9: Pilar interior
La base del té era muy sencilla.
Constaba de hojas de una planta, puestas a secar hasta el punto que se deseaba, y agua caliente, hirviendo o no, pero nunca fría. Las hojas no se hidrataban si no eran acariciadas por la calidez del agua animada por el fuego, despertando su espíritu y su sabor. Conforme el agua se teñía de color, las hojas se hundían hasta el fondo, dibujando un paisaje submarino lleno de vida.
Eridan había sido atraído por el aroma de una taza de té, cuando volaba por sobre Zafiro, una noche luego de un arduo día de trabajo. Se detuvo en el aire, curioso y desconcertado, al percibir algo que nunca había olido antes. El batir de sus alas lo hacía subir y bajar en su sitio, y luego de medio minuto de no lograr dilucidar el misterio, decidió investigar.
El aroma provenía de una ventana abierta, en la parte trasera de un local donde se vendían plantas y sus derivados en distintos formatos. El lugar no le era desconocido: varios de sus compañeros Alatum habían pasado por allí, hablando sobre los efectos y propiedades de algunas cruzas vegetales, cosa que no era su campo ni le interesaba demasiado. Su espíritu científico lo llevó a descender, con su traje de puro blanco, sobre la vereda frente al local, y a llamar al timbre.
Escuchó pasos que se acercaban, y luego la puerta se abrió, dando paso a una mujer pelirroja, vestida de verde como todos los terrosos. Eridan percibió en ella el misterioso olor, y fue entonces cuando le hizo la primera pregunta.
-¿Cuál es la procedencia de ese aroma?- dijo, acostumbrado a que le respondieran de inmediato, y esperando que esa situación no fuese demasiado diferente.
La mujer le respondió con la segunda pregunta.
-¿Desea pasar y tomarse una taza para averiguarlo?- su sonrisa indicaba que no sentía reverencia por el ser de blanco del otro lado de la puerta.
En contra de su sentido común, Eridan aceptó.
Fue la primera vez que entró en el local de la familia Romero, pero ni de lejos fue la última.
Con el correr de los años, la familia Romero y Eridan llegaron a lo más cercano a la amistad que podría surgir entre un Alatum y una familia de terrosos. Era una experiencia nueva y desconcertante, pero extrañamente amigable. Había mucho más entre el cielo y la tierra de lo que habían pensado, y bajo la tierra también. Quizás ayudó que Eridan fuese joven, que no llevase ni diez años como Alatum, y que le gustasen las mujeres pelirrojas.
Sin embargo, no pasó nunca de un simple coqueteo, sabiendo que una unión semejante, ya fuese sexual o por matrimonio, no tendría buenos resultados. Prueba de ello era lo que había sucedido con las mujeres de la familia Ánfora, la más reacia a los Alatum que había. Quizás se debía a que sus exploraciones por mar, junto a los Altísimos, estaban revelando muchas tierras desconocidas, donde se hablaban otros idiomas, y los únicos capaces de traducir eran esos seres que siempre vestían de blanco.
En un par de ocasiones, habían regresado de esos viajes con bebés que no eran hijos de seres del aire o del agua, sino de padre Alatum. Eran despreciados por sus familias sin alas, y no había lugar para ellos en la torre de hierro. Sin embargo, les habían encontrado utilidad, y pronto retiraron de su genética eso que les daba las propiedades del aire. A Eridan le desagradaba sobremanera el saberlo, pero sus protestas no fueron escuchadas. Demasiado tiempo con terrosos, le dijeron, afecta el cerebro.
El cuerpo le dolía.
Algo hirviente se le hundía en los brazos, las piernas y la espalda, quemando todo a su paso, mientras la brisa desprendía plumas de lo que quedaba de sus alas. Allá arriba y a lo lejos, la torre de hierro no era más que una pira gigante, una bola de fuego recortada contra el cielo oscuro. Sentía que el viento, que tantas veces había sido su aliado, le acariciaba la achicharrada espalda. No podía moverse sin que le tirase algún músculo donde no debía, y sabía que su ropa se había quemado casi por completo.
Le llegaba el olor de carne quemándose y plumas ardiendo, y ya no quería intentar llamar a los cuerpos –ahora quietos y ardiendo- a su alrededor. Le dolía hasta respirar, pero al menos ahora el viento había cambiado de dirección, y no moriría por asfixia. Quizás aplastado, si la torre de hierro caía. No le pareció un final tan malo, al menos no luego que las Lamias se retirasen, llevándose a unos cuantos Alatum de emergencia. Quizás él no valía lo suficiente, no sabía lo necesario, o no valía la pena salvarlo, así como estaba. Su piel estaba tirante.
Pasaron eones hasta que se escucharon gritos a la distancia. Los seres sin alas aparecieron por todas partes, e intentaron apagar las llamas. O los seres de agua, no sabía. Sintió que una brisa aliviaba en algo sus heridas externas, y esa cosa ardiendo dejó de penetrarle el cuerpo, dejando sólo el dolor. Sentía la boca llena de sangre seca, suya o de alguien más, no lo sabía, y se concentró en respirar, intentando que le doliese lo menos posible.
Un par de pies, enfundados en verde, aparecieron en su campo de visión con más claridad que el resto de la escena.
Era una mujer pelirroja, y tenía una trenza sobre su hombro. Tomó algo de una bolsa que llevaba al costado y Eridan sintió que algo viscoso y divinamente fresco caía sobre su espalda. Pensó que era miel, pero luego se enteró que se trataba de una mezcla de savia de aloe, hierbas y raíces. Se desmayó del alivio, y no despertó sino varios días después, sin alas.
Las únicas personas que estuvieron a su lado durante toda su recuperación fueron las de la familia Romero.
Cuando se discutió su continuidad, la de los Alatum, Eridan aún estaba en ese estado de embotamiento que le duró varios años. No recordaba los detalles, pero sí que se había enviado lejos a los sobrevivientes, para que terminasen de recuperarse. No sabía quién propuso que se quedasen con las familias elementales, pero sí que la propuesta fue aceptada y que él terminó en la casa de la familia Romero. Por supuesto, no podían dejarlo así, libre para campar a sus anchas, y la reciente Pastora ideó el sistema de las Áreas. Cada Alatum en recuperación tendría una, hasta que sus alas creciesen de nuevo, y vivirían dentro de las casas de las familias. De esa manera, cuando volviesen a volar, sabrían cómo era vivir sin la capacidad de surcar los cielos.
Ese bonito sueño nunca se cumplió.
Las familias los trataron con civilidad o amabilidad, pero sus alas nunca volvieron a crecer. Se volvieron miembros de la casa, y si bien prosperaron en conocimientos, no llegaron al nivel previo al del incidente. Tampoco tenían deseos de ello: las heridas aún no habían sanado, ni siquiera décadas después, aunque sí mejoraron. El único que solicitó y logró un matrimonio fue Eridan, quien pasó a llamarse Eridan Romero, y se sintió feliz durante esos años en los que vivió su esposa. Cuando nació su hija, temió que las alas pasasen, junto con su arrogancia, a su prole, pero se sintió aliviado al ver que no era así.
Entonces, veinticinco años después del nacimiento de Pazeia, la puerta volvió a abrirse.
*********
-Mira cómo estás, grandullón.
La voz le llegó a Mauricio a través de sus oídos, sus oídos físicos, e intentó moverse. Lo que fuese que lo tenía sujeto no tenía intenciones de soltarlo, pero logró abrir el ojo izquierdo. El otro seguía funcionando, pero estaba bajo esa cosa, y la oscuridad reinante no ayudaba en nada. Buscó el origen de la voz y, más que verla, la sintió. Líthos no se desplazaba volando con alas, como las hadas, pero la pequeña mano posada en su frente le dijo que allí estaba.
-Ellas sobrevivieron, grandullón. Pero si los Lamia logran lo que se proponen, eso no hará ninguna diferencia.
Sintió que se posaba sobre esa cosa, que había pasado de la elasticidad inicial a una dureza que le recordaba a la madera de árboles centenarios. Quizás se había sentado sobre su cabeza. Cuando volvió a hablar, no parecía estar preocupado.
-Mira tú, te dieron el traje de Frater. Hay que ser imbécil.
Poco a poco, empezaba a recobrar los sentidos. O, quizá, las ganas de utilizarlos. Tenía un par de dedos libres en la mano derecha, y les ordenó moverse. Sintió que el terror lo invadía cuando no le obedecieron, pero siguió insistiendo de todos modos. Cuando sintió que volvían a la vida, y a seguir sus órdenes, casi sonrió. Luego fue a por su otra mano, pero estaba atrapada por completo.
-Parece que él se ha ido. Poco le quedaba, así que daba casi igual. ¿Sigue allí?
Mauricio se detuvo, y pensó en que hacía mucho que no escuchaba la voz del Alatum. Lo llamó, ahora con su nombre, pero sólo encontró un espacio. No un vacío, sino uno en donde había habido algo que no debería, y que ahora se había retirado. Intentó negar con la cabeza, pero no pudo, así que intentó hablar. Tuvo que decir que no sin abrir la boca ni despegar las mandíbulas.
-Pues espero que haya sido medianamente útil, entonces. ¿Te habló de su más exitoso proyecto?
Esa conversación comenzaba a desesperarle. Pazeia e Illana estaban allá afuera, y los Lamia también, Frater ya no estaba y él quería salir de allí. No sabía cómo, no sabía bien por qué o para qué estaba allí, pero lo que tenía claro era que debía moverse. El aire allí dentro era algo cálido y bastante seco, lo cual no concordaba con su idea de “árbol”, si es que esa cosa eran raíces o similares.
-Fue el que ideó a los Seres del Agua.
Mauricio cesó de moverse, y deseó poder mirar a Líthos, para asegurarse que lo que le decía era cierto. ¿Qué había dicho Eridan al respecto? “Creamos a los Seres del Agua”, si mal no recordaba, y no parecía estar nada orgulloso de ello.
-Así que, luego de ese incidente de un siglo atrás, se enjuició a Frater y se lo condenó a hacer lo que más odiaba: ayudar a quienes no tenían, a sus ojos, su mismo valor. Ya sabes: seres sin algunas habilidades, novatos, esos a quienes había hecho daño. No podría dejar de existir, al menos en mente, hasta que hiciese tanto bien como dos veces el mal que había hecho. Su traje terminó perdiéndose, y ahora sé quiénes lo robaron. Casi no me extraña.
Volvió a moverse, deslizándose por sus ligaduras y más allá, hasta que sus pisadas comenzaron a perderse en la distancia. Mauricio intentó llamarlo, pero no recibió respuesta. Pensó en Illana y en Pazeia, allá afuera, intentando regresar a Zafiro, o quizás rescatarlo. ¿Sabrían a quiénes se enfrentaban? Quizás Líthos iba a ir con ellas, a ayudarles a detener a esas Lamias. No sabía qué iban a hacer, pero estaba seguro que no iba a ser nada bueno.
Algo de polvo cayó sobre él, en una nube que sintió como si fuese niebla. Contuvo la respiración y dejó que cayese sobre él. Era cálido. Por sobre su cabeza, un ruido de algo deslizándose por el interior del pilar central lo alertó. Era muy similar a eso que había oído cuando esas raíces, horas atrás, lo habían inmovilizado y llevado hacia el centro de la estructura. Luego, volvió a oírlo, y se preguntó si habría una tercera, más pequeña, para Líthos. Quien había estado allí cinco minutos antes y no había sido atacado, o quizás notado, por esa cosa.
¿Ya las habrían atrapado?
Las aves no eran orgánicas.
Pazeia lo sabía desde el momento en que el viento le trajo un aroma, en nada similar a la de materia orgánica descomponiéndose, pero Illana quería ir allí para cerciorarse. Las gigantescas aves, tan grandes como un edificio de tres pisos, estaban allí paradas, sobre un saliente rocoso, inmóviles. En vez de ojos había una cuenca vacía, y sus garras parecían haberse quebrado, con pata y todo, al aterrizar. Sus plumas y pico estaban en buen estado, pero brillaban demasiado. Al acercarse, sintió una completa falta de elementos comunes a las aves de toda clase, como huesos huecos. O músculos.
-Estos seres no son aptos siquiera para elevarse- dijo Illana, frunciendo el ceño. Extendió una mano y tocó el brillante plumaje –Demasiado peso para la estructura ósea de las aves, si tuviesen algo en su interior.
-Son carcasas- dijo Pazeia, asomando su cabeza en el interior de la otra ave, tumbada sobre su enorme costado, a través de la cuenca de su ojos.
-Ideales para transportar muchos elementos, vivos o no, de un sitio al otro sin que se notase. Esta clase de magia es distinta a la que utilizamos las Sirenas del Aire.
-Tampoco hay rastros de globos rubios.
-¿Otra de tus plantas extrañas? ¿Era esa la que utilizan en el hospital de altura?- quiso saber Illana, mirándola.
La muchacha pelirroja asintió, y se impulsó hacia delante. La cabeza hueca del ave era tan grande que podía pararse erguida en su interior. Comenzó a caminar por el gran espacio vacío, y observó que era una gran malla de red. El material no le era familiar, pero comprendió su utilidad de inmediato. Revisó toda el área, utilizando su percepción aumentada, y lo que encontró fue una mudez absoluta, estéril e indiferente.
Volvió a la luz del sol, y miró a Illana, quien estaba a punto de entrar por la cuenca de la otra ave, varios metros por sobre la superficie rocosa donde se encontraban.
-Es para transportar un ejército- le dijo, muy seria.
El papel de damisela en apuros le quedaba.
Y lo detestaba.
En esos momentos, bien podrían haberlo reemplazado por un objeto, y poca diferencia habría. ¿Qué era eso que le había dicho Frater? Algo relacionado con la disolución de la sangre… Le había hablado de muchas cosas, y se lamentaba al ver “cuánto se había disuelto la sangre” de los Alatum. Quizás los tiempos pasados habían hecho necesaria esa actitud, pero por otro lado, él estaba vivo, y Frater no. O eso creía.
Intentó mover los dedos de su mano derecha que tenía atrapados bajo esas raíces, pero no cedía. Lo intentó con más fuerza, ordenándole a su cuerpo que se moviese, que hiciese algo por sobrevivir, y rogando que la falta de sensibilidad de sus pies no subiese de sus rodillas. Si esa cosa lo estaba absorbiendo, o simplemente anestesiándolo, carecía de importancia: tenía que salir de allí. El método de Frater había funcionado tan bien como un siglo atrás, y él era, según le habían dicho, una evolución de esos Alatum.
Era similar a la mina.
La diferencia era que a él le gustaba ser minero. Allí era valorado por sus conocimientos y experiencia, y sabía cómo hacer su trabajo. Le gustaba lo que veía bajo tierra, entre rocas y vetas de todo tipo. No era el trabajo más glamoroso, seguro o sencillo del mundo, pero a él le satisfacía. ¿Y qué había hecho desde que llegó a este mundo? Depender de los demás. O de las demás, ya que había más mujeres que hombres. Muchas más mujeres que hombres, casi. Había visto un par de Altísimas, y la proporción de seres de la raza de Líthos parecía equilibrada. De los Seres del Agua no podía decir demasiado, pero de los humanos como Illana y Pazeia había visto pocos hombres. Muy pocos, ahora que recordaba.
Y aquí estaba él, el experimentado minero, atrapado entre raíces.
Eso era insultante. La desesperación había reducido hasta que una chispa de frustración empezó a hacerlo pensar en todo lo que había pasado. Después de todo, tenía tiempo: no era como si pudiese moverse. Por Dios, que no era un adolescente de dieciséis años de una novela romántica con vampiros que brillaban a la luz del Sol. Había sobrevivido a la decepción de sus padres, a la mina, a varios accidentes, y al derrumbe en la primera perforación oficial en busca de rodio. Sentía que empezaba a subir la temperatura de su cuerpo y se preguntó si así se sentía el estar enojado, enojado de verdad, no con alguien en particular si no con uno mismo. Había dos bellas mujeres allá afuera, mujeres independientes y con habilidades que él no tenía, quienes habían sobrevivido a un ataque de una serpiente marina. ¿Y él qué estaba haciendo? ¿Resignándose a su papel de princesita en el castillo?
El calor a su alrededor parecía quemarle, pero no le importaba.
Illana y Pazeia habían confiado en sus capacidades, y él había fallado espectacularmente. Quizás no sabía cómo despertar sus habilidades, pero poco había hecho para intentar averiguar cuáles eran. El polvo que caía parecía haber sido calentado al Sol, y exhaló con fuerza, sintiendo que empezaba a recuperar la sensibilidad por debajo de sus rodillas. Si los Alatum eran “elegidos” por sus habilidades o características, y los salvaban de morir, debería haber sido más hombre. No como un bruto que solucionaba todo a los golpes, sino habiendo dado más de sí mismo. Demonios, ¿acaso no era un adulto autosuficiente? Sabiendo la frecuencia de las crisis que había en su país, debía estar acostumbrado a sobrevivir ante las adversidades. Aunque no fuera las que esperaba encontrarse.
Algo empezaba a rodar allí dentro, como rocas de una avalancha, pero sonaban a madera.
¿Por qué no me iluminas?
Ahora estaba furioso, como no recordaba haberlo estado nunca, y quería hacer algo constructivo con esa furia. Esa energía que corría por sus venas, llevando el calor a su cuerpo, como la primera cucharada de su sopa favorita tras una larga jornada de invierno. Golpear no servía de nada, y forcejear tampoco. Ardía en deseos de pinchar esa cosa hasta que se retirase, cuando se diese cuenta que no valía la pena el tenerlo allí, ya no la princesita del cuento.
Sentía una corriente cálida sobre su piel, y ya casi podía sentir sus pies de nuevo.
Ya no era sólo su vida.
Feferi había muerto a manos de los Lamia, y sabía que, si no salía de allí y les detenía, sería la primera de muchas, si es que en verdad había sido sólo la primera. Esas raíces que le rodeaban parecieron estremecerse, como si algo las hubiese tocado y no les gustase el contacto. Mejor, así entendía que él no era su alimento, y que esos mitad-serpiente eran malos jardineros. Él era el primero de una nueva evolución de una raza que había creado muchas cosas, buenas y malas, y quizás la oportunidad de demostrar que la mejora era posible. Por algo Illana le había pedido que considerarse el casarse… aunque aún no entendía todo lo que es implicaba. No, no iba a ser una princesa sumisa, estaba ardiendo en deseos de tomar esas malditas cosas y…
Su mano derecha se movió.
Abrió los ojos y se encontró con un entorno iluminado por una luz rojiza.
La sorpresa hizo que su tren de pensamiento se detuviese de inmediato, y la luz empezó a apagarse, con lentitud. Miró hacia todos lados, y luego hacia lo que podía ver de sí mismo. Tenía el brazo derecho libre, junto con su cabeza y cuello. El aire cálido a su alrededor se sintió extrañamente fresco cuando logró moverse, después de no sabía cuánto. Las raíces parecían dudar si seguir sujetándolo o retirarse, y para convencerlas, le pegó un puñetazo a la que tenía más cerca. El dolor le recorrió el cuerpo, pero no se reprendió por su estupidez: estaba más libre que antes, y el recuperar la sensibilidad en todo su cuerpo era demasiado bueno como para enojarse.
Escuchó que algo se deslizaba sobre su cabeza, y deseó que la luz roja hubiese durado más. Lo único que pudo percibir fue que algo blando caía y rodaba, alejándose de él hacia los bordes del interior de su prisión. Luego, la puerta, o lo que hubiese sido, volvía a deslizarse, trayendo consigo el silencio. Pero Mauricio sabía que no estaba solo, y agudizó el oído, forcejeando con las raíces, cada vez menos deseosas de mantenerlo inmóvil.
Escuchó cómo unas garras avanzaban hacia él.
Pazeia se detuvo en seco.
-Lo he percibido- dijo, incrédula, y miró a Illana, un par de pasos más adelante –Mauricio está vivo, y sé dónde está.
-Dime, entonces, dónde se encuentra- le dijo la muchacha rubia, envuelta en las sombras de la cueva que estaban explorando.
-Está en una cueva al norte, una cueva interior, y está comenzando a despertar.
Las últimas cuatro palabras flotaron en el aire entre ellas.
-Se encuentra dentro de… de algo orgánico, pero no exactamente vegetal.
-¿Cómo las troncalis?- Pazeia negó -¿Las constrictor?
-Similar, pero hueca y en su etapa previa al florecimiento.
Un silencio cayó sobre las dos, con el peso de las posibilidades intentando hundirlas en el suelo rocoso de la cueva. Era un silencio distinto al anterior, aplastando sus espíritus en vez de elevarlo. Ambas sabían lo que podría llegar a ser, y la perspectiva era más horrible de lo que habían temido.
-Debemos apurarnos, entonces- dijo Illana –Si esas bestias lo descubren, no dudarán en asimilarlo cuanto antes. Y sabes bien lo que sucede cuando un ser vivo es colocado dentro de uno de esos… seres.
En ese momento, la cueva comenzó a temblar