Cendra Lindero despertó bruscamente y, sentándose en la cama, tiró de las gruesas sábanas de seda para cubrirse brazos y hombros, y las sujetó con fuerza. Había vuelto a soñar con hielo.
Respirando profundamente para calmarse, paseó la mirada por la estancia, inspeccionándola. De las dos lámparas de ámbar, sólo una seguía encendida. Magnífico. Eso significaba que Katia no había entrado para volver a llenarlas. La pequeña bola de cabellos de un rubio casi plateado de la muchacha que esta había arrancado de su cepillo antes de irse a dormir todavía permanecía pegada a la puerta, lo que indicaba que tampoco ninguna otra persona había entrado en la habitación.
Cendra se relajó sólo un poco. Los dedos de sus pies formaban dos bultos nudosos bajo la colcha, y puesto que parecían estar a una distancia ridículamente alejada de su cuerpo, los movió para comprobar que eran suyos. Sonrió cuando se menearon a modo de respuesta. Los dedos de los pies eran algo curioso.
La sonrisa no duró mucho, pues en cuanto los músculos del rostro se le relajaron, la angustia del sueño volvió a ella. Las sábanas, retorcidas alrededor de su cintura, estaban pegajosas por el sudor, y el fermentado olor del miedo las cubría. Había tenido otra pesadilla y otra mala noche, y era la segunda vez en menos de una semana.
Sin pensar, la muchacha se llevó la mano a la boca, casi como si intentara retener algo en su interior. No obstante el calor de la habitación —el carbón que humeaba en el brasero bajo una capa de fieltro empapado en aceite, y las tuberías de agua caliente de las que se ocupaban con suma diligencia un fogonero y su equipo trabajando tres pisos más abajo—, sus dedos estaban helados. En contra de su voluntad y a pesar de todos sus esfuerzos, a su mente regresaron imágenes del sueño; contempló una caverna con muros de hielo negro, una mano abrasada que se alargaba hacia ella, rezumando sangre por las grietas abiertas entre los dedos, y unos ojos oscuros que observaban, aguardando…
Cendra se estremeció. Dejó caer la mano con fuerza sobre el lecho, e hizo retroceder las imágenes aporreando el colchón con toda la energía de que fue capaz. No pensaría en el sueño; no quería saber lo que aquellos fríos ojos deseaban.
Toc, toc, toc. Tres golpes sonaron suavemente sobre la puerta de madera fósil.
Algo en lo más profundo del pecho de la joven, un músculo que conectaba los pulmones al corazón, se agarrotó, y aunque estaba sin aliento tras golpear la cama, no tomó aire ni siquiera parpadeó. «En silencio como el polvo que se posa», se dijo a sí misma mientras los ojos se concentraban en la puerta.
Finamente veteada y dura como la piedra, la perfecta superficie gris de la puerta quedaba desfigurada por tres hoyos negros del tamaño de un pulgar: los agujeros de un cerrojo. Seis meses atrás, Cendra había pagado a su sirvienta, Katia, cuatro monedas de cincuenta céntimos de plata para que bajara al mercado de los fundidores cerca de la Puerta de la Caridad y adquiriera un cerrojo para la puerta de su habitación. Katia había hecho lo que le habían ordenado y había regresado con una barra de hierro lo bastante grande como para proteger un fuerte. La joven había colocado personalmente las dos piezas de metal a costa de una uña negra y dos cepillos de plata con el dorso destrozado, pero las clavijas del cerrojo habían entrado, y el mecanismo de cierre había funcionado a la perfección. Durante una semana, Cendra había dormido más profundamente de lo que recordaba haber dormido jamás, hasta que…
Toc, toc, toc.
La muchacha contempló con fijeza los agujeros vacíos dejados por el cerrojo, pero no hizo ningún movimiento para responder a la segunda ronda de llamadas.
—Asarhia. —Se produjo una pausa—. Casi-hija, no pienso tolerar tonterías.
Ladeando el cuerpo con meticulosidad, Cendra se deslizó bajo las sábanas. Una mano se escabulló sigilosa debajo de la cabeza para colocar el almohadón manchado de sudor boca abajo sobre el colchón, en tanto la otra alisaba los cabellos. Justo cuando cerraba los ojos, la puerta se abrió con un chirrido.
Penthero Iss había traído su propia lámpara, y el intenso resplandor azul del queroseno ardiendo eclipsó la lámpara de resina de Cendra. Iss se quedó en el umbral y miró a la muchacha; incluso con los ojos cerrados, ella sabía lo que el otro tramaba.
El recién llegado la hizo esperar antes de hablar.
—Casi-hija, ¿no crees que sé cuándo se me engaña?
Cendra mantuvo los párpados cerrados, pero no con fuerza, pues él ya la había pescado por aquello en el pasado. No respondió de manera alguna a sus palabras y se limitó a concentrarse en mantener suave y uniforme la respiración.
—¡Asarhia!
Resultaba difícil no dar un respingo, de modo que, fingiendo una aturdida sorpresa, abrió los ojos y los frotó con fuerza.
—¡Oh! —dijo—. Eres tú.
Sin prestar atención a su exhibición de desconcierto, Penthero Iss penetró en la habitación, depositó su lámpara en la repisa de oración de madera de raíz junto a los cuencos de ofrendas de frutas secas y pedazos de mirra, juntó las manos de largos dedos y meneó la cabeza.
—Los almohadones, casi-hija. —El dedo índice de su mano izquierda describió un círculo, señalando los pies de la cama—. Un sueño profundo y reparador casi nunca incluye patear almohadones con tanta violencia que la huella del pie permanece en ellos hasta el amanecer.
Cendra maldijo todos los almohadones de la Fortaleza de la Máscara, y maldijo a Katia por amontonar cada noche aquellos ridículos e inútiles sacos de plumón de ave en su lecho.
El hombre se dirigió hacia la cama de la joven, y finas cadenas de oro tejidas en su grueso abrigo de seda tintinearon suavemente al compás de sus movimientos. Aunque no era fornido, había algo duro en su interior, como si su esqueleto estuviera hecho de piedra, y su rostro tenía la forma y la suavidad de una liebre despellejada. Extendió una mano larga, cuidadosamente arreglada y por completo desprovista de pelo.
—¡Cuánto te quiero, casi-hija! —Sin que nadie la tomara, la mano se apartó para describir un círculo en el aire—. Mira todo lo que te doy: vestidos, cepillos de plata, aceites perfumados…
—Eres mi padre, que me ama más de lo que cualquier padre auténtico podría jamás.
Cendra devolvió a Iss casi idénticas palabras; la muchacha había perdido la cuenta de las muchas veces que él le había dicho lo mismo durante los últimos dieciséis años.
Penthero Iss, surlord de Espira Vanis, lord comandante de la Guardia Rive, guardián de la Fortaleza de la Máscara y señor de las Cuatro Puertas, sacudió la cabeza, decepcionado.
—¿Te burlas de mí, casi-hija?
Sintiendo un aguijonazo de culpabilidad, Cendra deslizó su mano por encima de la de él, pues debía amor y respeto al hombre que era su padre adoptivo y surlord.
Dieciséis años atrás, antes de que adoptara para sí el título de sur-lord, Penthero Iss la había encontrado fuera de la Puerta de la Vanidad. Era una criatura recién nacida, una niña abandonada a diez pasos de una de las puertas de la ciudad. Los expósitos eran considerados patrimonio del protector, e Iss era protector por entonces; estaba a cargo de la seguridad y las defensas de la ciudad. Había patrullado las Cuatro Puertas, había acaudillado a sus camaradas de la guardia de rojas espadas y había mandado las fuerzas que guarnecían las murallas.
Desde el momento en que Tomás Estragar había forjado la primera espada Rive con el acero y la sangre procedentes de los hombres que lo habían traicionado en la colina Hove, ningún protector general había recibido jamás pago alguno por su trabajo. Durante siglos, los protectores generales habían vivido de las rentas que les proporcionaban sus haciendas, herencias y concesiones de tierras, pero entonces ya no quedaban tierras que otorgar. Cada vez se unían a la guardia gentes de más humilde cuna, y los protectores generales se ganaban la vida en ese tiempo por otros medios menos nobles. Contrabando de mercancías; espadas de longitud o curvatura de hoja ilegales; flechas con puntas aserradas; sustancias prohibidas, tales como azufre, resinas y nitrato sódico, que podían utilizarse para confeccionar pólvoras para asedios; licores, venenos, pociones para dormir y calmantes fabricados de forma ilegal; ganancias adquiridas ilícitamente; cualquier cosa hallada en manos de criminales reconocidos, y todas las mercancías abandonadas en el interior de la ciudad tanto si eran cajones de coles putrefactas, cerdos rechonchos que se habían escapado de sus ronzales o recién nacidos abandonados en la nieve para que murieran eran propiedad del protector general, que podía hacer con ello lo que considerara conveniente. El llamado «patrimonio del protector» había convertido a Penthero Iss en un hombre rico.
Como si adivinara sus pensamientos, Iss acercó los labios a la oreja de Cendra.
—No olvides jamás, casi-hija, que durante mi cometido me tropecé con docenas de bebés abandonados; sin embargo, tú fuiste el único recién nacido que decidí criar como si fuera mío.
Cendra lo intentó, pero no pudo sofocar del todo el escalofrío que descendió por su espalda. El protector había vendido a las otras criaturas a los sacerdotes de tez oscura del Templo del Hueso…
—Estás helada, casi-hija.
La mano de Penthero Iss, cuyos nudillos sin pelo jamás se agrietaban, ascendió por el brazo de la joven y siguió por el hombro; sus dedos aguijonearon la carne del cuello de Cendra, buscando calor, pulso sanguíneo y glándulas inflamadas.
El impulso de apartarse de aquel contacto resultaba abrumador, pero ella lo sofocó, pues no deseaba provocar en modo alguno a Penthero Iss. Si necesitaba alguna prueba de ello, todo lo que tenía que hacer era contemplar los tres agujeros ciegos dejados por el cerrojo en la puerta de madera fósil.
—Tu pulso está acelerado, Asarhia. —La mano del hombre descendió más—. Y tu corazón…
Incapaz de soportarlo más, Cendra se echó violentamente hacia atrás, pero Iss asió su camisón y retorció la tela en su puño.
—Has vuelto a tener ese sueño, ¿no es cierto? —Ella no respondió, y los hilos de muselina del camisón empezaron a correrse debido a la presión de la mano del hombre—. He dicho: ¿no es cierto?
Cendra siguió sin responder, pero sabía —sencillamente lo sabía—, que su rostro la delataba. La piel se le enrojecía cada vez que mentía.
—¿Qué viste? ¿Era en la tierra gris? ¿La caverna? ¿Dónde estabas? Piensa. ¡Piensa!
—No lo sé —exclamó la muchacha, sacudiendo la cabeza—. De verdad, no lo sé. Había una caverna revestida de hielo… Podía estar en cualquier parte.
—¿Viste lo que había más allá?
Las palabras abandonaron la boca de Iss como humo congelado que emitiera destellos azulados; totalmente heladas, flotaron en el aire, enfriaron el espacio entre Cendra y su padre adoptivo, e impidieron que la joven respirara con facilidad. Cendra vio cómo la mandíbula inferior de Iss se detenía y escuchó el chasquear de la saliva en el interior de la boca.
—Padre, no entiendo a qué te refieres. El sueño terminó tan deprisa; apenas recuerdo lo que vi.
Penthero Iss pestañeó al escuchar a la muchacha usar la palabra padre, y la tristeza revoloteó por su rostro de un modo tan veloz que Cendra dudó de haberla visto. Despacio, con toda la intención, él le mostró sus dientes grises.
—¿De manera que hemos llegado a esto? Mentiras por parte de una criatura abandonada a la que crie como si fuera propia.
Raras eran las veces en que Iss mostraba sus dientes, que eran pequeños y estaban colocados muy por encima de la línea del labio. Se rumoreaba que una cura efectuada mediante hechicería cuando no era más que un niño había eliminado el esmalte. Fuera cual fuera la causa, Iss tenía por costumbre hablar, sonreír, comer y beber sin echar jamás los labios hacia atrás.
Con un veloz movimiento, el hombre encontró y presionó la curva del pecho izquierdo de la joven. Sopesó el pequeño globo de carne y luego lo pellizcó.
—No puedes ser siempre una niña, Asarhia. La vieja sangre no tardará en rebelarse.
Cendra sintió que sus mejillas enrojecían. No comprendía a qué se refería.
Iss la contempló un buen rato. La verde túnica de seda variaba de coloración bajo la potente luz de la llama de queroseno. Después, él soltó el camisón y se puso en pie.
—Arréglate un poco, criatura. No me obligues a volver a ponerte las manos encima, de nuevo.
La muchacha mantuvo la respiración uniforme e intentó no mostrar su temor. Las preguntas se le amontonaban en la lengua, pero sabía muy bien que no debía hacerlas. Iss manejaba las respuestas de manera acertada. Las daba, y sonaban perfectamente lógicas; pero cuando más tarde Cendra se hallaba a solas y tenía tiempo para pensar, descubría que no le había contado nada en absoluto.
Cuando el hombre se alejó, la joven captó un olorcillo que a menudo envolvía a su padre adoptivo. Era un olor semejante al que desprendían cosas muy viejas guardadas bajo llave tan herméticamente que se habrían secado hasta convertirse en cascarones quebradizos. Algo se movió en el límite de la visión de Cendra. Todos los cabellos de su cuerpo se erizaron, y en contra de su voluntad, se vio arrastrada de vuelta a su sueño…
Alargaba el brazo, alargaba el brazo en la oscuridad.
—¿Asarhia?
Cendra volvió violentamente a la realidad. Penthero Iss la miraba, y su largo rostro de hombre despellejado mostraba un leve brillo de excitación. La luz procedente de la lámpara provocaba que su sombra se proyectara, vacilante, sobre los paneles de moaré de las paredes. La muchacha recordaba aún las suaves pieles de marta cebellina que en el pasado habían colgado allí; pero Iss había enviado a un camarada de la guardia a arrancarlas y reemplazarlas por suave seda sin sangre. Las pieles y los cueros de animales le resultaban desagradables; los llamaba «bárbaros» y no toleraba que hubiera ninguno colgado en cualquier habitación en la que pudiera entrar de la enorme y extensa fortaleza de cuatro torres que formaba el corazón de Espira Vanis.
Cendra echaba en falta las pieles, pues su aposento parecía frío y desnudo sin ellas.
—No te encuentras bien, casi-hija. —Mientras Iss hablaba, sus manos se unieron en un suave amasijo de nudillos y carne que era una peculiaridad estrictamente suya—. Te haré compañía durante toda la noche.
—Por favor, necesito descansar. —Cendra se frotó la frente, luchando por mantener la mente en el presente. ¿Qué era lo que le sucedía? Alzando la voz, añadió—: Márchate, márchate. Tengo que usar el orinal. Bebí demasiado vino durante la cena.
Iss permaneció en calma.
—Sí, vino…, y pensar que Katia me informó de que rehusaste tanto el recipiente de estaño que contenía el tinto como el de plata que te trajo más tarde con el blanco. —Se escuchó un sordo golpe metálico: era Iss que asestaba una patada al vacío orinal situado a los pies de la cama en el centro de una montaña de almohadones—. Y de algún modo te las has arreglado para no hacer tus necesidades hasta ahora.
Katia; siempre Katia. Cendra hizo una mueca de desagrado. Le dolía la cabeza, y sentía el cuerpo tan cansado y tembloroso como si hubiera estado toda la noche corriendo colina arriba en lugar de durmiendo en su cama. Deseaba desesperadamente estar sola.
Para su sorpresa, Iss se encaminó hacia la puerta y, pasando los dedos por los vacíos agujeros del cerrojo, se volvió para mirarla.
—Haré que Cuchillo permanezca al otro lado de tu puerta esta noche —dijo—. No te encuentras bien, casi-hija. Me siento preocupado.
La idea de tener a Cuchillo acampado en el exterior de su dormitorio asustó a Cendra casi tanto como su sueño. Marafice Ocelo le daba miedo, y también asustaba a muchas personas en la Fortaleza de la Máscara. Suponía que ese era el motivo principal de que su padre adoptivo lo mantuviera a su lado.
—¿No podemos llamar a Katia en su lugar?
Iss empezó a negar con la cabeza antes de que ella terminara de hablar.
—Creo que nuestra pequeña Katia tal vez no sea una guardiana en la que podamos confiar totalmente. Toma por ejemplo esta noche: tú has dicho que bebiste vino, sin embargó ella juró que no lo hiciste, y desde luego yo debo aceptar la palabra de mi hija por encima de la dé una sirvienta. Por lo tanto, no tengo otra elección que inferir que la muchacha dio una información errónea y podría hacerlo de nuevo fácilmente. —Le dedicó una fría sonrisa—. No estás bien, Asarhia. Te aquejan pesadillas, te atormentan dolores de cabeza. ¿Qué clase de padre sería yo si no cuidara con solicitud de mi hija?
Ella inclinó la cabeza. Deseaba dormir, cerrar los ojos y no tener que soñar. Su padre adoptivo era demasiado listo para ella, y las mentiras, incluso las más insignificantes, eran como una cuerda de seda en sus manos. Podía tirar de ellas y desvirtuarlas, usarlas para enredar al que hablaba, y ella ya se había metido en demasiadas dificultadas esa noche. Lo mejor que podía hacer era no decir nada más, asentir con la cabeza mansamente y dejar que su padre adoptivo le deseara buenas noches. Este se disponía ya a marchar; otro minuto y se habría ido.
Sin embargo…
Ella era Cendra Lindero, expósita, abandonada ante la Puerta de la Vanidad para que muriera. La habían dejado sobre medio metro de nieve, envuelta en una manta endurecida por la sangre del parto, bajo un cielo negro como la noche en la duodécima tormenta del invierno. La habían dejado allí, y sin embargo había sobrevivido. Pese a estar muy débil, alguna insignificante chispa de vida en su interior había demostrado ser muy fuerte. Irguiendo la espalda, miró a su padre adoptivo directamente a los ojos.
—Quiero saber qué me está sucediendo —dijo.
Sosteniendo su mirada, Iss alargó la mano hacia la lámpara de queroseno. La base de hierro llevaba grabado el sello del surlord: el mata-podencos rampante, la enorme ave de presa color gris humo hundiendo unas zarpas del tamaño de ganchos de carne en la punta de la Aguja de Hierro. Cendra recordaba a su padre adoptivo diciéndole que, aunque los matapodencos se alimentaban de las crías de cordero, los oseznos y los alces de corta edad, eran famosos por matar perros de caza que se acercaban demasiado a sus nidos.
—Jamás se alimentan de los podencos que matan —había explicado Iss con un destello de fascinación que extrañamente había encendido sus fríos ojos—, aunque sí se divierten con los cuerpos.
Cendra se estremeció.
El hombre cerró la espita, y la lámpara se apagó. A continuación, manteniendo abierta la puerta de madera fósil, penetró en la columna de aire helado que se precipitó al interior desde el pasillo.
—No hay nada de lo que debas preocuparte, casi-hija. Sencillamente te estás poniendo al día, eso es todo. Sin duda, Katia debe haberte contado que muchas muchachas de tu edad son mujeres en todo el sentido de la palabra. Tu cuerpo simplemente se dedica a hacer esas cosas que otros ya han hecho. No se puede esperar que tales cambios tengan lugar sin ocasionar cierto grado de dolor.
Dicho eso, se introdujo en las sombras del pasillo y se convirtió en una con suma rapidez. Las cadenas de metal cosidas a su capa tintinearon con suavidad como lejanas campanillas; luego, la puerta se cerró con un chasquido, y todo quedó en silencio.
Cendra se dejó caer de espaldas sobre el lecho. Temblorosa y extrañamente excitada, tiró de los cobertores hasta cubrir su pecho y resolvió buscar respuestas por sí misma. Las palabras de su padre adoptivo sólo sonaban como si fueran la verdad. Sabía que no podría dormir; de hecho podía jurar que no iba a ser capaz de dormir. No obstante, por increíble que pareciera, se durmió.
Sus sueños, cuando llegaron, fueron todos sobre hielo.
• • •
El oyente no podía dormir. Sus orejas —lo que quedaba de ellas— le dolían como dos dientes podridos. Nolo le había traído sebo fresco de oso del pozo de desollar, y este era bueno y blanco, y parecía lo bastante cremoso como para comerlo, de modo que el oyente había hecho justamente eso, porque creía que era desperdiciar un buen sebo el usarlo para taponar dos viejos agujeros negros que en el pasado habían sido oídos. También resultaba un desperdicio usar el magnífico pelaje de toro almizclero para calentarlos, pero no podía hacerse nada al respecto: nada necesitaba tanto el calor como una vieja cicatriz.
Las huellas de los pies de Nolo formaban una línea visible que iba y venía del pozo de desollar, y luego se dirigía a la rejilla para la carne, situada en el centro de la zona despejada. Al contemplarlos, el oyente tomó nota mentalmente de tener una charla con la esposa de Nolo, Sila: la mujer no estaba rellenando las botas de piel de foca de su esposo con suficiente pasto seco. ¡Los pies de Nolo habían derretido la nieve! Sila tendría que masticar un poco.
El oyente dedicó un momento ocioso a imaginar los labios regordetes de la mujer masticando una mata de hierba para ablandarla lo suficiente como para poder introducirla en el espacio situado entre las botas exteriores e interiores de su esposo. Fue un momento muy placentero porque Sila poseía unos labios extraordinariamente hermosos.
De todos modos, él era viejo y carecía de orejas, y Sila era joven y tenía un esposo, y juntos sumaban cuatro hermosas orejas, de manera que el oyente apartó la imagen de la mujer y se dedicó al problema que tenía entre manos: su sueño.
Sentado en un taburete tallado en barba de ballena, con la vieja piel de oso sobre los hombros, el oyente permaneció en la entrada de su morada y contempló la noche. El calor que despedían las dos lámparas de esteatita le calentaba la espalda, y el frío del inmóvil aire glacial helaba su parte delantera: así era como le gustaba estar cuando escuchaba sus sueños.
Lootavek, el que escuchaba antes que él, juraba que sólo se podían oír los propios sueños mientras se tenían; sin embargo, el oyente consideraba que se equivocaba, pues, de un modo muy parecido al forro de la bota de Nolo, a los sueños había que masticarlos.
El oyente escuchó. En el regazo sostenía la punta hueca de un diente de narval, un pequeño cuchillo de plata que en una ocasión se había usado para matar a un niño hambriento y un pedazo de madera endurecida por la sal marina procedente de un navío naufragado que había sido acosado y luego desfondado por el gélido hielo azul del mar del Fin. Como todos los buenos talismanes, le producían la sensación de que eran justamente lo que debía sostener en la mano, y a medida que el calor corporal del oyente los calentaba en distinta medida, ellos conducían su mente al interior del mundo intermedio, que era en parte oscuridad y en parte luz.
El temor provocó un nudo en el estómago al oyente cuando este se sumió en sus sueños.
Unas manos se alargaban. Una pérdida llorada. Un hombre con una elección imposible tomaba la mejor decisión posible…
—¡Sadaluk! ¡Sadaluk! Debes despertar antes de que el frío queme tu piel.
El oyente abrió los ojos. Nolo estaba de pie ante él, y el hombrecillo de piel oscura tenía su preciado abrigo de ardilla sujeto bajo el brazo y un cuenco de algo caliente y humeante en la mano.
El oyente desvió la mirada del recién llegado al cielo nocturno. El pálido resplandor de la aurora podía verse con claridad al otro extremo de la bahía de las Alcas, y las estrellas empezaron a desvanecerse mientras el anciano apartaba los ojos. Había estado escuchando su sueño durante media noche.
Nolo arropó los hombros del oyente con el abrigo de ardilla y luego le tendió el humeante cuenco.
—Sopa de oso, Sadaluk. Sila me hizo jurar que vería cómo te la bebías.
El otro asintió con rudeza, aunque en realidad se sentía muy agradecido; no por la sopa de oso, que podía obtener de cualquier fogata alrededor del pozo de desollar, sino por el hecho de que la mujer hubiera pensado en él.
La sopa de oso estaba caliente y era oscura y fuerte, y trozos de tendón, grasa de oso y tuétano se balanceaban en su superficie. Al oyente le gustó el contacto del vapor en su rostro mientras bebía; el calor del cuenco de hueso calmaba las articulaciones de sus oscuras manos, duras como la madera. Cuando terminó, tendió el recipiente a Nolo para que lo cogiera.
—Márchate ahora. Te devolveré el abrigo de ardilla cuando haya descansado.
El joven tomó el cuenco con todo el cuidado de un esposo acostumbrado a manejar la mejor vajilla de su esposa y se marchó de regreso a su morada.
El oyente lo envidió.
Tras lo que le habían mostrado sus sueños esa noche, el anciano sabía que una emoción tan primaria y humana debería ser indigna de él; pero no era el caso, y así era la vida.
El oyente había visto al Ser de Brazos Extendidos alargar la mano y atraer la oscuridad. Y eso sólo significaba una cosa: les esperaban días más oscuros que la noche.
Después de correr unas pieles sobre la entrada, el oyente se retiró al calor y la luz dorada de su morada. Su banco estaba cubierto de pieles de animales, bajo las que se amontonaban brezos blancos recién cortados. Se tumbó y cerró los ojos, pero como no deseaba soñar ni dormir, se dedicó a pensar en Sila, y la imaginó a ella y a Nolo deslizándose en trineo sobre los helados márgenes del mar del Fin. Imaginó que el grosor del hielo bajo los patines del trineo se tornaba más fino y que Nolo mandaba hacer alto para que su esposa pudiera producir hielo nuevo mediante el modo más rápido de que era capaz.
Esa agradable imagen sólo retuvo la atención del anciano durante un corto espacio de tiempo. Había trabajo que hacer, mensajes que enviar. Se avecinaban días más oscuros que la noche, y aquellos que vivían para saber de tales cosas debían ser informados. Que nadie pudiera decir que Sadaluk, oyente de la tribu de los tramperos de los hielos, no había sido el primero en enterarse.