6: Segundo tazón
-¿Hay alguien allí?
El grito llegó a sus oídos como a través de algodones. Algodones duros y con ángulos extraños, o eso le parecía. Mauricio sintió que le dolía todo el cuerpo, sin contar con aquéllas partes que no sentía. Bocabajo sobre el piso, realizó un recuento de sus huesos: por suerte, parecía que no tenía ninguno roto. El olor a tierra y roca a cientos de metros de profundidad y el aire fresco y viciado a la vez le eran familiares. Demasiado familiares, y seguían llamando tras el muro de roca.
-¡Aq…- tenía la boca seca y llena de polvo. Escupió y lo intentó de nuevo -¡Aquí!
-¡Hay alguien vivo!- dijo la misma voz. Parecía hablar en voz muy alta, aunque a los oídos de Mauricio llegaban sonidos amortiguados -¡Aquí hay alguien vivo!
Escuchó ruidos de rocas moviéndose, de herramientas ligeras, algo cortando piedra, instrucciones gritadas que le llegaban de forma casi inaudible. Esperó, sin comprender lo que sucedía, sintiendo que el cuerpo le respondía a cada segundo que pasaba. Le respondía con dolor. Su mano derecha estaba aplastada entre superficies duras e irregulares. Dolía como si hubiese pasado horas allí, hasta que el dolor se hubiese dormido, y ahora estuviese despertando.
Sintió que los ruidos se acercaban.
-¿Quién es?- le preguntó, a los gritos, una voz familiar.
-Mauricio… Mauricio Velázquez. Operario de…
-¡Es Mauricio! ¡Está vivo!
Los ruidos aumentaron, hasta que un rayo de luz se hizo visible del otro lado. Habían logrado retirar parte de la roca que los separaba, y a él no se le había ocurrido encender la luz de su casco. Con su mano izquierda, que dolía pero podía moverla, intentó encenderla. Estaba rota. Dejó de moverse y esperó, observando los rayos de luz que se hacían cada vez más numerosos.
-¡Mauricio! ¡Hombre! ¿Cómo te encuentras?
Era la voz de Esteban, uno de sus compañeros de trabajo. Por su tono, había malas noticias. Intentó mover su cuerpo, y se encontró con que podía hacerlo, a excepción de su mano, aprisionada hasta el codo.
-Mi mano derecha está atrapada. Me duele todo el cuerpo, pero está más o menos libre.
-¡Traigan las herramientas! ¡Tiene un brazo atrapado!
Mauricio recordó poco de lo que siguió.
Supo que la mina se había derrumbado, que había sobrevivido de alguna manera, y que su brazo derecho era lo más grave. Podía decir lo que había sucedido de a ratos: el equipo de rescate intentando liberar su mano. Él, siendo transportado en camilla por el ascensor. El cambio de la oscuridad de la mina a la oscuridad de la noche. El camino en ambulancia. El techo blanco del hospital. El levantarse de día, en una cama que no era la suya, limpio y con una bata del hospital, con varios tubos inyectando y extrayendo fluidos varios de su cuerpo.
Se quedó allí acostado, observando sus alrededores.
Su brazo derecho estaba enyesado hasta el codo, pero aún estaba allí. Sintió la tentación de moverlo, pero estaba tan agotado que desistió antes de intentarlo. La anestesia debió haber dejado de hacer efecto horas atrás, porque tenía media docena de pequeños dolores dormidos, sin contar los que se habían unido con otros y formado uno nuevo. La cabeza le resultaba pesada y como si viese todo a través de los anteojos de otra persona. Porque él no usaba anteojos.
Con la mano izquierda, presionó el botón para llamar a la enfermera, y unos minutos después, apareció una de mediana edad, con el negro cabello en un rodete. Se acercó a su cama y movió su mano de un lado al otro sobre su cabeza. Mauricio la siguió con la vista, intentando hablar, pero su lengua parecía no querer obedecerle.
-Señor Velázquez, ¿puede entenderme?- preguntó la mujer.
Mauricio asintió.
-Hubo un derrumbe en la mina. Lograron rescatarlo y lo han traído al hospital de Tecla.
-S… sí.
-Su brazo derecho ha sufrido la peor parte. Tiene varios huesos rotos, y ya lo hemos enyesado. Tendrá que usarlo por varios meses, pero parece que es usted fuerte.
-¿Qué pasó… con los demás?
La enfermera calló por unos momentos.
-Lograron recuperar a doce mineros vivos. Diez han sobrevivido, con distinta suerte. Aún siguen buscando al resto.
-¿Cuánto tiempo…?
-El derrumbe fue hace tres días. Llegó usted hace dos. Lleva dormido casi cuarenta y ocho horas.
-El… el río…
-Señor Velázquez, debe descansar. No se esfuerce. El seguro de la compañía minera cubre sus gastos médicos, si eso es lo que le preocupa.
-No… no es…
Había algo que se le escapaba. Algo que hacía que toda la escena pareciese estar ocurriendo tras un vidrio grueso, como el de un par de anteojos que se usaban sólo por moda, sin aumento. Vidrio. Cristal. Transparente. Algo que no se sentía casi, pero que estaba allí, al alcance de su… mano. Algo que le había dado una muchacha vestida de verde, con una trenza pelirroja que casi siempre tenía sobre su hombro, bajando por el costado de un busto generoso. Era agradable. Pero no sólo por lo que veía al verla a ella, sino por cómo era. Por cómo era y por cómo era con él. Ella le había dado eso con su ropa... ese anillo. Esos anillos.
Cuando la enfermera se retiró, Mauricio levantó su mano izquierda.
Allí estaba el anillo.
Algo se rompió.
Se rompió como cuando la imagen de un espejo cobra conciencia que es una imagen, y que ese pesado cuerpo va a chocar contra él, y que es sólo un vidrio frágil frente a cientos de kilogramos de peso, y que no estaba en el hospital ni llevaba bata ni tenía la mano derecha enyesada. Tenía sus dos manos libres, de yeso al menos, y no estaba acostado sobre una cama. Parecía suelo de roca, roca húmeda, y antes de saberlo estaba mirando una pared de piedra iluminada por lo que parecía luz violeta.
Se quedó allí acostado por unos minutos, esperando, intentando normalizar su respiración. Pasó inventario de su cuerpo: músculos doloridos, huesos enteros, dolor dormido de haber estado mucho tiempo sobre una superficie dura. Aún sentía los dos anillos en sus manos. Estaba vivo y entero. Esperó durante lo que le pareció una eternidad, forzándose a oír, hasta que pudo captar una respiración débil, que concordaba con los levísimos movimientos de las luces violetas que recortaban su figura contra la pared.
Lo lógico habría sido esperar a saber más sobre su entorno antes de moverse, pero él no era James Bond ni nadie similar. Así que giró la cabeza, despacio, sintiendo que cada músculo le recordaba su existencia con algo de dolor. Allí, del otro lado del lugar en donde estaban, contra la pared opuesta, había un Ser de Agua, un Acuoso, un Luminoso. Tenían muchos nombres. Estaba hecho un ovillo, con las piernas contra el pecho y la frente apoyada en las rodillas. Lo cubrían andrajos en vez de lo que había sido su ropa, que apenas alcanzaban a cubrir su torso y parte de sus piernas.
Mauricio reunió ánimos para poder moverse, sin dejar de observar a la criatura acurrucada. Cuando al fin pudo sentarse, el otro no levantó la vista, sólo intentó reducir su tamaño, temblando. A su violeta luz, el muchacho pudo ver que había rejas en el único espacio libre de la cueva, y que esa cavidad, apenas más grande que una habitación pequeña para una sola persona, había sido excavada de forma artificial. Era una habitación cúbica, tan perfecta en sus líneas rectas que ni siquiera el polvo parecía adherirse a ellas.
Pero el agua era otra cosa.
Se sentó en la pared opuesta al Ser de Agua, y observó las paredes, que parecían condensar la humedad del aire. Las paredes eran frías, pero el are estaba algo más cálido. Sintió un escalofrío cuando su espalda tocó la pared, pero no quería volver al piso, y el frío lo despertaba.
-Hola- dijo en voz baja al otro ocupante de la celda.
No obtuvo respuesta.
-¿Eres aquélla de la audiencia con la Pastora?- preguntó, siguiendo un impulso loco.
El ser luminoso movió su cabeza arriba y abajo, sin mirarlo.
-Soy nuevo por aquí, e ignoro muchas cosas- empezó, con voz suave –Así que puede que cometa algunas tropelías culturales. ¿Qué te ha pasado desde ese día?
Vino un silencio, tan largo y pesado que Mauricio pensó que no obtendría una respuesta. Miró a su alrededor, intentando ver más allá de las rejas poco iluminadas, pero poco más había que ver. Intentar tantear en la oscuridad era peligroso, pero si el Ser de Agua se movía más hacia allá…
-No sé dónde están los demás- escuchó, y volvió su mirada hacia la otra ocupante de la celda. Su voz, si bien débil, era la misma que había oído de la boca del único Ser de Agua que le había hablado.
-¿Los demás Luminosos?
-Luminosos. Seres de Agua. Acuosos. Pequeñas luciérnagas. Así nos llamaban.
Mauricio esperó. Tenía muchas dudas sobre esos seres, y ninguno le había hablado tanto hasta ese momento.
-Los Alatum experimentaban. Con ellos mismos para obtener sus alas. Su magia era poderosa y útil, cuando encontraban una causa que les interesaba. Había muchos, así que les interesaban muchas cosas, pero luego llegaron ellos, mitad-serpiente, esos que habían sido expulsados de su reino. Despertaron esas partes de los Alatum que habían estado bajo control, y empezaron a exigir demasiado. Sin ser del gobierno, mandaban más y dictaban leyes que nunca se escribían, pero siempre se cumplían.
La voz femenina, ahora podía decirlo, había ganado esa energía que da el saber que, sin importar lo que dijeses, el resultado no cambiaría.
-Y luego sucedió el incidente. Todas las torres de piedra explotaron, y sus torres de magia nunca volvieron a funcionar. Ellos desaparecieron, pero los Alatum no volvieron a volar. Sus alas se habían quemado por volar demasiado cerca del Sol, de un Sol al que nunca le importó si su luz alumbraba, sólo quería verlos arder. Demasiado buena era Zafiro antes de que llegasen, y ellos no tenían eso. O así me dijo mi bisabuela, que vivió esos tiempos.
Ahora, un par de ojos negros, completamente negros como dos piedras de ónice, lo miraban tras las rodillas. Mauricio no bajó la mirada, y observó todo el dolor y el miedo que había detrás de la luz violeta.
-Llegaron años de paz y de hambruna. Nos pidieron ayuda… Y descubrimos que podíamos ser de utilidad. Las cuevas acuáticas tienen muchos secretos, y algunos de ellos ayudaron a reconstruir Zafiro. Nos hicieron sentir que éramos parte de la comunidad, que éramos útiles, que nos necesitaban… no como experimentos, sino como seres de su mismo nivel. Y fueron años hermosos.
La muchacha calló, con el oscuro pelo cayéndole sobre sus huesudos hombros. Había adelgazado mucho desde la última vez que la viese, sólo un par de días atrás. Su melena antes había sido brillante y lisa, pero ahora era una maraña sucia de forma indefinida.
-Ellos volvieron y dijeron que regresarían los Alatum, y poco después tú apareciste. Tú, quien eras otro candidato, como habían aparecido cientos en esa época…
Calló, y luego cayó el silencio entre los dos. Mauricio esperó hasta que estuvo seguro que no iba a volver a hablar.
-¿Temían que volviesen los años oscuros?- preguntó, eligiendo sus palabras.
-Ésos en donde los experimentos dolían, y donde se nos alteró eso que éramos para ser eso que somos. Ya no podemos volver atrás: así de poderosa era la magia de los Alatum. Pero tú eras uno nuevo, y no sabíamos si de verdad eras tan… así, o si era una prueba. Temíamos… temíamos por nuestras vidas y por nuestra libertad. Tiene un sabor dulce, dijo mi bisabuela. Y luego comenzaron a pasar cosas…
-Nadie salió lastimado con la bomba de cerámica.
La Luminosa se hizo más pequeña y bajó la mirada, apoyando de nuevo al frente sobre sus rodillas.
-Ellos nos dieron la forma de hacerlo, y la dejaron así, al alcance de nuestra desesperación. Un grupo la tomó y la arrojó sobre la tienda. Estábamos más aterrados que antes, y ellos nos dijeron que vendrían y se vengarían. Y así fue, pero no fueron Alatum… eran ellos, mitad-serpiente. Y ahora me han puesto aquí para que me des mi castigo.
Mauricio intentó asimilar todo lo que había escuchado, respiró despacio y profundo, encajando las piezas, y descubriendo otras en el tablero.
-No me corresponde a mí castigarte- dijo al fin –Me han dicho que tienen un sistema de justicia, y a ese sistema le corresponde juzgar tus acciones. O las acciones de los Seres de Agua, y de esos mitad-serpiente.
Un par de ojos negros lo miraban, sorprendidos, desde el otro lado de la celda.
-No eres como los Alatum de la época de mi bisabuela.
-Los tiempos cambian, y cambian a las personas. La evolución era inevitable.
La Luminosa estaba tan atónita que olvidó su miedo. Dejó caer las rodillas hacia un costado y lo miró, son comprender lo que había oído. Hasta se inclinó un poco hacia delante, apoyando las manos a sus costados.
-¿De dónde has salido, evolución de Alatum?
El silencio volvió a caer, y en algún momento Mauricio debió da haberse quedado dormido. Lo despertaron unas voces, la conocida voz de su compañera de celda y otra, una voz femenina que goteaba veneno.
-¿Y de verdad te lo has creído?- decía -¿Cuán tonta puedes ser?
La voz provenía del otro lado de los barrotes, y cuando sus ojos se acostumbraron a mayor nivel de luz, pudo ver a una mujer alta fuera de la celda, mirando a una Luminosa que intentaba fundirse con el suelo, temblando. Una esfera de luz flotaba tras la recién llegada, de cabello muy corto, ondulado y negro. No podía ver sus ojos desde esa distancia, pero su piel parecía tener un tono… ¿verde? Como los pétalos de algunas flores que iban del blanco al verde, pensó. Parecía llevar una armadura de cuero que le llegaba a las rodillas.
-Oh, mira, ha despertado- los fríos ojos se posaron en él, y Mauricio intentó levantarse despacio. Observó los ojos, amarillos y duros, de la mujer -¿Te ha gustado nuestra mascota?
-¿Por qué nos has encerrado?
-El gran y poderoso Alatum piensa que puede ordenarme… Pues no, no puedes- miró a la Luminosa, quien había levantado la cabeza y la vista ante la voz de Mauricio. Sus ojos se encontraron, y la muchacha volvió a bajar la cabeza –Ya verás lo que sucede, niña.
Dio media vuelta y se marchó, llevándose con ella la nueva fuente de luz.
Mauricio esperó a que tanto la luz como el sonido se hubiesen perdido en la distancia antes de acercarse a su compañera de encierro. La Luminosa levantó la mirada, y se alejó de él, retrocediendo hasta llegar a un rincón. Se quedó allí, mirándolo y temblando.
-¿Te encuentras bien?- le preguntó, sin moverse.
-No me ha… tocado- dijo ella, sin quitarle ojo de encima.
-Creo que no nos hemos presentado- dijo, sin saber qué más decir –Soy Mauricio. ¿Podrías, eh… decirme tu nombre?
La muchacha lo miró. Por unos segundos, hasta se olvidó de temblar, y su mirada perdió algo de miedo para dar paso a la sorpresa.
-Feferi- dijo, en un susurro.
-Me hubiese gustado conocerte en mejores momentos- dijo, suspirando.
-¿No vas a… a golpearme?
Mauricio se echó hacia atrás, sorprendido.
-¿Por qué debería?
-Ella dijo que…
-¿Ella? ¿Esa mujer?
Feferi asintió.
-Ella dijo que me castigarías por lo que pasó… por lo que hicieron con la tienda de… de la hija del Alatum.
-¿Hija?- no pudo evitar preguntar, ni seguir preguntando -¿No era ella una Alatum?
-No nacen- dijo la muchacha –Se hacen. Y siempre son hombres… Aunque una vez tuvieron que cambiar a uno que había nacido en cuerpo de mujer. Le dieron, ah, un cuerpo más adecuado a su, ah, espíritu.
-Feferi, no es mi tarea el castigarte. Eso lo debe hacer la justicia, o el equivalente local- repitió, con voz calmada.
La muchacha calló por tanto tiempo que Mauricio creyó que no volvería a hablarle. Se sentó en la pared más alejada de la Luminosa que había en la celda y se preguntó si lo que había soñado, si es que en verdad había sido un sueño, podría suceder. Quizás estaba en coma, y todo esto que estaba viviendo era un largo sueño que duraría hasta que lo desconectasen. Todo había estallado en pedazos en el momento en que había levantado su mano izquierda y había visto su anillo…
Su mano no tenía vitíligo.
Una de esas “manchas” más claras de su piel abarcaba toda su mano izquierda y parte de su muñeca, como si fuese un guante. Pero cuando había visto su anillo, estaba rodeado de la tonalidad de piel algo más oscura, esa que habría tenido en todo su cuerpo si no tuviese vitíligo. Además, la forma en que había terminado ese “sueño” no era normal. Al menos, no para él.
Un par de horas después, la luz regresó, y un hombre, que parecía la versión masculina de la mujer que había visto antes, trajo dos tazones con lo que parecía ser sopa. Los dejó en el suelo, les echó una mirada con el ceño fruncido y se alejó, sin decir una palabra. Apenas dejaron de oírse sus pasos, Feferi salió disparada hacia los tazones, y tomó uno de inmediato. Lo acercó a los labios y comenzó a beber despacio, con los sorbos cortos que a Mauricio se le empezaban a hacer familiares. Se levantó y fue a unirse a la muchacha, pero cuando se acercó, la Luminosa retrocedió.
El tazón era poco más grande que aquél en donde había bebido té, en un pasado que se le hacía cada vez más lejano. Inclinó el recipiente y un líquido tibio entró en contacto con sus labios. Sabía a poco más que agua con sal, y las verduras que flotaban sobre el caldo eran insípidas. Bajó el tazón a los pocos tragos. No tenía hambre, no recordaba haber probado bocado desde el té en el muelle, y tampoco sentía necesidad de orinar. ¿Qué clase de ser extraño era ahora? Quizás encajase con el resto de los habitantes de Amatista.
Escuchó el suave sonido que hacía Feferi al comer, y miró al frente, más allá de los barrotes. La escasa iluminación sólo permitía ver otras cuevas oscuras, con el mismo diseño cuadrado, a lo largo de un pasillo ancho. Tanto el suelo del pasillo como de las celdas era del mismo material. Le recordó a los refugios de la mina, o a esas zonas donde almacenaban elementos que no llevaban a la superficie de inmediato. Hasta olía a la mina, si bien no a la maquinaria que utilizaban allá abajo.
De repente, se dio cuenta que había estado mirando fijo el pasillo, sin moverse, por no sabía cuánto tiempo, y que no escuchaba a la Luminosa. Giró la cabeza y la muchacha, que había comenzado a acercarse, se paró en seco. Estaba en cuatro patas y parecía un ciervo frente a las luces de un auto en el medio de la noche.
-¿Sucede algo Feferi?- la chica bajó los ojos por un segundo hacia las manos de Mauricio, y al seguir su mirada, vio el tazón a medio llenar. Volvió a mirarla y levantó ambas manos hacia la muchacha, con el recipiente en ellas –Toma si quieres.
La Luminosa avanzó despacio, y extendió las manos hacia el tazón, temblando. Miraba al recipiente y a Mauricio, y cuando al fin sus manos lograron sostener su objetivo, retrocedió de nuevo hacia la pared. Mauricio volvió a mirar al pasillo, preguntándose en qué parte del subsuelo de Amatista estarían ahora.
Unos minutos después, miró a Feferi, quien parecía estar algo más animada.
-¿Podrías ayudarme en algo?- le preguntó.
La muchacha levantó la vista, sorprendida, y cuando sus ojos se encontraron, apartó la mirada, recuperando la tensión.
-¿Yo?- preguntó tensa y dudosa.
-Sabes más que yo sobre este mundo, y hay muchas cosas que desconozco. ¿Podrías ayudarme a entenderlo mejor? Es decir, como has terminado de comer…
-¡Lo siento!- dijo la Luminosa, y se echó al suelo -¡Creí que ya no tenía hambre y por eso me dio su comida!
-¡No, no, no es eso! Yo no tenía hambre y tú sí, y no es eso lo que quiero decir- abochornado ante semejante demostración, se sentó mirando hacia donde estaba Feferi, quien empezaba a levantar la mirada hacia él, pero sin buscar sus ojos –Es que he notado que nadie habla durante las comidas, y escuché algo de una hambruna.
-Al… comer, me dijo mi abuela, es mejor concentrarse en comer- la muchacha se levantó, poco a poco, del suelo, sin despegar la mirada del piso. Empezaba a sonar algo amodorrada –Así es que, en esos tiempos, cuando aún escaseaba la comida… era mejor comer despacio, para llenarse antes. Y así se tendría más comida para el siguiente día, sin que te quedases con la sensación de… de estar insatisfecha.
-Ya veo- tenía sentido -¿Y el té?
-Eso fue… fue un descubrimiento de… de la familia de… de Pazeia. Su… su madre era de una familia habilidosa con la magia verde, de las plantas y los árboles. Una Terrosa. Un día, trajo unas plantas de té y comenzó a plantarlas en su casa. No sé cómo es el proceso, pero cuando llegó la hambruna, fueron muy útiles y, cuando la comida dejó de escasear, el té siguió estando… Como algo que perdura... Las esperanzas que se tienen cuando se lo bebe, hasta que se vuelven realidades.
Mauricio recordó algunas de las veces que le habían ofrecido té. Eridan lo había hecho para comprobar si él era de verdad un Alatum, o alguien que pudiese llegar a serlo. La Pastora había dicho que les esperarían sus segundas tazas al regresar. Tenía sentido.
-¿Cómo lograron superar la hambruna?- preguntó, curioso.
Feferi se había enderezado, y ahora estaba, como él, sentada con las piernas cruzadas. Incluso, a veces hasta lo miraba al rostro. Su luz parecía tener la misma intensidad que antes de la comida, y Mauricio pensó que le vendría bien el dormir. Desde que la ilusión, si eso había sido, se había quebrado, sólo la había visto despierta.
-Los Luminosos… descubrimos una salida al mar. Había muchos bancos de peces… y la Pastora de ése entonces nos pidió ayuda. A nosotros… Mi abuela dice que fue algo raro, pero bonito. No fue fácil, pero los seres de tierra necesitaban de los seres de agua, y al revés también… Y poco a poco comenzamos a ser parte de la sociedad... Ahora vamos a las mismas escuelas y podemos comer la misma comida y vestir las mismas ropas, aunque no es muy… práctico. En las cuevas húmedas el color de la vestimenta… no es importante.
Sus luces comenzaron a fluctuar.
Era como observar una serie de luces apagándose, y de repente Mauricio comprendió lo que sucedía. Se levantó de repente y fue hacia la muchacha, quien no tenía energías siquiera para sobresaltarse como era debido.
-¡Estaba envenenada!- dijo, al llegar al lado de la Luminosa -¡Vomita todo lo que puedas!
Por unos segundos, pareció hundirse en el miedo, y sólo sus negros ojos se movieron. Acto seguido, se llevó las manos a la boca, y comenzaron las arcadas. Cuando se escuchó el primer sonido prometedor, Mauricio le sostuvo el largo y enmarañado cabello por sobre la cabeza, mientras el contenido del estómago de la Luminosa se volcaba sobre el suelo de la celda. Había poco más que la sopa de verduras, y la muchacha se quedó temblando y escupiendo lo que parecía ser bilis, respirando hondo y sollozando.
Su luz seguía apagándose.
Mauricio tomó su tembloroso cuerpo y lo aferró contra el suyo, sin importarle el vómito ni el sudor de la Luminosa. Sentía que el frío y la humedad de la celda se le pegaban a la piel, ahuyentados por algo que pensó que podría ser fiebre. Quizás el veneno actuaba de distinta forma en diferentes seres. Era similar a cuando bebía un café caliente y cargado en los días invernales más fríos, cuando la mina estaba cerrada porque el hielo y la nieve no permitían operar la maquinaria: el calor se extendía por todo su cuerpo, repeliendo el frío del ambiente. La diferencia era que, en la mina, el calor era intenso primero, y al extenderse dejaba algo de su calidez detrás. Ahora, en esa celda fría y húmeda, con una temblorosa Luminosa entre los brazos, el calor no cedía, sino que aumentaba.
Imaginó cómo el veneno se extendía del estómago de Feferi a su torrente sanguíneo, ordenándose a sus sistemas que dejasen de funcionar. Las células, los músculos, los órganos… Todo comenzaba a recibir el mensaje de que un factor externo, que ahora era interno, les ordenaba morir. Casi podía imaginarse el interior del tembloroso cuerpo que tenía entre los brazos, y cómo sus luces se apagaban. No era tan luminosa como antes, y deseó tanto que ese veneno no estuviese allí, que Feferi pudiese sobrevivir, que el barco nunca hubiese sido atacado y que él tuviese algún poder que pudiera…
La Luminosa dejó de temblar.
Despacio, su cuerpo se relajó en los brazos de Mauricio, quien la miró, rogando que se hubiese producido un milagro. La esperanza le duró lo que tardó en comprender que los ojos de la muchacha no respondían, mientras las últimas luces del cuerpo de Feferi se apagaban.