La cellisca caía en grises cortinas cuando penetraron en el territorio del clan. Raif odiaba el aguanieve; prefería la lluvia, la nieve o el granizo, algo que supiera qué era.
Hacía un frío terrible. Aunque no era glacial, el viento hacía que lo pareciera, pues no dejaba de soplar y arremolinarse, impidiendo cualquier sensación de calor. Todo lo que se veía aparecía gris. El viejo bosque en la Cuña, los pinos en lo alto del pico Puntas de Lanza, el arroyo que conducía al lago Yerto y la casucha de Binny la Loca, que estaba edificada sobre pilotes en el borde mismo del agua, todo era gris como la pizarra. Raif pateó un terrón de tierra y hierba. Una sensación de injusticia le aguijoneaba las tripas.
—Humo. —Drey le golpeó el brazo—. Allí.
El joven miró hacia donde indicaba su hermano. Desiguales bocanadas de humo ascendían por encima de la línea de robles y tilos que se desperdigaban por la elevación. Contemplarlas provocó que los músculos de la garganta de Raif se contrajeran; la casa comunal se hallaba en el valle situado al otro lado. Su hogar estaba más cerca de lo que pensaba.
—Estaremos allí pronto.
Drey se creyó en la obligación de colocarse ante la línea de visión de su hermano mientras hablaba; ambos llevaban las capuchas de piel de zorro bien echadas sobre el rostro, y a menos que se miraran el uno al otro cara a cara, no podían verse los ojos. El aguanieve cubría las cejas y los duros pelos de su barba de seis días.
—Estaremos allí pronto —repitió—. Un buen fuego, comida caliente. Nuestro hogar.
Raif sabía que el otro quería que dijera algo, que rememorara en voz alta momentos como cuando dormían alrededor de la Gran Lumbre, o se sentaban a la mesa y comían el delicioso cordero envuelto en menta y las cebollas asadas de Anwyn Ave, o permanecían de pie junto a la piedra-guía y cantaban a los Dioses de la Piedra. Sin embargo, las palabras no le salían; Raif lo intentaba, pero no querían salir.
Al cabo de un instante, Drey se adelantó. Irguió los hombros bajo las pieles aceitadas, y las manos enguantadas frotaron el morral de piel de alce para quitar el aguanieve. Raif comprendió que se sentía desilusionado.
—Drey.
El joven tomó aliento, pues de improviso parecía importante decir algo en ese momento, antes de que llegaran a la casa comunal. Lo único era que no estaba seguro de qué, o por qué.
—El ataque.
—¿Qué pasa con él?
Drey no alzó la mirada; las espesas matas de hierba ocultaban rocas que podían partir un tobillo, agujeros cenagosos y raigones de árboles que hacía tiempo que habían desaparecido, y él parecía de repente absorto en escoger por dónde pisaba.
—No podemos decir quién atacó el campamento. —Raif luchó por encontrar las palabras correctas—. Sencillamente debemos mostrar… cautela, eso es todo. Tú y yo tenemos que ser cautelosos.
El viento arreció mientras hablaba, y se puso a aullar por entre los árboles de la ladera, azotando la hierba hasta aplastarla contra la tierra, al mismo tiempo que arrojaba aguanieve contra los rostros de los hermanos. Raif se estremeció y lanzó una veloz mirada a Drey.
Un instante después, Drey se echó hacia atrás la capucha y dejó el rostro al descubierto. Se detuvo en seco.
—Ahí está Corbie Méese. En lo alto de la cuesta, junto al viejo roble negro.
Un músculo en el estómago de Raif se crispó con una débil y desagradable contracción. ¿Acaso Drey no había oído lo que acababa de decir? Volvió a abrir la boca para hablar, pero su hermano levantó el brazo y empezó a gritar.
—¡Corbie! ¡Corbie! ¡Aquí!
Raif también se echó hacia atrás la capucha y se pasó la mano por los cabellos mientras observaba cómo la figura gris de la ladera alzaba la mano en respuesta, luego retrocedía unos pasos y hacía aparecer el caballo al trote. Desde luego, se trataba de Corbie Méese. Incluso a esa distancia, su fornido cuerpo de esgrimidor de mazo, con brazos y cuello de músculos desproporcionados, resultaba claramente identificable; el ligero aplastamiento del lado izquierdo de la cabeza, justo por encima de la oreja, donde un mazo de entrenamiento había zurrado su cráneo cuando era un muchacho, también podía verse bajo el cielo gris claro. Corbie llevaba el arma sujeta a la espalda, como siempre, pero Raif observó que la cabeza de hierro no reflejó la luz cuando el hombre montó de un salto en el caballo, lo que indicaba que el normalmente pulido metal había sido colocado sobre un yunque y rayado con un cincel.
—Cabalga de regreso —indicó Drey, y al cabo de un momento volvió a decir, en voz baja—: Debe ir a reunir al clan.
Raif aspiró con fuerza. Un esgrimidor de mazo sólo rayaba su arma en tiempo de guerra, pues el metal pulido reflejaba la luz y podía delatar una posición; además, un golpe indirecto con un metal pulido era simplemente eso, un golpe indirecto, pero con el metal levantado en desiguales estrías un golpe así podía arrancar la piel del rostro de un hombre.
La mano del joven se alzó hasta el cuello en busca de la tranquilizadora suavidad del amuleto de cuervo. ¿El clan se preparaba para la guerra? ¿Les habían llegado ya noticias del ataque?
Cinco días llevaban él y Drey viajando a pie. Cinco días de noches gélidas, días insoportablemente helados y de vientos huracanados, y Raif estaba cansado hasta lo indecible. Ni recordaba la última vez que había entrado en calor o había estado totalmente seco. Se habían quedado sin cerveza al segundo día, y los labios del joven estaban agrietados de tanto chupar hielo. Por si eso fuera poco, hasta la mañana del día anterior, cuando por fin habían dejado atrás los territorios pelados y habían penetrado en los dominios de los clanes, la temperatura no había empezado a elevarse por encima del grado de congelación. De todos modos, fue entonces cuando se inició la cellisca, por lo que poco salieron ganando al abandonar las Tierras Yermas.
Durante todo el trayecto, Raif había sentido una profunda sensación de inquietud, pues sus ojos no dejaban de detectar ramitas recién partidas con la savia congelada alrededor del corte, huellas de cascos en la escarcha y hielo roto sobre charcas derretidas. Los alces y los osos podían romper el hielo superficial y las ramitas, y cazadores solitarios del clan Orrl a menudo utilizaban las sendas de caza de los Granizo Negro. Pero a pesar de ello, el muchacho no se sentía mejor al hacerse tales reflexiones, pues, aunque sonaban razonables, no resultaban convincentes.
—Vamos, Raif. Te echo una carrera hasta lo alto.
Drey agarró el brazo de su hermano y le dio un fuerte tirón al mismo tiempo que empezaba a correr. El joven hizo una mueca, pero no deseando desilusionar de nuevo a su hermano mayor, echó a correr tras él, abriéndose paso violentamente por entre marañas de abedules y alisos bajos, mientras el morral golpeaba contra su costado.
Drey era un corredor más veloz, e incluso describiendo amplios arcos y coronando toda roca y árbol caído que encontró, llegó a la ladera mucho antes que Raif. Tras trepar hasta la mitad de la elevación, se volvió, sonrió de oreja a oreja y aguardó a que su hermano menor lo atrapara.
El joven estaba sin aliento cuando llegó junto a él, y las ampollas de sus talones despellejados por tantos días de caminata le producían punzadas como si tuviera la carne quemada. De todos modos, Raif se consoló al comprobar que Drey tenía algún problema con el pie derecho, y que su rostro estaba rojo como agua de remolacha.
—Estamos en casa, Raif —indicó Drey, dando un puñetazo al morral del otro—. ¡En casa!
Raif lanzó un gancho a las costillas de su hermano y luego salió corriendo a toda velocidad en dirección al montículo. Drey le dijo chillando que lo esperara, lo llamó «maldito tramposo», y empezó a correr también él.
Riendo, gritando y peleando, los dos hermanos llegaron a lo alto, y se detuvieron en seco cuando vieron al grupo de jinetes que ascendía por la ladera de sotavento en dirección a ellos.
Corbie Méese, Shor Gormalin, Orwin Shank y dos de sus hijos, Will Halcón, Ballic el Rojo, una docena de mesnaderos y miembros coaligados del clan, Raina Granizo Negro, Merritt Ganlow y el guía del clan, Inigar Corcovado, todos, incluidas las mujeres e Inigar Corcovado, iban fuertemente armados. Las lanzas se alzaban en sus ristres, y llevaban sujetos a las espaldas espadones, mazos y más de unas cuantas hachas de guerra. El gran arco de madera de tejo de Ballic el Rojo iba apuntalado y listo en su funda, con la aljaba colgada a la cintura repleta de las flechas rojas que le daban el nombre. Shor Gormalin llevaba tan sólo una espada corta, pues era todo lo que el espadachín de voz afable necesitaba.
Entonces, mientras Raif y Drey permanecían inmóviles en la cumbre, el uno junto al otro, sin aliento, con los rostros desnudos enfriándose bajo el aire inundado de aguanieve, la tropa de dos docenas de guerreros se dividió en dos y, por entre ambas partes, cubierto con una capa de piel de lobo negro que ondulaba en el aire como un ser vivo, apareció Maza Granizo Negro montado en el ruano azulado de Dagro Granizo Negro.
Drey lanzó una exclamación ahogada.
Raif clavó la mirada en el rostro de Maza Granizo Negro, y no la apartó hasta que el otro se la devolvió.
—Traidor.
La palabra hizo que todo el grupo se detuviera.
Junto a él, Raif escuchó cómo Drey aspiraba profundamente.
Maza Granizo Negro no pestañeó. Levantando una mano cubierta con un guante de la mejor piel de oveja teñida tres veces hasta obtener un tono negro perfecto, hizo una señal a los que se hallaban a su espalda para que permanecieran quietos; luego, sostuvo la mirada de Raif durante un tiempo, mientras la aguanieve se acumulaba en sus trenzas impregnadas de aceite y le resbalaba por la estrecha nariz y las orejas. Cuando habló lo hizo dirigiéndose a Drey.
—¿Dónde estabais cuando tuvo lugar el ataque?
—Raif y yo estábamos en la salina, disparando a las liebres.
—¿Dónde estabas tú?
La severidad de la voz de Raif provocó que alguno de los miembros del grupo contuviera la respiración, pero al joven no le importó en absoluto. Maza Granizo Negro se encontraba ante él, montado en el caballo de Dagro Granizo Negro, desarmado, bien alimentado y actuando como si fuera el señor del clan. El amuleto de Raif ardía como un tizón encendido alrededor del cuello. Mientras él y Drey habían permanecido en el campamento ocupándose de los muertos, Maza Granizo Negro había cabalgado de regreso a la casa comunal a toda prisa. Había sido el ruano azulado el que había dejado las huellas de los cascos en el barro y sobre la escarcha, y el que había roto el hielo en las charcas recién abiertas, y no algún osado miembro de los hombres lisiados o un solitario cazador Orrl en busca de caza.
—Yo —respondió el otro con voz tan severa como la de Raif— estaba deshaciéndome de un oso en el lago del Viejo Tonelero. La bestia penetró en el perímetro al amanecer y asustó a los caballos. Mató dos perros. Lo obligué a desviarse y lo perseguí hacía el este por el torrente, y le atravesé el cuello con la lanza. Justo cuando iba a acabar el trabajo, oí sonidos de lucha procedentes del oeste. Cabalgué de vuelta al campamento al galope, pero era demasiado tarde. Los últimos miembros del clan Bludd se marchaban ya.
Mientras pronunciaba la última frase, Maza bajó los ojos y tocó la bolsa con polvo de piedra-guía que colgaba de uno de los muchos cinturones de cuero que rodeaban su cintura. Otros miembros del grupo hicieron lo mismo.
Tras un instante, Drey lo imitó. Antes de hablar, los músculos de la garganta se le movieron un momento.
—¿El clan Bludd? —repitió en voz baja.
Maza asintió, y su capa de lobo brilló como aceite flotando sobre la superficie de un lago.
—Vi cómo se marchaban. Distinguí los mazos de púas y la tela roja que colocan sobre los maslos de los caballos.
Ballic el Rojo meneó la cabeza con suavidad; entretanto, sus encallecidas manos de arquero acariciaban las diminutas plumas de halcón de cola roja de sus flechas.
—Es una acción depravada en un miembro de un clan atacar el campamento de otro al amanecer.
Corbie Méese, Will Halcón y otros gruñeron en señal de aprobación.
—El ataque no tuvo lugar al alba —dijo Raif en voz alta para acallarlos—. Sucedió al mediodía. No percibí nada hasta…
El joven sintió cómo el puño de Drey le golpeaba en la parte baja de la espalda. No fue un puñetazo violento, pero si lo suficientemente contundente como para dejarle sin aire los pulmones.
—No sabemos cuándo tuvo lugar el ataque, Raif —declaró Drey en voz sonora, sin duda nada contento de tener que hablar ante todos—. Sentiste una sensación desagradable en la boca del estómago al mediodía, pero ¿quién puede decir que el ataque no se produjo antes?
—Pero Drey…
—¡Raif!
Jamás en toda su vida, había oído Raif a su hermano pronunciar su nombre con tanta rudeza, y el joven apretó los labios con fuerza. Sus mejillas se sonrojaron violentamente.
Raina Granizo Negro hizo adelantarse al trote a su potranca, hasta detenerse a pocos pasos por delante de su hijo adoptivo, Maza. Un vapor blanco brotó de los ollares del animal.
—Drey, ¿qué visteis al llegar al campamento?
Raif observó con atención el rostro de Raina mientras aguardaba la respuesta de su hermano. Los ojos grises de la muchacha no revelaban nada. La primera esposa de Dagro Granizo Negro, Norala, había muerto víctima de unas fiebres, y Raina había sido su segunda esposa, tomada con la esperanza de que podría dar al jefe del clan un hijo que llevara su nombre. Tras el segundo año de matrimonio, al ver que el vientre de Raina no conseguía engendrar nada, el caudillo había tomado de mala gana un hijo adoptivo, uno de los hijos de su hermana, del clan Scarpe. Maza tenía once años cuando lo llevaron a la casa comunal Granizo Negro, exactamente ocho años menos que su madre adoptiva, Raina.
Drey miró a Raif antes de responder a la pregunta de la mujer.
—Llegamos al campamento alrededor de una hora antes de oscurecer. Vimos a los perros primero, luego a Jorry Shank… —Por un momento, vaciló; Orwin Shank, el padre de Jorry, se inclinó sobre la silla, con el rostro, por lo general rubicundo, tan pálido como si estuviera cubierto por una lámina de hielo fino—. No sé cuánto tiempo llevaba allí, tumbado en la maleza, pero una parte de él se había ya congelado. Y no había demasiada sangre.
Maza Granizo Negro hundió los talones en los ijares del ruano, luego, tirando rápidamente de las riendas, hizo que el animal golpeara el suelo con los cascos y agitara la cabeza.
—Es tal y como dije —exclamó controlando con facilidad la agitada montura—. Los hombres de Bludd se están armando con espadas forjadas en el infierno. Se deslizan en el interior del vientre de un hombre con la misma facilidad que una cuchara recoge manteca de tocino; luego queman las tripas a toda velocidad, asando la carne alrededor de la hoja.
Merritt Ganlow osciló en la silla, y el canoso Inigar Corcovado se inclinó hacia ella y la ayudó a mantener el equilibrio; las bolsas, los cuernos y los pedazos de hueso que llevaba tintinearon como conchas mientras se movía.
—Drey no ha terminado aún —dijo Raina Granizo Negro, que lanzó una mirada de advertencia a su hijo adoptivo.
Drey se removió, inquieto. No se sentía cómodo siendo el centro de atención.
—Bueno…, no sé nada sobre espadas forjadas en el infierno. No vi ninguna señal de carne quemada…
—Sigue. —La voz de la mujer, aunque no amable, ya no era tan severa como lo había sido antes.
—Raif y yo recorrimos el campamento. Nos ocupamos de los cuerpos: Meth Ganlow, Media Asta…, quiero decir Darri, Mallon Cuerno Arcilloso, Chad… y todos los demás. —Tragó saliva con fuerza, y Raif vio el punto donde su hermano había aferrado la capa impermeable con tanta energía que la piel se había abierto por la costura—. Todas las heridas tenían el mismo aspecto: limpias, sin demasiada sangre, todo hecho con rapidez. Parecía que habían usado espadones o sables.
—Es tal y como dice Maza —murmuró Ballic el Rojo—. El clan Bludd.
—Sí —musitaron muchos de los miembros del grupo, asintiendo.
Observando que Raina Granizo Negro se contaba entre los pocos que habían permanecido silenciosos, Raif habló entonces dirigiendo sus palabras sólo a ella.
—El clan Bludd no es el único que usa sables. El clan Dhoone, el clan Croser, el clan Estridor… —Raif se abstuvo de mencionar al clan Scarpe, el clan del que era originario Maza Granizo Negro—. Los hombres lisiados. Todos utilizan espadas como segundas armas.
Maza Granizo Negro espoleó al ruano hacia delante y se detuvo a pocos pasos frente al joven.
—He dicho que vi a hombres del clan Bludd huyendo del campamento. ¿Me estás llamando mentiroso, Sevrance?
Por el rabillo del ojo, Raif vio cómo la mano de Drey se alzaba con la intención de tirar de él hacia atrás, pero el muchacho se hizo a un lado, fuera del alcance de su hermano. No iban a hacerle callar en eso; así que, antes de continuar, clavó la mirada con firmeza en el rostro estrecho y grisáceo de Maza Granizo Negro.
—Drey y yo nos ocupamos de nuestros camaradas —dijo—. No los abandonamos en la tundra para que los carroñeros dieran cuenta de ellos. Realizamos los ritos de sangre, dibujamos un círculo guía a su alrededor. Les rendimos los honores debidos. Lo que yo digo es que tal vez tenías demasiada prisa por regresar a la casa comunal para dar a los atacantes que se retiraban su merecido.
Drey maldijo en voz baja.
Todos los que formaban el grupo de ataque reaccionaron de algún modo. Ballic el Rojo bufó, Merritt Ganlow soltó un agudo lamento, Corbie Méese aspiró con fuerza por entre sus agrietados labios, y el color regresó al rostro de Orwin Shank con tanta rapidez como si lo hubieran rociado con pintura. Shor Gormalin meneó la cabeza, lo que probablemente era un gesto de asentimiento.
Raina Granizo Negro, casi como si temiera mostrar alguna reacción, se llevó una mano enguantada a los hombros y se subió la capucha de marta cibelina. A pesar de ser consciente de lo ridículo que era pensar en algo así en aquellos momentos, a Raif le resultó imposible no sentirse impresionado por la belleza de la mujer. Era hermosa, pero no del modo como lo eran jovencitas como Lansa y Hailly Curtidor, sino que en sus ojos brillaba una especie de energía transparente que provocaba que todos los que la veían la miraran dos veces. Raif se preguntó si la mujer volvería a casarse.
Maza Granizo Negro aguardó a que todos estuvieran callados antes de dar su respuesta. Sus ojos aparecían tan duros y sanguinolentos como carne congelada. Un leve movimiento provocó una ondulación de la capa de piel de lobo y sirvió para dejar al descubierto la espada sujeta al muslo. Haciendo caso omiso de Raif, se volvió para mirar al resto del grupo.
—No negaré que cabalgué hacia aquí tan rápidamente como pude… El muchacho dice la verdad en esto. —Hizo una pausa, dejando unos segundos para que el énfasis puesto en la palabra muchacho hiciera su efecto—. No pensaba en los muertos, lo admito. Y ahora al recordarlo, me avergüenzo de lo que hice. Pero cuando vi el cuerpo de mi padre caído en el suelo cerca de los postes, con los ojos congelándose ya mientras yo lo contemplaba, sólo pensé en la gente que estaba en mi hogar. Los hombres de Bludd se dirigían al este, pero ¿y si giraban al llegar al Hocico y marchaban hacia el sur? ¿Y si, mientras permanecía allí decidiendo si debía arrancar el cuerpo de mi padre del frío o celebrar ritos de sangre donde yacía, un segundo grupo de mayor tamaño caía sobre la casa comunal? ¿Y si al regresar me encontraba con que lo mismo que le había sucedido a mi padre y a su campamento había sucedido aquí en el Corazón del Clan?
Maza Granizo Negro miró a los ojos a todos lo que contaban uno a uno, y nadie dijo nada, aunque algunos de los mesnaderos, incluidos los dos hijos medianos de Orwin Shank, se removieron incómodos en sus sillas de montar.
La aguanieve se estrellaba contra los rostros de los miembros del grupo, fundiéndose en el calor de las caras arreboladas de Orwin Shank y sus hijos, de Ballic el Rojo, de Corbie Méese y de Merritt Ganlow, mientras que se pegaba y permanecía parcialmente helada sobre las pieles más pálidas de Shor Gormalin, Raina Granizo Negro y Will Halcón. La que caía sobre Maza Granizo Negro se convertía en hielo.
Finalmente, tras haber obligado a muchos de sus camaradas a desviar la mirada, el guerrero volvió a hablar.
—Lamento lo que hice, pero lo haría de nuevo. Creo que mi padre habría hecho lo mismo. Era una elección entre los vivos y los muertos, y todos los aquí presentes que conocían y amaban a Dagro Granizo Negro deben admitir que sus primeros pensamientos habrían sido para su esposa y su clan.
Ballic el Rojo asintió, y otros le siguieron. Los tendones de ambos lados del poderoso cuello de esgrimidor de mazo de Corbie Méese se tensaron contra su piel y, tras un instante, bajó los ojos.
—Esa es la verdad —murmuró.
Raina Granizo Negro hizo girar su potra, de modo que su rostro no fuera visible para ningún miembro del grupo, incluido su hijo adoptivo.
Raif permaneció inmóvil detrás de Maza. La cólera que había sentido al oírse llamar «muchacho» se mezclaba entonces con algo más: una especie de temor que se afianzaba poco a poco. Maza Granizo Negro se iba a salir con la suya, lo veía en los rostros del grupo. Incluso Shor Gormalin, que jamás se precipitaba en sus juicios sobre nada y era tan cauteloso en todas las decisiones que tomaba como lo era con su espada cuando había niños, asentía junto con el resto. ¿No lo veía? ¿No se daba cuenta?
Y luego estaba Drey. Raif miró por encima del hombro hacia su hermano, que permanecía a sólo un paso de él, con un trozo de la tela impermeable de Raif retorcida en el puño. Si decidía avanzar para decir algo, Drey iba a tirar de él hacia atrás.
—El cuerpo de Dagro —siseó Raif sólo para los oídos de su hermano— no estaba…
—¿Qué es lo que dices, muchacho? —Maza Granizo Negro hizo girar al ruano en redondo, y el arco de cobre y los ganchos para mazos tintinearon como campanillas—. Habla en voz alta. Todos pertenecemos al clan aquí. Lo que digas debes decírselo a todos.
La ira hizo que Raif hundiera el codo en el puño de Drey para liberarse de su hermano.
—Digo que Dagro Granizo Negro no cayó junto a los postes. —La sangre bombeaba en sus sienes mientras hablaba—. Lo encontramos junto al secadero. Estaba descuartizando al oso negro cuando lo atacaron.
Los ojos de Maza Granizo Negro se oscurecieron; sus labios se crisparon, y durante un breve instante, Raif creyó que iba a sonreír. Luego, con la misma rapidez, volvió a girarse hacia el resto de los reunidos, acallando todos los ahogados murmullos en seco.
—Trasladé el cuerpo de los postes al secadero. No quise dejar a mi padre fuera del círculo de tiendas, al descubierto. Tal vez fue estúpido, pero quería que estuviera cerca del fuego.
—Pero la sangre del oso…
—Es suficiente, Raif. —Drey agarró la muñeca de su hermano con tanta fuerza que los huesos crujieron—. Estás acosando a la persona equivocada. Es a lord Perro y a su clan a los que deberíamos estar atacando. Los dos vimos las huellas estriadas de cascos que dejaron los hombres de Bludd, no puedes negarlo. ¿Qué otra cosa no vimos? A nuestro modo, actuamos igual que Maza; haciendo cosas estúpidamente, sin pensar. No estábamos allí, recuerda. No estábamos allí. Mientras nos escabullíamos en la noche para ir a cazar liebres de los hielos, Maza montaba media guardia en el campamento. No podemos culparlo por abandonar su puesto para ir tras un oso. Cualquiera de nosotros habría hecho lo mismo.
Soltando la muñeca de Raif, Drey se volvió y miró a su hermano cara a cara, y aunque su expresión era tensa, había una inconfundible súplica en sus ojos.
—Maza hizo lo correcto al regresar, Raif. Actuó como clan, haciendo lo que un miembro experto del clan habría hecho. Nosotros actuamos como… —y vaciló en busca de la palabra correcta—… dos hermanos que acaban de perder a su padre.
Raif miró al suelo, lejos de la mirada de Drey y de los ojos inquisitivos del grupo. Su hermano acababa de ganarse un gran respeto ante el clan; el joven lo vio en sus ojos mientras lo escuchaban. Drey era la voz de la razón, que se humillaba a sí mismo, que hablaba con la misma ponderada desgana que su padre antes que él. El muchacho tragó saliva, sintiendo la garganta repentinamente dolorida; por un instante, le había parecido que escuchaba a Tem.
Al levantar la mirada, Raif vio que Maza Granizo Negro lo observaba con atención, con el rostro cruzado por arrugas de preocupación, de acuerdo con el nuevo estado de ánimo que Drey había instaurado, de acuerdo también con el resto del grupo, que aguardaba en silencio, con expresión severa, a la espera de ver lo que haría el incómodo hermano menor de Drey Sevrance. La mirada del muchacho descendió del rostro de Maza Granizo Negro a las enguantadas manos de este, que chasqueaban sobre las crines del ruano con toda la satisfacción de un lobo agitando la cola. Drey le había hecho el trabajo.
Los ojos del jinete se encontraron con los de Raif, y en ese instante, el muchacho supo que se las veía con algo peor que un cobarde. Aquel muchacho había cabalgado hasta las Tierras Yermas sobre una jaca rechoncha de cuello grueso, como uno de las otras veinte docenas de mesnaderos que servían al clan, como un hijo adoptivo procedente de otro clan de menor importancia; pero entonces montaba el ruano azul humo de su padre adoptivo, lucía una capa de piel de lobo que no reflejaba más que suntuosas tonalidades negras, hablaba con una voz y un estilo recién modulados, y adoptaba la autoridad del jefe del clan junto con sus ropas y su montura.
Raif se dio un masaje en la muñeca que su hermano había sujetado. Ni siquiera valía la pena preguntar a Maza cómo era que había vuelto a casa montado en el caballo de su padre adoptivo. Maza Granizo Negro no iba a dejarse coger en una mentira estando tan adelantado el juego.
—Raif.
La voz de Drey devolvió al joven a la realidad, y al mirar el rostro de su hermano, vio el aspecto tan cansado que este tenía. Habían sido seis largos días para ambos, pero había sido Drey quien había acarreado la parte más pesada de la carga durante el viaje de regreso, quien había pasado una hora extra cada noche descortezando troncos para que el fuego no se apagara mientras dormían.
—Vosotros dos, muchachos, necesitáis entrar en casa —dijo Shor Gormalin, con su suave voz gutural; el menudo hombre rubio cuyos tranquilos modales enmascaraban al más feroz espadachín del clan, paseó la mirada de un hermano al otro mientras hablaba—. Habéis andando un largo camino, habéis soportado un duro viaje y habéis visto cosas que ninguno de los aquí presentes desearía ver. Y sin importar qué fue correcto o equivocado en lo que hicisteis, os quedasteis y os ocupasteis de nuestros muertos. Por eso sólo, os debemos más de lo que ninguno de los que hay aquí puede pagar jamás.
Shor hizo una pausa, y todos los miembros del grupo, o bien asintieron, o murmuraron afirmativamente. Un sollozo ahogado escapó de los labios de Merritt Ganlow.
—Así que venid conmigo ahora. Que Inigar triture un poco de piedra-guía para vuestros recipientes, y dejad que os demos calor y alimento, y también la bienvenida a vuestro hogar. Sois parte del clan, y se os necesita, y debéis hablarnos de los nuestros.
Las palabras del espadachín tuvieron un profundo efecto en los rostros de los que formaban el grupo de recibimiento. Orwin Shank cerró los ojos y se llevó un puño al pecho, y al ver lo que hacía su padre, los dos Shank adolescentes hicieron lo mismo. Otros jóvenes los imitaron, y en cuestión de segundos todo el grupo estaba sentado muy erguido en sus sillas de montar, con los ojos cerrados y vueltos al suelo, rindiendo el debido respeto a los muertos. Raina Granizo Negro hizo trotar su montura hasta colocarse junto a Shor Gormalin y posó una mano sobre el brazo del guerrero.
Por el rabillo del ojo, Raif vio cómo Maza Granizo Negro alzaba la mirada y tomaba nota del contacto. Sus ojos captaron y reflejaron un fino haz de luz solar que consiguió abrirse paso y, por un instante, brillaron amarillos como los de un lobo.
Relegando a un lado su desasosiego, Raif fue hacia su hermano, que lo esperaba. Drey levantó el brazo al instante para rodear los hombros de Raif. No dijo nada, y el joven se alegró de ello. No había mucho dónde elegir: Raif amaba a su hermano y respetaba demasiado a Shor Gormalin como para resistirse a ellos.
El espadachín saltó de su caballo con una rapidez y una agilidad que jamás dejaban de sorprender a Raif, a pesar de que se lo había visto hacer infinidad de veces antes. Al cabo de un momento, también Corbie Méese desmontó, y los dos hombres se adelantaron, ofreciendo a los dos hermanos sus monturas. Maza Granizo Negro hizo trotar su caballo ladera abajo, para colocarse de modo que fuera el jinete que marchara en cabeza cuando el grupo diera la vuelta para regresar a casa.
—Es una buena cosa la que hiciste, muchacho. —Los ojos azules de Shor Gormalin miraron directamente a Raif mientras le entregaba las riendas—. Somos Granizo Negro, el primero de todos los clanes. Debemos ser y actuar como uno solo en esto.
El joven tomó las riendas. Aunque no lo dijo con claridad, el espadachín hablaba de guerra.
Los veintiséis que formaban el grupo cabalgaron en fila de uno y de dos laderas abajo en dirección a la casa comunal, y puesto que el viento había girado y arreciado, se vieron obligados a avanzar a través del humo que provenía del hogar. A Raif no le importó. El humo era cálido y olía a cosas buenas y honradas, como madera con resina, cordero asado y aceite de esquisto bituminoso. La oscuridad que creaba ocultaba su rostro.
Allá abajo se hallaba la casa comunal, el hogar. Raif recordó cómo se había sentido al verla en el pasado, y su estado de ánimo se ensombreció.
Desde lo alto, el recinto parecía una enorme isla de piedras grises y blancas posada sobre un mar helado. Hundida treinta metros en el suelo para protegerla de los fortísimos vientos, las nevadas cegadoras y los efectos devastadores de las heladas del invierno, la fortaleza resultaba invisible desde fuera, a excepción de la cuarta parte superior de las paredes exteriores y del tejado de piedra cubierto de poderosas barricadas. Unas ventanas situadas muy altas para dejar que entrara la luz, aunque lo bastante estrechas como para que ningún hombre pudiera pasar a través de ellas, estaban encajadas en la construcción como si se tratara de rendijas. Con el paso de los años, el barro y la tierra se habían ido amontonando alrededor de la base, formando un terraplén en torno al muro exterior, que había enterrado aún más la casa comunal bajo tierra. Cada otoño, Cabezaluenga y su equipo dedicaban dos semanas a excavar el exceso de barro, y necesitaban todo un día sólo para arrancar arbolillos solitarios que habían arraigado en el tejado.
Algunos clanes dejaban que el barro se amontonara tanto alrededor de sus casas comunales que finalmente incluso cubría el techo, y las plantas y la maleza enganchaban sus raíces en la piedra. El baluarte del clan Bannen ni siquiera tenía aspecto de edificio desde el exterior, sino de una colina perfecta.
Los Granizo Negro actuaban de otro modo. «Nosotros nos protegemos del frío y de nuestros enemigos, pero antes nos enfrentaríamos a la muerte que escondernos». Raif había oído pronunciar estas palabras y otras parecidas miles de veces. Cada miembro del clan las repetía, y lo que había empezado como una ociosa fanfarronada de un jefe de clan a otro se había convertido en una forma de vida. Incluso dejaban al descubierto a los muertos del clan. Dispuestos en troncos de tilo ahuecados, bien a la vista de rutas de caravanas, desfiladeros y arroyos, los cadáveres de los Granizo Negro se negaban a esconderse hasta el último instante.
Raif sacudió la cabeza con violencia. Había visto los cuerpos. El azufre y otras lociones mantenían apartados a los animales un cierto tiempo; pero tras una fuerte lluvia o una potente helada, los cuervos siempre acudían.
—Raif.
La voz de Raina Granizo Negro hizo regresar violentamente al joven, que contempló cómo la mujer hacía girar en redondo su potra alazán y cabalgaba por entre las filas en dirección a él. La piel de la capucha y la capa brillaba como la de una foca. En los pocos minutos que llevaban cabalgando, la temperatura había descendido y el aguanieve empezaba a trabarse en forma de copos. El aliento de Raina tenía un ribete blanco mientras se acercaba.
El muchacho observó cómo los otros se apartaban para dejarle paso, pues incluso aunque su esposo estuviera entonces muerto, Raina mantenía su posición en el clan, y le correspondían la riqueza y el respeto que habían pertenecido a este. Habría que elegir un nuevo jefe del clan, y si bien Raif sabía que Maza Granizo Negro intentaría ocupar el lugar de su padre adoptivo, también sabía que si Raina decidía volver a casarse, el hombre que eligiera como esposo tendría muchas posibilidades de convertirse en jefe. Las decisiones de la mujer eran siempre bien consideradas, y cada vez que Dagro Granizo Negro estaba ausente de la casa comunal y surgían problemas que había que solucionar, el clan se dirigía a su esposa. «Raina conoce el modo de pensar de su esposo», decían, lo que venía a indicar que confiaban por completo en ella. Nacimientos de nalgas, malos augurios, ritos de sangre, palizas a esposas, peleas de borrachos, disputas sobre límites y construcciones de diques, ataques al ganado y cuestiones que involucraban el orgullo del clan: Raina Granizo Negro se había ocupado de todas aquellas cosas.
Y Effie…
Raif aspiró con fuerza y contuvo el aire. La esposa de Dagro había sido como una madre para Effie.
—Los días se acortan —indicó la mujer, dirigiendo una veloz mirada al cielo mientras se colocaba junto al joven—. Pronto apenas tendremos luz suficiente para apuntar una flecha. —Sonrió por un breve instante—. Pero también me contó Tem justo antes de partir cómo eras capaz de localizar un blanco en la oscuridad.
Aquello le hizo darse la vuelta y prestar atención.
—No fue culpa vuestra, ¿sabes? —Raina Granizo Negro no se permitió una segunda sonrisa—. Ni tuya ni de Drey. Puede decirse que casi todos los hombres de este clan se han escabullido sin permiso en un momento u otro para ir a cazar a la salina.
—¿Es eso lo que has venido a decir?
Raif arrolló las riendas a su puño y, mientras hablaba, observó a Maza Granizo Negro, que, en la cabeza del grupo, señalaba los lejanos pastos y decía algo a Will Halcón y a Ballic el Rojo, lo que provocó que ambos hombres asintieran con la cabeza. El muchacho apretó aún más las riendas, impidiendo que la sangre fluyera a sus dedos.
La pequeña exhibición de autoridad de Maza no pasó desapercibida a Raina, que realizó un leve movimiento con los hombros, irguiéndolos, de modo que la capa de marta cibelina se desplegó completamente sobre la grupa de la montura.
—He venido aquí a hablar de Effie. Debes ser amable con ella, Raif. Es una criatura tan reservada. Es difícil saber lo que piensa.
—¿Se lo han dicho?
—Maza habló con ella antes de que yo tuviera oportunidad de hacerlo —manifestó Raina tras una vacilación—. Le dijo que tú y Drey habíais muerto junto con su padre.
—¿Cómo se lo tomó? —Raif soltó aire con un sordo siseo.
—No muy bien. Pareció… —dijo Raina, sacudiendo la cabeza y buscando la palabra justa— enojada. Huyó, y durante mucho tiempo nadie pudo encontrarla. Revolvimos toda la casa comunal buscándola. Corbie Méese y Cabezaluenga organizaron un grupo de búsqueda. Letty y las chicas encendieron antorchas y recorrieron el pastizal de arriba abajo. Los dos hijos mayores de Orwin Shank cabalgaron hasta la Cuña. Fue Shor Gormalin quien la encontró por fin: metida en el corralito de los perros, entumecida por el frío y cubierta de mugre. Sostenía esa bendita piedra suya en la mano, y se balanceaba adelante y atrás con ella. Se puso tan mala que apenas se podía mantener en pie. —Raina chasqueó la lengua—. Nunca sabré cómo se las arregló para que esos perros lobos de los Shank no se la comieran. Orwin los alimenta, pero sólo dos veces a la semana, lo juro.
Aflojando la tensión sobre las riendas, Raif condujo el caballo de Shor Gormalin alrededor de un terraplén de esquisto suelto. Su propia rabia ya no parecía importante.
—¿Cómo ha estado desde entonces?
—Bueno, eso es lo que he venido a advertirte. Ha perdido un poco de peso. Y se encierra tanto en sí misma… —Las palabras de Raina se apagaron cuando una pequeña figura surgió de la construcción situada abajo.
Mientras Raif y Raina hacían trotar sus caballos hacia el valle, y Maza Granizo Negro y los jinetes que iban en cabeza se acercaban más a la casa comunal, la figura dio unos vacilantes pasos infantiles al frente. Era Effie. Su melena castaño oscuro la delataba. Raif se inclinó sobre la silla; la chiquilla estaba tan delgada.
—Sólo ten mucho cuidado con ella, Raif Sevrance —repitió Raina Granizo Negro, espoleando la montura para que se adelantara—. Tú y Drey sois todo lo que tiene.
Raif apenas escuchó lo que la otra decía, sino que dirigió la mirada dos jinetes más allá, donde Drey cabalgaba junto a Orwin Shank. Drey volvió la vista. Su capucha de piel de zorro volvía a estar alzada, y el cielo estaba casi negro, pero la expresión de su rostro no dejaba lugar a dudas: «¿Qué le ha sucedido a Effie?».
Sintiendo un aguijonazo de inquietud en el pecho, Raif espoleó la montura de Shor Gormalin para lanzarla a un medio galope y corrió a lo largo de la fila. Drey lo siguió a corta distancia.
El patio de arcilla batida situado en el exterior de la gran puerta de la casa comunal se empezaba a llenar rápidamente de gente. Algunos sostenían antorchas empapadas en brea; otros, humeantes rejillas de cordero a la brasa y espetones con conejos asados con su propia piel. Unos pocos traían alimento y mantas para los caballos, y una figura, Anwyn Ave, a juzgar por su redondeado vientre, hacía rodar ante ella un barril de cerveza calentada a la lumbre que escupía vapor al gélido aire.
Effie se mantenía por delante de todos, con los hombros encorvados, temblando y abrazándose a su vestido de lana azul. Nadie había pensado en echarle una capa sobre los hombros o en cubrir sus manos con mitones. Cuando se acercó, Raif descubrió que las mejillas de su hermana se habían hundido, dejando pequeños hoyos bajo los ojos y alrededor de la mandíbula, y el corazón le dolió.
Saltó del caballo y corrió hacia ella. Effie dio un pasito al frente; tenía el diminuto rostro levantado hacia él, y tras unos instantes, alzó los brazos y aguardó a que la cogieran. El joven la levantó y la acercó a su pecho; primero, la apretó contra su cuerpo y, a continuación, la introdujo bajo los pliegues del impermeable para protegerla del frío. Era tan ligera; era como levantar una manta rellena de paja. Raif la abrazó con más fuerza, pues deseaba transmitirle su calor y energía.
A poco llegó Drey, y Effie se removió en los brazos de Raif y este la entregó a su hermano. Los enormes brazos de Drey la envolvieron por completo, y su cabeza descendió hasta posarse en la de ella. La besó en los cabellos, en las sienes y en el caballete de la nariz.
—Todo va bien, pequeña. Hemos regresado. Raif y yo hemos regresado.
—Lo sabía —musitó ella muy seria, acurrucándose en su pecho, y paseando la mirada de Drey a Raif; luego la desvió hasta Maza Granizo Negro, que estaba ocupado quitándole la silla de montar al ruano—. Dijo que estabais muertos, pero yo sabía que no era cierto.