4: Aves resecas

 

Mauricio dejó que las palabras se hundiesen en su entendimiento.

-¿Cómo es eso posible?- dijo, luego de unos minutos de silencio.

-Por selección mágica- dijo el otro -Tienes características deseables para los Alatum. No podíamos dejar que se perdiesen. Eres el varón más joven. Sin prole.

Mauricio se sentía menos entumecido. Aunque esa no era la palabra, ya que lo había sentido en cuerpo y mente, se acercaba bastante a la situación. Y las palabras que había oído lo impulsaban a preguntar.

-¿Cómo sabe usted que no tengo hijos?

-Incompatibilidad- fue la lacónica respuesta.

-Soy de la especie humana, señor…

-Romero. Eridan Romero.

-Señor Romero. Si no soy compatible con mujeres de mi propia especie, ¿por qué ningún médico de Tecla me lo dijo?

-Porque ahora estarías muerto.

Mauricio consideró sus palabras, observando los ojos rojos del otro, que lo miraban con una calma que rozaba la resignación. El terremoto en la mina podría haber acabado con la vida de sus compañeros de trabajo, pero si llegaban al refugio… Pero él había caído. Y el lugar donde había despertado…

-¿Cómo me trajeron aquí?- preguntó, al fin.

-La puerta nunca estuvo cerrada. Simplemente, dejaron de venir. Quizás por el incidente de Amatista. Pensamos que no vendrían más. Pensamos que nos extinguiríamos. Pero ahora has sido seleccionado.

-¿Por quién?

-O quiénes. Dioses, si lo quieres. Seres superiores. Una serie de causalidades favorables. El destino. Un poco de caos alineándose. Magia. Aquí estás, vivo y señalado. El resultado es el mismo.

-Incluso antes del incidente, era un acontecimiento muy extraño- le dijo Pazeia. Sus ojos verdes mostraban civilidad, pero no amabilidad –Los Alatum eran muy escasos, y este era el lugar donde eran educados, para luego ir a donde se les solicitase. Llegaban vivos de tierras lejanas, tan lejanas que no podían alcanzarse por tierra, agua o aire, y siempre con el mismo color de ojos y cabello.

Estrés, pensó Mauricio. El estrés podía modificar la genética de una persona, pero no podía decir si hasta ese punto. Había visto personas con exceso de estrés con el pelo cano antes de los quince años, o perdiendo cabello, pero lo de los ojos era demasiado inusual.

-La respuesta es magia- dijo Eridan, retirándolo de sus pensamientos –Para todas tus preguntas.

-Hay algunas de mis preguntas que no se pueden responder con magia.

-Eso vendrá después de las aves.

 

Eridan no dijo nada más, y se quedó allí, bebiendo de su taza de té hasta terminarla. Pazeia hizo lo mismo, y luego colocaron sus tazas en la bandeja, que se retiró volando hacia algún lugar desconocido. Entonces, la muchacha se levantó y le indicó que la siguiera. La taza de Mauricio, rodeada de té derramado, se quedó sobre la mesa baja.

Pasaron por el camino de camalotes, y a cada paso, Mauricio sentía que tenía más preguntas sin respuesta. Sobre ese extraño lugar en donde estaba. Sobre las aves gigantes de las montañas. Sobre Eridan. Sobre Pazeia. Sobre la Pastora. Sobre los seres que había visto y las actitudes que habían tenido con él. Pero la muchacha no parecía dispuesta a responderle, y de momento, parecían no tener intenciones agresivas.

Llegaron a un camalote de color celeste. Pazeia dio un paso hacia delante y desapareció, y Mauricio la siguió, esta vez algo más preparado ante el suelo sólido de madera en vez de la superficie del camalote. Estaban en el interior de una habitación de madera, con un mostrador que ocupaba la pared opuesta a la vidriera con la estantería vacía.

-¿De verdad quieres regresar?

La pregunta lo tomó desprevenido. Miró a la muchacha, quien ahora parecía observarlo con una intensidad distinta a la de antes.

-Si puedo seguir viviendo allí, sí- contestó, con sinceridad. Ella le agradaba, aunque aún sentía asperezas e ignoraba mucho.

-Entonces, será mejor que comas algo. Mañana tendrás otra audiencia con la Pastora.

-¿Vendrá Fenore?- preguntó, algo tenso. El saber que le habían asignado un guardia no le agradaba, aunque entendía los motivos.

-No. Estando en una casa con un Alatum y conmigo, no es necesario.

-¿Puedes decirme algo de este… lugar?- preguntó, mientras la seguía hacia lo que parecía ser un comedor. Su trenza contrastaba con su ropa, en un vaivén extrañamente calmante.

Pazeia presionó un interruptor en la pared, que se activó con un clic familiar, y una bombilla eléctrica iluminó la estancia. Mauricio se detuvo y giró la cabeza hacia la tienda: un par de bombillas colgaban del techo, cubiertas por lo que parecían ser lámparas de papel. Encontró los interruptores en la pared, y cuando escuchó un tintineo de platos, se volvió hacia el comedor.

-Tiende la mesa mientras preparo la cena- dijo Pazeia, colocando los platos en lo que parecía ser una barra de bar, entre el comedor y la cocina.

Asombrado, avanzó hacia la barra y tomó los tres platos de porcelana, cubiertos, vasos y una jarra, que llevó a la mesa. Mientras tendía la mesa, Pazeia había sacado algo de un refrigerador, uno de esos que él mismo tenía en su departamento, y lo calentaba en un microondas. La muchacha se movía con soltura, con esa seguridad que da la costumbre, con su trenza de nuevo sobre el hombro. Casi esperaba ver un televisor o una computadora en algún sitio.

-¿Cómo es que tienen luz eléctrica aquí?- preguntó.

-La generamos por nuestros propios medios- la muchacha tomó la fuente del microondas, dio vuelta su contenido y volvió a colocarla dentro.

-Bien, entonces, Pazeia- sentía que la oleada de preguntas se le iba a desbordar por la boca, y observó la figura, en apariencia calmada y desinteresada, de la muchacha. Parecía estar a la tensa espera de un golpe -¿Nos acompañará tu padre?

-No- respondió Pazeia, echándole una mirada por sobre su hombro.

-¿Y el tercer plato es para…?

-Mí, grandullón.

Líthos apareció de la nada, revoloteó alrededor de su cabeza, y aterrizó sobre la barra. Mauricio lo miró, sorprendido.

-Pensé que te habías quedado en los camalotes.

-¿Y por qué debería? Aquí está la cena.

-El paraíso floreció unos días atrás- dijo la muchacha, dejando sobre la barra un platito con flores de paraíso –Aquí tienes algunas.

Líthos tomó el plato como si fuese un padre orgulloso sosteniendo a su primogénito, y voló hasta la mesa despacio, como si temiese asustar a una bandada de mariposas. Se arrodilló sobre la mesa, frente al plato de tamaño clásico, y dejó el platito sobre la servilleta. Observó las flores como si estuviese hipnotizado, y no se movió ni siquiera cuando Pazeia colocó algo de comida sobre el plato que tenía al lado.

Mauricio observó su plato: era una generosa porción de estofado de verduras, o eso le pareció. Algunos de los vegetales eran conocidos, pero otros le resultaron extraños. Su estómago le recordó que, sin importar lo que fuese, tenía que comer, así que tomó el tenedor y pinchó algo de color violeta. Por su sabor, debía ser de la misma familia que la remolacha, y la salsa, aún recalentada, le daba un sabor delicioso.

Comieron en silencio, y Mauricio notó que tanto Pazeia como Líthos lo hacían despacio, masticando a conciencia. Las flores de paraíso aún conservaban su aroma, y el pequeño ser las comía pétalo por pétalo, como si estuviesen hecho de su sabor de helado preferido en un día muy caluroso. La jarra tenía agua, quizás mineral, por su sabor. Líthos terminó primero, y se quedó mirando el platito, ahora vacío, antes de pasar al estofado.

No había pan en la mesa, y Mauricio no quería preguntar al respecto.

Sin embargo, se sintió extrañamente relajado. No tanto por la comida que, recalentada y todo, le había gustado, sino por el ambiente. Pazeia parecía algo más calmada ahora, como si hubiese temido que algo pasase y al final no había pasado. Ahora era más parecida a la clase de mujeres que veía de lejos, porque ya estaban casadas o no buscaban a un hombre, y con las que nunca había mantenido una conversación exitosa fuera de lo laboral o estrictamente necesario. Y ahora estaba allí, comiendo bajo el mismo techo, con objetivos en común, por más retorcido y disparatada que fuese la realidad. La idea le gustaba. Mucho.

Le agradaba el ambiente de esa mesa, con esos dos seres sentados y compartiendo la misma comida. Líthos y Pazeia terminaron de comer casi al mismo tiempo. La muchacha, con los ojos fijos en su plato vacío y la cabeza apoyada sobre una mano, esperó. Un par de minutos después, Mauricio terminó su cena. Apilaron sus platos en el medio de la mesa, como habían hecho antes, y Líthos salió del comedor.

-Pazeia, tengo que pedirte algo.

-Me reservo el derecho a responder- estaba guardado la jarra en el refrigerador.

-¿Podrías enseñarme más sobre este lugar?

La muchacha cerró la puerta y se giró, mirándolo con algo que perturbaba su apatía.

-¿No querías irte?

-Si mal no he entendido, terminé aquí porque estaba por morir en la mina de Tecla. Y la verdad es que no quiero morir aún. Aunque mi vida no haya sido la mejor, es la única que tengo. Sé que no te caigo del todo simpático, y por eso quiero que me enseñes. Para que los choques culturales no sean tan graves.

Pazeia lo miró en silencio, sin moverse, por unos segundos.

Luego, sonrió.

Era más de malicia que de otra cosa, pero era bastante mejor que la apatía de antes, se dijo Mauricio. Y le daba un encanto que le atraía, porque sabía que no era maldad, sino picardía. Le gustaba ver más de esa muchacha, que vivía en una casa tan rara, con seres extraños, haciendo cosas que él no sabía, como una hechicera. Aunque no fuese magia lo que hiciese.

-Entonces, ve a dormir. Mañana te esperará un muy largo día.

 

La mañana no llegó.

En vez del amanecer, lo que despertó a Mauricio fue un estrépito de vidrios rotos y de objetos cayendo. En la oscuridad de la madrugada, escuchó ruidos de pasos apresurados, más objetos rompiéndose, y un crepitar familiar. Su habitación estaba lejos del frente de la casa, pero no tardó en llegar allí; apoyó la mano en la puerta metálica, y la sintió caliente. Una luz parpadeante se colaba por la rendija entre la puerta y el suelo.

-¡Ve a por agua!- chilló una voz a sus espaldas, y la luz se encendió.

-¿Dónde?- preguntó, alejándose de la puerta.

-Oh, por las raíces del gran pino…

Líthos salió volando hacia la cocina, y regresó con un montón de esferas azules en sus pequeños brazos. Le dio la mitad a Mauricio, y estaba comenzando a decirle lo que harían con ellas cuando Pazeia bajó las escaleras, envuelta en una bata, despeinada y asustada. Era una imagen tan extraña de la muchacha que Mauricio casi fue a abrazarla, hasta que una voz le recordó la situación.

-Tenemos las esferas- le dijo Líthos –Y vamos a apagar las llamas.

-¡Tengo las mías!- dijo la muchacha, yendo hacia ellos.

-Bien, entonces, a la cuenta de tres- dijo el pequeño ser –Uno, dos, ¡tres!

Mauricio abrió la puerta de una patada, y se apartó del camino de las llamas de inmediato. Dentro de la tienda, el fuego estaba devorando todo lo que podía a su paso, así que comenzaron a lanzarle las esferas. La primera cayó cerca del mostrador, y con un estallido, explotó, cubriendo una pequeña parte del área en niebla…

Y las llamas crecieron.

-¡Paren!- gritó Pazeia –Es fuego causado por combustible. ¡El agua lo hará peor!

-¡Arena!- dijo Mauricio -¡O tierra!

-Déjame el eslabón final a mí, grandullón- dijo Líthos -¡Toma ese balde ahora!

Comprendiendo lo que se esperaba de él, Mauricio fue hacia Pazeia, quien volvía corriendo con un balde de tierra, y se lo alcanzó al pequeño ser. Su contenido, tierra común de jardín, salió volando del balde como si fuese una lluvia, y cayó como una manta sobre las llamas más cercanas a la puerta metálica. Con el balde vacío en las manos, Mauricio corrió de nuevo hacia la cocina, donde Pazeia le alcanzó un balde lleno de tierra y se llevó el vacío. Así, con cada balde lleno de tierra que llegaba hacia Líthos, algo más de las llamas se extinguía.

Un olor a hierbas, flores y madera quemada, junto a la de tierra caliente, empezó a llenar la habitación. Mauricio no quería relajarse, ni siquiera al ver que ya no había llamas, y avanzó con un balde de tierra listo en las manos, junto a Pazeia y Líthos, que revoloteaba a su alrededor. El suelo y las paredes humeaban. La bombilla eléctrica debió haber explotado, ya que no funcionaba, así que Pazeia trajo una flor azul luminosa en maceta, y comenzó a revisar los daños.

-¿Se encuentran todos bien?- preguntó, con un tono preocupado. Mauricio la miró: parecía no saber qué hacer, como si no estuviera acostumbrada a esa clase de sucesos.

-Sin problemas- dijo, algo tenso. ¿Aún estarían por allí?

-Vivo y volando.

La muchacha trajo más macetas, hasta que el interior de la tienda quedó iluminado con una luz azul. Algunas personas se habían asomado a las ventanas de casas vecinas, y un par de personas estaban en la calle, envueltas en batas, dudando. Mauricio recordó que las casas cercanas eran de madera. Fue hacia un altísimo.

-¿Su casa ha sufrido daños?- le preguntó, cuando tuvo su atención -¿Hay alguien herido?

-No- respondió, tras sus grandes anteojos. Tenía el pelo negro y corto, y la piel algo más oscura que el que había visto en la audiencia con la Pastora –Parece que sólo ha sido en su local.

Mauricio miró a su alrededor: un par de altísimos más, pequeños seres, personas en general…

-¿Ha visto a alguien aquí, frente a la tienda?- le preguntó al altísimo.

-He visto a un grupo correr, no hacia el fuego, sino hacia el otro lado- su voz era la de alguien que no aprobaba semejante cosa, si es que Mauricio estaba en lo cierto.

-Cerámica- dijo la voz de Pazeia desde el interior de la tienda. Al salir a la calle, la luz de las flores azules le dio un aire casi espectral, como un hada enojada –Ha sido una bomba incendiaria de cerámica.

En la calle sólo iluminaba la luna, y a la luz que salía de la destrozada vidriera, los rostros allí reunidos parecían ser máscaras. A Mauricio le pareció muy apropiado.

 

Ésta vez, pudo ver el edificio desde fuera.

Las casas por las que había pasado tenían como materiales principales a la madera y a la piedra: pero cada tanto salía de la tierra una elevación rocosa, como moles de granito, que habían sido adaptadas para ser habitables. Había muy pocas: contó una docena antes de llegar a la más grande de todas. Reconoció algo del entorno, aunque cuando habían huido de las aves de las montañas no había tenido tiempo de observar sus alrededores en detalle.

La gigantesca mole de granito parecía una araña muerta.

Mauricio pudo observar grúas, canaletas, lo que debían haber sido columnas sosteniendo otras estructuras, rieles… cubiertos de enredaderas y musgo, oxidándose bajo el sol de la mañana. Habían retirado parte de la vegetación que cubría la parte superior de la entrada, pero la inscripción grabada sobre las puertas dobles había sido borrada casi por completo.

Al entrar, sintió que la temperatura del ambiente bajaba unos diez grados, junto con los aromas del aire. Había ventanas que dejaban pasar la luz del exterior, por lo que pudo ver cómo la gente los miraba, callando de inmediato sus conversaciones, y volvían a cuchichear cuando se alejaban. Sintió que alguien en particular lo miraba, pero no quiso darle la satisfacción de girarse y ver esos ojos crueles.

 

-Hemos sido atacados, Pastora- le dijo Pazeia a la dama, quien ahora vestía de celeste –Y no ha sido ningún accidente: los guardias han confirmado que fue una bomba de cerámica, y una con fuego líquido.

Esta vez, había tres almohadones blancos en el medio del semicírculo. Pazeia estaba sentado a su lado, y Líthos en el otro, exponiendo lo que les había sucedido esa misma madrugada. Mauricio observó a los allí reunidos: reconoció al altísimo, aunque notó que faltaban algunas caras conocidas, y luminosas.

-Los guardias han corroborado tus dichos- dijo la Pastora, con voz seria –Sin duda, han sido atacados. Los motivos de ese ataque es lo que queda sin esclarecer. Esa será la orden del día para la guardia- el altísimo tomó papel y pluma, una pluma de paloma, y comenzó a deslizarla sobre el papel, sin tintero a la vista –Averiguar quiénes han sido los autores, y sus motivos.

-Ahora que ese punto ha quedado en claro- la voz de Illana, de nuevo tras él, se hizo oír por la silenciosa sala –Es hora de pasar a un tema más apremiante.

Pazeia la miró, seria.

-Las aves de la montaña no se han ido, Pastora. Y una de ellas se ha dedicado a eliminar las flores luminosas de toda la ciudad… excepto las de la tienda Romero.

-Flores azules, experimentales- dijo la muchacha pelirroja –aún no aprobadas para su uso en toda la población.

-¿Y qué faltaría para que los no iniciados puedan usarlas?- quiso saber la otra.

-Primero, asegurar su duración mínima y máxima- respondió Pazeia –Tal y como está escrito en las reglas al respecto. Además, no hay suficientes semillas, y su color puede ser otro inconveniente.

-Un inconveniente menor- dijo Illana –De seguro alguien de tu familia, con sus grandes talentos, no tendrá problemas en modificar la vida para adaptarla a sus necesidades- cada palabra parecía ser amable, pero cortaba como si fuesen dagas de hielo. La mirada entre las dos mujeres parecía estar muchos grados bajo cero

-Sólo si la Pastora me autoriza- dijo Pazeia, mirando a la mujer de celeste.

-Tienes mi permiso para iniciar las acciones necesarias para tal fin. Comienza cuanto antes- dijo, y miró a la mujer rubia -¿Qué han averiguado sobre las aves de la montaña?

-La buena noticia es que no serán un problema- respondió, seria –Han amanecido muertos, al parecer, por deshidratación extrema.

Desde que había llegado allí, Mauricio había sentido muchas clases de silencio.

El de los seres luminosos había sido un silencio de temerosa estupefacción, hasta que algunos decidieron gruñirle y otros, retroceder con miedo. El del grupo reunido en su primera audiencia, de cautela con algo de curiosidad. Pero en éste silencio había tanto miedo que podía haber englobado todo el miedo de todos los silencios anteriores, grandes y pequeños.

-¿De qué forma de deshidratación?- preguntó la Pastora, despacio y con calma.

-El agua de sus cuerpos desapareció- dijo Illana, con una seriedad que Mauricio no le había visto antes -Los Pequeños han enviado sus informes cuanto antes, y luego lo han confirmado: es lo mismo que se vio hace unos siglos atrás, en la época de la batalla de las gemas. Y si bien no han encontrado a los responsables, los indicios son claros. Es magia de Serpiente.

El silencio cayó en la sala.

Al llegar al suelo, se rompió en mil pedazos.

-¿Pero no se habían extinguido?

-No puede ser, no puede ser.

-¿Están seguros? ¿Sí? ¡Oh, no!

-Hay que ir a por Ellas, y pedirles que nos ayuden.

-¿La guardia no podría asegurarse…?

-Quizás las aves de la montaña eran controladas mentalmente por otro ser, y las consumió desde el interior.

-Tengo que ir a asegurarme que…

-Silencio, por favor.

La voz calmada de la Pastora, si bien era mucho más baja que las que resonaban en la sala, acalló las otras voces de inmediato. Miró a Illana, luego a los tres seres que estaban en los almohadones blancos, y luego hacia el almohadón vacío que había sido ocupado por una Luminosa, que se había retirado en la audiencia anterior.

-Pazeia, Illana, Mauricio, necesito hablar con ustedes tres a solas.

El rumor de tela moviéndose y pasos alejándose precedió al sonido de puertas abriéndose y cerrándose. Líthos aún estaba allí, y la Pastora no le dijo que se retirarse. El nuevo silencio era de un tipo distinto, y Mauricio casi prefirió que volviese alguno de los anteriores.

-Illana, debo solicitar tu barco de viento- dijo la Pastora.

-¿El veloz?- por primera vez, parecía sorprendida -¿El que usamos en verano?

-Así es. Será necesario para marchar hacia las montañas.

Mauricio sintió que la tensión tiraba de Pazeia, quien observaba a la matrona, esperando.

-Es momento de que confieses tus habilidades, muchacho- dijo la Pastora, mirando a Mauricio con seriedad –Las noticias traídas son demasiado alarmantes como para esperar.

-Bien, señora Pastora- contestó –Tengo conocimientos relacionados con la minería. Era operario de maquinaria allí de dónde vengo, similares a aquéllas que rodearon este edificio hace muchos años.

-¿No te han entrenado aún?

-¿Entrenado en qué, señora Pastora?

-En las artes de los Alatum.

-No ha habido tiempo, señora Pastora. Llegué hace poco, y no he podido hacerlo.

-Pazeia, ¿consideras que será posible que aprenda lo necesario antes de la mañana?- le preguntó, mirando a la joven.

-Es imposible, Pastora- la pelirroja negó con la cabeza –Hay circunstancias especiales, que no han ocurrido con anterioridad, en este caso.

-Y especiales serán, sin duda- hizo una pausa y miró a Mauricio –Las aves de la montaña han causado muchos problemas en el pasado, y siempre han sido los Alatum quienes las han espantado. Pero lo que las ha afectado viene de seres aún peores, y no podemos permitir que se acerquen. Dadas las circunstancias, debo preparar las dos tazas de té. Espero contar con ustedes, pero si no es así, díganmelo ahora y buscaré a quién esté dispuesto a hacerlo.

Los cinco silencios de la sala eran bastante distintos entre sí.

-Si le da un permiso a mi padre por una hora por día, podrá ocuparse de las flores luminosas él mismo- dijo Pazeia, con voz firme –Y yo podré ir a solucionar la situación.

-Podremos enviar a un par de Altísimos y a un par de Pequeños como sus ayudantes, si fuese necesario.

-Gracias, Pastora.

-Iré, Pastora, para defender a la ciudad que me vio nacer y crecer- dijo Illana, con el tono que usaría una princesa guerrera antes de la batalla, mientras planeaban los movimientos para poder derrotar a su oponente –Sólo pido eso que le fue negado a mi tatarabuela, poco más de cien años atrás.

Pazeia la miró, curiosa.

-Si está en mis manos entregártelo, se te entregará- dijo la matrona, y miró a Mauricio -¿Sabes lo que voy a pedirte?

-Que vaya a la montaña e impida que quienes eliminaron a las aves ataquen la ciudad, señora Pastora, ¿verdad?- preguntó.

-Hay mucho que no sabes de esta tierra- le dijo –Y sé que aún no comprendes lo que se espera de ti, ya sea antes de esta situación, o ahora mismo.

-Supongo que me pregunta si deseo acompañar a Pazeia a solucionar el problema que se ha presentado.

-Illana, puedes decírselo.

-Mauricio, futuro Alatum- dijo la mujer rubia, mirándolo fijo a los ojos con determinación –Lo que se le negó a mi tatarabuela fue un esposo. Un esposo Alatum. Y que no tienes ninguna proposición formal, ruego consideres ofrecerme tu mano en matrimonio cuando regresemos de nuestra misión.