Vaylo Bludd mantenía a su garañón bajo un fuerte control de la rienda en la nieve. La visión del viejo caballo empezaba a fallar, y no obstante su avanzada edad, seguía siendo tan pérfido como una pica. Cualquier hombre o caballo que se aproximara demasiado podía resultar el destinatario de una veloz patada en las espinillas o las pelotas cortesía del animal que respondía al nombre de Caballo Perro. Vaylo Bludd sentía una debilidad por el viejo rocín, y aunque hacía mucho tiempo que hacía caso omiso con toda deliberación al adiestramiento recibido para obedecer, todavía recordaba dos cosas básicas: no había que patear ni a perros ni a niños pequeños. Sonriente, Vaylo dejó al descubierto sus dientes negros y doloridos. Le había costado mucho adiestrar al garañón, pues era un caballo malo, y todos los que lo veían lo decían; sin embargo, allí estaban los dos once años más tarde, lord Perro y su caballo malo, trotando por territorio conquistado, tan cómodos el uno con el otro como podían estarlo un hombre y su montura.

Cabalgando a la cabeza de un grupo de doce, Vaylo oyó a su hijo número seis gritar pidiendo luz. Hanro no había hecho otra cosa durante todo el día que gritar órdenes, y aunque el viejo caudillo no estaba muy seguro de a quién intentaba impresionar, se juró que la próxima vez que su hijo gritara pidiendo antorchas, informes de los exploradores o paradas para realizar sus necesidades se ocuparía de conducir a Caballo Perro lo bastante cerca de él como para que le asestara una buena patada en sus zonas vitales. El que un hombre gritara órdenes no significaba que fuera el jefe del grupo, y Hanro debía aprenderlo. Todos sus hijos tenían que aprenderlo.

Puesto que no le gustaba hacer hincapié en las debilidades de sus siete vástagos, el caudillo dedicó su atención al terreno circundante. La luz de la tarde se desvanecía ya con rapidez, convirtiendo la nieve del suelo en azul y transparente como el hielo. Al frente se encontraban las colinas de Cobre, en una ocasión la clave de la grandeza y el poderío militar del clan Dhoone. El cobre extraído de allí había hecho ricos a los Dhoone, permitiéndoles construir la casa comunal más grande de todos los clanes, embalsar ríos, desviar corrientes y carretear el equivalente a una montaña de mantillo a los eriales del norte, para convertir la tierra yerma dejada por la retirada del glaciar Lengua del Infierno en un pastizal de primera calidad para el ganado.

Esa era la primera vez que Vaylo Bludd cabalgaba por el territorio Dhoone desde que se apoderara de él; sin embargo, no dedicaba apenas atención a los hermosos pastos, a los bien abastecidos lagos de truchas entonces sellados por el invierno bajo una corteza de hielo de agua dulce o a los rebaños de alces que viajaban al sudeste a través de los bosques de pinos negros, gordos y relucientes tras dos estaciones de buenos pastos en los páramos del norte. Para lo único que tenía ojos era para la calzada de Bludd.

Sus nietos llevaban un retraso de cuatro días. El grupo tenía que haber abandonado la casa Bludd hacía trece días, y debería haber llegado ya a la de Dhoone. Huesoseco consideraba posible que los viajeros hubieran tropezado con mal tiempo en las colinas y hubieran tenido que dejar el enorme carro de guerra en el suelo sobre su armazón y acampar hasta que pasara lo más recio de la tormenta. No sonaba descabellado, y Huesoseco era un hombre cauteloso para ser oriundo del País de las Zanjas; sin embargo, Vaylo no conseguía librarse de una sensación de inquietud. Además sus perros se mostraban quisquillosos y dispuestos a morder por cualquier cosa, y el olor de Sarga Veys flotaba alrededor del trono Dhoone como humo de fogata de turba.

En cierto modo había sido un alivio abandonar la casa comunal. El clan Dhoone no era su hogar, aunque tal vez eso cambiaría con el tiempo, cuando las esposas de sus hijos y los hijos de estos llegaran e hicieran suyo el baluarte, pero de momento era un lugar de extraños ecos y sombras desconocidas y enormes habitaciones vacías que ninguna cantidad de fuegos de leña de abedul conseguían calentar o iluminar. El lugar le provocaba dolor de muelas, y para aumentar sus problemas, cuatro de sus siete hijos estaban viviendo allí con él, peleando como zorros en un cubil, intrigando y riñendo respecto a territorios y fronteras, a la vez que se emborrachaban como idiotas cada noche. ¡Y todos y cada uno de ellos creía que podía ocupar el lugar de lord Perro!

Vaylo Bludd escupió una bolita de cuajada negra, y los perros que trotaban junto a los corvejones del garañón gruñeron y chasquearon los dientes, al mismo tiempo que sacudían las cabezas para mordisquear sus collares de cuero y corvas. Odiaban que les escupieran encima.

—Usad vuestros hocicos, entonces —les ladró—. No se os ha traído aquí a pisotear nieve. Buscad. Encontrad.

Sólo para fastidiarlos, hizo que su montura se encabritara y agitara los cascos. ¡Malditos perros! Llevaban viajando desde el amanecer, y los únicos rastros que habían captado habían sido una oveja solitaria de amplio lomo, que habían hecho correr, aterrorizada, hacia lo alto de un risco de pizarra, y un pato muerto por un cuervo, cuya carne llevaba congelada un día. No obstante, aunque Vaylo se sentía inclinado a mostrarse gruñón con sus perros, interiormente aquello le producía un cierto alivio. Que no hubiera rastros significaba que no había nadie, y nadie quería decir ausencia de forasteros en la calzada.

En efecto, la nieve que pisaban estaba tan blanca y uniforme como la espuma de una buena cerveza de malta. No habían visto señal de jinetes en todo el día, y en ese momento la luz disminuía, por lo que no podrían divisar ni huellas ni humo de fogatas; así que, los perros tenían que ganarse su manutención.

Los animales, reconociendo al instante el cambio de humor de su amo, echaron a correr por delante del grupo, saltando o abriéndose paso por entre la nieve, según la longitud de sus patas. El caudillo se recostó en la silla de montar, cuyo viejo cuero crujió junto con sus huesos. ¡Por los Dioses de la Piedra! ¡Hacía tanto frío! Cada vez sentía más ganas de orinar. Recordó cómo en una ocasión, cuando era joven, había cabalgado desde la frontera del País de las Zanjas hasta la casa Bludd en un único día, sin detenerse ni una sola vez a vaciar la vejiga. ¡Vaya estupidez! Probablemente aquello dañó alguna cosa interna.

—Vaylo, no podemos seguir cabalgando mucho más tiempo, incluso con antorchas encendidas.

Cluff Panduro, mejor conocido como Huesoseco, se colocó junto al caudillo, y en cuanto el hombre ajustó el paso de su montura para emparejarla con la de su jefe, Vaylo escuchó el chapoteo y tamborileo de un segundo caballo que se apresuraba a alcanzarlos. El caudillo no tuvo que volver la cabeza para saber quién sería el segundo jinete. Hanro no querría perderse nada de lo que Huesoseco fuera a decir.

—Cabalgaremos un poco más —respondió Vaylo, hablando deliberadamente en voz alta para mitigar la quemazón en las orejas de su sexto hijo—. Daremos a los perros la oportunidad de reconocer una legua o dos.

Mientras hablaba, echó un vistazo al hombre en quien más confiaba del clan. Huesoseco era una torre de hombre, con barricadas por hombros y la piel del color de la arcilla roja, y no pertenecía al clan, no por completo. Su madre había sido una prostituta del País de las Zanjas, y su padre…, bien, los bastardos de las prostitutas casi nunca sabían quiénes eran sus padres. Cuando Huesoseco cumplió los siete años, su madre lo envió desde el País de las Zanjas a los territorios Bludd y le dijo que no regresara. No era uno de los suyos, y ya no le querían allí.

Vaylo succionó sus viejos dientes. Odiaba a los habitantes del País de las Zanjas. ¿Qué clase de mujer le haría eso a su hijo? Todavía recordaba cómo el macizo y narizotas Yagro Wicke había llevado a Cluff a la casa Bludd, tras atrapar al chiquillo pescando truchas con las manos en el Torrente. Delgado como el poste de una valla, estaba casi enloquecido por el hambre y la insolación, y al preguntarle qué hacía en territorio Bludd, había respondido exactamente como su madre le había enseñado: «Soy un bastardo nacido en las Zanjas. Mi padre era un hombre de Bludd, y lo buscaré hasta que lo encuentre y le haga pagar lo que debe por mi educación».

El chiquillo tenía una expresión tan feroz en sus brillantes ojos azules y una determinación tan firme dentro de sus menudos y bien apretados puños que a Vaylo le había caído bien de inmediato.

—¿Un bastardo, eh? —había dicho, desgreñando los cabellos del crío negros como la noche—. Bien, sin duda encajarás bien aquí. Si nadie se presenta para reclamarte, entonces yo te tomaré como propio.

Eso sucedió hacía veinticinco años, y entonces Huesoseco era un miembro por derecho del clan y el mejor de sus espadachines; sin embargo, el estigma del bastardo seguía en él. Jamás desapareció, y Vaylo lo sabía. Se comprendían el uno al otro, el bastardo de la prostituta y el bastardo del caudillo del clan. Sabían lo que era ceder sus puestos en la mesa, luchar por un insulto real o imaginado hasta que sus bocas se llenaban de sangre, y contemplar las risas y reprimendas de hijos legítimos con una envidia tan poderosa que te arrebataba algo del mismo modo que lo hacía un largo día de caza en los bosques. Lord Perro se había ocupado de que al otro le fuera mejor que a él, pero no se puede proteger a un niño de la crueldad de otros niños, e intentarlo era una equivocación de una clase distinta y aún más terrible.

El joven había crecido sin problemas. Era un luchador espléndido, un trabajador muy constante, y tan vigilante de los estados de ánimo y los motivos de la gente como no podría serlo jamás cualquier bastardo. Vaylo sabía que sus hijos le tenían rencor, pero no le importaba en absoluto. Que se consumieran pensando quién asumiría la jefatura cuando él ya no estuviera; la preocupación tal vez los convertiría en hombres.

—Balhagro se habría apartado bastante de la calzada para acampar —indicó Huesoseco, bizqueando en la oscuridad más allá de las pálidas cortinas de luz proyectadas por las antorchas—. Y habría pensado en ocultar las huellas del carro.

Lord Perro asintió. Huesoseco tenía una mejor opinión de la iniciativa de Balhagro de la que tenía él, pero eso no significaba que no estuviera en lo cierto. La edad había conseguido que Vaylo comprendiera poco a poco que jamás lo sabría todo sobre los hombres y que incluso aquellos que mejor conocía eran capaces de sorprenderle. Balhagro era un hombre sensato; ese era el motivo de que Vaylo lo hubiera elegido para liderar el traslado. Eso, y el hecho de que la hija mayor de este acababa de darle su primer nieto, pues de ese modo el hombre sabía con qué ferocidad se debía proteger a los nietos.

—Sí —repuso confiando repentinamente en que Huesoseco tuviera razón y que Balhagro fuera la clase de persona que actuaba con suma cautela—. Deberíamos haber traído los halcones. Son mejores que los perros en la nieve.

—Tu mejor par estaba fuera la última vez que miré. —El hombre miró a lord Perro con una muda pregunta en los agudos ojos azules.

Vaylo Bludd casi nunca mentía, o decía la verdad o no decía nada. Al mirar a Cluff Panduro, vio a un hombre que cuidaba de que su aspecto no estuviera ni por debajo ni por encima del de los que lo rodeaban. Sus trenzas estaban minuciosamente hechas, pero no de un modo excesivo; sus pieles y prendas de cuero eran de buena calidad, pero no lucía marta cibelina, lince o piel de becerro mortinato, y el espadón que llevaba al cinto era más corto que muchas armas que recibían ese nombre, aunque lo había pulido hasta darle un gran brillo y lo guardaba en la mejor lana de oveja. Vaylo no tenía que mirar a su alrededor para saber cómo iba ataviado su sexto hijo en comparación, pues Hanro era el dandi del grupo, y se pasaba más tiempo aceitando sus trenzas que las mujeres arrancándose el pelo de las piernas. Su coronilla aparecía siempre tan bien afeitada que en ocasiones Vaylo se preguntaba si no sería sencillamente calvicie.

Espoleando su montura al frente, el caudillo hizo un diminuto gesto a Huesoseco para que se mantuviera a su altura, y los dos se adelantaron por la oscurecida calzada, abandonado al resto de la partida a la luz de las antorchas. Hanro siguió a su padre durante un rato, trotando incómodamente entre los dos grupos. Luego, decidiendo evidentemente que resultaba ridículo intentar escuchar aquella conversación, dejó que el grupo principal lo absorbiera. En cuanto Vaylo oyó la voz de su sexto hijo chasqueando órdenes en el tono malhumorado de una pareja de baile ofendida, supo que podía hablar con libertad.

—La pareja debería haber regresado ya, Huesoseco —dijo inclinándose hacia él—. Los envié al cobijo de Duff para ver si el dueño del lugar había dado cerveza o calor a Sarga Veys.

El otro recibió la información y la meditó, sin que los músculos del delgado rostro sin barba revelaran nada.

—¿Tormentas?

—Las tormentas han tenido lugar en el norte. —Vaylo negó con la cabeza—. Duff está al sur.

—¿Crees que han derribado a las aves?

—No. Creo que fueron detenidas.

—¿Por Veys?

—Sabe usar magia, Huesoseco. Puede sacar aves del cielo con un sortilegio.

La mención de la magia fue suficiente para hacer que Huesoseco se encomendara a los Dioses de la Piedra, tocándose ambos párpados y luego el frasco de cobre que colgaba de su cintura y contenía su porción de piedra-guía pulverizada.

—Si es una amenaza para el clan, dilo, y tomaré la calzada del sur y me ocuparé de su garganta yo mismo.

Al oír las palabras de su compañero, Vaylo sintió que los músculos de su viejo pecho se tensaban. Huesoseco no era persona que hiciera tales declaraciones a la ligera, y el caudillo sabía lo que quería decir cuando escuchó su respuesta.

—No sé si es una amenaza o no, Huesoseco. Ni siquiera sé lo que él y su señor quieren. Lo único que sé es que no confío en ninguno de ellos. Y cuando mis dos mejores halcones no regresan a casa de un viaje que les he hecho realizar docenas de veces con anterioridad, eso hace que mi mente se inquiete.

Habría sido fácil en aquel momento para el otro señalar que, para empezar, Vaylo jamás debería haber aceptado la oferta de ayuda hecha por Sarga Veys; sin embargo, si la idea pasó por su cabeza, no la expresó con palabras, y el caudillo se sintió agradecido por ello. No necesitaba recordatorios de sus errores, pues vivir con ellos ya era castigo suficiente.

—¿Crees que Sarga Veys se encontró con alguien en el establecimiento de Duff?

—Lo considero posible. La mañana a que visitó la casa Dhoone anduvo fisgoneando, haciendo preguntas a los mozos de las caballerizas y a los criados. Ese Veys es un tipo taimado. No confío en ningún hombre cuya mandíbula sea tan fina como su trasero.

—¿Pidió algo a cambio de la ayuda de su amo en el ataque a los Dhoone?

Vaylo miró a Huesoseco, ya que esa era una pregunta atrevida. Muchos de sus hombres sabían que algo había sucedido la noche del ataque a los Dhoone para concederles una ventaja anormal; menos sabían que su caudillo lo había organizado, y muchos menos aún con quién lo había organizado. Nadie conocía los términos del trato, y entonces Huesoseco pedía esa confidencia.

Tal vez fue la oscuridad y la tranquilidad que reinaba en la calzada de Bludd, o el pensamiento que sus nietos podían hallarse en cualquier lugar de esas colinas, helándose y hambrientos, con el carro atascado en nieve espesa, mientras el combustible empezaba a escasear, pero por algún motivo Vaylo deseaba hablar. Había sido lord Perro durante más de treinta años, y en ningún momento en su ejercicio del cargo recordaba haberse sentido tan inseguro respecto al futuro. Toda su vida había tomado lo que quería, y entonces temía que los Dioses de la Piedra quisieran que lo devolviera.

—Veys y su amo traman alguna especie de canallada, Huesoseco —manifestó manteniendo la voz baja y la mano izquierda apoyada sobre la bolsa que contenía su piedra-guía—. Cuando acudieron a mí hace seis meses, dijeron que no deseaban nada a cambio de su ayuda. Dijeron que los territorios de los clanes necesitaban unirse bajo un caudillo sólido, y que yo, como jefe del más poderoso de los clanes, era la persona apropiada para hacerlo. Veys juró que su señor jamás pediría nada a cambio. Y hasta el día de hoy así ha sido. Sin embargo, interiormente siento que esto no está bien. Tengo la impresión de que me utilizan, pero no hay modo de que consiga averiguar cómo.

La expresión de su compañero no vaciló en ningún momento mientras su caudillo hablaba. Si se sentía escandalizado, enojado o desilusionado, no lo demostró, y se tomó un momento para corregir el camino que seguía su caballo.

—Entonces, debemos mantenernos vigilantes, tú y yo —indicó—. Todas nuestras acciones a partir de este momento deben pensarse bien, y nuestra prioridad tiene que ser asegurar el territorio Dhoone y prepararnos para una amenaza desconocida procedente del exterior.

Alargando la mano, Vaylo apretó el brazo de su camarada. Los dos eran bastardos, y sabían lo que era defender sus posesiones contra los que querían arrebatárselas. Sólo con saber que disponía del apoyo de Huesoseco era suficiente para tranquilizar su mente.

Justo en el instante en que los ojos de Vaylo se encontraban con los de Huesoseco y reconocían y agradecían la lealtad que veía allí, el aullido de un lobo se abrió paso por la vítrea quietud de la noche. Agudo y duro, atravesó la mente de Vaylo como una estaca que se clavara en su corazón; los pelos de la parte posterior de su cuello se erizaron, y en las profundidades de su estómago, los restos de su última comida se convirtieron en plomo. El perro lobo. Casi sin tiempo de tomar aire de nuevo, escuchó cómo los otros perros gimoteaban y ladraban al mismo tiempo que corrían a responder a la llamada.

Girando su enorme peso sobre la silla de montar, Vaylo siguió el grito del perro lobo con los ojos. Venía del norte, de la ladera arbolada situada por encima de la calzada. Sin detenerse a dar órdenes ni a terminar la conversación con Huesoseco, el caudillo espoleó a su viejo garañón lanzándolo a un medio galope.

Siguió el sendero todo lo que le fue posible, con los ojos doloridos por la tensión de mantener un curso en la oscuridad. La nieve llegaba hasta los espolones de su montura, y grandes nubes de cristales azules azotaban el rostro del hombre mientras cabalgaba. Era consciente, de un modo nebuloso, de que el resto del grupo lo seguía, pero no pensaba en ellos. Sentía la coraza de cuero hervido que se extendía sobre su pecho tan tirante y estrecha como un corsé, y se dedicó a maldecir al hombre que la había abrochado. Los aullidos del perro lobo le hacían enloquecer de temor, pues en los cinco años que hacía que poseía aquella bestia, jamás había oído un sonido así surgir de su garganta.

Al alcanzar la ladera, un par de perros saltaron al frente, con las fauces espumeantes, aullando y agitando las cabezas de un lado a otro, ansiosos por marcar el camino. Vaylo dijo unas palabras al garañón, y el viejo animal permitió que los perros lo guiaran.

Flexibles pinos, con los troncos doblados por el peso de la nieve recién caída, se estremecieron como animales enjaulados a su paso. Los árboles jóvenes derramaban sus cargas a medida que el caballo los rozaba, y la nieve golpeaba el suelo como fruta madura. Las agujas de pino que quedaban al descubierto brillaban recubiertas de protectora resina, perfumando el aire con el aroma del invierno y el hielo. El frío hizo llorar los ojos de Vaylo, y este se secó las lágrimas con dedos encerrados en guantes de piel de perro. La piel que rodeaba el cuello de su ropa estaba endurecida por el hielo formado por su respiración, y la capa de lana le apretaba la garganta a causa de las fibras llenas de nieve acumulada.

Los perros condujeron al garañón a lo largo de un terraplén inclinado por donde discurría agua en primavera y a través de espesos conjuntos de abetos negros y pinos. A Vaylo le pareció detectar una irregularidad en la nieve a sus pies, pero no podía estar seguro de si se debía a las rodadas situadas bajo la superficie o a terreno accidentado. El corazón parecía no caberle en el pecho, como si alguna enfermedad desconocida hubiera aumentado su tamaño, dilatándolo, y haciendo que las paredes de las cavidades se espesaran y los músculos se abotargaran. Apenas conseguía respirar.

Bruscamente, los perros se separaron, permitiendo al caballo que se adelantara a ellos para penetrar en un claro suavemente inclinado situado muy por encima de la calzada. El perro lobo, con su fornido cuello y el hocico de color metálico, estaba parado en el centro, y lanzó un último aullido cuando su amo se aproximó. Vaylo saltó del caballo, dejando que las riendas colgaran sobre el cuello del animal; mientras, a su espalda, los otros perros aguardaban con gañidos cada vez más sordos, hasta que dejaron de emitir cualquier sonido. Los ojos del perro lobo eran como dos carbones ardiendo en la oscuridad, y el hombre se aproximó a ellos, sabiendo al hacerlo que no encontraría nada bueno. Él era lord Perro, y hacía muchos años desde la última vez en que se había dejado engañar por falsas esperanzas.

«Nosotros somos el clan Bludd, elegido por los Dioses de la Piedra para custodiar sus fronteras. La muerte es nuestra compañera. Una vida dura y larga es nuestra recompensa».

El lema de los Bludd resonó en el fondo de la garganta de Vaylo. Palabras que habían sido pronunciadas muchas veces a lo largo de tantos siglos que la verdad que encerraban había quedado amortiguada por capas de piel encallecida. Vaylo no quería pensar en su significado. No esa noche.

Con los huesos crujiendo y las pieles derramando hielo, avanzó hacia el perro lobo, que se encogió cuando se acercó, agazapándose a cuatro patas y aplastando el vientre contra el suelo. Un suave lloriqueo vibró en las profundidades de su garganta, y empezó a lamer y a olisquear algo que sobresalía de la nieve.

El hombre cayó de rodillas, y de un violento manotazo, hizo marchar al perro lobo. Pronunciando palabras más duras de las que había dicho nunca antes, se aseguró de que no regresaría durante el resto de la noche. Sin pensar en la lenta y reacia retirada de la criatura, y los débiles y casi humanos lloros que emitía mientras se alejaba, el hombre se arrancó los guantes y hundió las manos desnudas en la nieve.

Cavó hasta que sus dedos se tornaron azules y la piel se agrietó, y la sangre corrió sobre una carne que él ya no notaba. Cavó hasta que sus puños de cuero quedaron tiesos debido al hielo, y sus nudillos, pelados hasta el hueso, y la nieve se introdujo profundamente bajo las uñas. Excavó hasta que sus manos y muñecas se hincharon por culpa de la congelación; la sangre dejó de fluir a sus dedos, y la carne murió. Llegaron otros y ofrecieron su ayuda, pero no permitió que nadie se acercara. Trajeron luces, se pronunciaron palabras, pero él sólo pensaba en sacar el cadáver de su nieta de la nieve.

Tenía nueve años, y era la criaturita más impetuosa que jamás hubiera lucido una trenza en el territorio Bludd. Derrotaba a todos los chicos de su edad con la espada de prácticas, y peleaba duro y sucio, y Vaylo todavía conservaba los cardenales para demostrarlo, pues justo antes de que él marchara, la pequeña le había saltado encima en la despensa y la había golpeado en la rodilla con la espada de prácticas de su hermano mayor. Vaylo sonrió al recordar su salvaje y triunfal risa aguda. «Esa niña —pensó—, esa niña es una Bludd de pies a cabeza».

Tenía los ojos cerrados, pero su boca estaba abierta y llena de nieve. El golpe de mazo que la había matado no había derramado sangre, y mientras cavaba, y arañaba, y liberaba su cuerpo de la nieve, el caudillo empezó a hablarle, a regañarle por jugar en la nieve. ¿Qué le había dicho siempre el abuelo? No juegues nunca en la nieve en bosques desconocidos.

Cuando, por fin, el cuerpo quedó fuera, se quitó la capa de la espalda, la envolvió completamente y la llevó hasta donde Caballo Perro cuidaría de ella. El animal jamás pateaba a los niños; estaría a salvo con él.

Hecho esto, regresó a la nieve y volvió a cavar.

Necesitó toda la noche para sacar a sus nietos. Otros trabajaron en las mujeres, y más aún lo hicieron en la calzada, extrayendo a los hombres que habían combatido para salvar al grupo. Vaylo apenas les prestó atención, pues sus nietos tenían frío y necesitaban que su abuelo les diera calor, y no podía parar hasta haber sacado cada uno de sus diminutos cuerpos de la nieve.

Llegó el amanecer, trayendo luz que no fue bien recibida, y un nuevo día, que aún era menos deseado. Las nubes cubrieron el cielo, y la nieve adquirió un tono nacarado y gris, parecido al color de la carne cruda de foca. Los árboles que rodeaban el claro estaban totalmente inmóviles.

—Los sull no hicieron esto.

Vaylo alzó la cabeza desde donde estaba acuclillado junto al cuerpo de su nieto más reciente, un niño de apenas diez meses de edad. Huesoseco estaba de pie junto a él, con el rostro ensombrecido por la pena.

—Los sull jamás matarían niños.

El caudillo asintió. Sabía por qué era importante para Huesoseco hablar: la mitad de él provenía del País de las Zanjas, y los habitantes de aquel lugar eran en parte sull. Volviendo su atención al cuerpo congelado de su nieto, Vaylo empezó a sacudir el hielo del delicado cabello negro de la criatura.

—El clan Granizo Negro lo hizo —murmuró—. Y debemos declararles la guerra.

En algún lugar a muchas leguas al oeste, el perro lobo empezó a aullar.