devoraría igual que cualquier bestia.
Tem…
De improviso, Raif no pudo pensar en otra cosa que en apagar las llamaradas a pisotones. Dio un paso al frente, pero justo mientras lo hacía, un fuego líquido alcanzó la primera tienda, y la bien empapada piel de alce se encendió de golpe. Las chispas volaron hacia las alturas con una enorme bocanada de humo, y un atronador rugido destructor sacudió las Tierras Yermas de pies a cabeza. Unas llamas tan abrasadoras que ardían blancas danzaron en el creciente viento. Bolsas de hielo del suelo se fundieron con siseos animales, y a continuación el hedor de hombres quemándose se alzó de la pira. Oleadas de aire golpearon la mejilla de Raif; los ojos del joven ardían, y de ellos brotaba agua salina que descendía veloz por sus mejillas, pero siguió con la mirada fija al frente. El pedazo exacto de terreno sobre el que yacía Tem estaba dibujado en su espíritu, y era su Dios de la Piedra, que le había impuesto el deber de vigilarlo hasta que las llamas lo hubieran reducido a polvo.
Por fin, llegó un momento en que pudo desviar los ojos. Se volvió y contempló a su hermano, pero este no pudo devolverle la mirada. La mano de Drey estaba cerrada con tanta fuerza que provocaba estremecimientos en su pecho.
—Marchémonos —dijo al cabo de unos instantes.
Sin levantar los ojos para observar la reacción de su hermano menor, Drey se encaminó a las estacas que servían para sujetar los caballos, cogió su parte de las provisiones y se la echó a la espalda. A juzgar por el voluminoso aspecto de las bolsas, Raif imaginó que el otro había decidido cargar con los fardos más pesados.
Drey aguardó junto a las estacas. No era capaz de mirar a su hermano, pero sí de esperarlo.
Raif fue hacia él. Tal y como sospechaba, los bultos que habían quedado eran poco pesados, y se los echó al hombro como si fueran un abrigo. Quería decir algo a Drey, pero nada parecía ser lo adecuado, de modo que mantuvo su silencio.
El fuego rugió a sus espaldas mientras abandonaban el campamento de los páramos y se dirigían al sur. El humo los siguió, el hedor les provocó náuseas y las cenizas se posaron en sus hombros como las primeras sombras de la noche. Atravesaron el terreno aluvial y el prado de juncias, y se encaminaron hacia las grandes tierras de pastos que conducían a su hogar. El sol se escondió despacio pero temprano y, entretanto, iluminó el cielo a su espalda con una persistente luz sanguinolenta.
Drey no mencionó que prosiguieran la búsqueda de Maza Granizo Negro, y Raif se alegró de ello. Se alegró porque significaba que su hermano veía las mismas cosas que él en el camino: un trozo de hielo roto en una charca derretida, un casco de caballo claramente marcado en los líquenes, un hueso de perdiz blanca, con la punta ennegrecida por el fuego donde se había asado, sin un solo resto de carne.
Se detuvieron cuando el agotamiento los venció por fin. Una isla de pinos negros fue su refugio para pasar la noche. Los enormes árboles de siglos de antigüedad habían crecido en un anillo protector, sembrados originalmente por un único árbol madre, que se había desarrollado en el centro y luego había muerto. A Raif le gustó estar allí, pues era como acampar dentro de un círculo-guía.
Drey encendió un fuego seco y se echó una piel de alce sobre los hombros para mantenerse caliente. Raif hizo lo mismo, y los dos hermanos se sentaron pegados el uno al otro junto a las llamas y comieron tiras de cordero macerado y huevos duros que se habían vuelto negros. Bebieron el oscuro y casi imbebible brebaje casero de Tem, y el amargo sabor y el olor alquitranado recordaron a Raif con tanta fuerza a su padre que le hicieron sonreír. La bebida casera de Tem Sevrance era la peor de todo el clan; todos lo decían, nadie quería beberla y se rumoreaba que había matado a un perro. Sin embargo, él jamás varió la forma de elaborarla, y de un modo muy parecido a los héroes de los relatos que se envenenan a sí mismos un poco cada día para protegerse de los ataques de asesinos astutos, Tem se había vuelto inmune a ella.
Drey sonrió, también. Era imposible no sonreír cuando uno se enfrentaba a una auténtica posibilidad de morir a causa de la cerveza. Una fuerte angustia se apoderó de la garganta de Raif; entonces sólo quedaban ellos tres: él, Drey y Effie.
Effie. La sonrisa desapareció del rostro del joven. ¿Cómo dirían a Effie que su padre había muerto? Ella jamás había conocido a su madre. Meg había muerto en la mesa de partos en medio de un charco de su propia sangre, y Tem había criado a Effie por su cuenta. Muchos hombres del clan y más de unas cuantas mujeres habían indicado al viudo que debía volver a casarse para dar a sus hijos una madre, pero Tem se había negado en redondo.
—He amado una vez completamente —acostumbraba a decir—. Y esa es una bendición suficiente para mí.
De improviso, Drey alargó la mano y dio un amistoso cachete a Raif en la mejilla.
—No te preocupes —le dijo—. Nos las arreglaremos.
El muchacho, en su fuero interno, se alegró de que Drey hubiera hablado y lo animó el darse cuenta de que los pensamientos que corrían por su mente corrían también por la de su hermano.
Recostándose, Drey arregló la fogata con un palo. Unas llamas rojas y azules danzaron junto a su enguantada mano mientras daba vueltas a los carbonizados troncos.
—Haremos que el clan Bludd pague por lo que ha hecho, Raif. Lo juro.
Una mano de hielo puro se cerró en torno a las tripas del joven. ¿El clan Bludd? Drey no tenía pruebas de lo que decía, y el ataque podía haber estado organizado por cualquier otro grupo: el clan Dhoone, el clan Croser, el clan Estridor, una banda de hombres lisiados, los sull. Y luego había que tener en cuenta la naturaleza de las heridas, el hedor a maldad, la sensación de que algo más que la muerte había tenido lugar. Los guerreros del clan Bludd, con las cabezas parcialmente rapadas, eran feroces hasta lo indecible; tenían mazos de púas lastrados con plomo, lanzas de puntas reforzadas y espadones cruzados por profundas estrías centrales para canalizar la sangre de los enemigos. Sin embargo, Raif jamás había oído decir ni a Tem ni a Dagro Granizo Negro que el clan Bludd estuviera involucrado en…
Meneó la cabeza. No tenía palabras para explicar lo que había sucedido en el campamento; sólo sabía que cualquier miembro de un clan merecedor de tal nombre rechazaría algo así.
Echando una rápida ojeada a Drey, aspiró con fuerza. Luego, al ver con cuánta rabia atizaba el fuego su hermano y cómo el palo que sostenía estaba a punto de romperse, soltó el aire sin usarlo. Cinco días más tarde, estarían de vuelta en casa, y todas las verdades saldrían a la luz entonces.