Se levantaron antes del alba y se marcharon hacia el sudeste en medio de fuertes vientos que levantaban una tormenta de nieve a partir de la vieja nieve congelada. Raif se echó la capucha de piel de zorro sobre los ojos y la boca, de modo que sólo asomaba la nariz. Las pequeñas motas de taiga que veía a través de la piel eran todo lo que necesitaba para guiar al caballo. El viento venía del norte y soplaba contra su espalda, dando la impresión de que lo empujaba lejos del territorio del clan.

Angus iba en cabeza. Guiaba a su sobrino a lo largo de hondonadas y por encima de estanques helados, hallando sendas perdidas en la nieve hacía mucho tiempo. Ni él ni el muchacho hablaban. Montaban, acurrucados sobre los caballos, y soportaban el azote del viento.

La mano con la que Raif disparaba el arco estaba hinchada, y la piel de las yemas de los dedos había empezado a pelarse. Una fea ampolla, oscura y sanguinolenta como un riñón, se había formado en la parte inferior de la palma de la mano, y cada vez que apretaba las riendas para realizar algún ajuste, el dolor le obligaba a cerrar los ojos. Por debajo de la capucha, su boca se crispó en una mueca. Bien, eso le enseñaría a no dedicarse a cortar leña en una noche endiabladamente helada.

Tras seis horas pasadas en la oscuridad, soñando violentas e inenarrables pesadillas, la penetrante blancura de la tormenta de nieve y la despreocupada monotonía de cabalgar por la taiga eran un alivio. Raif se había levantado antes que Angus; había calentado la grasa y el caldo de la perdiz blanca en una pequeña olla de hojalata, y mientras aguardaba a que el vapor se redujera, había tomado la única decisión que podía tomar. El clan quedaba atrás en aquel momento; recordarlo, anhelarlo, creer que de algún modo en el futuro podría encontrar la manera de regresar eran cosas que no podía permitirse.

Había fijado su propio destino y debía vivir con él. Ya no era parte del clan.

Pensó largo y tendido sobre la posibilidad de desprenderse de su amuleto, de arrojarlo a la estufa de hierro junto con los restos de la última comida o de sacarlo al exterior y enterrarlo en la nieve. Pero cada vez que lo sujetaba en su mano y tiraba del bramante, escuchaba las palabras del anciano guía.

«Es tuyo, Raif Sevrance. Y algún día te alegrarás de ello».

Así pues, Raif lo conservó, y cabalgó con los pensamientos precintados tan profundamente como un escondrijo de carne y con el amuleto de cuervo como un frío pedazo de asta sobre la piel.

Transcurrió medio día sin que amainara la tormenta. La nieve, convertida por el viento en duros perdigones, golpeaba como granizo los troncos de los pinos, y enormes terrones de nieve caían de las ramas superiores, desalojados por las violentas embestidas del viento. Raif no cazó. Su mano derecha manchaba de pus y sangre el mitón, y la tormenta lo tornaba todo blanco. Sin embargo, casi contra su voluntad se encontró escudriñando el paisaje en busca de caza.

Incluso en un día como ese había seres vivos moviéndose por el bosque. Una comadreja, blanca y brillante como un plato de leche, contempló el paso de Raif desde el refugio de un abedul. Una liebre de las nieves sacó la cabeza fuera de la madriguera, hinchando las mejillas al tomar aire. En el saliente situado por encima de un arroyo congelado, un lince trituraba huesos con un único chasquido de las mandíbulas. El joven era consciente de todas esas cosas, juraba que las veía; sin embargo, cuando atisbaba por entre la capucha de piel de zorro, poca cosa más, aparte de la blanca neblina de la nieve en movimiento, aparecía ante sus ojos.

La oscuridad llegó temprano. El viento desapareció junto con la luz, dejando el bosque con una sensación de estar vacío y agotado. Todos los árboles había perdido la nieve, y muchos de los arbolillos de primer año estaban quebrados y rotos. En lo alto, el cielo pasó del gris al antracita y luego al negro.

Angus se dirigió a la franja de taiga que lindaba con la calzada del sur, y ambos siguieron la senda de la calzada desde una discreta distancia durante varias horas de oscuridad. Rodadas de carros, excrementos de caballo, huesos y restos desechados cubrían la calzada, recordando a Raif que pronto entraría en contacto con miembros de clanes. Con buen tiempo, si se tomaba una ruta directa, se podía cabalgar desde la casa comunal de los Granizo Negro al establecimiento de Duff en un solo día. Incluso la casa Dhoone se hallaba a tan sólo cuatro días de dura cabalgada del lugar, y el clan Estridor y el clan Dregg aún más cerca.

Cuando el resplandor del cobijo de Duff apareció, por fin, por encima de la elevación, Raif estaba tieso de frío. El cuello le dolía con un agudo e irritante dolor, y la mano le ardía. Angus hizo una seña, y se desviaron hacia la calzada. Un cuarto de hora más tarde llegaban al lugar.

El establecimiento de Duff era un edificio achaparrado, con paredes redondeadas y un tejado también redondeado. Construido con enormes planchas de madera talladas de troncos enteros de olmo y reforzado con duelas de hierro, tenía el aspecto de un gigantesco barril de cerveza volcado sobre un costado y profundamente hundido en la nieve. Dos puertas conducían al interior. La más grande llevaba a los establos, y Angus y Raif se dirigieron allí primero. El joven se dedicó a cepillar a Alce y al bayo mientras su compañero conversaba en voz baja con el mozo, que era joven, ciego de un ojo y hablaba con un leve y vacilante tartamudeo. Raif había visto al joven muchas veces a lo largo de los años, pero hasta entonces, jamás lo había visto reír o sonreír. Cuando finalizó la conversación, Angus le dio la mano al mozo.

—Instala a los caballos cerca de la puerta —le ordenó.

Raif echó una ojeada a las oscuras y bien ordenadas caballerizas. Más de la mitad de las dos docenas de compartimentos estaban ocupados, y un puñado de robustas jacas y ponis criados en las montañas se hallaban en el cobertizo situado fuera.

Había un buen trecho hasta la segunda puerta del cobijo. Montones de nieve recién apartada se apilaban a lo largo de las paredes del local, la escarcha centelleaba sobre las planchas de madera y, en lo alto, encima del tejado, donde la chimenea de ladrillos se abría paso por entre la madera, se oía cómo la nieve siseaba y chisporroteaba al fundirse.

Calor, humo, olores y sonidos estallaron contra el rostro de Raif cuando este empujó la puerta y penetró en el establecimiento, y al mismo tiempo que sus ojos se esforzaban por acostumbrarse a la luz, la boca se le hacía agua ante el aroma de la manteca, la carne de alce y las cebollas asadas. Por lo general, a esa hora del día debería haber alguien cantando, y también algún rudo miembro de un clan tocando la gaita; la gente estaría riendo y discutiendo, y jugando sin importarle nada. Sin embargo, a pesar de que había más de treinta hombres y mujeres sentados o de pie en el iluminado cobijo de paredes de madera, todos formaban pequeños grupos aislados. Raif reconoció a un reducido grupo de lanceros del clan Scarpe, con los cabellos negros, o bien de nacimiento o teñidos de ese color, y las armas guardadas en fundas de cuerda de complicado trenzado, diseñadas para que mostrasen lo afilado de sus hojas. Un hombre y una mujer del clan Estridor estaban sentados calentándose ante la enorme estufa de ladrillo y metal. La mujer llevaba una roja melena larga hasta la cintura, totalmente suelta, al estilo de todas las mujeres de aquel clan, e iba vestida con suaves pantalones de piel de cerdo; el cinturón que rodeaba su talle lucía las tres dagas: una de asta, una de acero y una de pedernal. Un gran corro de hombres del clan Dhoone dominaba la habitación. Eran guerreros imponentes, de cabellos rubios, grandes barbas y los rostros tatuados con tinta azul. Sujetas con correas a espaldas, cinturas, muslos, antebrazos y pantorrillas, estaban las armas, y un acero tan perfecto y brillante como agua corriente hacía centellear la luz reflejada en los cuchillos por toda la habitación.

—Apártate de la puerta, muchacho —murmuró Angus al oído de Raif—. No demos a los parroquianos demasiado tiempo para pensar en quiénes somos o por qué estamos aquí.

El joven, como si saliera de un trance, obedeció la orden de su tío y se encaminó hacia el fondo de la habitación. Las conversaciones, que se había detenido en seco cuando él y Angus entraron, se reanudaron con el callado frenesí de las cucarachas huyendo de la luz. Mientras Raif elegía un banco en el que sentarse, lo más lejos posible de la estufa, su tío intercambió un saludo de cabeza con el dueño del cobijo.

Duff tenía un poco de cada clan en él, al menos eso era lo que afirmaba. Era el hombre más peludo que Raif había visto jamás y, en su juventud, había sido famoso por sus dientes. Troncos, gabarras, carretas, carroña y trineos: con una cuerda entre los dientes, Duff lo había arrastrado todo. Y sus dientes seguían siendo espléndidos entonces, y cuando les trajo una bandeja humeante con paños calientes, cerveza caliente y comida caliente, les sonrió de oreja a oreja, dejando al descubierto unas piezas sorprendentemente pequeñas pero de una uniformidad perfecta. Raif recordó que Tem había preguntado en una ocasión al hombre cómo había conseguido tener unos dientes tan fuertes: «Acostumbraba a triturar el hielo de los estanques con ellos», había respondido el hombre.

—¡Angus! ¡Viejo canalla! ¿Cuánto tiempo hace? —La frente del posadero reflejó un instante de intensa meditación mientras dejaba las cosas sobre la mesa—. Vaya, no quiero ni pensarlo. Demasiado tiempo, eso es seguro.

—Duff. Te has vuelto más gordo y feo. ¡Por las piedras, amigo mío!

Ese pelo del cuello necesita una esquilada. Si yo fuera tu esposa, te ataría el trasero a esa estufa y te afeitaría.

La risa del hombre era el segundo motivo de asombro. Potente y cordial, brotó de su pecho como una oleada.

—Si tú fueras mi esposa, Angus, yo mismo me ataría a la estufa y la encendería.

Raif sonrió, sintiéndose de repente mejor de lo que se había sentido en todo el día. Había olvidado lo mucho que le gustaba Duff. Los dos hombres siguieron su conversación, metiéndose el uno con el otro con tan descarada fruición y afecto que resultaba evidente que eran realmente viejos amigos. Una cuantas cabezas se giraron al escuchar las risas, pero nadie permaneció más tiempo del necesario prestando atención al dueño del cobijo y a su parroquiano.

Mientras tomaba un trago de amarga y espumosa cerveza, el joven dedicó un instante a aquellas personas que no habían atraído su atención al entrar en el local. Un pequeño grupo de tramperos se mantenía aparte en el rincón opuesto, masticando largas tiras de corteza de abedul mientras reparaban los alambres de las trampas. Un anciano perteneciente al clan Orrl, con los ojos lechosos por la ceguera de la nieve, estaba sentado muy cerca de la estufa con su perro y, en el otro lado, una mujer vestida con las prendas de cuero gris y piel de alce de los Bannen se veía atareada dando cuenta de su cena a base de cebollas fritas y carne de ciervo. Al igual que todas las mujeres de aquel clan, llevaba una espada larga de acero negro sujeta a la espalda. Dos hombres estaban sentados en las sombras justo frente a Raif y sostenían entre las enguantadas manos bocks medio vacíos; pertenecían a un clan, pero llevaban echadas las capuchas y se vestían con oscuras prendas de hule por lo que el joven no pudo situarlos. No había nadie de los Bludd, lo que, teniendo en cuenta que un corro de hombres de Dhoone dominaba la estancia, era una suerte para los parroquianos, el personal y las leyes de los cobijos por igual.

Raif sabía que todos en la habitación lo reconocían como miembro de los Granizo Negro, pues eran los más austeros y menos dados a la ostentación de todos los clanes. El clan había sido privado de su insignia quinientos años atrás, cuando Ayan Granizo Negro arrebató la vida al último rey de los clanes, y nadie había lucido el lobo de los Granizo Negro desde entonces. De todos modos, el tapón de plata de la punta de asta de Raif, la cinta de plata batida que sujetaba sus cabellos y el cuero negro de cinturones, vainas y pechera lo identificaban como Granizo Negro con la misma certeza que los tatuajes azules de los rostros de los hombres de Dhoone los identificaban como tales. El de los Granizo Negro era el único territorio de los clanes donde se extraía plata, y el metal era usado en los mangos de todos los cuchillos y las espadas. La espada corta de Tem tenía una capa de hilo de plata arrollada a la empuñadura, y la vaina de cuero en la que se alojaba estaba teñida de negro para hacer juego con las marcas de grafito de la piedra de los Granizo Negro.

—No te importará quedarte solo durante un rato, ¿verdad, Raif? —dijo Angus, dándole una palmada en el hombro—. Duff va a llevarme a la parte trasera para que pueda escoger un largo de tela para mi esposa.

—Sí —indicó el aludido—. Mi pobre esposa odia dejarse ver una vez que se ha trenzado los cabellos para irse a dormir.

El sobrino asintió con un cabeceo. Raif se dijo que los dos hablaban en un tono en exceso desenfadado, pero que no era asunto suyo. Angus se desprendió del abrigo y los morrales, y siguió a Duff hasta una puertecita situada al fondo de la habitación. El muchacho los siguió con la mirada. ¿Había saludado su tío a los tramperos al pasar?

—Raif Sevrance.

Volviéndose, el joven se encontró cara a cara con los dos hombres que habían estado sentados en las sombras cubiertos con abrigos de hule. Pertenecían al clan Granizo Negro. Eran Will Halcón y su hijo Bron, que había estado al cuidado de los Dhoone durante una temporada. Bron era quien había traído la noticia de la derrota de los Dhoone al clan. Raif se puso inmediatamente en guardia, y aunque devolvió los saludos, no preguntó qué negocios traían a padre e hijo al local de Duff.

Will, un hombre melancólico con la clase de piel clara que deja a la vista muchas venas, se sentó en el taburete que acababa de abandonar Angus.

—Veo que estás aquí con tu tío, el vigilante.

Era una invitación a hablar, no una pregunta, y Raif asintió.

Will hizo una seña a Bron, indicándole que se sentara. La madre del joven pertenecía al clan Dhoone, y este tenía los cabellos rubios y los ojos claros de aquel clan. Raif recordó que era conocido por su habilidad con la espada y, lo que era más extraño, por lo bien que cantaba, aunque se dijo que el muchacho no parecía de los que les da por cantar.

Cuando padre e hijo estuvieron acomodados uno junto al otro, Will aspiró con fuerza.

—¿Cómo fue la emboscada, chico? —dijo.

Raif se esforzó por mantener el rostro impasible. Había estado esperando la pregunta como miembro veterano del clan, Will Halcón habría tomado parte en la planificación de la emboscada; sin embargo, le resultó difícil hablar. Había pasado las dos últimas semanas sellando herméticamente todos sus recuerdos del clan y no deseaba reabrirlos; no allí y no en aquel momento. Dirigió una veloz mirada a los ojos del guerrero, y encontró una genuina preocupación anidada allí, junto con una creciente impaciencia. El muchacho no conocía muy bien a su interlocutor, pero era un miembro por derecho del clan y, por lo tanto, se le debía respeto.

—La emboscada salió bien. Todo fue tal y como Maza Granizo Negro dijo.

—¿Quién resultó herido de entre los nuestros?

—Banron Lye y Toady Trotamundos.

Tanto Will como Bron acariciaron sus bolsas de piedra-guía. Siguió un silencio.

—¿Y ahora te diriges al sur para difundir la noticia a los Scarpe y los Orrl? —dijo Will tras varios minutos.

El muchacho negó con la cabeza, pues no podía mentir a un miembro del clan.

El otro aguardó a que se explicara, pero Raif aspiró con fuerza y no dijo nada. Tras un minuto de silencio, ya no pudo seguir mirando a su camarada a los ojos. Bron tomó un corazón de oveja de una fuente y empezó a masticarlo.

Por el rabillo del ojo, Raif vio que su tío salía de la habitación trasera del cobijo. El hombre transportaba un elegante bulto con un cuidado exagerado, y uno de los tramperos se burló de él. Angus rio junto con el resto, iniciando una agradable conversación cuyo tono se fue tornando más bajo a medida que transcurrían los minutos.

—De modo que simplemente viajas con tu tío por un tiempo —indicó Will, por fin.

«Lo sabe —pensó Raif—. Will sabe que he faltado a mi juramento».

El hombre se puso en pie, y sus ojos evitaron con sumo cuidado los del muchacho.

—Vámonos —dijo a su hijo—. Aquí no hay nadie con quien valga la pena estar esta noche.

La perplejidad asomó al rostro de Bron, pero obedeció a su padre y se tragó el resto del corazón antes de ponerse en pie. Juntos regresaron a su lugar, en el extremo más alejado de la sala.

Raif no se movió. Ardía de vergüenza. No había excusas que pudiera dar, nada que pudiera decir que trajera a Will de vuelta a su mesa. Había roto su juramento, y ninguna palabra podía cambiar aquello en lo que tal acción lo había convertido.

Los Granizo Negro eran el más antiguo de los clanes, y había muchos que sostenían que también era el más duro. Tenía sus traidores; Raif sabía que debía tener traidores —tres mil años de guerras, sucesiones y luchas internas tenían que producir algunos hombres que faltaran a sus juramentos—, pero sus nombres jamás se mencionaban, pues su recuerdo moría incluso antes que ellos. Una vez, cuando era más joven, Raif recordaba haber preguntado a Inigar Corcovado por qué había un profundo hoyo negro en el extremo más apartado de la piedra-guía, grande como un lobo y relleno con aceite que se había endurecido con el paso de los siglos hasta tener el aspecto de oscuras gemas. Inigar había deslizado sus alargados dedos por encima del hueco.

—Este es el lugar del que arrancamos los corazones de los traidores de la piedra —había declarado.

Raif sintió cómo el calor de la vergüenza lo abrasaba. ¿Cuánto tiempo transcurriría antes de que el anciano tomara un cincel en su nombre?

Unas fuertes pisadas trituraron la nieve y, a continuación, la puerta del cobijo se abrió de golpe. La temperatura descendió de inmediato al circular un viento helado por toda la habitación. Raif alzó los ojos y vio a cuatro hombres de Bludd que penetraban en el cobijo. Con los rostros serios y los cuerpos cargados de armas, se detuvieron justo más allá del umbral e inspeccionaron la habitación. El aire y el espacio se contrajeron. Los hombres de Dhoone se pusieron en pie como uno solo, bajando las manos hacia las empuñaduras de palmo y medio de sus espadones. En el extremo más lejano, Will y Bron cambiaron de postura, preparando cuerpos y armas, sin que pareciera que se hubieran movido.

El muchacho sintió toda la fuerza de la atención de los Bludd, y observó cómo sus ojos grises y azul oscuro se posaban sobre la tira de plata de sus cabellos y de su punta de asta. Vio su odio.

Con el vello totalmente afeitado de sus rostros, con las trenzas descendiendo por sus espaldas como una soga sumergida en brea, no se parecían a ningún otro clan. Sus prendas de cuero eran curtidas de distintos modos, y sus pesadas armas, forjadas. Al verlos allí, de cerca, el joven comprendió lo poco que había averiguado al combatir contra ellos en la calzada de Bludd, pues aquel clan era una fuerza en sí mismo.

—Cierra la puerta Chokko. Trae a tus hombres a calentarse la barriga ante la estufa. —Duff se introdujo en el estrecho espacio que separaba a los hombres de Dhoone de los de Bludd.

—No, patrón del cobijo. —El llamado Chokko alzó un puño enguantado—. Esto no es algo que se arregle con cerveza y una buena temperatura. Nuestro clan sangra esta noche.

—Llévalo fuera, Chokko. Ningún delito es peor que romper la ley del cobijo.

—Siento respeto por ti, patrón del cobijo —repuso el otro, sacudiendo la cabeza—. Y no he venido a buscar pelea con los Dhoone. —Él y el jefe del otro grupo intercambiaron una larga y amarga mirada—. Pero pelearé esta noche. Tengo que hacerlo. Mi corazón no me permitirá descansar hasta que haya derramado sangre de los Granizo Negro.

Un murmullo de helado temor recorrió la habitación. Los rostros de los hombres de Dhoone se ensombrecieron; la mujer del clan Estridor deslizó la mano hacia abajo en dirección a las tres dagas de su cintura, y los hombres de Scarpe, aliados de guerra de los Granizo Negro, se encresparon como los pelos del lomo de un perro. Will y Bron Halcón se despojaron de sus prendas de hule y avanzaron con severa dignidad hasta el centro de la estancia.

Por debajo de la mesa, el puño de Raif se cerró alrededor de la espada de Tem. Su corazón martilleaba, pero extrañamente sentía algo parecido al alivio. Así pues, de ese modo era como terminaría todo, luchando contra hombres de Bludd.

—Las leyes del cobijo funcionan en ambas direcciones, Chokko —manifestó Duff, manteniendo su posición justo frente a los hombres de Bludd, de manera que les impedía el paso al resto de la habitación—. Si hay gentes en mi local que cumplen mis normas, no pienso permitir que nadie los obligue a salir fuera en contra de su voluntad.

—Valientemente expuesto, patrón del cobijo —intervino Will Halcón, entrando en el espacio ocupado por los hombres de Bludd—. Pero nosotros somos del clan Granizo Negro, y no nos acobardamos y no nos escondemos, y si los Bludd quieren tener la oportunidad de derrotarnos, entonces que así sea. —Las últimas palabras fueron dirigidas a Chokko, y la luz de la estufa pareció disminuir mientras eran pronunciadas.

Chokko no pestañeó; de hecho, apenas parecía respirar. Habló, y si bien sus palabras fueron dirigidas a Will Halcón, su intención era que toda la sala las escuchara.

—Nuestro caudillo nos envió una perra a la vereda del Alce, donde estábamos acampados, para contarnos lo que los Granizo Negro habían hecho. La perra murió de agotamiento mientras le quitaba el envoltorio del collar, había viajado sin descanso durante dos días y una noche. El mensaje hablaba de una emboscada en la calzada de Bludd, y de cómo tres docenas de nuestras esposas e hijos habían sido abatidos como animales, y luego asesinados en la nieve, a sangre fría.

Un siseo, como el sonido de árboles azotados por un fuerte viento, recorrió la habitación. Duff cerró los ojos y se tocó los párpados. La pareja procedente del clan Estridor se encomendó a los Dioses de la Piedra, y la mujer Bannen acarició el colgante de hierro negro que guardaba su porción de piedra-guía y pronunció una única palabra: «¡Niños!». Incluso los hombres de Dhoone bajaron los ojos.

—¡Mientes!, Chokko del clan Bludd —replicó Will Halcón, sacudiendo la cabeza—. Mi clan jamás asesinaría a esposas y niños a sangre fría.

El hombre de Bludd situado junto a Chokko se adelantó violentamente.

—No mentimos. Nuestro caudillo no miente. Somos el clan Bludd, e incluso cuando la verdad duele, la decimos.

Chokko sujetó el brazo de un camarada para impedir que desenvainara la espada.

—¡Es la verdad Granizo Negro! —exclamó—. Y no tardarás en saberlo cuando recibas la veloz sentencia de nuestras armas.

Un músculo vibró con energía en la mejilla de Will Halcón, y sus ojos relucieron a la luz de la estufa. Raif se puso en tensión, con el pecho tan tirante como un arco a punto de disparar. El hombre se volvió hacia él.

—Diles que mienten, Raif Sevrance, para que pueda llevar el orgullo de mi clan a esta pelea.

Todos los ojos se posaron en el aludido, y los hombres de Bludd, comprendiendo al momento toda la implicación de la petición de Will, le dirigieron miradas llenas de tal repugnancia que el muchacho las sintió como puñetazos en la carne. Todo quedó en silencio durante un terrible e insoportable momento. Lo que Raif sabía los condenaba a todos. Los hombres de Bludd y los de Granizo Negro lucharían esa noches sin importar lo que él dijera; eso, al menos, estaba claro, pero ¿cómo podía enviar a Will y a Bron Halcón a un pelea sin honor? Eran cuatro enormes Bludd en plenas condiciones físicas, contra tres hombres de Granizo Negro, dos de ellos mesnaderos que acababan de efectuar su juramento.

Morirían. Él, Will y Bron morirían.

Raif tragó con fuerza, e hizo acopio de valor. El clan lo era todo. Lo que él era no importaba —su alma estaba ya condenada—, pero no podía enviar a Will y a Bron a la muerte con una mentira.

—Hicimos lo que teníamos que hacer —declaró poniéndose en pie.

Estallaron una serie de exclamaciones ahogadas, y los hombres de Bludd desenvainaron sus armas. La expresión del rostro de Will Halcón fue una especie de muerte para Raif, pues supo que jamás le perdonarían lo que acababa de decir.

Will luchó con la verdad sólo durante un instante; sin embargo, cuando se volvió para mirar a sus oponentes, ya no era el mismo hombre.

—Guardad vuestro acero hasta que estemos fuera —dijo, con voz dura y casina a la vez—. No pienso mezclar una injusticia con otra. Bron —dijo, y miró a su hijo—, tu juramento de mesnadero con los Dhoone todavía está en vigor. Esta no es tu pelea.

—Esta noche soy un Granizo Negro —repuso Bron, negando con la cabeza.

Una expresión de puro dolor atravesó el rostro del hombre, pero cuando habló de nuevo ya había desaparecido.

—Vamos, pues, hijo. Luchemos por nuestro clan.

Padre e hijo se encaminaron a la puerta.

Raif se adelantó, siguiéndolos.

Al escuchar el chirrido de su asiento y el golpear de las pisadas en la piedra, Will Halcón se volvió y levantó la mano.

—No, Raif Sevrance. Vuelve a sentarte. Antes prefiero que un Bludd me arranque el corazón que tener a un traidor peleando a mi lado.

El hombre mantuvo su posición por un momento y luego salió al exterior. Los hombres de Bludd lo siguieron, y Bron también lo siguió. Alguien cerró la puerta.

Como un fantasma, Raif siguió andando; despacio, de un modo imparable.

Angus se acercó y, forcejeando con él, cerró con fuerza los grandes y carnosos brazos alrededor de su pecho. Duff atrancó la puerta con una barra; luego, fue en ayuda de Angus. Raif se debatió. Las manos empujaban, los pies pateaban, unos pechos le cerraban el paso. Lo retrasaban, pero no conseguían detenerlo. Recibió fuertes golpes y también los repartió; sin embargo, todo parecía tan irreal como un sueño, y todo lo que importaba era la puerta. Ni una sola vez dudó que conseguiría llegar a ella. Como con la caza, había colocado su corazón de roble y hierro en su punto de mira; era suyo y lo obtendría. Si Angus y Duff lo hubieran sabido, si él pudiera habérselo explicado, lo habrían soltado; pero no era así, de modo que luchó contra ellos, y los tres salieron lesionados.

En ocasiones, captó atisbos de sí mismo en los ojos de otros hombres. Un miembro del clan Dhoone mantuvo su mano sobre su punta de asta, como si estuviera contemplando algo inenarrable, como un Dios de la Piedra que hubiera descendido en busca de venganza. Los hombres de Scarpe se mostraban atemorizados.

Sangre caliente descendía por la nariz del joven hasta llegar a la boca, y un líquido amarillo se deslizaba por su ojos; pero sus puños eran como máquinas, que ascendían y descendían, aplastando carne, mientras sus pies iban reclamando terreno en el suelo. Inundado por la misma inevitable energía de una flecha en pleno vuelo, no tenía más elección que avanzar hacia la puerta.

Luego, de pronto, Angus dijo una palabra. Se limpió la sangre del rostro y sacudió la cabeza, y a continuación él y Duff se apartaron. El muchacho apenas si se dio cuenta de su retirada. Le daba igual, pues habría alcanzado la puerta igualmente. Sus manos se alzaron y se ocuparon de la barra, y al cabo de un instante, se encontró frente a la nieve y la noche. Brisas heladas recorrieron su piel mientras contemplaba los últimos segundos de la pelea. Un Bludd había caído. Bron había caído. El resto de los hombres de Bludd descargaron largas estocadas con sus espadas, empalando la figura desplomada y sin fuerzas de Will Halcón, que se mantenía en pie sólo porque las espadas enemigas lo sostenían.

Raif perdió la conciencia de sí mismo tras aquello. Más tarde, recordaría cosas, o tal vez lo poco que Angus le contó se convirtió en recuerdo; pero cuando atravesó el umbral y penetró en la nieve se transformó en otra cosa.

Las espadas no repican cuando son desenvainadas; sin embargo, al muchacho le pareció como si la suya lo hiciera. Tenía la boca totalmente seca, y su amuleto de cuervo ardía como acero al rojo vivo contra su piel.

«Vigilante de los muertos».

Ese fue su último pensamiento antes de que su mente descendiera en espiral hasta un lugar donde todo lo que importaba era los corazones palpitantes de los Bludd.